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miércoles, 10 de febrero de 2016

Miércoles de Cenizas: Convertíos.


¡Convertíos! ¿Por qué no más bien: alegraos? Mejor, ¡alegraos!: porque a las realidades humanas suceden las divinas, a las terrenales las celestes, a las temporales las eternas, a las malas las buenas, a las ambiguas las seguras, a las molestas las dichosas, a las perecederas las perennes. ¡Convertíos! Sí, que se convierta, conviértase el que prefirió lo humano a lo divino, el que optó por servir al mundo más bien que dominar el mundo junto con el Señor del mundo. Conviértase, el que huyendo de la libertad a que da paso la virtud, eligió la esclavitud que consigo trae el vicio. Conviértase, y conviértase de veras, quien, por no retener la vida, se entregó en manos de la muerte.
Está cerca el Reino de los cielos. El Reino de los cielos es el premio de los justos, el juicio de los pecadores, pena de los impíos. Dichoso; por tanto, Juan, que quiso prevenir el juicio mediante la conversión; que deseó que los pecadores tuvieran premio y no juicio; que anheló que los impíos entraran en el reino, evitando el castigo. Juan proclamó ya cercano el reino de los cielos en el momento preciso en que el mundo, todavía niño, caminaba a la conquista de la madurez. Al presente conocemos lo próximo que está ya este reino de los cielos al observar cómo al mundo, aquejado por una senectud extrema, comienzan a faltarle las fuerzas, los miembros se anquilosan, se embotan los sentidos, aumentan los achaques, rechaza los cuidados, muere a la vida, vive para las enfermedades, se hace lenguas de su debilidad, asegura la proximidad del fin.
Y nosotros, que vamos en pos de un mundo que se nos escapa, que no pensamos jamás en los tiempos que se avecinan y nos emborrachamos de los presentes, que tememos, colocados ya frente al juicio, que no salimos al encuentro del Señor que rápidamente se aproxima, que apostamos por la muerte y no suspiramos por la resurrección de entre los muertos, que preferimos servir a reinar, con tal de diferir el magnífico reinado de nuestro Señor, nosotros, digo, ¿cómo damos cumplimiento a aquello: Cuando oréis, decid: «Venga tu Reino»?
Necesitados andamos nosotros de una conversión más profunda, adaptando la medicación a la gravedad de la herida. Convirtámonos, hermanos, y convirtámonos pronto, porque se acaba la moratoria concedida, está a punto de sonar para nosotros la hora final, la presencia del juicio nos está cerrando la oportunidad de una satisfacción. Sea solícita nuestra penitencia, para que no le preceda la sentencia: pues si el Señor no viene aún, si espera todavía, si da largas al juicio, es porque desea que volvamos a Él y no perezcamos nosotros a quienes, en su bondad, nos repite una y otra vez: No quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta y viva.
Cambiemos, pues, de conducta, hermanos, mediante la penitencia; no nos intimide la brevedad del tiempo, pues el autor del tiempo desconoce las limitaciones temporales. Lo demuestra el ladrón del evangelio, quien, pendiente de la cruz y en la hora de la muerte, robó el perdón, se apoderó de la vida, forzó el paraíso, penetró en el Reino.
En cuanto a nosotros, hermanos, que no hemos sabido voluntariamente merecerlo, hagamos al menos de la necesidad virtud; para no ser juzgados, erijámonos en nuestros propios jueces; concedámonos la penitencia, para conseguir anular la sentencia.

De los Sermones de San Pedro Crisólogo

martes, 22 de diciembre de 2015

Lectura para meditar la Venida del Divino Redentor.


Ama totalmente a Aquel que por tu amor se entregó todo entero, cuya hermosura admiran el sol y la luna, cuyas recompensas y su precio y grandeza no tienen límite; hablo de aquel Hijo del Altísimo a quien la Virgen dio a luz, y después de cuyo parto permaneció Virgen. Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró tal Hijo, a quien los cielos no podían contener, y Ella, sin embargo, lo acogió en el pequeño claustro de su sagrado útero y lo llevó en su seno de doncella.
¿Quién no aborrecerá las insidias del enemigo del género humano, el cual, mediante el fausto de glorias momentáneas y falaces, trata de reducir a la nada lo que es mayor que el cielo? En efecto, resulta evidente que, por la gracia de Dios, la más digna de las criaturas, el alma del hombre fiel, es mayor que el cielo, ya que los cielos y las demás criaturas no pueden contener al Creador, y sola el alma fiel es su morada y su sede, y esto solamente por la caridad, de la que carecen los impíos, como dice la Verdad: “El que me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y vendremos a Él, y moraremos en él” (Jn 14,21.23).
Por consiguiente, así como la gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente, así también tú, siguiendo sus huellas, ante todo las de la humildad y pobreza, siempre puedes, sin duda alguna, llevarlo espiritualmente en tu cuerpo casto y virginal, conteniendo a Aquel que os contiene a ti y a todas las cosas, poseyendo aquello que, incluso en comparación con las demás posesiones de este mundo, que son pasajeras, poseerás más fuertemente. En esto se engañan algunos reyes y reinas del mundo, pues aunque su soberbia se eleve hasta el cielo y su cabeza toque las nubes, al fin se reducen, por así decir, a basura.

Extracto tomado de la III Carta de la Seráfica Madre Santa Clara de Asís a Santa Inés de Praga.

jueves, 16 de julio de 2015

El Escapulario, símbolo de las virtudes cristianas.


Nadie ignora, ciertamente, de cuánta eficacia sea para avivar la fe católica y reformar las costumbres, el amor a la Santísima Virgen, Madre de Dios, ejercitado principalmente mediante aquellas manifestaciones de devoción, que contribuyen en modo particular a iluminar las mentes con celestial doctrina y a excitar las voluntades a la práctica de la vida cristiana. Entre éstas debe colocarse, ante todo, la devoción del Escapulario de los carmelitas, que, por su misma sencillez al alcance de todos y por los abundantes frutos de santificación que aporta, se halla extensamente divulgada entre los fieles cristianos.

No se trata de un asunto de poca importancia, sino de la consecución de la vida eterna en virtud de la promesa hecha, según la tradición por la Santísima Virgen; se trata, en otras palabras, del más importante entra todos los negocios y del modo de llevarlo a cabo con seguridad. Es, ciertamente, el santo Escapulario una como librea mariana, prenda y señal de protección de la Madre de Dios; más no piensen los que visten esta librea que podrán conseguir la salvación eterna abandonándose a la pereza y desidia espiritual, ya que el Apóstol nos advierte: Trabajad por vuestra salvación con respeto y sinceridad.

Reconozcan en este memorial de la Virgen un espejo de humildad y castidad; vean en la forma sencilla de su hechedura un compendio de modestia y candor; vean, sobre todo, en esta librea que visten día y noche, significada con simbolismo elocuente, la oración con la cual invocan el auxilio divino; reconozcan, por fin, en ella su consagración al Corazón santísimo de la Virgen inmaculada.

De la carta de S.S. Pío XII, del 11 de febrero de 1950, con ocasión del centenario del Escapulario del Carmen. 

jueves, 2 de abril de 2015

En esta Semana Santa, ¿vacaciones o luto?


La masonería enquistada en la república del Uruguay,
llama semana de turismo a la Semana Santa. 

Publicamos una antigua publicación nuestra que nos parece pertinente para estos momentos.

La semana Santa
¿semana de vacaciones o de luto?

