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viernes, 7 de abril de 2017

El problema femenino.


Uno de los tomos de la preciosa colección de «Enseñanzas Pontificias», publicado por los Monjes de Solesmes en 1958, tiene un nombre sorprendente: El Problema Femenino. Aunque no nos tendría que sorprender tanto, pues en el último siglo los Papas fueron prestando cada vez mayor atención a la crisis de la sociedad moderna, y la mujer es el quicio en que gira toda la sociedad. La sociedad está en crisis, y lo está la mujer, y la declaración pública y oficial de que la mujer está en problemas, está en que se estableció su Día. Si hubo Día del Trabajador, fue porque los trabajadores estaban en problemas, como pasa con el Día del Medio Ambiente y el día del Animal. Y lo mismo para el Día de la Mujer, 8 de marzo.

Y las cosas han empeorado tanto que el pasado 8 de marzo se sufrió el general desconcierto de una «huelga mundial de mujeres». ¿Qué puede pasar en una sociedad en que las mujeres entran en huelga, cómo se arregla? Todas sienten que algo no va, que la situación las enferma, pero a la hora de diagnosticar la enfermedad, el desconcierto es abismal. Se reclaman los derechos de la mujer, pero por poco que se investigue se hace evidente que ya nadie sabe bien qué es la mujer, ni cuál es su lugar. Para calmar los ánimos, a un presidente se le ocurrió elogiar las virtudes domésticas de la ama de casa, y se le volvieron furiosas por su discurso machista. Se renuncia al hogar, al matrimonio, a la maternidad. Es un hecho patente que la Iglesia restituyó a la mujer en su verdadera dignidad, pero ahora prenden fuego delante de la Catedral. Se llega al extremo de blasfemar contra el purísimo ideal de toda mujer, la Santísima Virgen María. O restauramos el ideal de la mujer cristiana, o todo se acaba.

1º La verdadera belleza femenina.

Es verdad que, como se ve en el Génesis, la mujer fue creada por Dios para el hombre, pero no para ser su sierva o esclava, sino como su auxiliar: «No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gen. 2 18). En términos más precisos, no es sierva del bien personal del hombre, sino auxiliar para el bien común de la familia y de la sociedad: para que el hombre no esté solo, porque por naturaleza es social. La mujer es el complemento del hombre en orden a la vida temporal, es su gran bien, porque por ella el hombre se prolonga y multiplica en la sociedad. Y por eso es su gloria y alegría. Lo dice San Pablo, al explicar por qué la mujer debe cubrir sus cabellos en la Iglesia: «El varón no debe cubrirse la cabeza, pues es imagen de la gloria de Dios, pero la mujer es gloria del varón» (I Cor. 11 7).

Como Dios todo lo hace bien, y la mujer debía ser complemento del varón en una tarea tan grande como la transmisión de la vida y el establecimiento de la sociedad, la hizo amable al varón: atractiva. Pero con el uso de esta palabra se produce una nefasta confusión. Cuando se dice que la mujer es atractiva para el varón, inmediatamente se piensa en el atractivo físico. Pero la mujer no es un maniquí sino un ser humano, con cuerpo y alma, y con un cuerpo que debe estar subordinado al alma como lo secundario a lo principal. Dios hizo a la mujer como un complemento atractivo del varón principalmente por el alma, por lo espiritual. Y también en lo corporal, pero subordinado al espíritu, como instrumento de lo espiritual. La verdadera belleza de la mujer no está en sus formas femeninas, sino en sus virtudes femeninas, que son justamente el complemento de las virtudes del varón.

El orden virtuoso que la gracia debe ir poniendo en el hombre va de lo espiritual a lo corporal, y de lo interior a lo exterior. Primero debe poner sabiduría y prudencia en la inteligencia; luego justicia en la voluntad; después fortaleza en el apetito irascible, que es como la fuente en el alma de todas las pasiones que tienen que ver con los bienes dificultosos y los males agresivos, sobre todo de la ira (de allí su nombre); y por último, la gracia tiene que poner orden por la templanza en el apetito concupiscible, que es fuente de las pasiones del amor y del odio, del deseo y del gozo.

Por eso la última de las virtudes que se establecen en el alma es la castidad: el varón prudente, justo y fuerte tiene que tener siempre cuidado respecto de la castidad, porque estando seguro en las otras virtudes, no puede estarlo en ésta hasta que no ha alcanzado una perfecta santidad. Por eso San Pablo pone en conexión la santidad con la castidad: «Porque la voluntad de Dios es vuestra santificación; que os alejéis de la fornicación, que cada uno de vosotros sepa poseer su cuerpo con santidad y honor, […] pues no nos llamó Dios a la impureza, sino a la santidad» (I Tes. 4 3-7). Y recién con el reino de la castidad aparece la virtud al exterior, pues llega la obra de la santificación a su plenitud: de la castidad brota la modestia exterior, que manifiesta hacia afuera el esplendor de un alma ordenada.

Ahora bien, no hace falta demasiada penetración sicológica para saber que en el varón predominan las pasiones propias del irascible, mientras que en la mujer las propias del concupiscible. El varón tiene pasiones más prontas e impetuosas, propias para el combate, y con objetos más complejos, porque el bien difícil o arduo propio de estas pasiones es como un bien envuelto de mal, de la dificultad de alcanzarlo. En cambio en la mujer predominan los afectos más simples del concupiscible, el amor y el odio. Por eso –digámoslo– la mujer es un pésimo enemigo. Porque el varón puede combatir a su enemigo, herirlo y hasta matarlo, y sin embargo distingue su valor, e inmediatamente después del combate puede brindar con su adversario –si sigue vivo– con leal amistad de la paz. En cambio la mujer no siente tanto ira con sus enemigos, sino odio, que es muy distinto: o ama u odia, todo o nada, no anda con distinciones. Con ella la guerra –si la declara– es siempre de exterminio: no termina hasta que no desapareció el enemigo. En los conflictos matrimoniales, el esposo ve en la mujer un adversario con el que luchar para pactar la paz; en cambio la mujer ve en el esposo el mal, y es verdad que no cabe pactar con el mal, sino sólo quitarlo de la propia vida. 

Pero si el varón entiende la ira y más fácilmente adquiere las virtudes que tienen que ver con la fortaleza, la mujer entiende el amor y tiene como una facilidad natural para las virtudes que lo moderan, en especial la castidad. Y estas virtudes son las últimas, las que se manifiestan más hacia afuera, las que vuelven espiritualmente hermosa a la persona, como la modestia o fineza exterior. Por eso la fisonomía espiritual de una buena mujer es más manifiesta y más hermosa que la del buen varón. Tiene más hermosa apariencia una virtuosa madre de familia, refugio de los afligidos, que un virtuoso militar que le parte la cabeza a los enemigos de la Iglesia. La belleza de la mujer está, pues, en su facilidad para adquirir las virtudes dependientes de la templanza, como la mansedumbre y la humildad, pero principalmente la más exigente de todas: la castidad. Por eso la Mujer por excelencia tiene como nombre propio la Virgen, y siempre había sido la castidad el ornamento más hermoso de la mujer cristiana, sinónimo de su belleza.

