Hace algunos días, Jack Tollers
escribió un post que en el que señaló algo que a veces olvidamos o que, al
menos en mi caso, no terminamos de dimensionar. Me refiero al indeclinable
deber que tiene la Iglesia, y que tenemos nosotros sus hijos, de mantener y
defender la doctrina católica hasta la última iota. Los lectores del blog dirán:
“Es obvio”, y efectivamente lo es, pero por las características del mundo
contemporáneo y de los acontecimientos que nos tocan vivir, tendemos a ser muy
cuidadosos con las iotas de la moral -lo cual está muy bien-, y ser más laxos o
desentendidos con las de la dogmática. Más aún, tendemos a considerarlas
detalles o pasatiempos de especialistas ociosos que no hacen más que
distraernos del verdadero combate que hoy debemos librar. Es un hecho que
cuando en estas misma páginas hemos tratado temas de liturgia, por ejemplo,
varios lectores se quejan porque perdemos el tiempo discutiendo cosas tan poco
trascendentes. Se trata, según ellos, de discusiones bizantinas que no aportan
nada a la gravedad de la hora actual.
El artículo de Tollers, por el
contrario, y siguiendo a Castellani, consideraba que tales detalles son más
graves que el mismo pecado. Yo no me voy a meter en esa discusión, pero sí me
parece fundamental que tomemos conciencia de la importancia impostergable de la
lucha por la pureza, hasta la última iota, de la doctrina.
Ya sabemos que el pontífice aéreamente
reinante, desprecia a los teólogos. Públicamente ha dicho -y lo hemos
reproducido en este blog-, que hay que dejar que los teólogos discutan entre
ellos las diferencias doctrinales que nos separan, por ejemplo, de los
luteranos, mientras que el resto de los fieles debemos trabajar ecuménica y
mancomunadamente sin preocuparnos por esas minucias. Ha dicho incluso, medio en
broma, medio en serio, que a él le gustaría encerrar a todos los teólogos en
una isla para que allí se cansen de discutir sus cuestiones doctrinales y dejen
tranquilos a los pastores con olor a oveja que hacen el trabajo importante. Y
la verdad es que muchas veces estamos tentados a sumarnos tímidamente al mismo
criterio. Es que ya no tienen demasiada importancia las modalidades de las
procesiones trinitarias, o si Nuestro Señor gozó o no de la visión beatífica
durante su vida terrena. En vez de perder el tiempo en eso, mejor dedicarse a
luchar contra el aborto o a esclarecer las aventuras de Leticia. Y es un error.
Un error grave en los que muchos católicos “del palo” caen fácilmente.
Pongamos un solo ejemplo histórico
de los múltiples que podríamos mencionar. En el siglo IV se realizó el concilio
de Calcedonia cuyo objetivo fue confirmar la doctrina de la Iglesia con
respecto a la naturaleza de Cristo, ya que Eutiques y Dióscoro -dos importantes
obispos y teólogos- entendían que su naturaleza humana estaba subsumida en la
naturaleza divina. Es decir, en el Señor había sólo una naturaleza: la divina,
y esta es la doctrina que se llamó monofisismo. Un detalle; una distinción de
teólogos que no cambiaba en absoluta la pastoral, ni disminuía la pobreza, ni
contribuía a la paz social y tampoco contaminaba el olor ovino de los pastores
de la época. Sin embargo, esta herejía, al ser condenada por Calcedonia,
provocó la separación de la comunión católica del patriarcado de Alejandría, y
por tanto de todo Egipto, de la iglesia armenia y de la iglesia jacobita o
siríaca. ¡Tamaña consecuencia ocasionada por la tozudez de los obispos
caldecónicos! Y sin embargo, ni ellos ni el papa de Roma eran ingenuos o
incapaces de calcular las consecuencias pero, igualmente, consideraron que era
preferible perder tres grandes iglesias antes que modificar una iota de la
doctrina ortodoxa.
