De uno de nuestros
lectores no ha llegado este interesante artículo, al cumplirse el año de
pontificado de Francisco, artículo de un desconocido autor para nosotros, pero
no por eso deja de sernos interesante para publicarlo en nuestro blog. Artículo
dividido en tres partes, que iremos publicando a continuación. Aquí, la primera
parte.
Un año del pontificado, una
desoladora realidad
Buenos días a todos. Mañana se cumplirá un año de la elección del cardenal
Bergoglio al sumo pontificado. Año insólito por donde se lo mire y que
parecería haberse prolongado una eternidad, considerando los innumerables
dichos y hechos de nítido sesgo revolucionario que Francisco no ha dejado de
perpetrar ni tan siquiera un sólo día desde aquel inaudito buona sera del miércoles 13 de marzo de 2013 pronunciado desde la loggia de San Pedro, saludo profano de alta
carga simbólica, a partir del cual el transcurso del tiempo apenas si ha
logrado resistir al frenesí y al vértigo bergoglianos. Acción incesante y
palabra incontinente, estruendosas y confusas, semejantes al torrente en la
cascada, devorado por la fuerza del vacío que lo aspira irresistiblemente, en
un torbellino en el que ya nada puede percibirse con nitidez ni escapar al
caudal mortífero que todo lo succiona. Largos estudios teológicos merecerían
sus dudosas empresas, conducidos por la pluma talentosa y erudita de algún
apologeta de fuste, que quizás la Divina Providencia se dignará en su
misericordia infinita a enviarnos, para esclarecer nuestras aletargadas
inteligencias con sus luminosas enseñanzas. A la espera de que ello ocurra, me
atrevo a hacer público este modesto artículo, en el que he intentado suplir con
trabajo serio y minucioso la escasez de talento y compensar una ciencia exigua
con el amor incondicional y sin reservas por la verdad ultrajada. Los saludo
muy cordialmente.
Alejandro Sosa Laprida
1.- El extraño pontificado del Papa
Francisco. 02/02/14.
Como católico, verme en conciencia obligado a emitir críticas hacia el papa me
resulta sumamente doloroso. Y la verdad es que sería muy feliz si la situación
de la Iglesia fuese normal y no encontrase por consiguiente ningún motivo para
formularlas. Desafortunadamente, nos hallamos confrontados al hecho
incontestable de que Francisco, en apenas un año de pontificado, ha realizado
incontables gestos atípicos y ha efectuado un sinnúmero de declaraciones
novedosas y por demás preocupantes. Los hechos en cuestión son tan abundantes
que no resulta posible tratarlos todos en el marco necesariamente restringido
de este artículo. A la vez, no es tarea sencilla limitarse a escoger sólo
algunos de ellos, ya que todos son portadores de una carga simbólica que los
vuelve inauditos a la mirada del observador atento y sintomático de una
situación eclesial sin precedentes en la historia. Tras ardua reflexión,
he retenido cinco que me parecen ser los mejores indicadores de la tonalidad
general que es posible observar en este nuevo pontificado.
Esos hechos se agrupan en cinco temas diferentes: el islam, el judaísmo, la
laicidad, el homosexualismo y la masonería. Tras haberlos expuestos
en ese orden, intentado hacer ver en qué medida son indicadores de una
inquietante anomalía en el ejercicio del magisterio y de la pastoral
eclesiales, expondré de manera más sucinta otra serie de dichos y hechos que
permitirán ilustrar aún más, si acaso fuera posible, la heterodoxia radical que
trasuntan los principios y la praxis bergoglianos. Finalmente, suministraré una
serie de enlaces a artículos de prensa en los que el lector podrá verificar la
exactitud de los hechos referidos en el cuerpo del artículo.
1. La cuestión del islam.
El 10 de julio de 2013 Francisco envió a los musulmanes de todo el mundo un
mensaje de felicitaciones por el fin del ramadán. Debemos precisar que se trata
de un gesto que jamás se había producido en la Iglesia Católica antes
del Concilio Vaticano II. Y debemos añadir que ningún papa había dirigido
semejantes saludos a los mahometanos antes del pontificado de Francisco. La
razón es muy sencilla, y por cierto manifiesta para cualquier católico que no
haya perdido completamente el sensus
fidei: los actos de las otras religiones carecen de valor sobrenatural y,
objetivamente considerados, no pueden sino alejar a sus adeptos del único
camino de salvación: Nuestro Señor Jesucristo. ¿Cómo no estremecerse de espanto
al escuchar a Francisco decir a los adoradores de «allah» que «estamos llamados
a respetar la religión del otro, sus enseñanzas, sus símbolos y sus valores»?