Y para todo aquel que aún guarda un poco de sentido común, es evidente que las virtudes femeninas son justamente el complemento y auxilio de las del varón, porque por el carácter impetuoso de las pasiones del varón, hecho para la guerra, la castidad se le hace muy problemática, y es la mujer la que lo contiene y modera, la que le comunica este complemento de las virtudes bellas, ayudándolo a ser casto, y más manso y humilde de corazón.
 La castidad de la familia cristiana, y por lo tanto la santidad, dependen muy especialmente de la buena mujer. Ella debe ser el muro de contención que conserva en la pureza al esposo y a los hijos, la que amansa el ejercicio de la autoridad del padre de familia, y la que conserva en la obediencia al resto de la familia. Por eso, en la medida en que la mujer es verdadera mujer, la familia y la sociedad encaja en sus verdaderos quicios, y se alcanza la felicidad temporal, que proviene de un orden pleno. La buena mujer es causa de la alegría familiar y social, como la Santísima Virgen es causa de la alegría de toda la Iglesia. Y si hoy la sociedad se hunde en la depresión y en la tristeza, es porque la mujer tiene un problema.

2º El problema de la mujer moderna.

La mujer entra en problemas cuando deja de entender que lo propio de ella es ser espiritualmente atractiva, lo que se da especialmente por la castidad, y quiere ser atractiva por lo corporal. Cuando –como le fue pasando cada vez más a la mujer moderna– su ideal ya no es la mujer pura sino la mujer sexy, entra en una espiral viciosa que pasa del deseo a la exasperación, y de allí a la violación de la naturaleza y autodestrucción de la sociedad.

Cuando el hombre ama a su mujer por su honestidad cristiana, todas las demás dimensiones se subliman y dignifican: los sentimientos se hacen más estables y delicados; aun si no fuera linda se vuelve bella, porque la fisonomía transparenta las profundidades del alma; y la misma sexualidad adquiere su verdadera dimensión humana y cristiana, pues es unión de cuerpos y de almas. Esta mujer no sufre celos ni se angustia porque pase el tiempo.

La mujer que atrapa al varón por la atracción física prepara su desgracia, porque todas sus dimensiones se carnalizan. No importa que sea dulce, sino sugestiva; la honestidad pasa a ser bobería. La mujer sexy es una mujer invertida; tan es así que ya ni el rostro es lo que se le mira. Es una mujer que no domina su vida, porque la virtud se adquiere por el mérito de la buena voluntad, mientras que la forma física depende del puro azar, y ante el paso del tiempo aquélla permanece y crece, mientras que ésta muy pronto se desvanece.

Es cierto que la mujer sexy despierta inmediatamente la atención de todos, mientras que la mujer pura tarda en conquistar el interés de uno, porque aquella es mercadería en vidriera, mientras que ésta es tesoro escondido. Pero la relación con el varón la ofende, porque la pasión, divorciada del atractivo espiritual, se vuelve egoísta y despreciativa. Y es así como comienza el conflicto: para manejar al varón, esta mujer sólo cuenta con el acelerador del deseo para atraerlo, y con el freno de sus resistencias para lograr el respeto. Pero en lugar de amansar al varón, como le pasa a la mujer pura, lo exaspera, pues se le vuelve el más arduo de los bienes y el más agresivo de los males.

El gravísimo problema está en que ya no se trata de la conducta personal de algunas o muchas mujeres, sino de todo una subversión social que se ha transformado en legislación internacional. La mujer tiene derecho a introducirse y mezclarse en todas partes, y mostrarse como quiera; su imagen provocativa todo lo invade, multiplicada por millones de pantallones y pantallitas. Y ¡ay de aquel varón que ose propasarse! Hoy ya no hace falta ser profeta para señalar cuáles son las vertientes que se originan: o el hombre se enloquece de ira, o renuncia a su hombría. Femicidio o afeminamiento, ¿qué puede haber de más destructivo para una sociedad?

3º Restaurar la mujer en Cristo.

«No es bueno que el hombre esté solo». No era bueno que Adán estuviera solo, y se le dio como auxiliar a Eva. Pero la Serpiente la sedujo y por ella envenenó a Adán, y Satanás sigue siempre la misma estrategia. Mas tampoco era bueno que Jesucristo estuviera solo, y se le dio como auxiliar a María, que aplastó la cabeza de Satanás. Por Ella Nuestro Señor restauró su Iglesia, y Jesucristo también sigue siempre la misma estrategia. La restauración de la sociedad cristiana pasa muy especialmente por la restauración de la mujer.
Que nuestras mujeres no se dejen seducir por el falso ideal de la mujer moderna, que ya vemos cómo arrastra la sociedad a un pozo sin salida. «Engañosa es la gracia, fugaz la belleza; la mujer que teme a Dios, ésa es de alabar» (Prov. 31 30). La Mujer ideal es la Santísima Virgen. Así llama siempre Nuestro Señor a su Madre en los Evangelios: Mujer. Imiten a la Santísima Virgen, sean femeninas a su manera.
Se le hace muy difícil a una jovencita cultivar ese ideal cuando no lo ve de cerca, ni siente que nadie lo aprecie. Pero si nuestras jóvenes comienzan a conocer verdaderas mujeres cristianas, mujeres fuertes, mucho más femeninas y más amadas, entonces se animarán a imitarlas. Y si tenemos verdaderas mujeres, tendremos verdaderos varones, y habrá familias y habrá sacerdotes. Para restaurar todas las cosas en Cristo hay que empezar por la mujer.


Tomado de Hojitas de Fe, nº 189, Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora.

martes, 26 de enero de 2016

Una condena muy actual.


Tomamos una parte de la condena al movimiento “Le Sillon” por el Papa San Pío X en la encíclica “Notre charge apostolique”. Cualquier similitud con la realidad actual del catolicismo modernista en las más altas cumbres de la jerarquía eclesiástica, es mera coincidencia:

«Hubo un tiempo en que Le Sillon, como tal, era for­malmente católico. (...) Vino un momento en que se operó una revisión. Dejó a cada uno su religión o su filosofía. Cesó de llamarse católico, y a la fórmula “La democracia será católica”, substituyó esta otra: “La democracia no será anticatólica”, de la misma manera que no será antijudía o antibudista. Esta fue la época del Le Sillon más grande”. Se llamó para la construcción de la ciudad futura a todos los obreros de todas las religiones y de todas las sectas. Sólo se les exigió abrazar el mismo ideal social, respetar todas las creencias y aportar una cierta cantidad de fuerzas morales. Es cierto, se proclamaba, “los jefes de Le Sillon ponen su fe religiosa por encima de todo. Pero ¿pueden negar a los demás el derecho de beber su energía moral allí donde les es posible? En compensación, quieren que los demás respeten a ellos su derecho de beberla en la fe católica. Exigen, por consiguiente, a todos aquellos que quieren transformar la sociedad presente en el sentido de la demo­cracia, no rechazarse mutuamente a causa de las convicciones filo­sóficas o religiosas que pueden separarlos, sino marchar unidos, sin renunciar a sus convicciones, pero intentando hacer sobre el terreno de las realidades prácticas la prueba de la excelencia de sus convic­ciones personales. Tal vez sobre este terreno de la emulación entre almas adheridas a diferentes convicciones religiosas o filosóficas po­drá realizarse la unión” (Marc Sangnier, Discurso de Rouen, 1907). Y se declara al mismo tiempo (...) que el pequeño Sillon católico sería el alma del gran Sillon cosmopolita».

Hacia una religión universal.


Precisamente con esto, los modernistas no les infunden a los protestantes ni a todos los que no son católicos la idea de que tienen que venir o volver a la Iglesia católica para ser realmente hermanos en Nuestro Señor Jesucristo. ¿Cuál será, entonces, el resultado? Una especie de humanitarismo y filantropía que, finalmente, servirá a la sociedad de las naciones masónicas, que está preparando lo que vislumbró tan claramente el Papa San Pío X:

«Una religión (...) más universal que la Iglesia católica, reuniendo a todos los hombres, convertidos finalmente, en hermanos y camaradas, en “el reino de Dios”».