El Jueves Santo, el Viernes Santo y el Sábado Santo forman el Triduo Sacro. Son los días de la Semana Santa, de la semana más importante de la historia de la humanidad. Porque para nada hubiera servido la creación si no hubiera habido la salvación.
Cristo se hizo nuestro Cordero que carga con nuestros pecados. Cristo quiere “morir a fin de satisfacer en nuestro lugar a la justicia de Dios, por su propia muerte”, dice Santo Tomás de Aquino en su “Suma Teológica” (IIIa parte, cuestión 66, 4).
La Semana Santa es la Semana de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
La Pasión significa los sufrimientos y la muerte de Cristo en la Cruz. Pasión, Redención, Salvación y vida eterna para nosotros están vinculadas. Sin los sufrimientos, la Cruz y la muer­te de Cristo no hay salvación para ti, pecador ingrato.
Cristo acepta ser maltratado, para que tú no lo seas eternamente; Cristo acepta ser flagelado para que tú no seas flagelado por los demonios y el fuego en el infierno.
Cristo acepta gustar la tremenda sed de la crucifixión; acepta gustar la muerte amarga de la Cruz, para que tú no gustes la sed eterna de Felicidad. Cristo acepta ser deshonrado en la Cruz para que tú no seas deshonrado y confundido en el día del Juicio Final.
Y tú, hijo ingrato, ¿qué haces en esos días de la Semana Santa mientras que tu Señor está muriendo en tu lugar para salvarte? ¿Cómo los utilizas? ¿A dónde vas? ¿Por qué los profanas?
Si en esos días tu patrón te dispensa de trabajar porque es Semana Santa, Semana de Luto, Semana de la Muerte del Hijo de Dios; tú deberías saber muy bien que esos días santos no son días de vacaciones, ni de disipación, ni de playa. Son días de penitencia, de oración y de lágri­mas.
El Hijo de Dios hecho hombre está luchando contra el demonio y la justicia divina para librar­te. Sí, para librarte a ti y a tu familia del más grande peligro que pueda existir: el de la perdición eterna. Sábelo, incúlcalo a tus hijos para que sean agradecidos con su Salvador.
La Sangre que borra tus pecados es la de tu Bienhechor: Nuestro Señor Jesucristo. Es Dios mismo Quien te lo dice: “Sin efusión de sangre no hay remisión de pecados” (Hebreos, 9, 22). Ningún hombre puede conseguir por sí mismo el perdón de sus pecados. Debe buscarlo en otra parte: ¿dónde? en la Sangre del Hijo de Dios que murió en la Cruz el Viernes Santo. San Pablo dice: “En Él, por su Sangre tenemos la redención, el perdón de los pecados...” (Efesios, 1, 7).
Sobre todo no digas que no has pecado y no necesitas del perdón. Si lo dijeras, manifestarí­as tu gran ceguedad e ignorancia. “Si decimos: «No tenemos pecado», nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia. Si decimos: «No hemos pecado», lo hacemos men­tiroso y su Palabra no está en nosotros” (I San Juan, 1, 8).
El hombre no puede ofrecer sacrificio propiciatorio por sus pecados. Nuestro Señor Jesucristo se hizo propiciación por nuestros pecados. Él se ofrece el Viernes Santo en Sacrificio propiciatorio por ti. Sólo, mediante la Sangre de Cristo, puedes purificarte, puedes liberarte de las cadenas del pecado y de la "tiranía del demonio.
Y en estos días durante los cuales Cristo está en los tormentos de la Cruz para merecerte la salvación, tú, pecador necesitado, tú te vas a la playa, a pasearte, divertirte, quizás a acumular más pecados a los que ya hayas cometido. ¡Despiértate, hermano mío, despiértate de tu letargo! ¡Sé agradecido con tu Bienhechor!   ¡Actúa como católico verdadero!
Ve al templo a ver y a escuchar lo que en tu lugar está padeciendo Cristo. Has de saber que la ingratitud atrae el castigo de Dios más bien que su misericordia. No seas, pues, ingrato sino agradecido.
La gratitud cristiana consagra el Triduo Santo para conocer más lo que hizo Nuestro Señor Jesucristo por nosotros e impulsarnos a la penitencia, a la sincera conversión y a la enmienda de nuestra vida tibia y mediocre.

El Jueves Santo es el día en que el Señor Jesús antes de ir a su Pasión te dejó el Memorial de su Muerte. Para aplicar los frutos de su Pasión a tu alma, instituyó el Sacramento de su Amor que es la Sagrada Eucaristía y el Sacerdocio para consagrarla. Él dijo: “haced esto en memoria mía”, para recordarnos lo que padeció por puro amor hacia los ingratos que somos; para comu­nicar a nuestras almas la santidad y el remedio contra el pecado mediante la digna recepción de su Cuerpo.
Y  ¡tú irías a divertirle en ese día! No sabes que Cristo dijo: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene la Vida Eterna y Yo le resucitaré el último día. Porque mi Carne es verdadera comida y mi Sangre es verdadera bebida. El que come mi Carne y bebe mi Sangre esta en Mí y Yo en él” (San Juan 6, 54-56). Y tú que pretendes ser discípulo de Cristo ¿por qué te privas del Pan celestial que sana, purifica, santifica y pacifica tu alma y tu hogar? Si por tu culpa no apro­vechas del remedio que Cristo te ofrece ¿por qué te quejas de tener problemas en tu vida, fami­lia y trabajo?

El Viernes Santo es para que grites con y en la Iglesia misericordia para ti mismo y para todo el género humano. El Viernes Santo es para que participes en las exequias de Cristo, escuchan­do el Evangelio de la Pasión y las Siete Palabras que son las últimas recomendaciones de Cristo, Nuestro Redentor.
Aprovecha el Viernes Santo para confesar con lágrimas tus iniquidades, lavar tu alma de la lepra del pecado con la Sangre de Cristo, participar en la Pasión de tu Salvador, para tener parte con Él en su victoria.
El Viernes Santo, sufrió Cristo para merecerte el ser librado del pecado que es el más horri­ble cáncer que pueda existir, y del infierno, que es la más grande de las desgracias.
Y tú ¿irías de vacaciones con tantos otros neo-paganos quizás para matarte en el camino de la ingratitud? El Viernes Santo es para que hagas el Vía Crucis, medites lo que padeció por ti tu Señor, para darte cuenta de lo que merece el pecado.
Lee los últimos capítulos de San Mateo, Marcos, Lucas y Juan, o ve la Pasión de Mel Gibson para que te des cuenta del precio que Cristo pagó para librarte del poder del pecado y del demonio y hacerte hijo de Dios. El Viernes Santo es día de ayuno y penitencia, silencio y lágrimas y no día de playa y placeres.
El Sábado Santo es día de Luto. Hombres y mujeres deberían vestirse con ropa de luto para acompañar a la Santísima Madre de los Dolores. El Sábado Santo debería servir para meditar con espanto lo que merece el pecado, porque si al Justo que cargó con nuestros crímenes así se lo castiga, ¿que será del culpable si muere con su pecado?
En resumen, hermano mío, escucha a Dios mismo que dice a cada uno de nosotros: “No tar­des en convertirte al Señor, ni lo difieras de un día para otro; porque de repente sobreviene su ira, y en el día de venganza acabará contigo” (Eclesiástico, 5, 8.).
Aprovecha la Semana Santa para convertirte al Señor, porque la sincera conversión y el ver­dadero arrepentimiento aseguran el Perdón de los pecados; dan la Paz al alma y, al fin, la Vida Eterna.


Tomado del boletín dominical “Fides” Nº 900, año 2010.

jueves, 19 de marzo de 2015

En la fiesta de San José.


