Reproducimos a continuación algunos fragmentos de una carta escrita
por J.R.R. Tolkien a su hijo en marzo de 1.941 a propósito del amor, el
matrimonio y el divorcio:
“En nuestra
cultura, la tradición caballeresca romántica (…) empezó como un juego cortesano
artificial, una manera de gozar del amor por sí mismo sin referencia (y en
verdad opuesto) al matrimonio. (…) Tiende todavía a hacer de la mujer una
especie de estrella conductora o divinidad (…). Esto es por supuesto fácil y,
en el mejor de los casos, un artificio. (…) Evita, o cuanto menos en el pasado
ha evitado, que el hombre joven vea a las mujeres tal como son: como compañeras
de naufragio, no como estrellas conductoras. (…) Inculca una exagerada noción
del “amor verdadero”, como fuego venido desde fuera, una exaltación permanente,
sin relación con la edad, el nacimiento de hijos y la vida cotidiana, y sin
relación tampoco con la voluntad y los objetivos (…).
Sin embargo, la
esencia de un mundo caído consiste en que lo mejor no puede obtenerse mediante
el libre gozo o mediante lo que se denomina “autorealización” (por lo general,
un bonito nombre con el que se designa la autocomplacencia…), sino mediante la
negación y el sufrimiento. La fidelidad en el matrimonio cristiano implica una
gran mortificación (…). No hay hombre, por fielmente que haya amado a su
prometida y novia cuando joven, que le haya sido fiel ya convertida en su
esposa en cuerpo y alma sin un ejercicio deliberadamente consciente de la
voluntad, sin autonegación. A muy pocos se les advierte eso, aún a los que han
sido criados “en la Iglesia”. Los que están fuera de ella rara vez parecen
haberlo escuchado. Cuando el hechizo desaparece o sólo se vuelve algo ligero,
piensan que han cometido un error y que no han encontrado todavía a la
verdadera compañera del alma. Con demasiada frecuencia la verdadera compañera
del alma es la primera mujer sexualmente atractiva que se presenta. Alguien con
quien podrían casarse muy provechosamente “con que sólo” (…). De ahí el
divorcio, que proporciona ese “con que sólo” (…). Pero el verdadero compañero
del alma es aquel con el que se está casado de hecho (…) sólo la más feliz de
las suertes reúne al hombre y a la mujer que están, por decirlo así, mutuamente
“destinados”, y son capaces de un amor grande y profundo. La idea todavía nos
deslumbra (…) se han escrito sobre el tema una multitud de poemas e historias,
más, probablemente, que el total de tales amores que han existido en la vida
real (sin embargo, los más grandes de esos cuentos no nos hablan de feliz
matrimonio de esos grandes enamorados, sino de su trágica desaparición; como si
aún en esta esfera lo de verdad grande y profundo en este mundo caído sólo se
lograra por el fracaso y el sufrimiento). En este gran amor inevitable, a
menudo amor a primera vista, tenemos un atisbo, supongo, del matrimonio tal
como habría sido en un mundo que no hubiera caído. En éste tenemos como únicas
guías la prudencia, la sabiduría (rara en la juventud, demasiado tardía en la
vejez), la limpieza de corazón y la fidelidad de voluntad (…)”
Visto en Certum est quia impossible est.