Es imposible dejar de comprobar la distancia insalvable que existe entre esta
declaración y lo que nos enseñan los Hechos de los Apóstoles y las epístolas de
San Pablo… Que se deba respetar a las personas que se encuentran en los falsos
cultos, eso cae de su peso y nadie lo discute, pero que se promueva el respeto
de falsas creencias que niegan la Santa Trinidad de las Personas
Divinas y la Encarnación del Verbo de Dios es algo insostenible desde el punto
de vista del magisterio eclesiástico y de la revelación divina. Sin embargo, es
menester reconocer que en este punto no se puede tildar a Francisco de
innovador, ya que no hace más que continuar con la línea revolucionaria
introducida por el Concilio Vaticano II, el cual pretende, en la
declaración Nostra Aetate acerca
de la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas (hinduísmo,
budismo, islam y judaísmo) que «la Iglesia Católica no rechaza nada de lo que
es verdadero y santo (!!!) en esas religiones. Considera con un sincero respeto
esas maneras de obrar y de vivir, esas reglas y esas doctrinas (…) Exhorta a
sus hijos para que (…) a través del diálogo y la colaboración (!!!) con los
adeptos de otras religiones (…) reconozcan, preserven y hagan progresar los
valores espirituales, morales y socio-culturales que se encuentran en ellos.»
Palabras que provocan estupor, ya que es algo palmariamente absurdo pretender
que se deba «colaborar» con gente que trabaja activamente para instaurar
creencias y a menudo costumbres que son contrarias a las del Evangelio. ¿Cómo
no ver en ese «diálogo» tan mentado una profunda desnaturalización de la única
actitud evangélica, que es la de anunciar al mundo la Buena Nueva de
Jesucristo, quien nos ha dicho sin ambages lo que nos corresponde hacer como
discípulos: «Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra.
Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñadles a observar todo cuanto
os he mandado» (Mt. 28, 18-20). Esta noción de «diálogo» con las demás
religiones carece de todo fundamento bíblico, patrístico y magisterial y de
hecho no es sino una impostura tendiente a desvirtuar el auténtico espíritu
misionero, que consiste en anunciar a los hombres la salvación en Jesucristo, y
de ninguna manera en un utópico « diálogo » entre interlocutores situados en
pie de igualdad, enriqueciéndose recíprocamente y pretendiendo buscar
juntos la verdad. Esa pastoral conciliar innovadora fundada en un
«diálogo» inscripto en un contexto de «legítimo pluralismo», de «respeto» hacia
las religiones falsas y de «colaboración» con los infieles no es más que una
pérfida celada tendida por el enemigo del género humano para neutralizar la
obra redentora de la Iglesia. A ese respecto, baste con citar la
única situación de auténtico «diálogo» que nos relatan las escrituras, y lo que
es más, justo al comienzo, a fin de estar definitivamente alertados acerca de
su carácter intrínsecamente viciado: se trata del «diálogo» al cual se prestó
Eva en el jardín del Edén con la serpiente y que habría de desembocar en la
caída del género humano (Gn. 3, 1-6). Se podría dar una lista interminable de
citaciones del Nuevo Testamento, de los Santos Padres y del magisterio de la
Iglesia para refutar la patraña según la cual los falsos cultos deben ser
objeto de un «respeto sincero» hacia sus «maneras de obrar y de vivir, sus
reglas y sus doctrinas» y para probar que, a diferencia de las personas que los
profesan y que naturalmente deben ser objeto de nuestro respeto, de nuestra
caridad y de nuestra misericordia, de ningún modo las falsas doctrinas
religiosas merecen «respeto», que en dichas religiones no se encuentra ningún
elemento de «santidad» y que los elementos de verdad que puedan contener están
subordinados al servicio del error. Se debe reconocer que Francisco es
perfectamente coherente en su mensaje con lo que el documento conciliar dice
acerca de los musulmanes, a saber, que «la Iglesia mira también con estima a
los musulmanes, que adoran al único Dios, viviente y subsistente,
misericordioso y todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, que ha hablado
a los hombres y que procuran someterse con toda su alma a los decretos de
Dios». Ahora bien, cualquiera sea la sinceridad de los mahometanos en la
creencia y en la práctica de su religión, no por ello es menos falso sostener
que «adoran al único Dios», «que ha hablado a los hombres» y que « buscan
someterse a los decretos de Dios», por la sencilla razón de que «allah» no es
el Dios verdadero, que Dios no ha hablado a los hombres a través del Corán y
que sus decretos no son los del islam. Se trata de un lenguaje inédito en la
historia de la Iglesia y que contradice veinte siglos de magisterio y de
pastoral eclesiales. Esa práctica heterodoxa ha conducido a los múltiples
encuentros inter-religiosos de Asís, en donde se ha alentado a los miembros de
los diferentes cultos idolátricos a rezar a sus «divinidades» para obtener «la
paz en el mundo». Falsa paz, naturalmente, puesto que se persigue injuriando al
único Señor de la Paz y Redentor del género humano, al igual que a su Iglesia,
única Arca de Salvación. Y esta engañosa noción de « diálogo » ha conducido igualmente
a los últimos pontífices a mezquitas, sinagogas y templos protestantes en los
que, por el gesto y la palabra, han puesto de relieve esos falsos cultos y no
han vacilado en denigrar públicamente a la Iglesia de Dios criticando la
actitud « intolerante » de la que Ella habría dado muestras en el
pasado hacia ellos. Un ejemplo reciente de esta nueva mentalidad ecuménica
malsana, sincretista y relativista, condenada solemnemente por Pío XI en su
encíclica Mortalium Animos de 1928 :
El 19 de enero, con motivo de la Jornada mundial de los migrantes y de los
refugiados, Francisco se dirigió a un centenar de jóvenes refugiados en una
sala de la parroquia del Sagrado Corazón, en Roma, diciéndoles que es necesario
compartir la experiencia del sufrimiento, para luego añadir: «que los que son
cristianos lo hagan con la Biblia y que los que son musulmanes lo hagan con el
Corán (!!!) La fe que vuestros padres os han inculcado os ayudará siempre a
avanzar.» Esta nueva praxis conciliar es lisa y llanamente escandalosa, por un
doble motivo: por un lado, mina la fe de los fieles confrontados a esas falsas
religiones valorizadas por sus pastores; por otro lado, socava las
posibilidades de conversión de los infieles, quienes se ven confortados en sus
errores precisamente por aquellos que deberían ayudarlos a librarse de ellos
anunciándoles la Buena Nueva de la salvación, recibida de Aquel que
dijera ser «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn. 14, 6).