“Del mismo modo que Dios constituyó al otro José, hijo del patriarca Jacob, gobernador de toda la tierra de Egipto para que asegurase al pueblo su sustento, así al llegar la plenitud de los tiempos, cuando iba a enviar a la tierra a su unigénito para la salvación del mundo, designó a este otro José, del cual el primero era un símbolo, y le constituyó señor y príncipe de su casa y de su posesión y lo eligió por custodio de sus tesoros más preciosos. Porque tuvo por esposa a la inmaculada virgen María, de la cual por obra del Espíritu Santo nació nuestro señor Jesucristo, tenido ante los hombres por hijo de José, al que estuvo sometido. Y al que tantos reyes y profetas anhelaron contemplar, este José no solamente lo vio sino que conversó con él, lo abrazó, lo besó con afecto paternal y con cuidado solícito alimentó al que el pueblo fiel comería como pan bajado del cielo para la vida eterna.
Por esta sublime dignidad que Dios confirió a su siervo bueno y fidelísimo, la Iglesia, después de a su esposa, la virgen madre de Dios, lo veneró siempre con sumos honores y alabanzas e imploró su intercesión en los momentos de angustia.”


S.S. Pío IX, Decreto “Quemadmodum Deus”.

martes, 6 de enero de 2015

Epifanía de Nuestro Señor.


Dios ha manifestado su salvación en todo el mundo.

La misericordiosa providencia de Dios, que ya había decidido venir en los últimos tiempos en ayuda del mundo que perecía, determinó de antemano la salvación de todos los pueblos en Cristo.

De estos pueblos se trataba en la descendencia innumerable que fue en otro tiempo prometida al santo patriarca, Abrahán, descendencia que no sería engendrada por una semilla de carne, sino por la fecundidad de la fe, descendencia comparada a la multitud de las estrellas, para que de este modo el padre de todas las naciones esperara una posteridad no terrestre, sino celeste.

Así pues, que todos los pueblos vengan a incorporarse a la familia de los patriarcas, y que los hijos de la promesa reciban la bendición de la descendencia de Abrahán, a la cual renuncian los hijos según la carne. Que todas las naciones, en la persona de los tres Magos, adoren al Autor del universo, y que Dios sea conocido, no ya solo en Judea, sino también en el mundo entero, para que por doquier sea grande su nombre en Israel.

Instruidos en estos misterios de la gracia divina, queridos míos, celebremos con gozo espiritual el día que es el de nuestras primicias y aquél en que comenzó la salvación de los paganos. Demos gracias al Dios misericordioso quien, según palabras del Apóstol, nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz; él nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido. Porque, como profetizó Isaías, el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en tierra de sombras, y una luz les brilló. También a propósito de ellos dice el propio Isaías al Señor: Naciones que no te conocían te invocarán, un pueblo que no te conocía correrá hacia ti.

Abrahán vio este día, y se llenó de alegría, cuando supo que sus hijos según la fe serían benditos en su descendencia, a saber, en Cristo, y él se vio a sí mismo, por su fe, como futuro padre de todos los pueblos, dando gloria a Dios, al persuadirse de que Dios es capaz de hacer lo que promete.

También David anunciaba este día en los salmos cuando decía: Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre; y también: El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia.

Esto se ha realizado, lo sabemos, en el hecho de que tres magos, llamados de su lejano país, fueron conducidos por una estrella para conocer y adorar al Rey del cielo y de la tierra. La docilidad de los Magos a esta estrella nos indica el modo de nuestra obediencia, para que, en la medida de nuestras posibilidades, seamos servidores de esa gracia que llama a todos los hombres a Cristo.


Animados por este celo, debéis aplicaros, queridos míos, a seros útiles los unos a los otros, a fin de que brilléis como hijos de la luz en el Reino de Dios, al cual se llega gracias a la fe recta y a las buenas obras; por nuestro Señor Jesucristo que, con Dios Padre y el Espíritu Santo, vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

De los sermones de san León Magno, Papa.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

El tiempo de Navidad.


Se da el nombre de Tiempo de Navidad al período de cuarenta días que va desde la Natividad de nuestro Señor, el 25 de diciembre, hasta la Purificación de la Santísima Virgen, el 2 de febrero. Es un tiempo dedicado de manera especial al júbilo que procura a la Iglesia la venida del Verbo divino en carne humana, y consagrado particularmente a felicitar a la Santísima Virgen por la gloria de su maternidad. Ni las fiestas de los Santos que ocurren durante esta temporada, ni la llegada bastante frecuente de la Septuagésima con sus tonos sombríos, son capaces de distraer a la Iglesia del inmenso gozo que le anunciaron los Ángeles en esa noche radiante, durante tanto tiempo esperada por el género humano, y cuya conmemoración litúrgica ha sido precedida por las cuatro semanas que forman el Adviento.

1º Misterio del Tiempo de Navidad.

El Verbo divino, cuya generación es anterior a la aurora, nace en el tiempo; un Niño es Dios; una Virgen es Madre sin dejar de ser Virgen; lo divino se entremezcla con lo humano. La sublime e inefable antítesis expresada por el discípulo amado en aquella frase de su Evangelio: «El Verbo se hizo carne», se repite en todas las formas y tonos en las oraciones de la Iglesia, resumiendo admirablemente el gran prodigio que acaba de verificarse al unirse la naturaleza divina con la humana. Este misterio, desconcertante para la inteligencia pero dulce al corazón de los fieles, es la consumación de los designios divinos en el tiempo, la causa de admiración y de pasmo para los Ángeles y Santos en la eternidad, y al mismo tiempo el principio y motivo de su felicidad.

1º El día de Navidad. — Jesucristo, nuestro Salvador, «la luz del mundo», nació en el momento en que la noche de la idolatría y del pecado tenía sumido al mundo en las más espesas tinieblas. Y he aquí que el día de ese nacimiento, el 25 de diciembre, es precisamente el momento en que el sol material, en lucha con las tinieblas y decreciente frente a ellas, se reanima de repente y se dispone al triunfo.

En el Adviento advertíamos la disminución de la luz física como un triste símbolo de estos días de universal espera; con la Iglesia suspirábamos por el divino «Oriente», por el «Sol de Justicia», el único que podía librarnos de los horrores de la muerte tanto de cuerpo como de alma. Pero este día de Navidad, en que la luz comienza a crecer, es muy a propósito para simbolizar la obra de Cristo, quien, por medio de su gracia, renueva continuamente nuestro hombre interior.

2º El lugar del Nacimiento. — Se trata de Belén. «De Belén saldrá el caudillo de Israel». ¿Por qué razón eligió Dios esta oscura ciudad con preferencia a otra, para ser el escenario de tan sublime suceso? El nombre de la ciudad de David significa «casa del Pan»; y por eso la escogió para manifestarse Aquel que es «el Pan vivo bajado del cielo».

Nuestros padres «comieron el maná en el desierto y murieron»; pero ahí tenemos al Salvador del mundo, que viene a alimentar la vida del género humano por medio de su carne, «que es la verdadera comida».
El Arca de la Alianza, que contenía sólo el maná corporal, se ve reemplazada por el Arca de la nueva Alianza, un Arca más pura e incorruptible que la antigua, a saber, la incomparable Virgen María, que nos ofrece el «Pan de los Ángeles», alimento que transforma al hombre en Dios; ya que, según lo dijo Jesucristo, «el que come mi carne, en Mí mora y Yo en él».
Hasta ahora Dios permanecía alejado del hombre; en adelante, ambos serán una sola cosa. Su gran deseo es unirse a nosotros, y para eso quiere hacerse nuestro Pan. Su venida a las almas en este período no tiene otra finalidad. No descansará el divino amigo hasta que se haya adentrado en nosotros de forma que no seamos ya nosotros los que vivamos, sino El en nosotros; y para que con más suavidad se realice el misterio, el Pan vivo de Belén se dispone a entrar en nosotros bajo la forma de Niño, para ir luego «creciendo en edad y sabiduría delante de Dios y de los hombres».

