En la fotografía, Francisco recibe a un “modelo” de
familia en audiencia privada:
al transexual ahora llamado Diego Neria y su
pareja, Macarena.
El Dr. Antonio
Caponnetto, con su pluma acostumbrada, escribió esta interesante reflexión sobre
la exhortación postsinodal Amoris Laetitia.
LA NUEVA LUZ DE BERGOGLIO
Por Antonio Caponnetto
El calambur
Aparecida la Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris Laetitia, no
pocos católicos formados en la Verdad de la Iglesia dieron la voz de alarma,
con legítimas razones y fundadas prevenciones. Es que ocurre que el texto, por
donde se lo lea, conduce inevitablemente hacia el puerto al que no debería
llevar nunca la docencia petrina, en cualquiera de sus posibilidades
expresivas. Conduce al error, a la ambigüedad, a la duda; a la confusión y al
doble sentido. Y hasta para llegar al fruto bueno –que lo tiene, digámoslo sin
retaceos- hay que sortear un tronco empecinado de argucias e imprecisiones,
cuando no de dolorosas concesiones al siglo.
El diccionario de nuestra lengua llama calambur a aquella construcción
idiomática o figura retórica que altera los significados mediante juegos
silábicos; y pone -entre otros- un ejemplo que pinta perfectamente para la
ocasión: “este esconde y disimula”. He aquí, en principio, y con el
ejemplo de marras, el espíritu de la Amoris Laetitia: un tragicómico
calambur de Francisco.
Acaso un punto particular probará lo que decimos.
La sociedad abierta y sus enemigos
Al llegar al capítulo V, Amor que se vuelve fecundo, la exhortación
discurre con delicadeza sobre el concepto de “fecundidad ampliada”, que se da
principalmente en aquellas críticas ocasiones en las cuales el matrimonio no
puede engendrar hijos. Entonces, la fecundidad se amplía con el ejercicio de la
maternidad y de la paternidad espiritual, con la adopción generosa o con la
práctica de variadas formas de servicio al prójimo. Porque “la familia no debe
pensar (sic) a sí misma como un recinto llamado a protegerse de la sociedad. No
se queda a la espera, sino que sale de sí en la búsqueda solidaria” (181).
Por cierto que en situaciones ideales la sociedad no debería ser una amenaza
para los hogares, ni una asechanza ante la cual protegerse. Pero mucho han
insistido los pontífices –sin necesidad de remontarse a San Lino ni a Gregorio
VII- en la prudencia que deben tener hoy las familias, inmersas como están en
una cultura hostil al cristianismo, por decir lo menos. Prudencia vigilante,
que si bien no ha de propiciar el aislacionismo social, tampoco puede estimular
el desguarnecimiento frente a la sociedad presente, en gravísimo estado de
corrupción integral.
Es evangélica la plástica imagen de la casa edificada sobre roca (Mt. 7, 25); y
son de Nuestro Señor las prevenciones sobre los ríos desbordados, las lluvias
desmadradas, los vientos destructivos. Clara señal para todos los tiempos; y
tanto más en éstos, de que existen motivos para abroquelarse y defenderse de la
sociedad. Hay una lejana e implícita matriz popperiana tras el planteo
bergogliano de la relación familia-sociedad. Parecería que los
enemigos de la primera ya no se encontrarían en los meandros de la segunda, si
la segunda es –como está a la vista- una inmensa democracia liberal con la que
se puede interactuar sin riesgos.
Más bien los nuevos riesgos para un católico, a juzgar por el despliegue total
de la Amoris Laetitia, consistirían en no ser lo suficientemente
acogedores con los frutos descarriados y anómalos de esta comunidad moderna.
Los enemigos de la sociedad serían ahora los católicos negados a la apertura;
aquellos que “prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusión
alguna” (308). Una pastoral no divorciada del dogma sempiterno, hablemos claro.
Pero en este neo-magisterio dialéctico y pleno de heterodoxas disyuntivas, la
confusión es preferible a la rigidez, que en otros tiempos se llamó
sencillamente ortodoxia.