2. La cuestión del judaísmo.
La primera carta oficial de Francisco, enviada el mismo día de su elección, fue
dirigida al gran rabino de Roma. Hecho por demás sorprendente. La primera carta
de su pontificado ¡enviada a los judíos! Acaso esta decisión habrá obedecido a
un imperativo evangelizador apremiante, a saber, una proclamación inequívoca
del Evangelio, destinada a curarlos de su tremenda ceguera espiritual, una
solemne invitación a que reconozcan por fin a Jesús de Nazareth como a su
Mesías y Salvador… Pues nada de eso. Francisco evoca la «protección del
Altísimo», fórmula convencional y vacía de contenido, destinada a ocultar las
divergencias teológicas insalvables que separan a la Iglesia de la Sinagoga,
para que sus relaciones avancen «en un espíritu de ayuda mutua y al servicio de
un mundo cada vez más en armonía con la voluntad de su Creador.» Hay dos
preguntas que un lector prevenido no puede dejar de formularse. La primera es
la siguiente: ¿Cómo puede concebirse una «ayuda mutua» con un enemigo que no
tiene sino un objetivo en mente, a saber, la desaparición del cristianismo, y
esto desde hace casi dos mil años? ¿En qué cabeza puede caber el absurdo según
el cual los judíos desearían «ayudar» a la Iglesia, fundada según ellos por
un impostor, por un falso mesías, el cual constituye el principal obstáculo al
advenimiento del que ellos aguardan, y a propósito del cual Nuestro Señor les
advirtió: «Yo he venido en nombre de mi Padre y vosotros no me habéis recibido;
otro vendrá en su nombre y vosotros lo recibiréis» (Jn., 5, 43). Terrible
profecía que San Jerónimo comenta diciendo que « los judíos, tras haber
despreciado la verdad en persona, aceptarán la mentira aceptando al Anticristo»
(Epist. 151, ad Algasiam, quest. II) y San Ambrosio que «eso muestra que los
judíos, quienes no quisieron creer en Jesucristo, creerán en el Anticristo» (in
Psalmo XLIII). Ahora que el obstáculo político encarnado por la Cristiandad ha
sido suprimido por la oleada revolucionaria asistimos a la supresión progresiva
del obstáculo religioso, a saber, el papado, alcanzado desde hace más de cincuenta
años por el virus de la modernidad revolucionaria. Ese obstáculo a la
manifestación del «hombre de iniquidad», ese misterioso katejon del que habla San Pablo (2 Tes. 2,7), que retarda su venida
y que no es otro que el poder espiritual romano, es decir, el papado, según la
tradición exegética. Es tan sólo cuando ese obstáculo haya sido removido que
«se revelará el impío» (2 Tes. 2, 8). La penetración de las ideas
revolucionarias en Roma no es en absoluto una cuestión de fantasías
complotistas ni el resultado de una imaginación desbocada: quienes trabajaron
activamente para realizar el aggiornamento
de la Iglesia, esto es, con miras a su adaptación al mundo moderno, lo que ha
sido el objetivo principal del Concilio Vaticano II, su «línea directora»
(Pablo VI, Ecclesiam Suam, 1964,
n°52), no tienen empacho en admitirlo. Así el cardenal Suenens no se anduvo con
rodeos: «Vaticano II, es 1789 en la Iglesia» (citado por Mons. Lefebvre, Ils l’ont découronné, Clovis, 2009, p.