Podría decirse: ¡en el reino del Gran Arquitecto!, porque éste es el objetivo de los masones y, con ellos, de los judíos: la realización de una religión universal que ejercerá su imperio sobre todos los hombres.
Además, el Papa San Pío X hizo alusión a ello:

«Y ahora, penetrados de la más viva tristeza, Nos nos preguntamos, venerables hermanos, en qué ha quedado convertido el catolicismo de Le Sillon. Desgraciadamente, el que daba en otro tiempo tan bellas esperanzas, este río límpido e impetuoso, ha sido captado en su marcha por los enemigos modernos de la Iglesia».

Mons. Marcel Lefebvre, comentando la carta encíclica de San Pío X “Notre charge apostolique”.

El protestantismo no es católico.


“El protestantismo no es más que una forma distinta de la verdadera religión cristiana; y dentro de aquélla se puede agradar a Dios lo mismo que en la Iglesia católica”. 
Proposición 18° condenada por el Syllabus errorum de S.S. Pío IX.

lunes, 25 de enero de 2016

Las libertades modernas (IV).


Ya hemos publicado la tercera parte de Las libertades modernas, capítulo de la obra Soy yo, el acusado, quien tendría que juzgaros. Comentarios de los Documentos Pontificios que condenan los errores modernos de Mons. Marcel Lefebvre. Aquí la cuarta y última parte.

Cuarta libertad: la libertad de conciencia

Finalmente, León XIII trata de la libertad de conciencia procurando hacer las distinciones oportunas porque las palabras, si no se definen, son siempre ambiguas.

«…tomada en sentido de ser lícito a cada uno, según le agrade, dar o no dar culto a Dios, queda suficientemente refutada con lo ya dicho.
Pero puede también tomarse en sentido de ser lícito al hombre, según su conciencia, seguir en la sociedad la voluntad de Dios [ex conscientia officii] y cumplir sus mandatos sin el menor impedimento.
Esta libertad verdadera, digna de los hijos de Dios, y que ampara con el mayor decoro a la dignidad de la persona humana, está por encima de toda injusticia y violencia, y fue deseada siempre y singularmente amada por la Iglesia. Este género de libertad lo reivindicaron constantemente para sí los Apóstoles, lo confirmaron con sus escritos los apologistas, lo consagraron con su sangre los mártires en número crecidísimo».


Una ambigüedad culpable y fatal

Hoy en día se mezcla todo. Hace algunos años, en la canonización de los mártires irlandeses, el Papa Pablo VI pronunció un discurso lleno de ambigüedades, basado en la expresión “libertad de conciencia”, como si esos mártires hubieran manifestado la necesidad de esa libertad y hubieran muerto por ella. Esos mártires comprendieron la libertad de conciencia tal como la va a definir León XIII: libertad para afirmar la verdad y para adherirse a ella. Sería algo muy distinto si se tratara simplemente de defender la libertad de cualquier religión, culto o pensamiento. Ellos no fueron al martirio por defender eso. Se negaron a pasar al protestantismo, diciéndose: “Eso es el error”. Así que los mataron por la verdad y no por decir: “Todas las verdades son libres”. ¡Es algo inadmisible jugar con la sangre de esos mártires que manifestaron su adhesión a la verdadera fe, haciendo creer que querían defender la libertad de todas las religiones!
Hoy, cuando se pide la libertad religiosa, ya no se la define. Por eso hay que ser claros. Defender una cierta libertad, la libertad de las personas para que no haya investigaciones exageradas por parte del Estado para saber qué piensan y luego perseguirlas, es algo que está muy bien. Decir también que no se puede perseguir a las personas en sus casas y en su intimidad por profesar tal o cual religión, por ejemplo: musulmana o budista, está muy bien.
Pero no puede ser que se dé la impresión de que la Iglesia católica defiende la libertad de todas las religiones, pues no puede defender la libertad del error. Pedir para todas las religiones la libertad de poder, al igual que la Religión Católica, expresarse exteriormente, tener su prensa, instituciones, escuelas y templos, es jugar en un terreno peligroso. Si no, un día veremos templos y mezquitas por todas partes[1] y los católicos no podrán decir nada, por haber querido ellos mismos dar la libertad al error. Hay que saber qué es lo que se quiere.

La verdadera tolerancia

Precisamente León XIII habla un poco más adelante de la tolerancia. Entendemos que sea necesaria en los Estados, pero una cosa es tolerar y otra dar un derecho. El mal se tolera pero no se aprueba. Es algo que ya vemos en nosotros mismos: somos pecadores y tenemos tendencias malas ¡pero no vamos a suicidarnos porque no podemos tolerar nuestros vicios! En cierta medida, tenemos que soportarnos, sin aprobar por ello nuestros vicios. Los soportamos, intentando combatirlos y restablecer el orden en nuestra propia persona. Lo mismo vale para las sociedades: están enfermas. Querer suprimir todo mal, sería hacer que la vida social fuera imposible. ¡No vamos a matar a la sociedad! Los Estados se ven obligados a tolerar ciertas cosas.
Antes se llamaba “casas de tolerancia” a lo que eran casas de prostitución. El Estado juzgaba que tenía que tolerar eso porque si hubiera querido suprimirlas, la prostitución se hubiera extendido por todas partes y hubiera sido peor que reglamentarla. El Estado es el que tiene que decidir si hay que tolerar o no. El Estado y los príncipes católicos, que atacaban el vicio y los pecados públicos, toleraban esas casas, pero era una libertad muy limitada.
Veamos qué nos dice León XIII sobre la tolerancia:

«A pesar de todo, la Iglesia se hace cargo maternalmente del grave peso de la humana flaqueza, y no ignora el curso de los ánimos y de los sucesos por donde va pasando nuestro siglo. Por esta causa, y sin conceder el menor derecho sino sólo a lo verdadero y honesto, no rehuye que la autoridad pública tolere algunas cosas ajenas a la verdad y a la justicia, a fin de evitar un mal mayor o de adquirir o conservar un mayor bien».

El Papa recuerda que Dios mismo permite el mal, aunque Él no lo quiere; no puede quererlo pero lo permite en vista de un bien mayor o para evitar un mal mayor.

Tolerar no significa conceder un derecho

¿Tengo que recordar que antes del Concilio se habían redactado dos propuestas o esquemas, el del cardenal Bea —sobre la libertad religiosa— y el del cardenal Ottaviani —que hablaba de la “tolerancia religiosa”? Ambos se opusieron violentamente, y el cardenal Bea, levantando la voz en plena reunión dijo: “¡No estoy de acuerdo para nada con ese esquema!” Ahora bien: la tolerancia religiosa es realmente la doctrina tradicional de la Iglesia, según la cual no se puede hablar de libertad de las religiones. El error se tolera en ciertos casos, pero no se le reconoce un derecho natural.
Por ejemplo: en países como Alemania, donde hay la misma cantidad de católicos que de protestantes, no se puede suprimir el protestantismo. Pero en Estados tan católicos como España, donde había muy pocos protestantes, las leyes favorecían precisamente al catolicismo, impidiendo el desarrollo de instituciones protestantes. Eso fue así hasta que el Generalísimo Franco, por presión del Vaticano, acabó concediendo la libertad de cultos, y entonces los protestantes crecieron en número y luego llegaron los testigos de Jehová… Lo mismo sucedía en Hispanoamérica, donde los países eran católicos en un 95%; los jefes de Estado seguían los consejos de los Papas y consideraban un deber proteger a su pueblo católico contra los errores que hubieran destruido la fe. Esto es normal cuando se cree en Nuestro Señor Jesucristo.
Era algo hermoso ver la fe profesada oficialmente en esos países: en las procesiones y ceremonias oficiales religiosas siempre había una presencia de las autoridades civiles. Era un gran ejemplo para la población. Todo eso se ha suprimido. Estos Estados se han vuelto “laicos” y las sectas, como si fueran langostas, los han invadido. En Chile, en cada momento, se ve cómo se levantan templos: cómo aquí aparecen los mormones, allí los adventistas, en otro lugar el ejército de salvación… Cuando la Iglesia ya no es firme en sus principios o al clero le falta valor, la fe católica se ve corroída por todas partes, y los fieles la abandonan y se van a las sectas.
Es, pues, algo normal, que el Estado tolere un hecho que no puede impedir, como en un lugar cuya mayoría no es católica. Pero los jefes de Estado no pueden dar a los disidentes más que una tolerancia; no les pueden reconocer un derecho natural.