La mimetización familia cristiana-sociedad presente se propone
casi como un axioma vinculado a la historia sagrada. “Ninguna familia puede ser
fecunda si se concibe como demasiado diferente o «separada». Para evitar este
riesgo, recordemos que la familia de Jesús [...] no era vista como una familia
«rara», como un hogar extraño y alejado del pueblo [...]; era una familia
sencilla, cercana a todos, integrada con normalidad en el pueblo. Jesús tampoco
creció en una relación cerrada y absorbente con María y con José [...].Eso
explica que, cuando volvían de Jerusalén, sus padres aceptaban que el niño de
doce años se perdiera en la caravana un día entero, escuchando las narraciones
y compartiendo las preocupaciones de todos: «Creyendo que estaba en la
caravana, anduvieron el camino de un día» (Lc 2, 44). Sin embargo a veces sucede
que algunas familias cristianas, por el lenguaje que usan, por el modo de decir
las cosas, por el estilo de su trato, por la repetición constante de dos o tres
temas, son vistas como lejanas, como separadas de la sociedad” (182).
El populismo político en el que ha abrevado Francisco le juega una mala pasada.
Va de suyo que los hogares católicos no tienen que ser raros; ni mucho menos
ajenos ni lejanos a las peripecias del suelo natal en el que han sido plantados
por Dios. Son –y así deberían considerarlos todos- paradigmas de comportamiento
doméstico; modelos denormalidad; esto es de norma y de canon. Pero los
cristianos, tanto como sujetos individuales como agrupados en familias, están
llamados a ser “piedra de escándalo” (Is. 8, 14) y “signo de contradicción”
(Lc. 2, 34). Mala señal en consecuencia si no se comportan “demasiado diferente”
respecto de los aborrecibles anti-modelos familiares que predominan hoy en el
deificado pueblo.
Desde el momento en que un nuevo hogar católico se constituye a conciencia y
libremente, su diferenciación y antagonismo con el resto de los hogares es
inevitable y hasta obligatorio. Diferenciación y antagonismo que ha de
presentarse en los hechos, no como un desprecio al resto de los mortales, pero
sí como el mejor servicio apostólico y misionero que se le puede prestar al
cuerpo social, y aún como el ejemplo más edificante y regenerador. Para que los
paganos puedan volver a exclamar con admiración y deseo emulativo el proverbial
“¡Mirad cómo se aman!, que registran los Hechos de los Apóstoles.
En las cartas paulinas, San Pablo refiere varias veces el ejemplo de la casa de
Priscila y Áquila, modelos de esposos que “expusieron su cabeza para salvarme”
(Rm. 16, 3-5); y que no trepidaron en ser diferentes y en tenerse por
segregados del resto del pueblo, precisamente por causa de su fidelidad a
Cristo. De estos esposos ha hecho el bellísimo elogio Benedicto XVI, en su
catequésis del 7 de febrero de 2007, instando a espejarse en ellos, porque
prueban que, para los bautizados leales, “toda casa puede transformarse en una
pequeña iglesia [...], toda la vida familiar, en virtud de la fe, está llamada
a girar en torno al único señorío de Jesucristo”.
Pero además, o por lo mismo, si una familia católica reconoce en la casa de
Nazaret su paradigma y su norte, ya no puede conformarse con ver en la misma
esa especie de carpintería de barrio, como la pinta Bergoglio, “integrada con
normalidad en el pueblo”. Aquello –ha dicho Guardini en el capítulo tercero de La
Madre del Señor- “no era precisamente una familia, sino algo divinamente
irrepetible, que no tiene nombre. Una fecundidad que redime al mundo,
inmediatamente a partir de Dios. Un amor que era mayor,por ser diferente,
que todo lo que ha unido jamás a las personas. Puede ser entonces que se
use el nombre de ‘familia’ para indicar ese carácter de velamiento de lo propio
y peculiar, tal como es característico de María”.