Hoy pareciera que la unidad es más
valiosa que la verdad y que, entonces, resulta más importante, o casi lo único
importante, realizar actos ecuménicos, trabajar juntos por la promoción del
hombre y rezar juntos en Asís o cualquier otro lugar, en vez de discutir y
esclarecer las iotas de nuestra fe. A muchos católicos les parece más
importante determinar exactamente las condiciones precisas de la moral
matrimonial -y que Leticia no se cuele en la alcoba- que afirmar con certeza
todos y cada uno de los artículos del Credo. Y esto tiene un nombre:juanpablismo puro,
porque el papa Juan Pablo II fue el primer emergente del Vaticano II en este
sentido: descuido de la dogmática y concentración en moral. Bergoglio, el
segundo, y creo yo último emergente del mismo Concilio, se ha manifestado como
el descuido y desprecio de toda la teología -moral y dogmática- en favor de la
pastoral. Una vez más lo decimos: la ablación del intelecto especulativo y
reinado absoluto del intelecto práctico.
Esta nuevo concepto de religión que
inauguró el Concilio Vaticano II y que fue refrendado por todos los pontífices
siguientes, propone, en el fondo, una religión líquida, es decir,
un fluido capaz de ser vertido en cualquier recipiente adoptando sin
resistencias la forma que éste tenga. Es por eso que los Padres Conciliares
hablaron de un concilio pastoral que rechazaba cualquier intento de definición,
y es por eso que Francisco se niega no solamente a definir, sino también
a repetir las definiciones más obvias. Es que, si define, la religión
comienza a solidificarse y ya no puede volcarse en cualquier
recipiente y muchos de ellos quedarán vacíos.
Pero el problema de esta concepción
es que el líquido es incapaz de sostener estructuras. Nadie edifica su casa
sobre un lago, sin antes haber fijado firmemente los pilotes en el lecho firme
y rocoso. Los progres y neocones piensan que con la doctrina líquida es
suficiente, sencillamente, porque los tiempos han cambiados y, por eso,
pretenden mantener todo lo que la Iglesia tuvo y consiguió durante los duros
siglos de las estructuras dogmáticas, con el tranquilizador arrullo del fluido
de las olas. Y por mantener todo me refiero a mantener a curas célibes,
mantener templos y colegios costosísimos, mantener las colectas y todo el
aparato necesario que implica la religión. Pero es imposible. Difícilmente un
cura logrará mantenerse célibe si da lo mismo ser cura católico o pastor
calvinista; escasamente se encontrarán jóvenes dispuestos a defender su pureza
si Leticia tiene permisos pontificios para refocilarse y si los católicos
estamos impedidos de juzgar ciertas conductas; con mucha dificultad los fieles
contribuirán al sostenimiento del culto, si saben que lo el trabajo social al
que se ha reducido el accionar la parroquia de la esquina lo hace con mayor
eficacia la ONG de la otra esquina; será casi imposible encontrar jóvenes que
quieran consagrar su vida a las misiones si, desde arriba, se determina que el
proselitismo es dañino, que no hay que convertir a los judíos y que el ideal
pontificio es que los cristianos vivan como hermanos con los musulmanes.
Decía Chesterton hace varias décadas
que es como si el tallo de un rosal se marchitara hasta desaparecer de la vista
y los pétalos de la rosa permanecieran flotando. “Es como si pudiese haber
rayos de sol después de desaparecer el sol. No es sólo la cosa mayor de una
cosa, sino la mayor y más fuerte la que se sacrifica a la parte pequeña y
secundaria”. Se sacaron los cimientos pero se pretende que el castillo se
mantenga en pie. En otros términos, el Concilio Vaticano II y los pontífices
siguientes infectaron la Iglesia con una enfermedad que sólo destruye lo
huesos. La pregunta es ¿cuánto tiempo más estos buenos hombres pretenden que se
mantengan los músculos en tensión y la carne con forma humana sin desplomarse
en una masa informe? Casi una pregunta retórica; Bergoglio se está encargando
de ir arrojando en un caldero los cartílagos, órganos, pelos y trozos de carne
que quedaron informes cuando le quitaron la estructura ósea.
¿Hay solución? Humanamente hablando,
no veo ninguna. Ya más de una generación es la que lleva sufriendo este cáncer
que ha terminado por carcomer sus huesos. Y el problema no es que no pueden
volver a generarse; el problema es que la carne actual no los soportaría.