«Ha de confesarse —continúa el Papa—, si queremos juzgar rectamente, que cuanto mayor sea el mal que por fuerza haya de tolerar un Estado, tanto más lejano se halla él de la perfección; y asimismo que, por ser la tolerancia de los males un postulado de prudencia política, ha de circunscribirse absolutamente dentro de los límites del criterio que la hizo nacer, esto es, el supremo bienestar público. De modo que si daña a éste y ocasiona mayores males a la sociedad, es consiguiente que ya no es lícita, por faltar en tales circunstancias la razón de bien (…) Pero siempre es verdad que semejante libertad concedida indistintamente a todos y para todo, nunca, como hemos repetido varias veces, se ha de buscar por sí misma, pues repugna a la razón que la verdad y la falsedad tengan los mismos derechos. Y en lo tocante a la tolerancia, causa extrañeza cuánto distan de la prudencia y equidad de la Iglesia los que profesan el liberalismo».




[1] En 1993 había más de 1.000 mezquitas en Francia.

sábado, 23 de enero de 2016

Las libertades modernas (III).


Ya hemos publicado la segunda parte de Las libertades modernas, capítulo de la obra Soy yo, el acusado, quien tendría que juzgaros. Comentarios de los Documentos Pontificios que condenan los errores modernos de Mons. Marcel Lefebvre. Aquí la tercera parte.

Tercera libertad: libertad de enseñanza

León XIII pasa luego a otra libertad más grave aún: la libertad de enseñanza, que afecta a toda la formación de la juventud:

«No de otra manera se ha de juzgar la llamada libertad de enseñanza. No puede, en efecto, caber duda que sólo la verdad debe llenar el entendimiento, porque en ella está el bien de las naturalezas inteligentes y su fin y perfección; de modo que la enseñanza no puede ser sino de verdades…»
Este es un principio evidente y una regla de oro para la enseñanza.

«Por esta causa, sin duda, es deber propio de los que enseñan librar del error a los entendimientos y cerrar con seguros obstáculos el camino que conduce a opiniones engañosas. Por donde se ve cuánto repugna a la razón esta libertad de que tratamos, y cómo ha nacido para pervertir radicalmente los entendimientos al pretender serle lícito enseñarlo todo según su capricho (…). Sobre todo porque puede mucho con los oyentes la autoridad del maestro (…) No ha de suceder impunemente que la facultad de enseñar se trueque en instrumento de corrupción».

Si abrimos los ojos a la enseñanza actual en las escuelas, incluso las supuestamente católicas, no podemos dejar de sentirnos aterrorizados por la evolución constante de una enseñanza que ya no es tal, ni en los seminarios. Los alumnos son los que expresan las ideas y discuten entre sí. Los profesores únicamente orientan la discusión, pero ya no enseñan nada. Así se llega a una falsificación de la enseñanza y vemos que el nivel baja cada año. Los medios audiovisuales son buenos en ciertos casos, pero cultivan la memoria visual más que la inteligencia; los niños acumulan, pero no asimilan, ni reflexionan, ni razonan: la inteligencia disminuye. Un Papa como León XIII habría hecho severa de la enseñanza de hoy.

«La verdad —que es el objeto de toda enseñanza, [escribe]— es de dos géneros: natural y sobrenatural...»
Es decir, la verdad conocida por la razón y la verdad conocida por la fe. Tienen que enseñarse estas dos ciencias.

«… en ellas se apoyan como en firmísimo fundamento las costumbres, la justicia, la religión, y la misma sociedad humana».

Los beneficios de la filosofía cristiana

El Papa prosigue, diciendo que la Iglesia ha recibido particularmente la misión de enseñar: «Id y enseñad a las naciones» (S. Mat. 28, 19). Los gobiernos deberían tener en cuenta —pues es algo admirable para gloria de la Iglesia y de la civilización cristiana— las universidades construidas en el transcurso de los siglos, en las que enseñaban profesores eminentes. Imaginemos lo que debía de ser la Sorbona en tiempos de santo Tomás de Aquino, de San Ignacio, de San Francisco Javier; y todos los santos que pasaron por ella, como San Buenaventura, y que se formaron en esas universidades, y estudiaron en ellas la verdadera filosofía y la verdadera fe. ¿Qué se enseña ahora en la Sorbona? Algunos amigos universitarios nos dicen que apenas hay en ellas dos o tres profesores que no sean comunistas, y eso en una universidad fundada por la Iglesia y santificada durante siglos por ella. Los comunistas se han establecido en ella como los cuclillos: los pájaros que ponen sus huevos en los nidos de los demás…
Los revolucionarios se han apoderado de todo: de las curias episcopales, de las escuelas, de los edificios, de los hospitales (como, por ejemplo, el antiguo Hospital mayor de París)… Están en hermosos edificios que ellos no han construido y después los han ampliado.
En una universidad católica libre y anticomunista como la de Guadalajara, en México, en donde hay más de 30.000 estudiantes (10.000 mejicanos y 20.000 extranjeros), no hay ninguna facultad de filosofía ni teología. ¿Qué anticomunismo se puede enseñar en esas condiciones? O en ese caso se hace un anticomunismo muy primario: información sobre el comunismo mundial, reuniones, congresos… pero falta el fundamento filosófico. Al no haber cátedras de filosofía ni teología, no se muestra el ideal que tendría que existir para reemplazar al comunismo y que es precisamente el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué hacen si no presentan lo que da una vida normal a la sociedad: una verdadera ética, la moral natural y la moral social? Si no saben lo que es una sociedad cristiana e, incluso desde el punto de vista filosófico, lo que es sencillamente una sociedad, las leyes que tienen que regirla y el orden social natural, ¿con qué van a reemplazar a la sociedad totalitaria?
Se ha llegado hasta el punto del vacío en la enseñanza. De ahí la importancia de nuestros seminarios. Pronto, los sacerdotes que formamos serán las únicas personas en todo el mundo que conozcan los verdaderos principios filosóficos —que no son nuestros, ni los del Padre tal o cual, ni de tal o cual profesor, sino los de la Iglesia.