2º Formas litúrgicas del Tiempo de Navidad.
La Iglesia adopta en este tiempo el color blanco, que solamente deja de lado para honrar la púrpura de los mártires San Esteban y Santo Tomás de Cantorbery, y para asociarse al duelo de Raquel que llora por sus hijos, en la fiesta de los Santos Inocentes. Fuera de estos tres casos, la blancura de los ornamentos sagrados manifiesta la alegría que los Ángeles comunicaron a los pastores, el brillo del naciente Sol divino, la pureza de la Virgen Madre y el candor de las almas fieles alrededor de la cuna del Niño Dios.
Igualmente, la Iglesia mantiene, incluso en los días de feria, el canto del Gloria in excelsis, que los Ángeles entonaron en la tierra en el bendito día del Nacimiento del Redentor.

3º Práctica del Tiempo de Navidad.

«Ha llegado el día de las bodas del Cordero, y la Esposa está preparada». Ahora bien, esta Esposa es la Santa Iglesia; y también lo es toda alma fiel. ¿Cuál ha de ser nuestro ornato para salir al encuentro del Esposo? ¿Cuáles las perlas y joyas con que hemos de engalanar nuestras almas para tan afortunada cita? La Santa Iglesia nos instruye sobre este punto en su Liturgia, y lo mejor que podemos hacer es imitarla en todo, ya que Ella es siempre bien atendida por su divino Esposo, y también porque, siendo a la vez nuestra Madre, debemos siempre es-cucharla. En este santo tiempo, la Iglesia ofrece al Niño Dios el tributo de sus profundas adoraciones, los transportes de sus inefables alegrías, el homenaje de su agradecimiento infinito, la ternura de su amor incomparable.

Estos sentimientos de adoración, de alegría, de agradecimiento y de amor, expresan los actos que también toda alma fiel debe tributar al Emmanuel en su cuna. Las oraciones de la Liturgia nos prestarán su voz, de modo que penetremos más en la naturaleza de esos sentimientos para sentirlos mejor y hacer totalmente nuestra la forma con que los expresa la Santa Iglesia.

1º Adoración. — Nuestro primer deber ante la cuna del Salvador es la adoración. La adoración es el primero de los actos de religión; pero puede decirse que, en el misterio de Navidad, todo parece contribuir a hacer ese deber más sagrado todavía. ¿Qué hemos de hacer nosotros, pecadores, miembros indignos del pueblo redimido, cuando el mismo Dios se humilla y anonada por nosotros; cuando, por la más sublime de las inversiones, los deberes de la criatura para con su Creador son cumplidos por El mismo? Debemos, en cuanto nos sea posible, imitar los sentimientos de los Ángeles del cielo, y no acercarnos nunca al divino Niño sin ofrecerle el incienso de una sincera adoración, las protestas de nuestro vasallaje y la pleitesía del acatamiento debido a su Infinita Majestad, tanto más digna de nuestro respeto cuanto más se rebaja por nosotros.

El ejemplo de la Purísima Virgen María nos ayudará mucho a conservar en nosotros la humildad debida. María era humilde delante de Dios antes de ser Madre; después de serlo, es más humilde aún ante Dios y su Hijo. Nosotros, despreciables criaturas, pecadores mil veces perdonados, adoremos con todas nuestras potencias a Aquel que desde tan elevadas alturas baja hasta nuestra miseria, tratando de compensar, con nuestros actos de humildad, ese eclipse de su gloria que se realiza en la cueva y en los pañales.

2º Alegría. — La Santa Iglesia no ofrece solamente al Niño Dios el tributo de sus profundas adoraciones; el misterio del Emmanuel, del Dios con nosotros, es también para ella fuente de inefable alegría. El respeto debido a Dios se conjuga de un modo admirable, en sus cánticos sublimes, con la alegría de los Ángeles. Por eso imita el regocijo de los pastores, que a toda prisa y rebosantes de contento acudieron a Belén, y también la alegría de los Magos, cuando a su salida de Jerusalén volvieron a ver la estrella.

Unámonos a esa jubilosa alegría. Ha llegado el que esperábamos y ha llegado para morar con nosotros. Como ha sido larga la espera, deberá ser embriagador el gozo de poseerle.

3º Agradecimiento. — A esta mística y deliciosa alegría viene a unirse el sentimiento de gratitud para con Aquel que, sin detenerse ante nuestra indignidad ni ante las consideraciones debidas a su infinita Majestad, quiso escoger una Madre entre las hijas de los hombres y una cuna en un establo. Tan empeñado estaba en la obra de nuestra salvación, en apartar de Sí todo lo que pudiera inspirarnos miedo o timidez, y en animarnos con su divino ejemplo a seguir el camino de la humildad, por el que debemos caminar para llegar al cielo perdido por nuestro orgullo. Es el Hijo único del Padre, de ese Padre que «amó al mundo hasta el extremo de entregarle su propio Hijo»; y es el mismo Hijo único quien confirma plenamente la voluntad de su Padre, viniendo a ofrecerse por nosotros «porque Él lo quiso».

¿Podríamos ofrecer un agradecimiento proporcionado al regalo, cuando, en el fondo de nuestra miseria, somos incapaces de estimar su valor? En este misterio, sólo Dios y el divino Infante, que guarda el secreto en el fondo de su cuna, saben perfectamente lo que nos dan.

4º Amor. — Si la gratitud no puede igualar al don, ¿quién podrá saldar esta deuda? Sólo el amor es capaz de hacerlo, porque, por muy limitado que sea, no tiene medida y siempre puede ir en aumento. Por eso la santa Iglesia, invadida de inefable ternura, después de haber adorado, bendecido y dado gracias, y exclama: «¡Qué hermoso eres, oh Amado mío!». Y todas sus palabras son palabras de amor; la adoración, la alabanza, la acción de gracias no son en sus cánticos más que expresión variada e íntima del amor que transforma todos sus sentimientos.

Sigamos también nosotros a nuestra Madre la Iglesia y llevemos nuestros corazones al Emmanuel. Los Pastores le ofrendan su sencillez, los Magos le llevan ricos presentes; unos y otros nos enseñan que nadie debe presentarse ante el divino Infante sin ofrecerle un digno donativo. Ahora bien, hemos de saber que ningún tesoro es-tima El tanto como el que ha venido a buscar. El amor lo hizo bajar del cielo; ¡compadezcamos al corazón que no le entrega su amor!

4º La Vía iluminativa.

El alma que ha entrado en Belén, en la «Casa del Pan», unida al que es la «Luz del mundo», no camina en tinieblas. El misterio de Navidad es un misterio de luz, y la gracia que comunica al alma la sitúa, si se mantiene fiel, en ese segundo estado conocido con el nombre de «Vía iluminativa». En adelante no tenemos que afligirnos esperando al Señor: ha venido ya para iluminarnos, y su luz, lejos de extinguirse, irá creciendo a medida que el Año litúrgico se vaya desenvolviendo. Verdad es que quien se propone a nuestro conocimiento e imi-tación es el Verbo divino, la Sabiduría del Padre; pero este Verbo, esta Sabiduría, se presenta bajo formas infantiles. Nada hay, por consiguiente, que nos impida acercarnos. No hay aquí un trono sino una cuna; no un palacio sino un establo; no se trata aún de penas, de sudores, de cruz o de sepultura, pero tampoco de gloria y de triunfo; sólo aparecen la dulzura, la sencillez y el silencio. «Acercaos, pues, nos dice el Salmista, y seréis iluminados».

Extractos de El Año Litúrgico, de Dom Prosper Guéranguer.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Conmemoración de los fieles difuntos.