Curiosa exégesis psicopedagógica
Así como no se quieren ya familias diferentes, que contrasten con el resto por
ser católicas, y hasta puedan ser perseguidas a causa de ello; ni se quiere
tampoco que los católicos consideren demasiado raras otras uniones
alternativas, los nuevos padres que necesitamos no han de estar preocupados por
saber dónde están sus hijos. A semejanza de María y José -¡progenitores
modernos, vaya!- que perdieron a su hijo casi adolescente en el camino de
regreso de Jerusalén, pero no se inmutaron demasiado, pues no tenían con él
“una relación cerrada y absorbente”. El muchacho podía hacer lío a discreción,
sin tanto control represivo de la figura paterna ni coacciones emocionales de
parte de la madre.
Es un problema que el Evangelio de San Lucas diga algo distinto. Santo Tomás
nos lo explica así en su Catena Aurea: que Jesús se quedó en
Jerusalén “sin que nadie lo notara”, “sin que sus padres lo advirtiesen”; que
se queda de este modo “para no ser desobediente”. Que sus padres lo buscaron
con preocupación primero y sobresalto después, cuando se dieron cuenta de que
no estaba “en la caravana, entre los parientes y conocidos” (Ls. 2, 43); que
regresaron sobre sus propios pasos para localizarlo de una buena vez; y que al
verlo al fin, sano y salvo en el templo, su madre, exclamó: “tu padre y yo te
estábamos buscando conangustia”(Ls. 2, 48). “La madre –acota Orígenes-afectada
en sus maternales entrañas, manifiesta con lamentos sus dolorosas
pesquisas, y expresa lo que siente con la confianza, la humildad y la ternura
de una madre: ‘hijo, por qué te has portado así con nosotros’ (Ls. 2, 48). Tras
el significativo episodio, el mismo texto evangélico recuerda que Jesús
“enseguida se fue con sus padres, y vino a Nazaret y les estaba sujeto”
(Ls. 2, 51-52). Es decir, volvió a ser “absorbido” por la autoridad de sus
padres terrenos.
No está mal que Francisco quiera inculcar el principio de una libertad gradual
y responsable ofrecida paternalmente a la prole a medida que crece. No está mal
asimismo que quiera evitar los estragos de familias monopolizadoras o
enfermizamente endógenas. Pero para ello no es necesario tergiversar los Santos
Evangelios, ni incurrir tampoco en el gravísimo error del historicismo o del
evolucionismo dogmático. Dice, en efecto, la Amoris Laetitia, “Aquí
vale el principio de que «el tiempo es superior al espacio». Es decir, se trata
de generar procesos más que de dominar espacios. Si un padre está obsesionado
por saber dónde está su hijo y por controlar todos sus movimientos, sólo
buscará dominar su espacio [...]. Entonces la gran cuestión no es dónde está el
hijo físicamente, con quién está en este momento, sino dónde está en un sentido
existencial, dónde está posicionado desde el punto de vista de sus
convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de su proyecto de vida” (261).
Una vez más las disyuntivas dialécticas –que son otros tantos guiños al mundo
moderno y a su psicologismo aterrador- no permiten inteligir la plenitud de la
verdad. Si un padre está “obsesionado” por saber dónde está espacialmente su
hijo, lo irrecomendable a lo sumo será la obsesión, pero no el ordenado
requerimiento. Porque los espacios no son inocuos o neutros, ni somos sólo
espíritus que habitamos espacios existenciales; y porque aún suponiendo que
cada padre llevara consigo a un metafísico, antes inquieto por el ambiente del
alma que por el paisaje físico –aún un sábado a las cuatro de la mañana, con el
hijo púber ausente del hogar tras angustiantes horas de incierta espera- ese
saber dónde está el alma no puede jamás desvincularse de dónde está el cuerpo.
A no ser que neguemos el más elemental realismo antropológico.