10), aseveró quien fuera una de las figuras más relevantes del último concilio
y uno de los cuatro moderadores nombrados por Pablo VI. El padre Ives Congar
(o.p.), nombrado por Juan XXIII en 1960 consultor de la Comisión Teológica
Preparatoria y luego, en 1962, experto oficial en el concilio, en el cual
fuera también miembro de la citada Comisión Teológica, ha sido sin duda
alguna el teólogo más influyente de la asamblea conciliar, junto al jesuita
Karl Rahner. El famoso dominico declaró, refiriéndose a la colegialidad
episcopal, que en el Concilio «la Iglesia había efectuado pacíficamente su
Revolución de Octubre» (Vatican II. Le
concile au jour le jour, deuxième session, Cerf, p. 115), reconoció
que la declaración Dignitatis
Humanae sobre la libertad religiosa dice « materialmente otra cosa que
el Syllabus de 1864, incluso aproximadamente lo contrario » (La crise dans l’Eglise et Mgr. Lefebvre,
Cerf, 1976, p. 51) y admitió que en ese texto, en el cual había trabajado, «se
trataba de mostrar que el tema de la libertad religiosa se hallaba presente
en la Escritura. Pero no lo estaba» (Eric Vatré, La droite du Père, Guy Trédaniel Editeur, 1995, p. 118). Y según el
cardenal Ratzinger «el problema del concilio fue el de asimilar los mejores
valores de dos siglos de cultura liberal. Son valores que, aunque surgidos
fuera de la Iglesia, pueden hallar un sitio –purificados y corregidos- en su
visión del mundo y eso es lo que sucedió» (Jesus, nov. 1984, p. 72), quien
tampoco vacila en afirmar, a propósito de la constitución pastoral Gaudium et
Spes sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo moderno, que se puede
considerar ese texto como un «anti-Syllabus, en la medida en que representa un
intento de reconciliación de la Iglesia con el mundo tal cual se ha vuelto
desde 1789» (Les principes de la théologie
catholique, Téqui, 1987, p. 427). La segunda pregunta que se plantea a
propósito de la carta enviada por Francisco al gran rabino de Roma es la
siguiente: ¿Cómo puede concebirse que una religión falsa (el judaísmo
talmúdico, corrupción del judaísmo veterotestamentario), estructurada en base
al rechazo, a la condena y al odio de Jesucristo, pueda estar «al servicio de
un mundo cada día más en armonía con la voluntad del Creador»? Tamaño absurdo
exime de comentarios… Mas se encuentra naturalmente en perfecta consonancia con
la modificación de la plegaria por los judíos del Viernes Santo, que Juan XXIII
se apresuró a efectuar en marzo de 1959, apenas cuatro meses después de su
elección, suprimiendo los términos «perfidis» y «perfidiam» aplicados a los judíos,
y que sería luego suprimida definitivamente del nuevo misal aprobado por Pablo
VI en abril de 1969 y promulgado en 1970. He aquí la nueva plegaria que en él
figura: «Oremos por los judíos, a quienes Dios habló en primer lugar: que
progresen en el amor de su Nombre y en la fidelidad a su Alianza.» Plegaria a
propósito de la cual cabría efectuar varias observaciones:
1. No se menciona
la necesidad de su conversión a Jesucristo.
2. El término
«alianza» insinúa que la «antigua» aún tendría vigor.
3. Todo «progreso» en el
amor de alguien implica un amor ya presente; ahora bien, ¿cómo podrían
«progresar» en el amor del Padre si niegan al Hijo?
4. ¿Y cómo podrían
«progresar» en la «fidelidad a su alianza» si se obstinan en rechazar a
Jesucristo, sacerdote perfecto y cordero sin tacha, que ha sellado una Nueva
Alianza entre Dios y los hombres al inmolarse en la Cruz?
La conclusión cae
de su peso: nos encontramos ante una nueva teología que marca una ruptura de
fondo con la que había tenido curso en la Iglesia desde sus orígenes hasta
Vaticano II y que la antigua plegaria por la conversión de los judíos,
eliminada de la liturgia latina, expresaba de manera luminosa: «Oremos
igualmente por los judíos, que no han querido creer (perfidis judaeis), a fin de que Dios nuestro Señor quite el velo de
sus corazones y que conozcan, ellos también, a Jesucristo nuestro Señor (…)
Dios eterno y todopoderoso, que no rehúsas tampoco tu misericordia a la
infidelidad judía (judaicam perfidiam),
escucha las oraciones que te dirigimos por este pueblo enceguecido; haz que
conozcan la luz de la verdad, que es Jesucristo, para que sean liberados de sus
tinieblas». El contraste con la nueva plegaria es pasmoso, tanto como lo es con
el discurso de Juan Pablo II en la sinagoga de Roma en abril de 1986, en el
cual alaba la «legítima pluralidad religiosa » y afirma que hay que esforzarse
en «suprimir toda forma de prejuicio (…) a fin de presentar la verdadera cara
de los judíos y del judaísmo». «Prejuicio» que la antigua plegaria del Viernes
Santo expresaba de manera cabal, lo que explica ciertamente su desaparición de