En santo ermitaño se cruzó en el camino con un monje de Cluny y le rogó dijese a San Odilón, abad de ese monasterio, que los demonios se quejaban por el número de almas que sus oraciones y la de sus religiosos libraban del Purgatorio.
En cuanto lo supo, el santo abad ordenó a toda su Orden que consagrara el segundo día de noviembre —el día siguiente a Todos los Santos— para rogar por la liberación de las Benditas Almas del Purgatorio. Esto fue en el año 998. Esta costumbre, adoptada en seguida por otros monjes y por la diócesis de Lieja en 1008, se extendió gradualmente por todo Occidente.

I. Las Almas del Purgatorio sufren la llamada Pena del Daño al estar privadas de la visión beatífica. ¡Qué cruel es la separación de no poder estar con Dios ni verlo! La naturaleza y la gracia los impulsan impetuosamente hacia Dios, pero no pueden llegar hasta Él. Lo que les causa más pena es ver que su dicha es aplazada porque, en la Tierra, tantas veces le dieron la espalda al Señor, prefiriendo atender a las creaturas y no al Creador. ¡Oh cristiano! ¡Ten piedad de estas almas y, con tus oraciones y mortificaciones, trabaja por retirarlas de tan triste morada!

II. Las Almas del Purgatorio también padecen la Pena de los Sentidos: Son atormentadas por el mismo fuego que castiga a los condenados al Infierno; la diferencia está en que los condenados sufrirán por toda la eternidad, pero las Almas del Purgatorio sólo por un tiempo. Puedes abreviar este tiempo con tus oraciones, ayunos y limosnas. ¿Negarás esta caridad a tus padres, a tus hermanos cristianos que te la piden? Oye su queja: ¡Tened piedad de mí, tened piedad de mí, por lo menos vosotros que fuisteis mis familiares y amigos!

III. Estas santas almas, sin embargo, tienen consuelos en medio de sus suplicios, porque están resignadas a la voluntad de Dios que en ellas se cumple para purificarlas, y porque ven, por un lado, el infierno que evitaron, y por el otro, el cielo que las espera.
Cristianos, aprendamos de ellas cómo hay que sufrir, y veamos de pasar lo más que podamos nuestro purgatorio en esta vida; suframos con la misma fortaleza y la misma esperanza que las Almas del Purgatorio. “Señor, purifícame en esta vida, a fin de que después de esta vida escape de las llamas del purgatorio” (San Agustín).

Las misas gregorianas.

Cuenta el gran Papa y Doctor de la Iglesia San Gregorio Magno (+604) que, antes de ser Papa, siendo todavía abad de un monasterio, había allí un monje llamado Justo que ejercía con su permiso la medicina. Una vez Justo aceptó una moneda de tres escudos de oro sin permiso de su Abad, faltando gravemente así al voto de pobreza. Tanto se arrepentiría luego de este pecado y tanto le dolería, que se enfermó y al poco tiempo murió, pero en paz con Dios. Sin embargo, San Gregorio, para inculcar en sus religiosos un gran horror a esta impiedad, lo hizo sepultar fuera de las tapias del cementerio, en un basural, donde también echó la moneda de oro, haciendo repetir a los religiosos las palabras de San Pedro a Simón Mago: “Que tu dinero perezca contigo”. A los pocos días, pensando que quizás su castigo había sido demasiado severo, encargó al ecónomo encargar
30 misas seguidas por el alma del difunto.
El mismo día que terminaron de celebrarse las 30 misas, se apareció Justo a otro monje, Copioso, diciéndole que subía al cielo, libre de las penas del Purgatorio, gracias a esas 30 misas.
Estas misas, se llaman ahora, en honor de San Gregorio Magno, Misas Gregorianas.

Las treinta misas gregorianas por los difuntos.

No es un dogma de fe, ni un precepto de la Iglesia que se tengan que rezar 30 Misas Gregorianas para que un difunto vaya al Cielo, sino una costumbre piadosa fundada en un Dogma de Fe de la Santa Iglesia que afirma la existencia del Purgatorio y la necesidad que tienen las almas de que recemos por ellas ofreciendo la Santa Misa, sacrificios y oraciones por su eterno descanso.
Por otra parte, muchas veces olvidamos que rezar por nuestros familiares difuntos es una obligación grave de caridad. Cuando, después de muertos, estemos ante el Juez Eterno, se nos examinará en las obras de amor y misericordia y el Señor nos hará entrar en el Paraíso si lo hemos socorrido a Él, presente en el pobre, el hambriento, el sediento, el desnudo, el enfermo, el forastero. Y se es pobre no sólo materialmente, sino sobre todo espiritualmente. Y las Almas del Purgatorio son pobres espirituales a quienes damos de comer, beber, vestimos, visitamos y sanamos de su enfermedad cuando las socorremos con nuestra oración y sacrificios, en primer lugar con la oración y con el Santo Sacrificio de la Misa. Luego no rezar por el descanso eterno de nuestros difuntos es una vil omisión contra la caridad que tendremos que purificar en el Purgatorio, sólo sabe Dios por cuánto tiempo y con qué acerbos dolores.
La tradición tan hermosa de las Misas Gregorianas se está perdiendo en la Iglesia Oficial de hoy y ya ni los mismos sacerdotes y religiosos la conocen ni hablan de ella a los fieles, como tampoco creen ni hablan del Dogma Purgatorio y de las almas que allí están prisioneras. A la apostasía de la fe de este siglo —que tanto se ha incrustado en los hombres de Iglesia— hay que unir la tremenda falta de formación religiosa doctrinal y espiritual en el clero secular y regular y la consecuente ignorancia en cuestiones de fe en los fieles, receptores pasivos de esta carencia de sus pastores. Ello ha producido la pérdida del sentido religioso de la vida cristiana a favor de un secularismo vacío y horizontalista.
Así, hoy la tendencia errónea de los curas y religiosos es preocuparse del cuerpo y no del alma de los fieles; de la vida en el mundo y no de la salvación eterna del alma; de edificar una sociedad terrena y no la Ciudad del Cielo; de anunciar las realidades sociales, económicas y políticas y no proclamar el Reino de los Cielos como lo hizo Nuestro Señor y quiere que ellos lo hagan. El celo por la salvación de las almas ha sido reemplazado por el celo del estómago. El cumplimiento de los Mandamientos de Dios, por la búsqueda de los Derechos del hombre. La Iglesia Santa por el mundo laicista. El Cielo por la tierra…
El no implorar por las almas del Purgatorio es también una consecuencia de la pérdida de fe en el Dogma del Purgatorio, proclamado solemnemente por la Iglesia. En el nº 1334 del Enchiridion Symbolórum de H. Denzinger y P. Hünermann (Ed Herder 1999), encontramos la siguiente afirmación solemne del Concilio de Florencia (XVII Ecuménico) del año 1445 cuando habla de los difuntos: Asimismo, si los verdaderos penitentes salieren de este mundo antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por lo cometido y omitido, sus almas son purgadas con penas purificatorias después de la muerte, y para ser aliviadas de esas penas, les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, tales como el Sacrificio de la Misa, oraciones y limosnas, y otros oficios de piedad, que los fieles acostumbran a practicar para los otros fieles, según las instituciones de la Iglesia.
Por su parte el Concilio de Trento el 3 y 4 de diciembre de 1563 realizó la siguiente declaración dogmática (nº 1820 de la edición antedicha): La Iglesia Católica, instruida por el Espíritu Santo, habiendo enseñado en los santos concilios y recentísimamente en este Sínodo Ecuménico, conforme a las Sagradas Escrituras y a la antigua tradición de los Padres, que existe un Purgatorio y que las almas retenidas allí son ayudadas por los sufragios de los fieles, en especial por el Sacrificio propiciatorio del Altar, por este Santo Concilio manda a los obispos que la sana doctrina sobre el Purgatorio transmitida por los Santos Padres y sagrados Concilios, sea creída por los fieles cristianos, mantenida, enseñada y predicada en todas partes.
Que la visión de San Gregorio nos estimule a hacer ofrecer con frecuencia la Santa Misa por los Fieles Difuntos, y se renueve en la Iglesia —al menos en lo que a nosotros dependa— la fe en este Misterio. Que nos estimule a todos a rogar por las almas del Purgatorio, sobre todo por las almas de los sacerdotes, religiosos y miembros de la jerarquía —aún los más altos en ésta— que son quienes están terriblemente padeciendo allí (ojalá que, al menos, hayan alcanzado a llegar al Purgatorio…) por tantos pecados de infidelidad a su vocación por preferir obedecer al mundo antes que a Cristo, a los novadores antes que a la fe revelada en las Escrituras y transmitida por el Magisterio Tradicional de la Santa Iglesia, así como por el ejemplo, reglas y enseñanzas de los Santos Fundadores de sus Órdenes y Congregaciones.


