San Pío X, hoy
Por César Félix Sánchez Martínez [1]
Ante el práctico silencio de la Santa Sede y de
gran parte de la jerarquía eclesiástica, ayer se cumplieron cien años del óbito
de San Pío X (1835-1914). No sorprende, pues desde hace cierto tiempo en
materias eclesiásticas y vaticanas ya nada sorprende, pero sí entristece a los
fieles constatar esta indiferencia, que parece más bien ocultar una hostilidad
sorda, que no osa siquiera dar razones porque no las tiene, y que ante figuras
e instituciones católicas que no se encuentran protegidas por el dulce abrazo
de la Gloria, como es el caso del Santo Pontífice, se manifiesta con toda libertad, arbitraria e inmisericorde.
Entristece sobremanera, porque de un tiempo a esta parte, los Jerarcas,
incluso hasta en lo más alto, se
esfuerzan ridículamente por servir de comparsas al mundo, compitiendo con las
efemérides de Wikipedia, los noticieros de farándula y los boletines
deportivos, en conmemorar eventos como el día de la tierra, el mundial o a John
Lennon. Aquellos que no escatiman recursos ni gestos para mitificar a
determinadas figuras ambiguas e instaurar –en actos sin precedente en la
historia de la Iglesia- grotescos cultos a la personalidad, ahora callan.
Sin embargo, nos queda como consuelo el meditar
en la enseñanza de la vieja fábula de Tomás de Iriarte:
Guarde para su regalo
esta sentencia el autor:
si el sabio no aprueba, ¡malo!
si el necio aplaude, ¡peor!
esta sentencia el autor:
si el sabio no aprueba, ¡malo!
si el necio aplaude, ¡peor!
Porque como
de sobra lo demuestra la experiencia, hay elogios que en verdad insultan.
Otros sí recordarán a San Pío X. Otros, que
hasta hace poco tiempo eran legión, pero que ahora, constreñidos por las
contradicciones, se encuentran reducidos y desmoralizados, convertidos en
angustiados truchimanes de una especie de fuerza de la naturaleza, teniendo que
reinterpretar, violentando su mente y su conciencia, patentes errores o
grotescas estulticias para convertirlas en tautologías o en galimatías, que son más pasables. Harán un elogio de San
Pío X, pero como tantas otras cosas, ese elogio saldrá de sus bocas convertido
en una forma vacía, un eslogan neutro y sin contenido, que podría ser aplicado
a cualquier figura de la historia sagrada o incluso profana. Y a ese «estilo»
de pensar y de escribir, muchos le llaman ahora «sana doctrina». ¡Ay del tiempo
en que la ambigüedad máxima o el vacío sofista son anhelados y atesorados!
Los santos, a diferencia del individuo cósmico histórico de Hegel, no
son instrumentos del «progreso de la historia» o meros filántropos buenaonda o, como parece ser ahora con
tantos neocanonizados, mitos fabricados
por el marketing para la manipulación de masas; los santos son
los Predestinados de Dios, cuya virtud heroica, especialmente en el
cumplimiento extraordinario del deber de estado, ilumina a los fieles.
¿De qué sirve llenarse la boca con homenajes
sino se imita al homenajeado? ¿Y cómo podemos imitar a San Pío X? En primer
lugar, con una fidelidad inquebrantable a Cristo y a los frutos de la
Redención, eso es la Iglesia, la liturgia y la Cristiandad, no entendidas solo
como «realidades pastorales» ni como gnosis antropocéntricas, sino como, en
palabras de Bossuet «Cristo multiplicado y repartido», en distintos sentidos
análogos. Pastoralmente, nos enseña aquello que los críticos contemporáneos
-críticos que incluso contemplaron su grandeza- llamaban el «idealismo» en las
relaciones con los Estados; sana y santa intransigencia ante las traiciones,
contemporizaciones y raillements.
Intransigencia que sería fructífera: Los Estados Católicos, reconstruidos
después de dos siglos de vorágine revolucionaria, en Austria, en España y en
Portugal, los cristeros y los carlistas, el renacimiento intelectual católico
fueron parte de sus frutos. Luego, los enemigos internos de la Iglesia
derrumbaron los frutos materiales de esa acción, pero su legado espiritual se
vivifica, a pesar del pontificado actual, que en tantos y tantos aspectos
parece su antónimo absoluto.
El mismo Santo Pontífice lo manifestó, de forma
profética, en la carta encíclica Communium rerum sobre San Anselmo, del 21 de
abril de 1909: «Están pues muy equivocados los que creen y esperan para la Iglesia un
estado permanente de plena tranquilidad, de prosperidad universal, y un
reconocimiento práctico y unánime de su poder, sin contradicción alguna; pero
es peor y más grave el error de aquellos que se engañan pensando que lograrán
esta paz efímera disimulando los derechos y los intereses de la Iglesia,
sacrificándolos a los intereses privados, disminuyéndolos injustamente,
complaciendo al mundo ‘en donde domina enteramente el demonio’, con el pretexto
de simpatizar con los fautores de la novedad y atraerlos a la Iglesia, como si
fuera posible la armonía entre la luz y las tinieblas, entre Cristo y el
Demonio. Son éstos, sueños de enfermos, alucinaciones que siempre han ocurrido
y ocurrirán mientras haya soldados cobardes, que arrojen las armas a la sola
presencia del enemigo, o traidores, que pretendan a toda costa hacer las paces
con los contrarios, a saber, con el enemigo irreconciliable de Dios y de los
hombres».
Palabras que resuenan, como una voz que clama
en el desierto, en un desierto en el que nos hemos acostumbrado a la traición,
a la heterodoxia y a la chabacanería, cohonestadas con la excusa cada vez más triste
y ridícula de «enfoques pastorales» por algunos.
Supo, por sobre todo, cumplir con su deber de
Vicario de Cristo a través de las «seguridades doctrinales» que brindó a manos
llenas. «Seguridades» ahora inexplicable y escandalosamente combatidas por
quienes deberían, por amor a Cristo, darlas, especialmente en tiempos de tan
grave confusión. En un artículo publicado en The Tablet el 29 de agosto de 1914, Monseñor R.H. Benson escribía: «Y ahora no hay prácticamente cristiano
–en el sentido histórico de la palabra, es decir, que crea que la misión de
Cristo yace en la revelación que promulgó y no meramente en el impulso que su
venida otorgó a la aspiración espiritual del hombre- sin importar cuán lejos
estén sus simpatías de la interpretación católica de los contenidos de la
revelación, que no reconozca que Pío se mantuvo firme donde otros líderes
religiosos flaquearon o contemporizaron, y que Roma, bajo su liderazgo, se puso
del lado de la pura y simple verdad evangélica, de la autoridad de las Sagradas
Escrituras y de la divinidad de Cristo».
¡De qué sirve admirar sino se imita! Y qué es
imitar, en este caso, sino militar, militar por instaurare omnia in Christo, sin ningún temor e inflamados por la
caridad de Dios, porque tenemos un tan grande valedor en el Cielo.
[1] Profesor de filosofía