Admitimos que “la gran cuestión” pueda consistir en saber “dónde está
posicionado [el hijo] desde el punto de vista de sus convicciones, de sus
objetivos, de sus deseos, de su proyecto de vida”. Pero esto, no sólo no es
independiente de saber “con quién está en este momento”, sino que guarda
estrecha dependencia. Porque las compañías elegidas, tanto como los ámbitos
espaciales predilectos, marcan y en ocasiones condicionan o determinan las
ubicaciones espirituales y los posicionamientos existenciales. Es falaz la
polarización bergogliana de la preeminencia del tiempo sobre el espacio.
Extravío fatal de raigambre semítica, cuando el judío temporaliza las promesas
divinas, se afianza a sí mismo como siglo presente, sin ver el siglo venidero
ni escudriñar las profecías (Jn. 5,39), y acaba matando al Justo, Señor del
Tiempo y del Espacio.
La poesía que destruye
Pero volvamos al concepto de “fecundidad ampliada”, analizado en Amoris
Laetitia. Tras referirse, como vimos, a algunos de esos modos a los que
siempre aludió la Iglesia, verbigracia la adopción, la Exhortación señala otro
modo, al que considera no menos significativo, y es el de la dedicación de los
esposos al cumplimiento de sus “deberes sociales”. “Los matrimonios necesitan
adquirir una clara y convencida conciencia sobre sus deberes sociales. Cuando
esto sucede, el afecto que los une no disminuye, sino que se llena de nueva
luz, como lo expresan los siguientes versos:
«Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia.
Si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos» (181).
Es posible que el lector europeo –y aún el simple feligrés de a pie de estos
pagos- ignore en profundidad quién es Mario Benedetti, autor de esta estrofa,
como con toda inverecundia lo aclara la misma Exhortación, especificando en su
nota a pie de página 204 la correspondiente referencia bibliográfica: “Mario
Benedetti, «Te quiero», en Poemas de otros, Buenos Aires 1993,
316”.
Pues lo diremos en dos trazos; primero por respeto al sentido de lo obvio de
los lectores informados, a quienes abundar en detalles sería cómo explicarles
quién es el Che Guevara. Y segundo, porque lejos de nuestro ánimo cambiar el
tema central de estos comentarios, que no es ciertamente el retrato de un
vulgar escritor marxista, sino el dolor de saber que Francisco ha optado por la
poesía que destruye, según la nunca olvidada distinción de José Antonio
Primo de Rivera. Opción que de ningún modo se reduce a una cuestión estética,
ni es esa su gravedad mayor, sino a una inequívoca predilección por un mensaje
tan alejado del pulchrum como de los restantes trascendentales
del ser.
Bergoglio prueba una vez más con esta intromisión escandalosa de un artista
degenerado en un texto teóricamente dirigido a celebrar la alegría del amor,
que el timor Domini no es precisamente su rasgo más
distintivo. Tampoco un don más modesto aunque valioso, como el cultivo del
gusto por la Belleza y el consiguiente desdén por las cursilerías. Nada lo
detiene ni lo turba en su vocación de maridaje con la contracultura y aún con
la contra iglesia. Nada se le presenta como dique a su moral de situación, a su
misericordia despreocupada de la justicia, a su praxeología inclusiva, ausente
de criterios rectos que separan la cizaña del trigo. Las cosas digámosla como
son. Porque ya todo está a la vista, excepto para los ciegos que guían a otros
ciegos (Mt. 15,14).
Mario Benedetti, en efecto, fue un hombre de letras de nacionalidad uruguaya
(1920-2009), dedicado en forma activa y perseverante a la militancia comunista,
a la propaganda revolucionaria sistemática y,lo que es más grave, a participar
de las acciones de la agrupación terrorista Tupamaros, cuyos
guerrilleros, principalmente en la larga década de 1970, cometieron un sinfín
de asesinatos a mansalva. Todo; absolutamente todo en el perfil ideológico de
Benedetti, delata al enemigo declarado de la civilización cristiana. Y todo en
su perfil humano y creativo hace patente a un alma visceralmente odiadora de la
Iglesia y de su Magisterio Tradicional. Su poema “Si Dios fuera una mujer”
constata incluso, que los terrenos de la blasfemia y del sacrilegio tampoco le
estuvieron vedados. Es más; él mismo llamó a tamaña toma de posición una
“venturosa, espléndida, imposible, prodigiosa blasfemia”.