La filosofía tomista

Ya no se quiere hablar de la filosofía tomista, aunque los Papas no han dejado de recordar que la Iglesia se la ha apropiado hasta el punto de hablar de santo Tomás de Aquino como del Doctor común. Es la filosofía enfocada según el espíritu de la fe y de la verdad. La mayor parte de las encíclicas se refieren a esta doctrina. Si queremos conocer la realidad, el mundo, y la esencia de las cosas y de todo lo que Dios ha creado, tenemos que sumergirnos en la filosofía de santo Tomás, la del sentido común.
Esta filosofía es admirable aunque nadie la quiere en ningún lugar, ni siquiera en Roma —ni en la Gregoriana, ni en el Angélico, ni en el Letrán. ¿Qué sabrán, pues, realmente los futuros sacerdotes y obispos? Serán modernistas desde el seminario, en donde se les habla de Freud, del marxismo y de la relatividad, y ya no saben qué es la verdad. ¡Es espantoso!
De ahí la importancia de nuestros seminarios. Los sacerdotes que salgan de ellos tienen que ser columnas de la verdad. Se creará un rechazo contra ellos, por haber sido formados según la doctrina de santo Tomás, y al sentir en ellos una fuerza y una luz de verdad y de sentido común, se les atacará con más fuerza aun. No se les perdonará que tengan la verdad y estén en ella, pues los errores siempre protestarán contra ella.
De ahí igualmente la importancia de abrir universidades junto a nuestros seminarios. A mí me gustaría que se abrieran en cada país [1]. Aunque al principio sean lo más sencillas que se pueda, por lo menos los profesores impartirán la verdad no sólo a los futuros sacerdotes sino también a seglares destinados a ocupar puestos importantes en la sociedad que, así formados, tendrán una fuerza lógica, de raciocinio y de persuasión que hará doblegarse a los demás. Gracias a la claridad de sus ideas, podrán tener una influencia en la sociedad. Pero si ya no se enseña el tomismo en las universidades, ni la doctrina católica en los seminarios, ¿a dónde iremos a buscar la luz de la verdad?
Son incontables los documentos pontificios sobre la doctrina de santo Tomás. Es realmente la filosofía de la Iglesia y, por lo tanto, la filosofía de Dios, de cualquier hombre sensato, y de la que tiene que vivir cualquier cristiano.

«Cuantas verdades enseñó —prosigue León XIII— quedaron encomendadas a esta Sociedad, para que las guardase, las defendiese y con autoridad legítima las enseñase; y a la vez ordenó a todos los hombres que obedecieran a su Iglesia no menos que a El mismo, teniendo segura los que así no lo hicieran su perdición sempiterna. Consta, pues, claramente que el mejor y más seguro maestro del hombre es Dios, fuente y principio de toda verdad, y también el Unigénito, que está en el seno del Padre, y es camino, verdad, vida, luz verdadera que ilumina a todo hombre, y a cuya enseñanza han de prestarse todos dócilmente: Todos serán enseñados de Dios (Jn 6, 45)».

Por desgracia, los liberales, que reclaman la libertad de enseñanza al mismo tiempo que permiten que se desarrolle cualquier tipo de enseñanza, “le ponen a la Iglesia —dice el Papa— un obstáculo tras otro”.
Se puede decir que hoy es a nosotros a quienes ponen un obstáculo tras otro… Desde luego es algo inaudito pensar que ante los ojos del Papa y de los cardenales encargados de la enseñanza de la Iglesia se desarrolla una enseñanza que ya no es tal. No hay ni que pensar entonces en lo que pasa en las demás universidades: lo primero que habría que hacer para recuperar el control de esas universidades sería volver a darles profesores. ¿Cómo puede ser que en la universidad Gregoriana enseñen rabinos y profesores protestantes?…
Además, la enseñanza se ha vuelto ecléctica. Se quiere saber todo de todo y se redactan una especie de nomenclaturas de todo lo que piensan los hombres sobre cualquier cosa menos la verdad. He visto el programa de los seminarios de Francia. Sobre el tomismo, se decía que ya no era la doctrina principal en filosofía y que se lo estudiaba como un sistema entre los demás. ¿En qué se convertirán, pues, esos seminarios? Nos dicen que en algunos seminarios hay más seminaristas que en otros, pero ¿qué formación reciben? Serán sacerdotes para quienes se puede pensar lo que se quiera, y para quienes la verdad y el error serán cosas relativas. ¿Qué fuerza de convicción tendrán en su predicación?, pues la fuerza para hablar está en la verdad. Si ya no hay verdad y si la verdad es una opinión como las demás, ya no hay verdadera predicación. Así, van a hablar de acontecimientos sociales o de la revolución en tal o cual lugar, pero ya no tendrán el sentido de la vida sacerdotal.




[1] Actualmente existen el Instituto Universitario San Pío X (21 rue de Cherche-Midi, 75006 París) y el Instituto Universitario San Gregorio Magno (76 rue d’Inkermann, 69006 Lyon) en Francia.

viernes, 22 de enero de 2016

Las libertades modernas (II).


Ya hemos publicado la primera parte de Las libertades modernas, capítulo de la obra Soy yo, el acusado, quien tendría que juzgaros. Comentarios de los Documentos Pontificios que condenan los errores modernos de Mons. Marcel Lefebvre. Aquí la segunda entrega.


Segunda libertad: la libertad de palabra y de prensa

Después de haber tratado de la libertad de cultos, León XIII dice:

«Volvamos ahora algún tanto la atención hacia la libertad de hablar y de imprimir cuanto place».

Cuando tuve oportunidad de ver al Papa Pablo VI, le señalé que sobre este punto el Concilio contradice la enseñanza de León XIII: “No sabemos a quién obedecer. Vd. me dice: ‘Está desobedeciendo’. Pero si obedezco aquí a lo que dice el Concilio Vaticano II, desobedezco al Papa León XIII, a Pío IX, a Gregorio XVI, a San Pío X y a todos los Papas que han enseñado algo distinto: que el error no tiene derechos. Vd. me dice aquí: ‘Hay un derecho para el error, la gente es libre para tener su religión y expresar todo lo que quiera por medio de la prensa; pueden hacer libremente eso y el Estado no tiene derecho a impedírselo a los grupos religiosos —sean los que sean, poco importa su religión— según sus principios’. El Papa León XIII dice lo contrario: que no hay derecho para la libertad de prensa, ni tampoco para difundir el error por medio de la prensa; esa libertad no existe; no puede haber un derecho para esa libertad de palabra ni de prensa. ¿A quién hay, pues, que obedecer?”
Y le dije: “Yo obedezco a los Papas que tuvieron siempre el mismo lenguaje y que dijeron siempre lo mismo durante veinte siglos. Creo que tengo que obedecerlos a ellos y no al Concilio Vaticano II, que dice lo contrario”.
Entonces Pablo VI me dijo: “¡No hay tiempo para discutir cuestiones teológicas!”
Estoy de acuerdo en que se trata de una cuestión teológica. Sintió claramente que no sabía qué responder. ¿Qué queréis que responda a eso?
El cardenal Seper me dijo en su última carta: “Tiene Vd. que someterse al magisterio de la Iglesia y a todo el magisterio, incluso al actual, y por consiguiente, también al Vaticano II”. Ahora bien: al someterme precisamente al magisterio de la Iglesia, yo rechazo algunas partes del magisterio del Vaticano II. Al someterme al magisterio de la Iglesia no puedo admitir que un concilio “pastoral” contradiga lo que los Papas han anunciado oficialmente, porque entonces ya no habría razón para que mañana otro concilio no diga lo contrario de lo que dijo éste. En ese caso, ya no habría verdad. Si cada cincuenta años se cambian las verdades y dogmas, ya no hay dogmas ni magisterio. Por respeto a él, no aceptamos que se cambie y desprecie.
Cuando decimos esto a los que defienden el Vaticano II, no saben qué respondernos.

Así pues, León XIII trata aquí de la libertad de palabra y de prensa:

«Apenas es necesario negar el derecho a semejante libertad cuando se ejerce, no con alguna templanza, sino traspasando toda moderación y límite. El derecho es una facultad moral que, como hemos dicho y conviene repetir mucho, es absurdo suponer haya sido concedido por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la honestidad y a la torpeza».

