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viernes, 30 de noviembre de 2012

De un valiente testimonio.



A principios de 1848 vive en París un periodista que tiene ya dos hijas y espera el nacimiento de un varón. Se lo participa así a un amigo: “el próximo mes tenemos que preparar una tercera cuna. Ruegue usted a Dios que ponga un varón en ella, y sobre todo que le conceda la más alta de las vocaciones humanas. Que sea un sacerdote , y si es posible un religioso, y si es posible un misionero, y si es posible un mártir. Dios hará de él lo que quiera. y cuanto haga estará bien, pero nuestro primer varón ya le está ofrecido y consagrado en nuestros corazones, pues lo dedicamos a la cruz que salvó al mundo. Se llamará Pedro, para que crea, para que ame, para que su alma quede preservada de toda ponzoña herética”.
En vez de un varón nació una tercera niña, y luego una cuarta y una quinta, aunque los padres seguían rogando por el nacimiento de Pedro. Cuatro años después, en julio de 1852, pierde la menor de las hijas, y en Diciembre a la esposa, que acaba de darle una más. En mayo de 1855 muere la mayor, en julio otra, y un mes más tarde una más. Ante una sucesión tan impacable de desgracias, los hombres, por firme que sea su fe, suelen a veces blasfemar de Dios. Este hombre, que ayer no era más feliz del todo, escribe a un amigo médico esta carta que os voy a leer:

“Mi querido Enrique. Agradezco tus palabras. Dios me envió una prueba terrible, mas lo hizo a la manera de un padre, misericordiosamente. Han penetrado en mi corazón más luces y consuelos que las lágrimas que lloré. La fe me enseña que mis hijas viven, y yo lo creo. Hasta me atrevo a decir que yo lo sé. Las contemplo en el cielo. Tengo la certidumbre que me ayudarán en lo que debo hacer para reunirme con ellas. Ante sus tumbas niego la muerte, niego hasta la separación. Sólo el pecado es muerte. Dolores como estos encienden en el alma un fuego que la purifica, consumiendo al pecado. Jamás sufrí tanto, y jámas, también, sentí en mi serenidad más celestial. Dios obra con nosotros como tú procedes con tus enfermos. Les suministras amargos menjurjes; tajas, cortas, quemas para curarlos. La ciencia del Señor no es limitada ni falible. Acércate, mi querido amigo, a estas verdades divinas. Lo son todo, y el hombre no es nada sino por ellas. Purifican la alegría, santifican el dolor, dan la solución de todos los enigmas. Si no las tuviera, arrojaría mi fardo, o quedaría aplastado bajo su peso. Con ellas, lo cargo. Si estuvieras aquí con nosotros comprenderías lo que es la religión, viendo a mi hermana. Verías el colmo del dolor y el colmo del valor. Amaba a mis hijas como una madre. Tuvo que sepultarlas, y sus lágrimas corren desde entonces, pero no muestra al mundo sino un rostro sereno y sonriente. No estamos aplastados, sino de rodillas, pues no tenemos que hacer ningún esfuerzo para someternos a la voluntad de Dios, bendiciéndola y amándola.

“Adiós, mi querido amigo. Saludo fraternalmente a tu mujer, y te abrazo con toda la ternura de mi vieja amistad”.

Yo no conozco en cuanto leí en mis años una página de igual sublimidad. Resplandece de la grandeza desmesurada y humilde que Dios presta a las almas que arden de amor por El. Es el grito de un corazón que sufre el mayor dolor de los dolores, mas lo profiere con serenidad casi sobrenatural.
La suya es una tremenda voz sonora que clama en Francia, desde hace años, sin miedo de los grandes ni de los fuertes, contra los enemigos de Dios, contra los ofensores de la Iglesia de Dios, contra los negadores de la verdad de Dios. Sus palabras suscitan el odio de unos y el amor de otros, porque es terrible en la polémica, ardiente en el combate, tesonero en el propósito, duro en el desprecio, mordaz en el sarcasmo, absoluto en la afirmación, gallardo en la apostura, tajante en la embestida, impávido ante el ataque, siendo además un magnífico escritor en cuya prosa el estilo brilla como un infalible instrumento de eficacia, belleza y persuasión.
Se llama Louis Veuillot.

Juan P. Ramos, “Louis Veillot”, Bs. As. Adsum. 1938.

viernes, 27 de julio de 2012

De la conversión de un “pastor evangélico”.


Mi nombre es Luis Miguel Boullón, y soy un ex-pastor Evangélico.

“El Demonio es protestante”, fue la primera frase que pronuncié, tras mi conversión, a quienes me escucharon por más de doce años como su pastor. El escándalo fue mayúsculo.... Algunos ya habían notado que mis vacaciones fueron demasiado precipitadas y quizá hasta exageradamente prolongadas. Fueron unas vacaciones raras incluso para mi familia, que me veía reticente a las prácticas habituales en casa, como la lectura y explicación de la Biblia. Ya habíamos tenido demasiadas rencillas a causa de mis nuevos pensamientos.

“Al principio fue el Verbo”.