El poema elegido por Francisco para ilustrar la fecundidad ampliada a
la que puede y debe llegar un matrimonio cristiano para llenarse de una
nueva luz es, redondamente, un himno marxista, musicalizado y cantado
por todas las voces de las izquierdas americanas y españolas. Un himno
emblemático, repetido por todos los multimedios, machacado, reiterado, difundido
hasta el hartazgo y la náusea; sin que faltaran incluso las apropiaciones
lésbicas de la letra y del contenido; ya que, completo, el engendro sostiene:
“y porque amor no es aureola/ ni cándida moraleja/ y porque somos pareja/ que
sabe que no está sola”. ¿Esta es la nueva luz de la fecundidad ampliada
propuesta como programa e ideario para los matrimonios católicos? ¿Esta es la
nueva luz que encenderán y portarán como antorcha cuando se aboquen al
cumplimiento de sus deberes sociales? ¿Esta es la nueva luz que surgirá entre
ellos y de ellos, cuando vuelquen su potencial germinativo y fundante en los
quehaceres cívicos de la patria y del orbe?
Los matrimonios católicos –y sobre todo aquellos que no hemos permanecido
indiferentes a los compromisos con las legítimas y justicieras luchas
patrióticas- nos sentimos ofendidos con esta ruin poesía que destruye, vulgar
panfleto libertario y socialista, que solicita una justicia, una rebelión y un
pueblo absolutamente identificados con el programa del enemigo. Nos sentimos
ofendidos, y el vejamen duele hondo, sabiendo que quien debería darnos “la
leche pura de la palabra espiritual”, nos entrega la “leche adulterada” (1
Ped.2,2).
Francisco no puede ignorar el modelo de fecundidad ampliada que les está
propiciando a los cristianos con estas rimas insidiosas. Tampoco puede ignorar,
pero lo hace, que el catolicismo es pródigo en cánticos de amor conyugal, dadivoso
y fértil en altos romanceros y cancioneros de hombres y de mujeres entrelazados
nupcialmente en el campo del honor, espléndido en poemarios que exaltan la
unión de los esposos que marchan juntos al combate, radiante e inmenso en su
antología de versos que laudan la verdadera luz de Cristo, por la que
caballeros y damas asaltaron murallas en defensa de la Cruz. No puede ignorar
incluso que aquí, en el Rio de la Plata, familias enteras fueron diezmadas por
el odio castrista de los seguidores de Benedetti; y que en muchos de esos
casos, las esposas de nuestros soldados se hicieron acreedoras del encomio
quevediano:
“Hilaba la mujer para su esposo
la mortaja primero que el vestido;
menos le vio galán que peligroso.
Acompañaba el lado del marido
más veces en la hueste que en la cama;
sano le aventuró, vengóle herido”.
No; la nueva luz de la fecundidad ampliada, para quienes se aman
sacramentalmente y se abocan al compromiso social y político, no se enciende en
la hoguera roja de la rebelión marxista, sino en el cirio vivo del Madero
Reverberante y Transfigurador. Entonces el esposo no le dice a la amada que es
sucómplice, sino “hueso de mis huesos” (Gen.2, 23). No elogia sus manos
porque trabajan por una justicia homicida y rencorosa, sino porque corren por
ellas “las gotas de mirra”, vestigios del Amado (Cant.5,5). Ni cree que juntos
sean mucho más que dos, sino “una sola carne” (Gen. 2,24).
Envío
“La ausencia de memoria histórica –dice la Amoris Laetitia- es un
serio defecto de nuestra sociedad. Es la mentalidad inmadura del «ya fue».