¡Pues claro! Sólo la libertad y el bien tienen derechos, porque el derecho se funda en Dios mismo y El es la verdad y la virtud. Lo que se opone a Dios, es contrario a la verdad y al bien, y no puede tener ningún derecho.
Algunos pretenden que es ridículo decir que la verdad y el bien tienen derechos, y que el error y el vicio no los tienen, que sólo las personas tienen derechos y no las ideas… Pero cuando se habla de verdad y de derechos, se piensa en Dios, es decir, en sus Personas y en la Santísima Trinidad y, por supuesto, no en la abstracción de la verdad.
Cuando se derroca un gobierno, lo que reclama el pueblo supuestamente soberano es la libertad de prensa, y ya se sabe que muchas veces eso quiere decir que va a haber un modo único de hablar. En los países de “libertad”, supuestamente democráticos, es la tiranía de la democracia. Ya no es cuestión de verdad o error: en el poder, hay sencillamente una prensa y los que la deploran, protestan: “¡Hay que dar libertad, porque cuando todo el mundo tenga libertad, triunfará la verdad y perderá el error!”. La experiencia demuestra lo contrario: es más fácil hacer el mal que el bien, porque el mal es más conforme al desorden de la naturaleza humana. Por eso, cuando se permite la libertad, crece el error. Basta ver en algunos países el número tan reducido de impresos que aún son católicos. ¿En qué medios de prensa se puede aún confiar? Ya no pueden llamarse católicos los periódicos como L’Avvenire, o La Croix en Francia. Ya no hay prensa realmente católica. Eso es lo que sucede cuando se permite la libertad…
El error toma ventaja. Ahora bien, la prensa tiene una influencia considerable, y eso que León XIII no conoció la televisión.

«Las maldades de los ingenios licenciosos, que redundan en opresión de la multitud ignorante, no han de ser menos reprimidas por las leyes que cualquier injusticia cometida por la fuerza contra los débiles. Sobre todo porque la inmensa mayoría de los ciudadanos no puede en modo alguno, o pueden con suma dificultad, precaver esos engaños y sofismas, singularmente cuando halagan a las pasiones. Si a todos es permitida esa licencia ilimitada de hablar y escribir, nada será sagrado e inviolable, ni siquiera se reputarán tales aquellos grandes principios naturales tan llenos de verdad, y que han de considerarse como patrimonio común y nobilísimo del género humano. Oculta así la verdad en las tinieblas (…) fácilmente se enseñoreará de las opiniones humanas el error pernicioso y múltiple».

El Papa comprueba que las malas yerbas siempre abundan más que las buenas. Dejad un campo sin cultivar, dejad la libertad, y las zarzas y espinas acabarán por ahogar rápidamente todo lo que queda de buenas hierbas.

«Y con ello recoge tanta ventaja la licencia como detrimento la libertad, que será tanto mayor y más segura cuanto mayores fueren los frenos de la licencia.
En lo que se refiere a las cosas opinables, dejadas por Dios a las disputas de los hombres, es permitido, sin que a ello se oponga la naturaleza, sentir lo que acomoda y libremente hablar de lo que se siente».

Por supuesto, se puede dejar que los hombres sean libres para discutir materias que no se relacionan con la fe y la moral.

jueves, 21 de enero de 2016

Las libertades modernas (I).


Compartimos con nuestros lectores, unos interesantes comentarios del arzobispo Marcel Lefebvre sobre la carta encíclica Libertas praestantissimum del Papa León XIII con relación a las libertades modernas. Lo tomamos de su libro Soy yo, el acusado, quien tendría que juzgaros. Comentarios de los Documentos Pontificios que condenan los errores modernosAquí la primera parte.


Primera libertad: la libertad de culto

En la tercera parte de su encíclica, León XIII expone las diferentes clases de libertad que se presentan como conquistas de nuestra época:

«Para que todo esto se vea mejor, bueno será considerar una por una esas varias conquistas de la libertad, que se dicen logradas en nuestros tiempos».

La primera es la libertad de cultos.

«Sea la primera, considerada en los particulares, la que llaman libertad de cultos, en tan gran manera contraria a la virtud de la religión. Su fundamento es que en arbitrio de cada uno está profesar la religión que más le acomode, o no profesar ninguna».

Se trata, pues, del principio del indiferentismo religioso del individuo. Niega la necesidad de darle un culto a Dios, o que tenga que preferirse una religión a otra. El Papa refuta este error:

«Pero, muy al contrario, entre todas las obligaciones del hombre, la mayor y más santa es, sin sombra de duda, la que nos manda adorar a Dios pía y religiosamente (…) La religión (…) es la primera y la reguladora de todas las virtudes. Y a quien pregunte, puesto que hay varias religiones entre sí disidentes, si entre ellas hay una que debamos seguir, responden a una la razón y la naturaleza: la que Dios ha mandado y pueden fácilmente conocer los hombres por ciertas notas exteriores con que quiso distinguirla la Divina Providencia».

La santidad, señal de la divinidad de la Iglesia

Entre las cuatro marcas o “notas” que permiten reconocer a la religión católica como la única y verdadera religión, la marca más evidente de su divinidad es la santidad. Por eso, en la medida en que desaparece la santidad, se atenúa la prueba de la divinidad de la Iglesia.
El clero, la virtud del celibato de los sacerdotes y de las congregaciones religiosas, eso es lo que manifiesta la santidad. Sin esto, es bastante difícil darse cuenta de que la religión católica es la única verdadera. Ahora bien: hoy desaparecen los sacerdotes, religiosos y religiosas, y los que quedan no llevan ni siquiera un signo exterior de su pertenencia y entrega a Dios.
Antes, en cualquier lugar, se reconocía a un sacerdote o a un religioso. Las iglesias tenían vida. Todo estaba bien ordenado y el Santísimo Sacramento colocado enfrente: la gente se ponía de rodillas, y todo el mundo podía verlo. Tales testimonios podían verse en toda Europa, en donde, en hospitales y clínicas, las Hermanitas de los Pobres se ocupaban de los ancianos, las Hermanas de la Asunción visitaban a las familias de los enfermos, etc. Prácticamente, quitaron a los religiosos y religiosas, y el hospital se ha convertido en un negocio de laicos y que, ¡por favor, nadie tome su lugar! Sin embargo, hay una gran diferencia entre una religiosa, que ayuda a los enfermos a soportar sus sufrimientos y manifiesta su caridad, y una simple enfermera que quizás es muy buena y amable, pero que en general no puede tener ese carácter de religión y esa marca de la caridad. La enfermera se va cuando termina su horario, mientras que la religiosa no tiene horario y se queda al lado del paciente aun durante la noche si hace falta. Esa donación total al enfermo impregnaba profundamente la atmósfera de hospitales y clínicas. Despidieron a las religiosas y a veces fueron los sacerdotes de la Acción Católica quienes les dijeron: “¡Estáis comiendo el pan de las enfermeras!” Así terminaron con las vocaciones religiosas hospitalarias.
También ha desaparecido la vida contemplativa. “Más vale dedicarse a la acción, ¿no?” Quitaron las rejas y las Hermanas salieron de la clausura: se acabó con la vida contemplativa. El resultado es que ya no hay vocaciones.
Es increíble lo que han podido decir o hacer los sacerdotes desde el Concilio para destruir la vida religiosa y, por consiguiente, la santidad de la Iglesia, sin contar los sacerdotes que se casaron, los sacerdotes obreros… ¿Cómo puede la gente, cuya fe se tambalea, sentirse aún incitada a creer que la religión católica sea la única verdadera? Oyen hablar de los protestantes, que son también muy amables; de las diaconisas, muy entregadas a lo suyo; de los musulmanes, que son mucho más piadosos que nosotros… —aunque la gente no sabe todo lo que hay detrás de esa apariencia: el envilecimiento de la mujer y las inmoralidades del Islam—, pero pierde la fe y ya no pone sus pies en la iglesia…
De ahí la importancia de la santidad de la Iglesia, marca que —como dice León XIII— la hace reconocible.