Recuerdo vívidamente los primeros movimientos de rabia que tuve al leer un artículo en una revista. Yo encontraba que la nota era demasiado radical en sus afirmaciones, demasiado rotunda para lo que yo estaba acostumbrado a leer.
No me dejaba muchos ‘flancos’ descuidados por donde atacar. O refutaba el centro del asunto o no tenia sentido desmenuzar tres o cuatro aspectos como se me había enseñado a realizar de forma automática e inconsciente. Generalmente los católicos tienen como que una cierta vergüenza por mostrar todas las cartas sobre la mesa, y como no muestran todo con claridad, es muy fácil prender fuego a sus tiendas de campaña, porque dejan demasiados lados flojos.
En lo personal nunca recurrí a lo que ahora entiendo como “leyendas negras”, porque me parecía que era inconducente debatir basándome en miserias personales o grupales sin haber derribado la propia lógica de su existencia. Eso hice con algunas sectas o con temas como la evolución o algunos derechos humanos según se les entiende normalmente.
Reconozco que muchos de los que en ese momento eran mis hermanos caen en ese error, tratando de derribar moralmente al “adversario” diciéndole cosas aberrantes sobre su fe. Pero basta un buen argumento, y bien plantado, para que uno se vea obligado a retirarse a las trincheras de la Biblia y no querer salir de allí hasta que el temporal que iniciamos se calme al menos un poco. Pero no nos funciona a todos el mismo esquema. Muchos no se rigen tanto por la razón como por el placer de vencer en cualquier contienda.
El artículo en cuestión me obligaba a pensar sólo con ideas, porque de eso trataba. Mi manual con citas bíblicas para cada ocasión me servía poco. Cualquier cosa que dijera sería respondida con otra. No era ese el camino.
Creo haber estado meditando en el problema unas cinco o seis semanas. Hasta que resolví acudir a la parroquia católica que quedaba cerca de mi templo. El sacerdote del lugar se deshacía en atenciones cada vez que nos encontrábamos. La verdad es que él estuvo siempre mucho más ansioso de verme que yo de verle a él. En ocasiones nos veíamos forzados a encontrarnos en público por obligaciones propias del pueblo. Pero de ordinario no nos encontrábamos. Era lo que ahora se llama un cura nuevo, con una permanente guitarra en las manos y muchas ganas de acercarse a mí.

Con complejo de superioridad. 
Primera confesión de mala fe.

Yo aprovechaba –Dios me perdone– para sacarle afirmaciones que escandalizaban a mis feligreses. El pobre nunca entendió que el ecumenismo muchas veces sirve más para rebajar a los católicos que para acercar a los separados. Uno tiene la sensación de que si la Iglesia puede ceder en cosas tan graves y que por siglos nos separaron, entonces realmente no le importan tanto como a nosotros, que jamás cambiaríamos una sola jota de la doctrina.
Otra cosa que solía hacer –me avergüenzo al recordarla– era tirar a mis chicos a discutir con los de la parroquia. Los pobres parroquianos se veían en serios apuros en esas ocasiones.
En el fondo yo me aprovechaba de que los chicos católicos estaban muy mal formados. Como comentábamos a sus espaldas: sólo van a la parroquia a divertirse, para repartir cosas a los pobres y para hacer ‘dinámicas de vida’, pero de doctrina y de Escrituras no saben nada.
Nos gustaba vencerlos con las cosas más tontas posibles. A veces surgían temas más sabrosos, pero con los argumentos normales bastaba para al menos hacerles callar.

El viejo párroco le plantó cara con santa paz

Esa tarde no estaba el sacerdote de siempre. Había sido removido de la parroquia por una miseria humana comprensible en alguien tan “cálido” en su manera de ser. Cayó en las redes del demonio bajo la tentadora forma de una parroquiana, con la que ni siquiera se casó.
A cambio del párroco de siempre salió a atenderme, con una cara menos complacida, un sacerdote viejo y de mirada penetrante. Lo habían ‘castigado’ relegándolo dándole el cuidado de la parroquia de nuestro pequeño pueblecito. En los últimos treinta años la población había pasado de mayoritariamente católica a una mayoría evangélica o no practicante.
Yo generalmente acudía para refrescar mi memoria y cargarme de elementos que luego trabajaba como materia de mis prédicas, o para sondear la visión católica de alguna cosa.
El Padre M. no fue tan abierto. Me recibió con amabilidad, pero con distancia. Le planteé asuntos de interés común y me pidió tiempo para aclimatarse y enterarse del estado de la feligresía. Noté que habían sido arrancados varios de los afiches que nosotros les regalábamos cada cierto tiempo y que constituían verdaderos trofeos nuestros plantados en tierra enemiga.
En verdad quedé un poco desarmado, pero logramos charlar casi de todo. Casi... porque en doctrina comenzó él a morderme. Yo comencé a responder como de costumbre, citando con exactitud una cita bíblica tras otra, para probarle su error o mi postura.
En un aprieto que me puso, le dije: “Padre M... comencemos desde el principio” Y el varón de Dios, a quien supuse enojado conmigo, me dice: “De acuerdo: al principio era el Verbo y...”
Me largué a reír nerviosamente. Aparte de que me respondía con una frase utilizada en la Misa (al menos en la tradicional), ¡imitaba mi voz citando la Biblia!
“Pastor Boullón”, me dijo luego, “No avanzaremos mucho discutiendo con la Biblia en mano. Ya sabe usted que el Demonio fue el primero en todo crimen... y por eso también fue el primer Evangélico”.
Eso me cayó muy mal. ¡Me insultaba en la cara tratándome de demonio! Sin dejarme explicar lo que pensaba, se adelantó:

—Si... fue el primer evangélico. Recuerde que el Demonio intentó tentar a Cristo con ¡la Biblia en mano!
—Pero Cristo les respondió con la Biblia...
—Entonces usted me da la razón, Pastor... los dos argumentaron con la Biblia, sólo que Jesús la utilizó bien... y le tapó la boca.

Tomó su Biblia y me leyó lo que ya sabía: que cuando el Señor ayunaba el demonio le llevó a Jerusalén, y poniéndole en lo alto del templo le repitió el Salmo XC, II-12: “Porque escrito está que Dios mandó a sus ángeles que te guarden y lleven en sus manos para que no tropiece tu pie con alguna piedra”.
Pero el Señor le respondió con Deuteronomio VI, 16: Pero también está escrito “No tentarás al Señor tu Dios”. Y el demonio se alejó confundido.
Yo también me alejé, como el demonio, confundido. Me sentía rabioso por haber sido llamado demonio, y por lo que es peor: ¡ser tratado como el demonio en el desierto!
Creo que fue la plática más saludable de mi vida.

También los demonios creen pero no se salvan.
La táctica del demonio.

Llegué a casa rabioso. Me sentía humillado y triste. No era posible que la misma Biblia pruebe dos cosas distintas. Eso es una blasfemia. Forzosamente uno debe tener la razón y el otro malinterpreta. Busqué ayuda en la biblioteca que venia enriqueciendo con el tiempo. Consulté a varios autores tan ‘evangélicos’ como yo, pero de otras congregaciones. No coincidíamos en las mismas cosas, pese a que todos utilizábamos la Biblia para apoyar lo que decíamos y demostrar que los otros se equivocaban.
Me armé de fuerzas y a la primera oportunidad, caí sobre el despacho parroquial del Padre M. Me recibió tan amable como la vez pasada, sólo que esta vez su distancia la hacía menos tajante a causa de su mirada divertida y curiosa de la razón que me llevaba otra vez a su lado.
Le largué un discurso de media hora sobre la salvación por la fe y no por las obras. Concluí –creo– brillantemente con la necesidad de abandonar a la Iglesia. Y cerré tomando la Biblia del cura y le leí Hechos XVI, 31: “¿Qué debo hacer para salvarme?, preguntó el carcelero. Cree en el Señor Jesús –respondió Pablo– y te salvarás tú y toda tu casa”.
Bebí un sorbo del té que me había ofrecido y le miré desafiante, esperando su respuesta. Pasaron eternos minutos de silencio.
Cuando carraspeé, el sacerdote me dijo:

—¿Continuará la lectura de San Pablo?
—Ya terminé, Padre M.
—¿Cómo que ha terminado? ¡Continúe! Vaya a Corintios, XIII, 2.
—Leí en voz alta: “Aunque tanta fuera mi fe que llegare a trasladar montañas, si me falta la caridad nada soy”
—Entonces la fe...
—La fe... la fe... la fe es lo que salva.
—¡Vaya novedad! Me dice riendo. ¡No se bien quien creó la estrategia protestante de argumentar con la Biblia, pero creo que bien pudieron ser los demonios que ahora encontraron un buen medio para salvarse.
—¿Salvarse?
—Si... salvarse, amigo mío. ¿Acaso no es el apóstol Santiago quien nos dice que hasta los mismos demonios creen en Dios? Y si sólo la fe salva...
—...
—No se quede en silencio, Pastor... siéntese aquí que se aliviará un poco. Si quiere seguir como el Demonio, tentándome con la Biblia, le recuerdo que ahí mismo se nos dice que esa fe no salvará a los demonios, porque “como un cuerpo sin espíritu está muerto, la fe sin obras está muerta” (c.II) Y aún así los católicos no decimos que sea sólo fe o sólo obras. Cuando al Señor se le pregunta sobre qué debemos hacer para salvarnos, Él dice “Si quieres salvarte, guarda los mandamientos” Ahí tiene usted la respuesta completa.
Me acompañó hasta la puerta y me dijo: Le dejo con dos recomendaciones. La primera es que se cuide de sus hermanos de congregación. Ya sospechan de usted por venir tan seguido. La segunda es que vuelva usted cuando me traiga alguna cita bíblica –sólo una me basta– en que se pruebe que solo debe enseñarse lo que está en la Biblia.
Caminé a casa más preocupado por los comentarios que por el desafío. Eso sería fácil.

La Biblia no es orgullosa.
“Sólo la Biblia”.