Conocer y poder tomar posición frente a los acontecimientos pasados es la única
posibilidad de construir un futuro con sentido. No se puede educar sin memoria”
(193).
Pues bien; no era ni es la poesía que destruye la que nos habilita o alecciona
a poner en práctica esta fecundidad ampliada, tan necesaria y tan legítima para
los matrimonios católicos, hayan podido o no traer hijos al mundo. Es la
memoria veraz y fiel de los hechos y de los personajes paradigmáticos. Es el recuerdo
vivo, real y vigente de esas casas fundadas sobre piedra, con el padre por
cabeza, la madre por sostén y los hijos como linaje. A ellos el homenaje austero
de estas líneas finales.
A las familias vandeanas, perseguidas como bandidos y sostenidas sólo por el
amor irrefragable al Corazón de Jesús. A las familias cristeras, derramando su
sangre por los altos de Jalisco, con el Viva Cristo Rey en cada labio. A las
familias hispánicas, alistadas en la reconquista, contra moros, judíos y rojos,
según pasaron los siglos. A las familias argentinas, a las que les tocó
prolongar en suelo americano la resistencia y la cruzada contra los enemigos de
Dios. A las familias de todos los tiempos y de todos los espacios –benditas
coordenadas en el plan del Creador- sin olvidarnos del más remoto de los años
ni del más pequeño de los paisajes terrenos. Cuándo hayan sido y dónde hayan
sido sus testimonios, no los olvidemos y les demos gracia, con el brazo alzado
y la mirada limpia.
A ninguno de estos personajes ejemplares, de carne y hueso, que recorren la
historia toda de la Cristiandad, se les cruzó por la cabeza lo que sostiene
esta desdichada Exhortación, según la cual, “hemos presentado un ideal
teológico del matrimonio demasiado abstracto, casi artificiosamente construido,
lejano de la situación concreta y de las posibilidades efectivas de las
familias reales” (36). Precisamente amaban al sacramento del matrimonio por lo
que tenía de ideal teológico; y precisamente pudieron sus integrantes ser
fecundos, en hijos y en servicios, en descendencia y en obligaciones sociales y
políticas, porque encarnaron ese ideal teológico y le fueron fieles.
Coplas existen, y no son de poetastros menores, en las que se narran aquellos
heráldicos casos de esposos dados por muertos en las lides medievales, y que
vuelven un día, inesperada y milagrosamente, después de añares infinitos, para
encontrarse con la fidelidad intacta de la esposa; tan intacta como su
esperanza y su presentimiento del regreso, razones por las cuales no había vuelto
ella a casarse, ni él a conocer tálamo alguno.
En la iglesia franciscana de Nancy, una lámina mortuoria ha inmortalizado este
gesto de recíproca observancia marital. Es la que recuerda a Hugo I de
Vaudemont y a su esposa Ana, íntimamente abrazados, después de diecisiete años
sin verse. Él retorna de las Cruzadas. Ella lo aguardaba firme y devota como si
hubiera partido anoche. Él y ella son dos creaturas católicas, con un ideal
teológico, que no les pareció en absoluto demasiado abstracto. Por el contrario;
llevaba la gravitación de la carne, el impulso de la materia consagrada, el
dinamismo y la fuerza, el arrebato y el entusiasmo de todas las fibras
crispadas que laten al unísono entre dos bautizados que se aman. Fueron
concavidades y convexidades que se necesitaban la una a la otra, hasta que la
muerte los separe. Que lo diga mejor Gerardo Diego:
“Quisiera ser convexo
para tu mano cóncava.
Y como un tronco hueco
para acogerte en mi regazo
y darte sombra y sueño.
Suave y horizontal e interminable
para la huella alterna y presurosa
de tu pie izquierdo
y de tu pie derecho.
Ser de todas las formas
como agua siempre a gusto en cualquier vaso
siempre abrazándote por dentro.
Y también como vaso
para abrazar por fuera al mismo tiempo.
Como el agua hecha vaso
tu confín - dentro y fuera - siempre exacto”.
Antonio Caponnetto