la nueva liturgia… Pero no se puede negar que esto sea harto problemático, pues
según reza el célebre adagio del siglo V atribuido al papa San Celestino I: lex orandi, lex credendi, la ley de la
oración determina la ley de la creencia, es decir que, modificando el contenido
de la oración, puede modificarse a la vez el contenido de la Fe. Y lo
acontecido en el siglo XVI a raíz de las innovaciones litúrgicas de Lutero en Alemania
y de Cranmer en Inglaterra basta para demostrarlo. Desgraciadamente, el
episodio de la carta enviada por Francisco al rabino de Roma en el día de su
elección no habría de quedar en eso. En efecto, doce días más tarde Francisco
reincidió enviando una segunda carta al rabino, esta vez con motivo de la
pascua judía, dirigiéndole sus «felicitaciones más fervientes por la gran
fiesta de Pesaj». Lo que no deja de
suscitar una pregunta insoslayable: desde una perspectiva católica, ¿cuál puede
ser la naturaleza de esas « felicitaciones » con motivo de una celebración en
la que se ultraja a Jesucristo, único y verdadero Cordero Pascual inmolado en
la Cruz en redención de nuestros pecados ? Porque tales « felicitaciones » no
pueden sino confortar a los judíos en su ceguera espiritual y por tanto
mantenerlos alejados de su Mesías y Salvador, lo cual es cuando menos
paradójico viniendo de parte de un soberano pontífice… El cual prosigue
diciendo: «Que el Todopoderoso que liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto
para conducirlo hacia la tierra prometida continúe liberándolos de todo mal y
acompañándolos de su bendición». Palabras embarazosas en grado sumo, dado que
manifiestamente Dios no los ha liberado aún de todo mal, puesto que no existe
mal mayor que el de ser considerados «enemigos del Evangelio» (Rom. 11, 28) y
formar parte de la «Sinagoga de Satán» (Ap. 3, 9) ¿Cómo concebir que
Dios pueda continuar «acompañándolos de su bendición», cuando ellos continúan
rechazando con obstinación a Aquel que Él ha enviado? Deseo precisar aquí, para
evitar cualquier tipo de malentendido, que de ningún modo ataco a los judíos de
manera personal, ya que no me caben dudas de que los hay excelentes personas y
que profesan sus creencias con toda buena fe. Al referirme a los judíos
entiendo situarme en el plano de los principios teológicos, el único que es
pertinente en esta cuestión. Y en ese terreno se comprueba una enemistad
irreductible entre la Iglesia, que busca establecer el reino de Jesucristo en
la sociedad, y el judaísmo talmúdico, el cual, habiéndose estructurado en
oposición a Jesucristo y a la Iglesia, busca obstaculizar su misión
evangelizadora, en total coherencia con su teología, que no le permite ver en
Jesús de Nazareth más que a un impostor y a un blasfemador, a un falso mesías
que impide la venida del verdadero, el que ellos aguardan ansiosamente con
vistas a restaurar del reino de Israel y a regir las naciones desde Jerusalén
convertida en la capital de su reino mesiánico mundial. No se trata pues en
absoluto de «racismo» ni de un pretendido «antisemitismo» conceptualmente
absurdo, según la raída cantinela que no cesan de entonar cuando alguien se
atreve a abordar el tema, al unísono y a voz en cuello, los creadores de
opinión mediáticos, auténtica policía ideológica del sistema mundialista, para
desviar la atención del verdadero problema que plantea el judaísmo talmúdico y
sionista, cuya índole es estrictamente teológica, aunque de él se sigan
necesariamente consecuencias políticas, económicas y culturales. Hecha esta
aclaración, volvamos a la carta de Francisco, quien concluye diciendo: «Les
pido que recen por mí, y les garantizo mi oración por ustedes, con la confianza
de poder profundizar los lazos de estima y de amistad recíproca». Nos es
forzoso constatar que aquí llegamos al colmo en el ámbito de lo absurdo. En
efecto, ¿cómo es posible imaginar que la oración de quienes están, según San
Juan, bajo el imperio de Satán, podría ser atendida por Dios? Y en buena
lógica, si los judíos aceptaran rezar por el papa, cosa inimaginable
considerando que su misión se opone diametralmente a la suya, se verían
obligados a pedir su apostasía del cristianismo y su conversión al judaísmo. Es
decir que Francisco implícitamente les estaría pidiendo nada menos que rezaran por
él para que pudiera rechazar a Cristo, ¡tal como lo hacen ellos! A decir
verdad, si esta cuestión no revistiese una gravedad inaudita, estaríamos ante
un gag desopilante por sus incongruentes y grotescas implicaciones. Y esto sin
mencionar los lazos de «amistad recíproca» que Francisco evoca al final de su
mensaje, ya que la incoherencia de esta expresión no es menos flagrante que la
de la anterior.