Mientras buscaba una cita que respondiera al sacerdote, caí en cuenta de que estaba parado en el meollo del asunto que por primera vez me llevó a esa parroquia con otros ojos. “Si es sólo la Biblia”, me dije, “entonces el problema del artículo queda resuelto: se debe probar por la Biblia o no se prueba”.
Ya imaginarán ustedes el resultado. Efectivamente no encontré nada. En años de ministerio, jamás me percaté de que lo central, esto es, que sólo debe creerse y enseñarse la doctrina contenida en la Biblia, no está en la Biblia. Encontré numerosos pasajes bíblicos que le conceden la misma autoridad que a las enseñanzas escritas en la Biblia a las doctrinas transmitidas por vía oral, por tradición.
Desde este punto en adelante muchos otros cuestionamientos fueron surgiendo de la charla con el Padre M. y de la lectura de revistas y de mucha literatura escrita con fines apologéticos.

Nadando guardando la ropa y sufriendo.
El pago del mundo.

Por un momento distraeré la atención de mis incursiones a la parroquia católica. Quizás sea porque un sacerdote es esencialmente distinto a un Pastor protestante, o quizás por la experiencia de distintos ordenes (confesión, dirección espiritual, etc.), el Padre M. acertó en su advertencia sobre las miradas que me dirigían mis feligreses a causa de esas visitas no estrictamente ecuménicas.
Yo aún no me había percatado de esa desconfianza, pero observando con mayor atención notaba reticencias, censuras y reproches indirectos. Aún la guerra no se declaraba. Sólo desconfiaban.
Me decepcioné mucho, pero no me dejé vencer por la tentación. El demonio –pensaba– me estaba tentando con Roma y para eso endurecía los corazones.
Pasada una semana de angustias, me senté con mi esposa para charlar. Necesitaba desahogarme. Me encontraba en un punto tal que no quería volver a la parroquia católica pero tampoco me sentía en paz con eso.
Después de la cena, oramos con los chicos y se fueron a dormir. Me senté y abrí mi corazón a mi esposa. Ella había sido una amante confidente y mi compañera de penurias y alegrías. Me escuchó con atención.
Sus palabras fueron tan sencillas como su conclusión: debía alejarme inmediatamente del sacerdote católico y tratar de recuperar la confianza de mis feligreses. Eso era lo prioritario. Teníamos una obligación de fe y teníamos que mantener una familia. No se hablaría más. El caso estaba resuelto... para ella.
Traté de cumplir con todo. Ella siempre fue la sensatez y me refrenaba en las locuras. Dejar de ir a la parroquia fue más fácil para el cuerpo que para mi alma. Algo me atraía de ese ambiente, y por lo demás deseaba la compañía de ese sacerdote provocador y bonachón.
Más difícil fue ganarme la confianza de los feligreses. Me exigían como prenda evidente que atacase más que nunca a la Iglesia para demostrar públicamente que no les guardaba ninguna simpatía.
Esto me costó, pues tenía que predicar omitiendo aquellos puntos en los que difería ya de mi anterior pensamiento.
Con el tiempo, mi familia y mis feligreses me dieron vuelta sus espaldas y fue la gran cruz que tuve que soportar por amar a Cristo en Su Iglesia.

Entrada en la Iglesia y abandono de todos. 
Mi querido amigo se despide.