El deber del Estado con la religión

Sigamos la lectura:

«Considerada la misma libertad en el Estado, pide que éste no tribute a Dios culto alguno público, por no haber razón que lo justifique; que ningún culto sea preferido a los otros, y que todos ellos tengan igual derecho, sin respeto ninguno al pueblo, dado caso que éste haga profesión de católico. Para que todo esto fuera justo habría de ser verdad que la sociedad civil no tiene para con Dios obligación alguna».

Se trata del indiferentismo religioso del Estado.
Como si los hombres, cuando están reunidos en sociedad, ya no tuvieran deberes para con Dios, sino únicamente cuando están solos. Eso no puede ser.

«La sociedad, por serlo, ha de reconocer como padre y autor a Dios y reverenciar y adorar su poder y su dominio».

La sociedad civil tiene, pues, la obligación de dar culto a Dios, pues es una criatura de Dios, lo mismo que la familia. El mismo Estado y la autoridad civil le deben un culto a Dios, autor suyo. Y aquí León XIII indica otra vez de qué religión se trata:

«Siendo, pues, necesario, al Estado profesar una religión, ha de profesar la única verdadera, la cual sin dificultad se conoce, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como sellados los caracteres de la verdad. Por lo tanto, ésta es la religión que han de conservar los que gobiernan; ésta la que han de proteger, si quieren, como deben, atender con prudencia y útilmente a la comunidad de los ciudadanos».

¡“Derechos” para todas las religiones!

Por consiguiente, está claro que la libertad de cultos es una libertad falsa. Cien años después de León XIII, esta libertad se ha convertido en un principio corriente y normal. Son raros los católicos que aún entienden que en un país se pueda prohibir la expansión de otra religión. Eso basta para darnos cuenta de cómo han penetrado los errores en las inteligencias.
Para no dejarnos envenenar, volvamos siempre a los verdaderos principios. A veces se oye decir: “Es mejor que el Estado deje que todo el mundo sea libre en materia de religión”. Ese es un razonamiento absolutamente opuesto a lo que quiere Dios. Cuando creó a los hombres y a las sociedades, fue para poner en práctica la religión y no cualquier religión.
Sin embargo, veamos la declaración del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, en la que se habla de “grupos religiosos” (D.H. 1, 4) en el párrafo titulado: “Libertad de las comunidades religiosas”.

«Porque las comunidades religiosas son exigidas por la naturaleza social del hombre y de la misma religión.
Por consiguiente, a estas comunidades, con tal que no se violen las justas exigencias del orden público, debe reconocérseles el derecho de inmunidad para regirse por sus propias normas, para honrar a la Divinidad con culto público…»

¿De qué “grupos” se trata? ¿De los mormones? ¿De los cientistas? ¿De los musulmanes? ¿De los budistas? Y en todo eso: ¿dónde está Nuestro Señor? La “divinidad suprema”, ¿es el Gran Arquitecto?

«… para ayudar a sus miembros en el ejercicio de la vida religiosa y sostenerles mediante la doctrina, así como para promover instituciones en las que sus seguidores colaboren con el fin de ordenar la propia vida según sus principios religiosos».

Habéis oído bien: cada grupo religioso según sus principios religiosos. ¡Es algo inaudito! Recordemos, no obstante, que no era más que un concilio “pastoral” y que ahí no estaba el Espíritu Santo…

«Las comunidades religiosas tienen también el derecho a no ser impedidas en la enseñanza y en la profesión pública, de palabra y por escrito, de su fe».

¿Su “fe”? ¡Pero si eso es algo contrario a la fe católica! Los Estados, ¿tendrán que dar a esos “grupos religiosos” la facultad de poder escribir, difundir sus errores y propagar su enseñanza por medio de instituciones? ¡Es increíble!
Y no se trata únicamente de los errores. Tenemos que pensar inmediatamente en las consecuencias, ya que esto no sólo se limita al plano especulativo: cada religión tiene sus convicciones doctrinales, pero también su moral. Los protestantes aceptan el divorcio y los anticonceptivos; los musulmanes tienen derecho a la poligamia… Los Estados ¿tienen que admitir también todo esto para que los “grupos religiosos” puedan “orientar su vida según sus principios religiosos”?
Y después de esto, ¿por qué poner límites? ¿Por qué no el sacrificio humano? Quizás dirá alguno: “¡Eso es contrario al orden natural!” Pero si un padre sacrificase a su hijo, ¿perjudicaría realmente al orden público? Ahí es a donde vamos a llegar.
Y después, ¿por qué no la eutanasia? “Matar a los enfermos en los hospitales libera a la sociedad de personas que son una carga y significan muchos gastos. Basta una inyección... ¡y se acabó!... ¡sin perjudicar el orden público!…” ¡Es horroroso! Por consiguiente, en nombre del “derecho para todos de no ser impedidos a enseñar” y de “manifestar su fe públicamente por escrito y de viva voz”, se puede admitir todo.

La declaración conciliar añade:

«Pero en la difusión de la fe religiosa [¿de qué fe se trata?] y en la introducción de costumbres es necesario abstenerse siempre de toda clase de actos que puedan tener sabor a coacción o a persuasión inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata de personas rudas o necesitadas. Tal modo de obrar debe considerarse como abuso del derecho propio y lesión del derecho ajeno».

Esas palabras se vuelven contra nosotros. Está escrito que hacen falta límites para la propaganda, para que no afecte a personas incapaces de distinguir entre la verdad y el error (por ejemplo, contra los Testigos de Jehová y los Adventistas, que van de puerta en puerta y cuentan con mucho dinero…), pero de ahí vienen a decirnos: “No intentéis convencer a la gente para que abandone su religión, ni tratéis de convertirlos”. Eso es lo que de hecho ocurre: como todos los “grupos religiosos” tienen derecho a existir, ¿que se hará en las misiones? Si todo el mundo tiene derecho natural a tener su religión, no vale la pena intentar convertirlos. Ni siquiera tenemos derecho de hacerlo.

«Forma también parte de la libertad religiosa —dice también la Declaración— el que no se prohíba a las comunidades religiosas manifestar libremente el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de toda la actividad humana».

¿Qué eficacia? ¿La de los musulmanes, con su poligamia y esclavitud?

«Finalmente, en la naturaleza social del hombre y en la misma índole de la religión se funda el derecho por el que los hombres, movidos por su sentido religioso propio, pueden reunirse libremente o establecer asociaciones educativas, culturales, caritativas y sociales».

Ya que, después de todo, todo el mundo tiene que poder reunirse libremente, ¿por qué no también los masones?
Todo eso es absolutamente contrario a la enseñanza de los Papas del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX. Si existe una verdad, Dios no puede dar al error un derecho para que se propague como la verdad. Eso no puede ser. Hablar así es lo mismo que insultar a Dios.

martes, 1 de diciembre de 2015

La unidad no está por encima de la verdad.