Architriclinus

viernes, 12 de septiembre de 2014

El dulce Nombre de María.


12 de septiembre: fiesta en honor al dulce Nombre de María.

El augusto nombre de María, dado a la Madre de Dios, no fue cosa terrenal, ni inventado por la mente humana o elegido por decisión humana, como sucede con todos los demás nombres que se imponen. Este nombre fue elegido por el cielo y se le impuso por divina disposición, como lo atestiguan san Jerónimo, san Epifanio, san Antonino y otros. “Del Tesoro de la divinidad –dice Ricardo de San Lorenzo– salió el nombre de María”. De él salió tu excelso nombre; porque las tres divinas personas, prosigue diciendo, te dieron ese nombre, superior a cualquier nombre, fuera del nombre de tu Hijo, y lo enriquecieron con tan grande poder y majestad, que al ser pronunciado tu nombre, quieren que, por reverenciarlo, todos doblen la rodilla, en el cielo, en la tierra y en el infierno. Pero entre otras prerrogativas que el Señor concedió al nombre de María, veamos cuán dulce lo ha hecho para los siervos de esta santísima Señora, tanto durante la vida como en la hora de la muerte. 

San Alfonso María de Ligorio, tomado de “Las glorias de María”.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Leonardo Castellani: San José.


HIJO, ¿por qué has hecho así con nosotros? Tu padre y yo te estábamos buscando con angustia[1].

El Justo.
Esposo de la Madre de Dios.
Padre adoptivo del Redentor.
Lugarteniente de Dios Padre.
Patrono de la Iglesia Universal.
Abogado de una Buena Muerte.
Defensor de todos los Obreros.
Modelo de todos los Padres de familia,

y al mismo tiempo el Santo de quien menos se sabe, el más humilde y escondido, como una estrella que hay en el cielo tan al lado del Sol que nadie ha visto.
La Escritura dice de San José una sola palabra: que era justo, lo cual en el lenguaje de la Escritura significa santo, perfecto, cabal. Es tan grande la virtud de la justicia.
Una virtud perfecta presupone todas: muchos distinguen en alguna virtud, no hay hombre que no tenga alguna: generoso, leal, compasivo, recto, valiente, franco, piadoso, religioso, sobrio... Pero hay quie­nes son compasivos y débiles, generosos e incontinentes, fuertes y or­gullosos, humildes y pusilánimes.
Las tres virtudes que resplandecen en lo que el Evangelio nos narra de San José son la castidad, el trabajo y la oración.
La castidad en el pasaje de San Lucas que cuenta la Anunciación de Nuestra Señora, donde se deduce que San José había ofrecido a Dios su castidad perpetua prenunciando así lo que había de ser des­pués el estado religioso.
El trabajo humilde y oscuro: “¿Acaso no es este el hijo del carpinte­ro?”.
La oración de San José está en las dos moniciones del ángel, la de recibir a su esposa[2] y la de huir a Egipto[3].
La narración de San Lucas es un pasaje delicadísimo. Lucas nos presenta de golpe las cosas ya hechas: una doncella prometida, el anun­cio de que va a ser Madre del Mesías. La respuesta de María: “No co­nozco varón” ni lo conoceré nunca. “No importa”, dice el ángel: “será un milagro”. El milagro será la realización de la profecía de Isaías al rey Acaz: “El Señor mismo os dará una señal: he aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”[4].
La virgen consiente. Ese consentimiento es un poema de alabanza a San José, porque supone que los dos jóvenes habían hecho jura­mento de castidad. San José había aceptado casarse con María y vivir con ella como hermano y hermana. La virgen tenía plena confianza en la fidelidad de San José.
El Espíritu Santo había inspirado a estos dos jóvenes esa actitud tan insólita en las costumbres de Israel. San José era joven, por lo me­nos relativamente, pues su misión era proteger y criar a Jesús durante treinta años. El matrimonio virginal de San José y la virgen fue matri­monio válido y no fingimiento porque lo que constituye al sacramento del matrimonio no es la unión conyugal propiamente sino el consenti­miento de la voluntad ante el sacerdote. Porque el hombre es un cuer­po y es antes de todo una voluntad.
San José es así ejemplo de una de las virtudes más necesarias de nuestros tiempos perturbados. La castidad significa el dominio del hombre sobre los propios apetitos, aun los más violentos, el respeto a la propia dignidad y al honor ajeno, la limpieza y decoro delante de Dios y delante de los hombres. Perdida esta virtud, trae como conse­cuencia toda clase de terribles castigos; y el mundo moderno lo sabe perfectamente porque a un especial desenfreno de impureza, vemos cuántas plagas, desórdenes y catástrofes siguen. Sois vasos del Espíritu Santo, Dios mora en vosotros, sois miembros de Cristo, no ensuciéis vuestros cuerpos con torpezas, nos dice San Pablo.

El Trabajo. San José fue encargado de una de las misiones más grandes del mundo. Personaje importantísimo. Nos asombramos ante la misión de un Colón, de un San Martín, de un Dus... San José es el eje sobre el que gira la redención -el mayor de los santos fuera de la madre de Dios- y mirad cómo son las vías de Dios: trabajo el más os­curo, humilde, insignificante. Trabajo manual rudo toda la vida. Pero, ¿cómo? ¿Vos, oh, San José, sois padre del Mesías, mandáis al Verbo de Dios, tenéis en vuestra casa a la esperanza de toda la humanidad y estáis haciendo arados, manceras, vigas, puertas, postigos, batientes, ataúdes...
No se puede decir que el mundo moderno no trabaje; trabaja quizá demasiado, pero trabaja mal. Ha robado al trabajo su sello divino y humano y ese es quizá al peor crimen de nuestra época, trabajo de bestias, trabajo de esclavos, máquinas, enfermos enloquecidos... Tra­bajan los pobres explotados por algunos ricos; trabajan ricos esclaviza­dos al dios cruel del Lucro de la Avaricia, del más tengo más quiero; y al dios estúpido del placer frívolo y la diversión incesante que los trae con fiebre continua y se llama Vida Social, Figuración, Vida Mundana. Y sobre este mundo que ha olvidado la dignidad humana y cristiana del trabajo planea la más grande de las revoluciones de la historia.