No he querido exponer aquí todas las cosas que charlé con el buen Padre M. durante semanas y semanas. Yo le visitaba furtivamente y el me acogía con amable paternalidad. Yo daba vueltas en torno al tema e intentaba responder a las sabias preguntas con las que me desafiaba. ¡Cómo detestaba tener que darle la razón!
El tiempo me fue haciendo más perceptivo a sus sutilezas e ironías. De alguna forma misteriosa este sacerdote me tenía cautivado. Me acorralaba hasta la muerte, pero me daba siempre una salida honorable. Le gustaba desmoronar todos mis argumentos.
Su estilo era único: destrozaba mis argumentos, acusaciones y refutaciones primero desde la lógica, dándome dos posibilidades... o quedar como un tonto o verificar por mi mismo esa estupidez. Luego, y sólo luego, me invitaba a revisar el punto que yo trataba –si tenía sentido– desde el punto de vista de las Sagradas Escrituras. Supongo que uno de sus mayores puntos fuertes era su sólida cultura y su gran vida de piedad.
Recuerdo perfectamente una fría mañana cuando recibí un aviso telefónico de la parroquia. Me pedía que le visitara en un hospital de los alrededores. Sin meditar en las normas de cautela que tomaba para evitar que mis feligreses se irritaran aún más conmigo, abandoné todo y partí. Ahí me enteré del doloroso cáncer que padecía –jamás dio muestras de sufrir– y del poco tiempo que le quedaba. La cabeza me daba vueltas. Sentía dolor por la partida de quien ya consideraba un amigo.
Tomé una decisión: haría pública nuestra amistad y le visitaría a diario. Pocos días después le trasladaron, a petición suya, a su residencia.
Desde ese día le acompañé a diario. Dejé muchos compromisos de lado. La tensión comenzó a crecer hasta llegar a agresiones verbales abiertas y amenazas de quitarme el cargo y el sueldo. Mi familia estaba amenazada con la pobreza.
Fueron días de mucha angustia. Sabía que caminaba por los caminos correctos. Incluso pensaba en hacerme admitir en la Iglesia. Los temores y las dudas de antes de la internación del Padre M. se disiparon. No quería arrepentirme de mis errores ni recibir el perdón y el consuelo de nadie más. Pero la situación que me rodeaba era tan compleja que me paralizaba.
Recé muchísimo y acudí a pedir el consejo del Padre M. Él me recibió con mucha amabilidad y escuchó con atención mis problemas. Él ya los conocía. Me habló de la fortaleza de esos mártires que no tuvieron en cuenta ni la carne ni la sangre ni las riquezas, sólo amaron la verdad y dieron público testimonio de su adhesión a la fe. Más vale entrar al Cielo siendo pobres que irse al infierno por comodidades, sentenció.
Como adelanté al principio, reuní a mis feligreses y les hice una declaración de mi conversión. ¡El Demonio es protestante! les dije para abrir la charla. Luego fueron abucheos y no me dejaron terminar las explicaciones.
Mas tarde reuní a mi familia y les platiqué de cada punto, y respondí a todas las objeciones de fe y de la situación. Mi esposa no discutió mucho: me expulsó de casa. Esa noche dormí acogido por el Padre M. quien me tranquilizó respecto al altercado. Desde entonces y después de pasados años de mi conversión nunca más fui admitido en casa como padre y esposo. Hoy les visito con tanta frecuencia como me permiten, pero sus corazones siguen muy endurecidos. El Padre M. tuvo muchas palabras para mí, pero las que más me llegaron fue su confesión de ofrecimiento de su vida por la salvación de mi alma... y que con gusto veía el buen negocio ya cerrado. Dios escuche las plegarias de mi buen amigo en el Cielo por mi esposa y mis seis hijos para que a su tiempo y forma vivan la vida de gracia de la santa fe.

La importancia de no tener miedo a la exigencia de la Iglesia Católica.
Roma... mi dulce hogar.

Rogué al buen sacerdote me preparara para abjurar mis errores y ser admitido en la Iglesia. Dispuso de todo y una mañana de abril de 2001 fui recibido en el seno de la Esposa de Cristo. En junio de ese mismo año mi querido amigo entregó su alma al Señor, siendo muy llorado por todos cuantos le conocimos mejor. Le lloraron los enfermos y presos que visitaba, los niños y jóvenes de catequesis, los pobres y necesitados que consolaba, los fieles que acudían a él en busca de consejo y del perdón de Dios. En tributo a él escribo estas líneas. Mi querido sacerdote y Revista Cristiandad.org fueron mis dos grandes apoyos e impulsores tanto de mi conversión como de mi impulso apostólico al trabajar especialmente con los conversos y preparados para la conversión.
Tras su partida la parroquia fue administrada por un sacerdote más cercano al estilo del predecesor del Padre M. Yo sentí mucho esto porque con su prédica y actuar desmentía muchos de esos grandes principios eternos que había conocido y amado.
A veces me pregunto por la oportunidad de muchos cambios que se hacen más para contentar a los malos que para agradar a los buenos. Recuerdo que mi sacerdote amigo no era muy afecto a ceder ante nosotros, sino mas bien a mostrarnos todas las banderas, incluso las más radicales. Y éstas fueron, precisamente, las que más me indignaron pero a un mismo tiempo me atrajeron.
Pero persevero en el amor a la Iglesia de siempre, a esa doctrina de la que el Señor dijo que pasarían Cielo y Tierra pero que ni una sola jota sería cambiada.
Bien sé por experiencia propia y por la de tantos que han compartido conmigo sus testimonios de conversión, que esos coqueteos con el error no producen conversiones. Y las pocas que se producen son de un género muy distinto –por superficiales y emocionales– de las verdaderas conversiones, esas que producen santos. La realidad es la que constataba a diario como Pastor protestante, cuando la poca preparación de los católicos y la confusión que produce el falso ecumenismo llenaban las bancas de nuestras iglesias y los bolsillos de nuestras congregaciones evangélicas. La ignorancia religiosa de los fieles es la cosa más agradecida por las sectas, porque al ser muchas veces hija de la pereza espiritual se acompaña por la pereza intelectual. Basta entonces cualquier cosa que les emocione, que les haga sentir queridos, y luego viene el sermón acostumbrado para hacerles dudar primero y luego darles respuestas rotundas. Eso los desestabiliza y luego les atrae nuestra seguridad. ¡Y luego salimos a la calle a gritar contra los dogmas!
Ahora, junto con ustedes, puedo acudir a los pies de María Santísima y pedir que por amor a la Divina Sangre de Su Hijo Amado obtenga la conversión de los paganos, de los herejes y cismáticos y que haciendo triunfar a la Iglesia sobre sus enemigos instaure la Paz de Cristo en el Reino de Cristo.


lunes, 2 de abril de 2012

2 de Abril: Carta de un patriota a su padre.