Expliquémonos: Un
amigo es un alter ego, un otro yo, de lo que se sigue que la verdadera amistad
no es viable si los amigos no poseen una correspondencia de pensamientos, de
sentimientos y de objetivos que vuelva posible la comunión de las almas. Ahora
bien, los pensamientos y la acción de la Iglesia y de la Sinagoga son, como ya
lo hemos dicho, diametralmente opuestos, sus proyectos son incompatibles, la
oposición que existe entre ellas es radical, de suerte que, hasta tanto los
judíos no hayan aceptado a Cristo como a su Mesías y Salvador, la enemistad
entre ambas permanecerá irreductible, por razones teológicas evidentes, del
mismo modo que lo son la luz y las tinieblas, Dios y Satán, Cristo y el
Anticristo… Con este tipo de deseos entramos de plano en el terreno de la
utopía, de la sensiblería humanista, de la negación de la realidad y,
sobretodo, en la falsificación del lenguaje y en la perversión de los
conceptos: nos encontramos de lleno en la esfera de la ilusión, de la
manipulación intelectual y de la mentira. Mentira de la cual sabemos
fehacientemente quien es el padre… Monseñor Jorge Mario Bergoglio, cuando era
arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado de la Argentina, tenía ya la muy
peculiar costumbre de acudir regularmente a sinagogas para participar en
encuentros ecuménicos, el último de los cuales no remonta más allá del 12 de
diciembre de 2012, apenas tres meses antes de su elección pontifical, con
motivo de la celebración de Hanukkah,
la fiesta de las luces, en la cual se enciende cada tarde una vela en un
candelabro de nueve brazos durante ocho días consecutivos, liturgia cuyo
significado es, desde un punto de vista espiritual, la expansión del culto
judío. El cardenal Bergoglio participó activamente en la ceremonia del quinto
día, encendiendo la vela correspondiente. De más está decir que evento
semejante no se había producido jamás en la historia de la Iglesia.
Y que constituye un hecho altamente perturbador. Aunque no menos
inquietante resulta ser el hecho de que este tipo de gestos escandalosos pasen
completamente desapercibidos para la inmensa mayoría de los católicos,
profundamente aletargados, imbuidos hasta la médula del pensamiento
revolucionario que socava la Fe y debilita el sensus fidei de los creyentes, compenetrados de la ideología
pluralista, humanista, ecuménica, democrática y derecho-humanista que sus
pastores les inculcan sin cesar desde hace más de medio siglo, ideología que es
totalmente extranjera al depósito de la Revelación y que se ha vuelto el
leitmotiv de los discursos oficiales de la jerarquía eclesiástica desde
Vaticano II. Para concluir este apartado, he aquí un pequeño extracto de lo que
Francisco decía a los judíos en otra sinagoga de Buenos Aires, Bnei Tikva
Slijot, en septiembre de 2007, durante su participación a la ceremonia de Rosh Hashanah, el año nuevo hebreo:
«Hoy, en esta sinagoga, tomamos nuevamente conciencia de ser pueblo en camino
(???) y nos ponemos en presencia de Dios. Hacemos un alto en nuestro camino
para mirar a Dios y dejarnos contemplar por El». ¿Qué interpretación podrá
atribuirse al «nosotros» empleado por Francisco? ¿Qué realidad querrá designar
utilizando la palabra «Dios»? En todo caso, habida cuenta del contexto, no
podría designar a Dios Padre, pues sino está claro que los judíos no
rechazarían al Hijo. En efecto, Nuestro Señor les dijo: «Si Dios fuese vuestro
Padre, me amaríais, porque es de Dios que he salido y que vengo (…) Vosotros
tenéis por padre al Demonio, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre (…)
El que es de Dios escucha las palabras de Dios. Vosotros no escucháis porque no
sois de Dios» (Jn. 8, 42-47). Hecho de lo más sorprendente, durante su extenso
discurso pronunciado en esa sinagoga de la capital argentina, quien en ese
entonces no era «sino» Monseñor Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos
Aires y cardenal primado de la Argentina, no se dignó a pronunciar ni siquiera una
vez el Santo Nombre de Jesús…
3. Francisco y la laicidad del Estado.
Ante todo, es menester tener presente en qué consiste el llamado principio de
laicidad: se trata de la piedra angular del pensamiento iluminista, por el cual
Dios es excluido de la esfera pública y el Estado es emancipado de la
revelación divina y del magisterio eclesiástico en el ejercicio de sus
funciones, quedando así habilitado para actuar de manera totalitaria, al
negarse a admitir toda instancia moral superior capaz de esclarecerlo
intelectualmente y de orientarlo moralmente en su acción, ya se trate de la ley
natural, de la ley divina o de la ley eclesiástica. El Estado moderno se
concibe a sí mismo como absolutamente desligado de cualquier tipo de
trascendencia espiritual o ética a la cual someterse en aras de establecer y de
conservar su legitimidad. De este modo, el Estado liberal no reconoce otra
legitimidad como no sea la emanada de la llamada voluntad general y que, por
ende, se funda únicamente en la ley positiva que los hombres se dan a sí
mismos. La separación de la Iglesia y del Estado es el resultado lógico de este
principio, por el cual se exonera a la sociedad políticamente organizada de
rendir a Dios el culto público que le es debido, de respetar la ley divina en su
legislación y de someterse a la enseñanza de la Iglesia en materia de fe y de
moral. Esta supuesta independencia del poder temporal respecto al poder
espiritual no debe confundirse con la legítima autonomía de la cual la sociedad
civil goza en relación a la autoridad religiosa en su propio ámbito de acción,
esto es, en la búsqueda del bien común temporal, el cual a su vez se haya
ordenado a la del bien común sobrenatural, a saber, la salvación de las almas.