La Oración. La oración es necesaria. El mundo moderno anda perturbado porque ha perdido el contacto con Dios. Anda ciego detrás del Placer o del Oro porque no ve ni conoce más a Dios. La oración es necesaria al ser humano. El niño necesita de sus padres para poder llegar a su estado perfecto, a ser adulto. El hombre necesita de Dios para llegar a su Ultimo Fin que es el mismo Dios. Representaos el estado de un hombre sin oración como el estado de un niño sin sus padres, y en medio de un bosque. La oración es necesaria para la salvación. Sin oración no hay salvación. El cielo nos lo da Dios. Nos lo da por nuestras buenas obras, pero nos lo da. “Pedid y recibiréis”. Y nuestras bue­nas obras nos las da Dios. “Sin mí nada podéis”.
Por eso la Iglesia nos manda a hacer oraciones vocales, asistir a la misa dominical y a ciertas solemnidades.
San José hablaba con Dios continuamente y penetraba las pala­bras de Jesús. ¿Por qué murió antes de la predicación de Jesús? Por­que no la necesitaba. ¿Y por qué la Virgen? Porque Jesús necesitaba de ella. La contemplación de los santos, San Ignacio, Santa Teresa, es nada el lado de la de San José.
Se ora poco en el mundo. A Dios gracias hay santas almas que oran por otras. Pero las naciones no oran, porque en ellas ha triunfado el liberalismo. Y bien, he aquí que las naciones se derrumban. “Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la construyen. Si el Señor no guarda la ciudad, el centinela vigila en vano”. Las guerras son efectos de los pecados. Dice De Maistre que cuando los pecados; ciertos pecados se acumulan, estalla la guerra:

1o: los vicios nefandos
2o: la explotación del pobre, claman al cielo.
Un mundo muere. Que se salve. Y nosotros morimos. La muerte, que tenemos tan olvidada, hecho trascendental para el hombre. Pa­trón de la buena muerte, salvadnos. Enséñanos a mirar la muerte sin horror y sin desesperación haciendo que nuestra alma penetre, como la tuya, el Misterio Grande de Jesús y de María.

Leonardo Castellani, Revista Gladius 52 – Año 2001, visto en Syllabus, 18-Mar-2014.

__________
[1] Lc. 2, 48.
[2] Mt 1, 20-21.
[3] Mt 2,13-14.

[4] Isaías 7, 14.

lunes, 6 de enero de 2014

6 de enero: fiesta de la Epifanía del Señor.




Magi viderunt stellam,
qui dixerunt ad invicem:
Hoc signum magni Regis est,
eamus et inquiramus eum,
et offeramus ei munera, 
aurum, thus et myrrham, 
Alleluia.


Oh Dios, que, por medio de una estrella, revelaste en este día tu Unigénito Hijo a los gentiles; concédenos propicio, a los que ya te hemos conocido por la fe, la gracia de ser elevados hasta la contemplación de la hermosura de tu grandeza.

martes, 24 de diciembre de 2013

Saludo Navideño a nuestros lectores.


“Cristo quiso nacer en la mayor pobreza, quiso hacernos ese obsequio a los pobres. La piedad cristiana se enternece sobre ese rasgo y hace muy bien; pero ese rasgo no es lo esencial de este misterio: no es “el misterio”. El misterio inconmensurable es que Dios “haya nacido”. Aunque hubiese nacido en el Palatino, en local de mármoles y cuna de seda, con la guardia pretoriana rindiendo honores, y Augusto postrado ante El, el misterio era el mismo. El Dios invisible e incorpóreo, que no cabe en el universo, tomó cuerpo y alma de hombre, y apareció entre los hombres, lleno de gracia y de verdad: ése es el misterio de la Encarnación, la suma de todos los misterios de la fe.”

R.P. Leonardo Castellani, “El Evangelio de Jesucristo”.

STAT VERITAS, LE DESEA A SUS LECTORES
UNA SANTA Y FELIZ NAVIDAD

sábado, 14 de septiembre de 2013

La Santa Misa, exaltación de la Santa Cruz.

(14 de septiembre: fiesta de la exaltación de la Santa Cruz)


El motivo de la fiesta del 14 de septiembre, la Exaltación de la Santa Cruz, es conmemorar un hecho histórico al que Dios ha querido dar, por así decir, una significación profética. Expliquemos, pues, el hecho, y hagamos luego la aplicación a la situación en que nos toca vivir hoy en día.

1º Conservar preciosamente la Santa Misa.

Cosroes II, rey de los Persas, ocupó Egipto y África y tomó en el año 614 la ciudad de Jerusalén, la puso a sangre y fuego, y se llevó en cautividad al Patriarca y a una gran muchedumbre de cristianos. También se llevó a Persia, como parte del botín, la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, que Santa Elena había hecho colocar en el monte Calvario. Heraclio, que era entonces el emperador romano, forzado por las guerras y otras varias calamidades que entonces sufría el imperio, pidió la paz a Cosroes; pero este, insolente por su victoria, sólo la ofreció con condiciones inadmisibles. Viéndose en tal apuro, el emperador Heraclio se dio a la oración y al ayuno para implorar la ayuda del cielo, y luego enfrentó a las tropas de Cosroes, a las que logró vencer en tres batallas sucesivas, en el año 628. Cosroes huyó, y para rehacer sus fuerzas asoció a su reino a su hijo Medarsen; más el primogénito, Siroes, sintiéndose ultrajado por ello, llevó a cabo una conjuración contra su padre y su hermano, les dio muerte, y pidió a Heraclio que lo reconociera como rey. Heraclio sólo aceptó a condición de que le devolviera los prisioneros cristianos, y sobre todo la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Y así, después de catorce años de estar en poder de los Persas, el imperio cristiano logró recuperar tan valiosa reliquia.
Este hecho guarda estrechas semejanzas con lo que ha sido nuestra civilización cristiana. La cruz fue en otro tiempo un signo de oprobio, de maldición y de horror: «Maldito el que cuelga de un madero»; un suplicio reservado al último de los criminales y de los esclavos. Pero Dios, por un prodigio inaudito, convirtió esta señal tan ignominiosa en la más gloriosa de todos; de modo que hoy la señal de la Cruz es un signo de bendición y de salvación, de heroísmo y de mérito, de abnegación y de esperanza. En efecto, estaba escrito: «Dios reinó desde el madero»: esto es, que Nuestro Señor debía reinar por el madero de la Cruz Y si quisiéramos resumir la historia de la cristiandad, podríamos decir que fue la irradiación, en todos los órdenes de la vida humana, del sacrificio de Nuestro Señor en la Cruz. Jesucristo realizó el admirable prodigio de establecer su Cruz en el centro de la vida de los individuos, familias y sociedades, edificando con ella, a pesar de ser tan contraria a nuestra naturaleza caída, una civilización admirable: la civilización cristiana.
Ahora bien, como muy firmemente señalaba nuestro Fundador en el sermón de su jubileo sacerdotal, esta irradiación del sacrificio de la Cruz sobre toda la vida humana se realizó a través de la Santa Misa, que es ese mismo sacrificio perpetuado sobre nuestros altares. La Misa es, propiamente hablando, la exaltación más plena de la Santa Cruz.

«Ciertamente, yo sabía, por lo que habíamos estudiado, lo que era la Misa, pero no había comprendido bien todo su valor, toda su eficacia, toda su profundidad. Eso lo he vivido día a día, año tras año en el África, y particularmente en Gabón… Allí yo he visto, sí, he visto, lo que puede la gracia de la Santa Misa… Lo he visto en todas esas almas paganas, transformadas por la gracia del bautismo, por la asistencia a la Misa y por la sagrada Eucaristía. Estas almas comprendían el misterio del sacrificio de la Cruz, y se unían a Nuestro Señor Jesucristo en los sufrimientos de su Cruz, ofreciendo sus sacrificios y sufrimientos con los de Nuestro Señor, y vivían como cristianos… He podido ver esos pueblos paganos ahora hechos cristianos, transformarse no sólo espiritual y sobrenaturalmente, sino también física, social, económica y políticamente; transformarse porque esas personas, de paganas que eran, se volvieron conscientes de la necesidad de cumplir su deber a pesar de las pruebas y de los sacrificios, sobre todo sus obligaciones de matrimonio. Y entonces el pueblo se transformaba poco a poco, bajo la influencia de la gracia del santo sacrificio de la Misa. Y todos esos pueblos querían tener su capilla, y la visita del Padre…
«Si echamos ahora una ojeada a la historia, eso mismo ha pasado también en nuestros propios países, en los primeros siglos después de Constantino. Nuestros antepasados se convirtieron, y durante siglos ofrecieron sus países a Nuestro Señor Jesucristo, sometiéndose a la Cruz de Jesús… ¡Qué fe la de entonces en la Santa Misa! San Luis, rey de Francia, ayudaba a decir dos Misas cada día, y cuando viajaba y oía la campanilla de la consagración, bajaba del caballo o de su carroza para arrodillarse y unirse espiritualmente a la consagración que en aquel momento se realizaba. ¡Esa era la civilización católica!».