Teniente Roberto Estévez. (RI MEC 25)
Medalla “La Nación Argentina al heroico valor en combate”.
             
Un fiel testimonio del espíritu católico y patriótico de uno de aquellos héroes que combatieron en Malvinas:

Sarmiento, 27 de marzo de 1982
Querido papá:

Cuando recibas esta carta, yo estaré rindiendo cuentas de mis acciones a Dios Nuestro Señor. El, que sabe lo que hace, así lo ha dispuesto: que muera en el cumplimiento de mi misión. Pero, ¡fijate vos qué misión! ¿No es cierto? ¿Te acordás cuando era chico y hacía planes, diseñaba vehículos y armas, todos destinados a recuperar las islas Malvinas y restaurar en ellas Nuestra Soberanía? Dios, que es un Padre generoso, ha querido que éste, su hijo, totalmente carente de méritos, viva esta experiencia única y deje su vida en ofrenda a nuestra Patria.

Lo único que a todos quiero pedirles es: que restauren una sincera unidad en la familia bajo la Cruz de Cristo. Que me recuerden con alegría y no que mi evocación sea la apertura a la tristeza. Y, muy importante, que recen por mí.

Papá, hay cosas que en un día cualquiera no se dicen entre hombres, pero que hoy debo decírtelas: gracias por tenerte como modelo de bien nacido, gracias por creer en el honor, gracias por tener tu apellido, gracias por ser católico, argentino e hijo de sangre española, gracias por ser soldado, gracias a Dios por ser como soy, y que es el fruto de ese hogar donde vos sos el pilar.

Hasta el reencuentro, si Dios lo permite. Un fuerte abrazo.

Dios y Patria ¡o Muerte!

Roberto.


Que esta admirable despedida sirva para mantener vivo y alto el espíritu malvinero.

28 de marzo, muere el Tte. Roberto Néstor Estévez, autor de la carta, salvándole la vida a un compañero.

¡Viva la Patria!

¡Viva CRISTO REY!





jueves, 29 de marzo de 2012

Algunas conversiones de intelectuales.



En todas las épocas se han registrados grandes conversiones al catolicismo de hombres de ciencia. La estulta objeción de que la ignorancia en las cosas de ciencia hacía posible la fe, siempre fue refutada por estos grandes testimonios de todos los siglos. Dejamos que el autor, Bernardo Gentilini, nos relate algunas en este pequeño pero interesante libro titulado “La ciencia y la Fe” editado por “Difusión”.

Otras conversiones.