Esta es la doctrina católica tradicional de la distinción de los poderes
espiritual y temporal y de la subordinación indirecta de éste respecto de
aquél. La laicidad conculca el orden natural existente entre ambos poderes y
erige al Estado en poder absoluto, transformándolo así en una maquinaria de guerra
con vistas a la descristianización de las instituciones, de las leyes y de la
sociedad en su conjunto. El gran artesano de la pretendida neutralidad religiosa
del Estado es la francmasonería, enemigo jurado de la civilización cristiana.
Dicha neutralidad no es más que una superchería, dado que el poder temporal es
incapaz de prescindir de una instancia espiritual de orden superior que le
brinde los principios morales que reglan su actividad. El Estado laico no es
neutro sino en apariencia, puesto que recibe sus principios orientadores en
materia espiritual y moral de esa contra-iglesia que es la francmasonería: «La
laicidad es la piedra preciosa de la libertad. La piedra nos
pertenece a nosotros, masones. La recibimos en bruto, la tallamos progresivamente
y nos es preciosa porque nos servirá para edificar el templo ideal, el futuro
dichoso del hombre del cual deseamos que ella sea el único señor» (La laïcité: 1905-2005, Edimaf, 2005, p.
117, publicado por el Gran Oriente de Francia en conmemoración del centenario
de la ley de separación de la Iglesia y del Estado de 1905.). Habiendo
efectuado este recordatorio básico, sin el cual se pueden perder de vista las
implicancias cruciales que conlleva este asunto, examinemos la posición de
Francisco al respecto. En un discurso dirigido a la clase dirigente brasilera
el 27 de julio, durante el transcurso de las Jornadas Mundiales de la Juventud,
celebradas en Río de Janeiro, Francisco realizó un elogio entusiasta de la
laicidad y del pluralismo religioso, a punto tal de regocijarse por la función
social desempeñada por las «grandes tradiciones religiosas, que ejercen un
papel fecundo de levadura en la vida social y de animación de la democracia. »
Para continuar diciendo que «la laicidad del Estado (…) sin asumir como propia
ninguna posición confesional, es favorable a la cohabitación entre las diversas
religiones.» Laicismo, pluralismo, ecumenismo, relativismo religioso,
democratismo: el número y la magnitud de los errores contenidos en esas pocas
palabras, condenados formalmente y en múltiples ocasiones por el magisterio,
requeriría una prolongada exposición que excedería ampliamente los límites de
este artículo. Para quienes deseasen profundizar la doctrina católica en la
materia, he aquí los documentos esenciales: Mirari
vos (Gregorio XVI, 1832), Quanta cura,
con el Syllabus (Pío IX, 1864); Immortale Dei y Libertas (León XIII, 1885 y 1888); Vehementer nos y Notre chargeapostolique (San Pío X, 1906 y 1910); Ubiarcano y Quas primas (Pío XI,
1922 y 1925); Ci riesce (Pío XII,
1953).
Leamos, a guisa de
ejemplo, un pasaje de la encíclica Quas
Primas, por la cual Pío XI instituyó la solemnidad de Cristo Rey:
«La celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a
las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no
sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes. A
éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo,
no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también
aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas
estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a
los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes,
ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes
en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres». La lectura de estos textos
del magisterio permite comprender que el Estado laico, supuestamente neutro, no
confesional, incompetente en materia religiosa y otras falacias por el estilo,
no es más que una aberración filosófica, moral y jurídica moderna, una
monstruosidad política, una mentira ideológica que pisotea la ley divina y el
orden natural. La distinción –sin separación- de los poderes temporal y
espiritual es algo muy diferente de la pretendida independencia del temporal
respecto del espiritual en relación con Dios, la Iglesia, la ley divina y la
ley natural: eso tiene nombre, y se llama la apostasía de las naciones. Esta
apostasía es el fruto maduro del Iluminismo, de la francmasonería, de la
Revolución Francesa y de todas las sectas infernales que de ella proceden
(liberalismo, socialismo, comunismo, anarquismo, etc.) Esos son los enemigos
despiadados de Dios y de su Iglesia, quienes alcanzaron su diabólico objetivo
de destruir enteramente la sociedad cristiana y de erigir en su lugar la ciudad
del hombre sin Dios, creatura insensata embriagada por la falaz autonomía de la
cual ella pretende gozar respecto a Dios: en ello reside el rasgo esencial de
lo que se ha dado en llamar la modernidad, a pesar de sus rostros variados y
multiformes, cuyo desenlace, a término, no puede ser otro que el del reino del
Anticristo. Esta figura escatológica del hombre impío conducirá
ineluctablemente la sociedad moderna, secularizada y apóstata, al paroxismo de
su revuelta contra todo lo que se encuentra por encima de su propia voluntad