Pero ¿qué pasó después? Que el enemigo, como nuevo Cosroes, trató de eliminar la Cruz, y por tanto la Misa, del corazón de la cristiandad. Primero con Lutero, desde fuera, y luego con la complicidad de los pastores de la Iglesia, en las reformas del Vaticano II, se abolió prácticamente el misterio de la Cruz.

«En el concilio se han infiltrado los enemigos de la Iglesia, y su primer objetivo ha sido demoler y destruir en cierto modo la Misa… La reforma litúrgica del Vaticano II se parece exactamente a la que se produjo en tiempos de Cranmer, en el nacimiento del protestantismo inglés. Si se lee la historia de la transformación litúrgica, hecha por Lutero, se advierte que se ha seguido el mismo procedimiento, pero bajo aspectos todavía aparentemente católicos. Se ha suprimido justamente de la Misa su carácter sacrificial, su carácter de redención del pecado por la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, por la víctima que es Nuestro Señor Jesucristo. Se transformado la Misa en una pura asamblea… Así no es extraño que la Cruz no triunfe, porque el sacrificio no triunfa, y los hombres no tienen otro pensamiento que el de aumentar su nivel de vida, el dinero, las riquezas, los placeres, las comodidades de esta tierra».

¿Qué nos queda, pues, por hacer?, preguntaba Monseñor Lefebvre. Y su respuesta era:

«Una cruzada, apoyada en el santo Sacrificio de la Misa, en la sangre de Nuestro Señor Jesucristo; apoyada en esa roca invencible y en esa fuente inagotable que es el santo sacrificio de la Misa… Es preciso hacer una cruzada, apoyada precisamente en estas nociones de siempre, de sacrificio, a fin de recrear la cristiandad, de rehacer la cristiandad tal como la Iglesia la desea y siempre la ha hecho, con los mismos principios, el mismo sacrificio de la Misa, los mismos sacramentos, el mismo catecismo, la misma sagrada Escritura».

Para eso, hemos de mantenernos firmes, como hace la Fraternidad San Pío X, en exigir la Santa Misa a las autoridades de la Iglesia. Así como Heraclio puso la condición a Siroes de devolver la Santa Cruz, también nosotros reclamamos que Roma libere incondicionalmente la Santa Misa para toda la Iglesia. Sin la Misa no puede haber una renovación de la fe y de la vida cristiana; pero con la Santa Misa difundida de nuevo en todas partes, la fe católica queda bien asentada, la gracia se comunica eficazmente a las almas, y se restablece en la Iglesia la auténtica vida cristiana.

2º Vivir de la Santa Misa.

Pero no basta defender y conservar la Misa, si no nos aplicamos a vivirla. Para comprenderlo, sigamos considerando el acontecimiento conmemorado en la fiesta del 14 de septiembre.
En acción de gracias a Dios por la victoria, el mismo emperador Heraclio quiso cargar sobre sus hombros la Cruz del Señor, y reponerla personalmente en el monte Calvario. Pero, al tomar la venerable reliquia, revestido de sus insignias imperiales, una fuerza invisible lo detuvo, y la Cruz se resistió a ser movida. Estupefactos todos los presentes por el prodigio, el Patriarca de Jerusalén, Zacarías, dijo al emperador: «Majestad, mal podréis llevar con vuestro atavío real una Cruz que nuestro Salvador quiso cargar en suma humildad y pobreza». El emperador, deponiendo entonces sus vestiduras reales, revistió un simple sayal y, caminando con los pies desnudos, pudo llevar la Santa Cruz hasta el monte Calva-rio, de donde la habían sacado los Persas. Al mismo tiempo sucedían varios milagros, que consolaron al emperador y a todos los fieles. Este es el acontecimiento memorable que la Iglesia celebra en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
También nosotros, que queremos defender y conservar la Santa Misa, para nosotros y para nuestros hijos, deseamos cargar con ella. Pero nos damos cuenta de que muchas veces no podemos, como le pasó al emperador Heraclio, por estar revestidos, no de oro y pedrería, sino de múltiples apegos al mundo y a sus máximas. No tenemos bastante espíritu de mortificación para vivir como verdaderos cristianos, no inculcamos suficientemente este espíritu a nuestros hijos. Y claro, así no podemos volver a poner la Cruz, la Misa, donde debe estar. Hemos de despojarnos de toda esa pompa, y revestir la humildad, la pobreza y la mortificación de Nuestro Señor Jesucristo. Monseñor Lefebvre nos explicaba también el porqué de ello.

«La noción de sacrificio es una noción profundamente católica. Nuestra vida no puede prescindir de sacrificio, desde que Nuestro Señor Jesucristo, Dios mismo, ha querido tomar un cuerpo como el nuestro y decirnos: Tomad vuestra cruz y seguidme, si queréis salvaros. Y nos ha dado el ejemplo con su muerte en la Cruz y el derramamiento de su sangre. Y nosotros, sus pobres criaturas, pecadores como somos, ¿nos atreveríamos a no seguir a Nuestro Señor, a no compartir su sacrificio y su Cruz? Este es todo el misterio de la civilización cristiana, la raíz de la civilización católica: la comprensión del sacrificio en la vida de cada día, la comprensión del sufrimiento, no como un mal y un dolor insoportable, sino entendiendo que es preciso compartir los dolores y sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo, mirando la Cruz, asistiendo a la Santa Misa, que es la continuación de la pasión de Nuestro Señor en el Calvario.
«Cuando se comprende el sufrimiento, se convierte en un tesoro, porque estos sufrimientos, unidos a los de Nuestro Señor, unidos a los de todos los mártires, a los de todos los santos, a los de todos los católicos que sufren en el mundo…, se transforman en un tesoro incalculable, de eficacia extraordinaria para la conversión de las almas, y para la salvación de nuestra propia alma».

Conclusión.

Eso es lo que hemos de pedirle a Nuestro Señor Jesucristo al celebrar la fiesta de la exaltación de la Santa Cruz: • la gracia de aprender el arte de llevar la cruz; • la gracia de querer llevarla; • la gracia de imponernos todas las mortificaciones, renuncias y sacrificios que nos imponen la asistencia a la Santa Misa, el deber de estado y nuestra conformidad con Nuestro Señor crucificado. A todos nos cuesta; nuestra naturaleza siente una repugnancia natural al sacrificio; pero la gracia de Dios nos ayudará, como ayudó a todos los mártires, y a todos los que construyeron la civilización cristiana.
Hagamos un examen de conciencia: ¿qué importancia le damos a la Misa, y por lo tanto al sacrificio, en nuestras vidas? ¿qué esfuerzos deberíamos hacer, para que este espíritu de sacrificio se afiance en nosotros y en nuestras familias? En definitiva, ¿qué hemos de hacer para que, en la exaltación definitiva de la Santa Cruz, que se verificará el día del juicio final, tengamos el consuelo de ver nuestras vidas conformes con la Cruz del Señor, que será el gran criterio con que Nuestro Señor juzgará nuestras vidas?

Tomado de Hojitas de Fe N°3, Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora.