Discutir sobre religión es una cosa que ya no me gusta. Hace como treinta años que no discuto —ni siquiera con los «censores»— de mis obras. Cuando era joven era un gran discutidor.
Es cosa inútil. Al que pone objeciones religiosas, ordinariamente hay que recomendarle leer un buen Catecismo de Perseverancia. Ordinariamente habla de lo que no sabe. Si tiene interés en saber, sé tomará esa pequeña molestia; si no tiene interés, habla por hablar y entonces la discusión es inútil y aun peligrosa.
A los que vienen a uno en un barco o en un tren con el: «Vea Reverendo, ¿cómo responde usted a esto?», no hay que darles la solución, sino acrecentarles la objeción, urgiría mucho más todavía, que vea que uno la sabe y aun la «siente» tanto como él, o más. Es decir, hay que agudizarle (o crearle si acaso) el hambre de saber, porque si esa hambre no existe, darle la solución es perder tiempo.
Puesto esto, hay que responder que Dios en su naturaleza divina no sufre ni con la desgracia eterna de los precitos[1] ni con los pecados que precedieron y causaron esa desgracia eterna, porque su natura eterna es inmutable y no sujeta a las pasiones propias de los hombres. Querer que sufra es querer que cambie de naturaleza y se vuelva criatura, lo cual es imposible. Es un vicio mental muy grave y muy difundido que se llama «antropomorfismo», o sea, concebir a Dios parecido o idéntico al hombre, muy difundido hoy día entre los ignorantes como Jorge Luis Borges, por ejemplo.
Hoy día hay muchos que preguntan «cómo es Dios» con la intención de aceptarlo o no aceptarlo según les guste o no les guste; quiero decir «su existencia». Pero la existencia es lo primero; y si es un hecho la existencia, con que yo no la acepte, no la destruyo como hecho. (Me destruyo a mí mismo.)
Si Dios es, hay que tragarlo como es. Muy sensatamente Jacques Rivière escribía a Paul Claudel: «Si es consolador o no, no me interesa; lo que me interesa primero de todo es saber si realmente existe o no».
Esa posición de decir: «Si Dios me gusta o me satisface, bien, entonces puede ser que lo acepte», es un disparate monumental. Con ése no hay que discutir. Si Dios existe y no sufre, no tengo más remedio que decir: «No me gusta, no lo comprendo; pero si es un hecho, no tengo más remedio que arreglármelas con ese hecho como pueda». Es lo que hacemos enfrente de todos los hechos' de la Naturaleza o del Mundo Humano. Que traten, por ejemplo, de no aceptar una poliomielitis o un ciclón, a ver si va.
Pero los predicadores dicen continuamente que «ofendemos» a Dios con nuestros pecados; y «ofender» es «herir». Y los místicos dicen que Dios sufre por y con los condenados del Infierno. Y Kírkegor escribe que cuando Dios «abandonó» a su Hijo («Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»), Dios Padre sufrió horriblemente por tener que abandonar a su Hijo. Y Kierkegaard es todo lo más alejado del «antropomorfismo». ¿Cómo se entiende eso?
En cierto modo, Dios sufre por los pecados de los hombres y todas sus consecuencias. ¿De qué modo?
De dos modos: en su Hijo hecho Hombre, y en el Orden Universal, que es Él mismo.
Leonardo Castellani, “Dinámica social”, nº 81, julio de 1957. Versión reproducida en “Pluma en ristre” pág. 190.
[1] Réprobos, condenados a las penas del infierno.