Eugenio de Genoude fué un escritor que tomó gran parte en las controversias religiosas del siglo pasado. Su obra, La razón del Cristianismo, ha llevado a la fe a mu­chas almas que flotaban entre el error y la verdad.
Su testimonio tiene mucha autoridad por haber sido él en sus primeros años una de las víctimas del filosofis­mo del siglo XVIII.
Imbuido su espíritu en los escritos de Voltaire, ha­bíase  desarrollado  en  una  atmósfera  antirreligiosa.
Un día empero, encontró en Rousseau unas palabras sobre Jesucristo las cuales le impresionaron vivamente.
Esa pluma parecía haberse despojado, mientras traza­ba esa página, de sus asperezas, enconos y mentiras, para destilar sólo verdad,  alabanzas y adoración a Jesucristo.
Entonces Eugenio se dijo a sí mismo:
—Si Rousseau habla de tal modo de Jesucristo, a pesar de las imposturas de Voltaire, la religión cristiana, sin duda, merece ser discutida.
Y se puso a estudiarla.
El escepticismo no le parecía ya posible, y tomó en­tonces la resolución de consagrar toda su vida entera, si hubiese sido necesario, a la grande cuestión de saber lo que era Jesucristo: si Hombre enviado por Dios, o Dios.
Cumplió su promesa, y he aquí el resultado de sus estudios y el triunfo de la gracia.
Comenzó por leer las obras espirituales de Fenelón. La primera carta del Obispo de Cambray al duque de Orleáns, que parecía escrita para él mismo, lo conmo­vió hondamente.
A medida que leía, se evaporaban de su mente ciertas objeciones que los filósofos impíos habían sembrado en sus escritos contra la religión así como se evaporan las nubes ante el sol que se levanta.
Y  el sol de la verdad se levantó en el alma de Euge­nio cada día más brillante.
Después de la lectura de Fenelón, le parecía imposi­ble no creer.
Leyó después el libro Entvetiens du chevalier de Ramsay et de Fenelón [1]; esta lectura acabó de correr el velo que encubría la verdad a sus ojos.
Ese caballero de Ramsay se había encontrado en la misma situación de Eugenio, y había entablado ante Fe­nelón estas mismas cuestiones cuya resolución él, Eugenio, andaba buscando.
En esas Conversaciones, Fenelón, con una lógica irre­sistible, ataca al adversario, le atrinchera entre las vallas del raciocinio, y le rinde. Platón jamás escribió algo tan sublime.
Y   el sabio hombre iba comprendiendo que la ver­dad es tan necesaria al espíritu como el sol a la vista.
Si al leer los libros del hombre, experimentó Euge­nio tan vivas emociones, no son para descritas las que pro­bó al leer el libro de Dios, la Sagrada Escritura.
Leyó el Génesis, Job, Salomón, los Salmos, el Can­for de los Cantares, Isaías, y quedó pasmado ante el mun­do de maravillas que encontraba en cada página.
La historia de José le enternecía, las desgracias de Job le hacían derramar lágrimas, los cánticos de David le elevaban al cielo, las lamentaciones de Isaías le partían el alma...
Sobre todo, hizo viva impresión en él la lectura de este profeta.
“Cada versículo, decía él, me parecía una revelación; y yo desafío a cualquier hombre de buena fe a que lea a Isaías, sin hacerse cristiano. Jesucristo está ahí predicho a cada página.
“Entonces yo sentía la verdad de esas palabras de Rousseau: —Yo os confieso que la majestad de las Es­crituras me encanta y la santidad del Evangelio habla a mi corazón.
“La Biblia me ponía en comunicación con Dios mis­mo. Yo conocía, por medio de ella, su palabra y su cora­zón.
“El espectáculo de la naturaleza me había dado, en el más alto grado, la idea de la omnipotencia de Dios, la religión me revelaba su sabiduría, la Biblia me manifesta­ba su amor.
“En la Biblia todo tiene por objeto la Redención, y por consiguiente, la salvación del hombre. No hay un acontecimiento, un hecho, una palabra que no se refiera a Jesucristo. Se diría que Dios en el tiempo ha trazado un círculo del cual Jesucristo es el centro, y todos los si­glos son rayos que en El van a parar”.
En ese tiempo hacía frecuentes visitas a San Sulpício, donde Mr. Teysseyre, su amigo, vivía entregado a Dios.
Ese  santo sacerdote había  ganado toda  el  alma  de Eugenio: eran dos almas en un solo corazón. Hablando  de las  dificultades  que  algunos  hombres encuentran para practicar las  enseñanzas de la fe,  aquél decía a Eugenio:
“Si las verdades matemáticas obligasen en la práctica, habría muy pocos que creerían en las verdades matemáticas”. Y le repetía sin cesar:
“Es necesario arrostrar con entereza al mundo: ha­ced altamente profesión de vuestras creencias, y se os res­petará”.
Dejemos la palabra al mismo De Genoude:
“Teysseyre me hablaba de la necesidad de confesar­me y comulgar. Yo sabía todo lo que los protestantes y los filósofos habían objetado a este respecto. Pero me era imposible, después que yo reconocía la autoridad de Je­sús, dejar de ver en sus palabras dichas a los apóstoles: Todo lo que atareis o desatareis en la tierra, atado y desa­tado será en los cielos, el establecimiento del poder de ab­solver los pecados: y en aquellas palabras: Este es mi cuer­po, el establecimiento de la Comunión.
“El argumento que más ha sorprendido, respecto de la confesión auricular y de la transubstanciación, es que los griegos, los nestorianos y otras sectas separadas de la Iglesia Romana, después de más de doscientos años, pien­san sobre este particular como los latinos.
“Yo hice todo lo que Mr. Teysseyre quiso, y me encontré feliz.
“Dióme esta gran lección.
—“Haced todas vuestras acciones como si debieseis morir después de haberlas hecho.
“La comunión me hizo conocer el amor divino; yo no pensaba más que a servir a Dios, y a ser útil a los hombres.
“Todos los bienes del mundo me parecieron vani­dad, quise consagrarme al servicio de los enfermos en los hospitales, deseé entrar en el Seminario e irme a las mi­siones. No podía comprender que yo hubiese podido amar a otra cosa fuera que a Dios.
“Mi vida se puede dividir en dos etapas:
“El trabajo de la luz para echar las tinieblas de mi espíritu.
“El trabajo del amor divino para echar de mi cora­zón los amores terrenales” [2].

Bautaín, profundo filósofo e ilustre literato, cuenta con estas palabras su conversión:
“Yo también me creí filósofo, porque he sido aman­te de la sabiduría humana y admirador de vanas doctri­nas... he golpeado a las puertas de todas las escuelas hu­manas, me he entregado a todo viento de doctrinas, y no he encontrado sino tinieblas e incertidumbres, vanidades y contradicciones.
“He raciocinado con Aristóteles, he querido rehacer mi entendimiento con Bacón, he dudado metódicamente con Descartes, he procurado determinar con Kant lo que me era imposible y lo que me era permitido conocer; y el resultado de mis raciocinios, ha sido que yo no sabía nada y que tal vez no podía saber nada.
“Me refugié con Zenón en mi fuero interior, buscan­do la felicidad en la independencia de mi voluntad, y me hice estoico. En balde.
“Me volví hacia Platón... y en medio de los sueños de virtud, yo sentía siempre en mi seno la hidra viviente del egoísmo que se reía de mis teorías y esfuerzos.
“Estaba al punto de perecer, consumido por la sed de la verdad y el hambre del bien. Un libro me ha sal­vado, un libro que por largo tiempo había despreciado y que no creía bueno sino para los crédulos e ignorantes. He leído el Evangelio de Jesucristo, y he sido sobrecogido de admiración. Las escamas han caído de mis ojos. Ahí he vis­to al hombre tal cual es y cuál debe ser; he comprendido su pasado, su presente y su porvenir, y me he sentido inun­dado de júbilo al encontrar lo que la religión me había enseñado desde la infancia y al sentir renacer en mi cora­zón la fe, la esperanza y la caridad”.
Mr. Bautain, iluminado con la luz de la verdad, es un apóstol. Maestro de gran reputación, atrae tras su ejem­plo, al buen camino a sus discípulos, entre los cuales se notaba Adolfo Carl, hijo de una de las más distinguidas y opulentas familias de Estrasburgo.
Hasta en el seno del judaísmo y en medio de la sina­goga, su mágica palabra debía suscitar cristianos y sacerdo­tes. La conversión de Teodoro Ratisbonne, Isidoro Goschler, Julio Lewel, los tres abogados israelitas, se debe a M. Bautain.
Su doctrina expuesta en sus cartas ha hecho sacerdote a Néstor Lewel y cristianos a cuatro miembros de la fami­lia de éste; y de muchos jóvenes, ha hecho otros tantos apóstoles.
Ordenado sacerdote en 1820, ocupó diversas cátedras, que honró con la santidad de su vida y la ilustración de su mente.
En 1848 dio en la iglesia de Notre Dame una serie de conferencias sobre la armonía entre la religión y la li­bertad con éxito sorprendente y frutos copiosos.
Fue escritor fecundo. Recomendamos en modo espe­cial sus obras de controversia: “La religión y la libertad consideradas en sus relaciones. Respuesta de un cristiano a las palabras de un creyente (libro de M. de Lamennais). —La moral del Evangelio comparada con la moral de los filósofos.
Y su obra moral: “Filosofía del Cristianismo”.

José Droz, miembro de la Academia francesa, después de haber empezado su carrera en la incredulidad del si­glo XVIII, la acaba en la fe de Jesucristo.
El sabio escritor nos ha dejado la historia de las luchas de su alma, los motivos y las fases sucesivas de su conver­sión, en dos escritos célebres: Pensées sur le Christianisme [3], y Aveux d'un philosophe chtétien [4].
Traduciremos algunos párrafos de este libro último:
Lector, yo he desconocido largo tiempo la verdad, la fuerza y los encantos de la religión de! Salvador...
“A la edad de la reflexión, me acostumbré a observar y reflexionar...
“Leí el Evangelio... Su moral conmovía mi corazón y cautivaba mi razón... Ese lenguaje inimitable, esas pa­rábolas que salen en abundancia de los labios del Salvador, nos trasmiten las lecciones de la más dulce e imponente sa­biduría. Los judíos decían en su admiración: Jamás hombre alguno hablaba como Este.
“El Cristo reúne cualidades que se excluyen en los hombres. Se le ve humilde de corazón y sin que pueda ima­ginar que su humildad se altere, dice: Los cielos y la tierra pasarán: pero mis palabras no pasarán jamás.
“Yo conocía a un sacerdote venerable, y en mi deseo de salir de la duda, me decidí a consultarme con él...
“Le abrí mi alma y terminé diciendo: —Yo debo a las pruebas del sentimiento, el deseo que la religión sea verda­dera. Acabad de traer a mi espíritu la entera convicción que anhela mi corazón. Mas, sí en lugar de buscar convencer mi razón, vos me mandáis creer sacrificando este noble presente del cielo que es la razón, sería imposible entendernos.
“El buen sacerdote me contestó: Si en las palabras que yo os dirigiré, encontrarais algunas que os parecieran herir los derechos de la razón, interrumpid mi discurso, pues yo no habría sabido hacerme comprender...
“Ese buen sacerdote pensaba que una sola prueba de la religión, incontestable, bastaba para abrir los ojos a un hombre de buena fe.
Me convidó a prestar toda mi atención al milagro de la Resurrección de Cristo, milagro sobre el cual San Pa­blo hace estribar la verdad de nuestra religión.
Mi excelente guía me expuso hechos, raciocinios, y me indicó lecturas útiles.
—Id —me dijo al fin— tomad tiempo para exami­nar y reflexionar, y pedid a Dios con confianza que se digne haceros conocer la verdad.
Fui a ver de nuevo al digno sacerdote y le dije que mis dudas se habían del todo disipado.
“—Demos gracias a Dios —me contestó—: vos le habéis pedido con confianza que os iluminase, y su bondad os ha escuchado”.

P. Bernardo Gentilini, “La ciencia y la Fe”, editorial Difusión, Buenos Aires, 1944. Capítulo 9 Págs. 39-46.


[1] Conversaciones  entre  el  caballero  de  Ramsay y  Fenelón.
[2] Huguet, Célebres conversions contemporaines.
[3] Pensamientos sobre el Cristianistno.
[4] Confesión de un filósofo cristiano.