autónoma y soberana, de la cual nos ofrece ya las aciagas primicias : pensemos,
por no citar sino un puñado de ejemplos representativos, en esas aberraciones
inimaginables que son el matrimonio homosexual, la adopción homo-parental, el
derecho al aborto, la legalización de la industria pornográfica, la escuela sin
Dios pero con teoría de género y educación sexual obligatorias para corromper
la infancia y mancillar la inocencia de las almas inocentes…Personificación
aterradora de la creatura que entiende hacer de su libertad, considerada como
absoluta, la única fuente de la ley y de la moral, creatura imbuida de su
vacuidad ontológica y enceguecida por su arrogancia irrisoria que pretende
asombrosamente ocupar el lugar de Dios. Reitero que es en esta pretensión
insensata de la creatura de prescindir de su Creador que radica la
característica definitoria de la modernidad, es ella la que constituye la raíz
del mal moderno, desvarío metafísico que se manifiesta con una actitud de
repliegue del individuo sobre su propia subjetividad, acompañada por el rechazo
categórico de un orden objetivo del cual debería reconocer por partida doble la
anterioridad cronológica y la superioridad ontológica, y al cual está llamado a
someterse libremente para realizar plenamente su humanidad. Esta actitud
moderna se declina en múltiples facetas : nominalismo, voluntarismo, subjetivismo,
individualismo, humanismo, racionalismo, naturalismo, protestantismo,
liberalismo, relativismo, utopismo, socialismo, feminismo, homosexualismo, de
las cuales la raíz es siempre la misma, a saber, el sujeto autónomo
pretendiendo emanciparse del orden objetivo de las cosas y cuyo desenlace
trágico e inevitable es el proyecto descabellado de proponerse crear una
civilización que, tras haber expulsado a Dios de la sociedad, se funde
exclusivamente en el libre arbitrio soberano del hombre, convertido en fuente
de toda legitimidad. Y hoy más que nunca se vuelve indispensable proclamarlo a
los cuatro vientos: el principio de laicidad constituye su más acabada
encarnación y es su figura emblemática: «El día en que comeréis (del fruto
prohibido) vuestros ojos se abrirán y seréis como dioses que conocen el bien y
el mal» (Gn. 3,5), sugirió la Serpiente a Eva, quien, dando muestras de una
gran apertura mental y de una sincera adhesión al pluralismo religioso, se
adentró con madurez y confianza en un diálogo mutuamente enriquecedor con su
respetable interlocutor…El desenlace es bien conocido y ciertamente fatal para
la humanidad: Adán y Eva terminaron comiendo, se encontraron desnudos, fueron
castigados por Dios y expulsados del Paraíso. Las viejas naciones europeas que
conformaban la Cristiandad comieron también del fruto, llamado esta vez
Derechos Humanos, Democracia y Laicidad. Y ahora se encuentran desnudas. En
cuanto al castigo, ineluctable, terminará llegando, tarde o temprano: «Vi
surgir del mar una bestia que tenía diez cuernos y siete cabezas, y sobre sus
cuernos diez diademas, y sobre sus cabezas nombres de blasfemia (…) Le fue dado
hacer la guerra a los santos y vencerlos. Y le fue concedida autoridad sobre
toda tribu, pueblo, lengua y nación» (Ap. 13, 1/7). Pero el Anticristo, «el
hombre impío, el hijo de perdición» (2 Tes. 2, 3) no llegará solo: será
precedido por un falso profeta, parodia diabólica del papel precursor que
otrora ejerciera San Juan Bautista disponiendo los corazones para la llegada inminente
del Mesías: «Vi otra bestia que subía de la tierra y tenía dos cuernos
semejantes a los de un cordero, pero hablaba como un dragón» (Ap. 13,11). Las
dos bestias, la del mar y la de la tierra, el Anticristo y el Falso Profeta,
son indisociables, al igual que lo son el poder temporal y el poder espiritual
en la sociedad. En régimen de cristiandad, los dos poderes cooperaban a
efectos de hacer respetar la ley divina en la sociedad. Pero, en el caso
que nos ocupa, los dos poderes han cambiado de signo y se hallan dedicados al
servicio de Satán, la segunda bestia –el poder religioso prevaricador-,
abriendo el camino a la primera e induciendo a los hombres a que se le sometan:
«E hizo que la tierra y todos sus habitantes adorasen a la primera bestia»
(Ap.13, 12). La primera bestia representa el poder temporal apóstata, el del
régimen democrático laico y secularizado, enemigo de Dios, poder mundano que un
día será ostentado por una persona concreta, el Anticristo. La segunda bestia,
por su parte, representa el poder religioso corrompido, a la cabeza del cual se
hallará también un día una persona concreta, el falso profeta o Anticristo
religioso. ¿Qué tan lejos se encontrará la época que verá desplegarse ante su
mirada atónita el cumplimiento de estas profecías? No es fácil tener certezas
de orden práctico en este terreno ni por tanto dar una respuesta categórica. En
cambio, no resulta aventurado sostener que cuando el nuevo papa alaba
apasionadamente la laicidad del Estado, siguiendo en esto el ejemplo de sus predecesores
recientes en el pontificado y conformándose al magisterio post-conciliar, la
necesidad de escrutar las profecías que acabamos de exponer cobra una urgencia
manifiesta.
Alejandro Sosa Laprida