“El gran peligro que amenaza hoy a los católicos y a una amplia parte de la jerarquía, es el deseo de conciliar cosas que son inconciliables (…) 
Algunos, en efecto, no se dan cuenta de que declarando: “Debemos abandonar el ghetto católico y adoptar una actitud más positiva en relación al mundo”, abren la puerta al diablo, que les conduce a no ver ya el contraste, irreconciliable y sin fin, entre el espíritu del Cristo y el espíritu del mundo. (…) 
La unidad no está por encima de la verdad. 
Una tendencia muy extendida es la que pone la comunidad por encima de la verdad; eso lleva a considerar la unidad más importante que la verdad y a temer más el cisma que la invasión del error y de la herejía en la Iglesia. Considerando esencial la paz de los creyentes, si verdaderos discípulos de Cristo alzan la voz, para defender el depósito de la fe católica contra las falacias de nuevas interpretaciones que despojan de su contenido sobrenatural el mensaje del Verbo encarnado, son considerados por muchos prelados como perturbadores incómodos. 
Toda unidad entre creyentes, si se obtiene a expensas de la verdad, no es sólo una pseudo-unidad; en su esencia más profunda es una traición a Dios. Se coloca la fraternidad social, el vivir bien juntos y el no molestar a nadie por encima de la fidelidad a Dios. Esa es precisamente la actitud contraria a la de todos los grandes adversarios del arrianismo: de un San Atanasio, de un San Hilario de Poitiers.
Nadie, como Pascal, ha desenmascarado tan clara y profundamente el falso irenismo que pone la unidad por encima de la verdad. Escribe: “¿No se ve con claridad que, como es un crimen perturbar la paz cuando reina la verdad, también lo es permanecer en paz cuando se destruye la verdad? Hay, pues, un tiempo en el que la paz es justa y otro en el que es injusta. Está escrito que ‘Hay tiempo de paz y tiempo de guerra’: es el interés de la verdad el que los discierne. Pero no hay tiempo de verdad y tiempo de error; está escrito, al contrario, que ‘la verdad de Dios permanece eternamente’ Por eso Jesucristo, que dice que ha venido a traer la paz, dice también que ha venido a traer la guerra; pero no dice que ha venido a traer la verdad y la mentira. La verdad es, por tanto, la primera regla y el último fin de todas las cosas (Pensées, 949)”.

Dietrich von Hildebrand, publicado en France Catholique, 21-4-1972 y en “Iglesia-Mundo” 8-12-1973. Visto en Syllabus, 16-Nov-2015.

jueves, 27 de agosto de 2015

De la proposición 80 del Syllabus y los mitos que la rodean.


[InfoCaótica, 18-Ago-2015] Circula en ciertos ambientes una suerte de leyenda dorada del magisterio que aplica en base a un prejuicio de época el adagio de los romanistas: in claris non fit interpretatio. Pero se trata de un mito que la historia desmiente. Toda vez que no haya error, lo cierto es que las expresiones del magisterio admiten grados de claridad en su formulación, de modo que se pueden establecer comparaciones entre diversas fórmulas sobre un mismo tema, por ejemplo, entre León XIII y Pío XII en una o muchas cuestiones; pero lo que no se adecua a la realidad histórica es decir que un documento como el Syllabus, en todas y cada una de sus partes, es tan claro en su formulación como para no dar lugar a interpretaciones contrastantes dentro de la Iglesia. Por el contrario, la historia ha probado que el documento recibió distintas interpretaciones en la Iglesia: maximalistas, minimalistas, más equilibradas y fieles a su espíritu, etc.
Es muy conocida la proposición 80 del SyllabusEl Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo, y con la civilización moderna. Como toda condena se ha de interpretar en sentido estricto y no extensivo. Se debe precisar el significado de los términos condenados. Una interpretación extensiva del término "civilización", por ejemplo, conduciría a pensar que  Pío IX condenó por modernas cosas tales como el ferrocarril, la máquina a vapor, etc.
La proposición 80 tiene por fuente la Alocución Jamdudum cernimus (18-III-1861) que publicamos completa a continuación. Esperamos sirva de instrumento para una mejor interpretación. Notemos ahora que el término "civilización" aparece 13 veces en dicho documento. Y en algún pasaje se contiene algo que podría entenderse como definición de lo condenado: "un sistema establecido a propósito para debilitar y acaso destruir la Iglesia de Jesucristo". Ello sin perjuicio de otras notas o propiedades que describen la "civilización" condenada.


ALOCUCION DE N. S. P. EL PAPA PIO IX PRONUNCIADA EN EL CONSISTORIO SECRETO DEL 18 DE MARZO DE 1861.

Venerables Hermanos.

Ya en otro tiempo os hice notar el triste conflicto, en que particularmente en nuestros tristes tiempos se encuentra nuestra sociedad a causa de la lucha continua entre la verdad y el error, entre la virtud y el vicio, entre la luz y las tinieblas. Puesto que por una parte los unos defienden ciertas modernas exigencias, que según dicen, son convenientes a la civilización, mientras otros por otro lado sostienen los derechos de la justicia y de nuestra Santísima Religión. Los primeros piden, que el Romano Pontífice se reconcilie y avenga con el Progreso, con el Liberalismo, como lo llaman, y con la civilización moderna: otros empero con razón claman, para que se conserven íntegros e intactos los inmóviles e inconcusos principios de la justicia eterna, y se mantenga en todo su vigor altamente saludable nuestra divina Religión, que no solo engrandece la gloria de Dios, y trae el oportuno remedio a tantos males, que afligen al género humano, sí que también es la única y verdadera norma, por la cual los hijos de los hombres formados en esta vida mortal en todo género de virtudes son conducidos al puerto de la bienaventuranza. Mas los propagadores de la civilización moderna no reconocen esta diferencia, como quiera que se tienen a sí propios por verdaderos y sinceros amigos de la Religión. Y aun Nos quisiéramos dar crédito a sus palabras, si no nos manifestasen todo lo contrario los tristísimos hechos, que todos los días pasan a nuestra vista. Y a la verdad, una es tan solo la verdadera y santa Religión fundada y establecida en la tierra por Nuestro Señor Jesucristo, que siendo fecundo origen de todas las virtudes, como que les da vida y aliento, y expele los vicios y da libertad a las almas, y nos indica la verdadera felicidad, se llama Católica, Apostólica, Romana. Mas ya en nuestra Alocución del consistorio habido el día 9 de Diciembre del año 1854, ya os manifestamos lo que debemos pensar, de los que viven fuera de esta arca de salvación, y ahora reproducimos y confirmamos la misma doctrina. Sin embargo, a los que para bien de la Religión nos encarecen, que nos asociemos a la civilización moderna, debemos preguntarles si son tales los hechos, que puedan inducir al Vicario de Jesucristo instituido en la tierra por el mismo, y por virtud divina para defender la pureza de su celestial doctrina, y apacentar y confirmar a los corderos y a las ovejas en la misma, a que sin grave detrimento de la conciencia y grande escándalo de todos se alíe con la civilización moderna, cuyas obras, nunca bastante deplorables, son malas, y cuyas tristes opiniones proclaman errores y principios, que son del todo contrarios a la Religión Católica y a su doctrina.
Y entre estos hechos nadie ignora cómo se quebrantan, casi luego de iniciados, hasta los solemnes Concordatos hechos entre esta Sede Apostólica y los Reales Príncipes, como aconteció tiempo atrás en Nápoles: de lo cual, Venerables Hermanos, una y otra vez nos hemos quejado en esta vuestra solemne reunión, y reclamamos en gran manera del mismo modo, con que hemos protestado en otras circunstancias contra semejantes violaciones y actos de audacia.
Pero esta civilización moderna, mientras presta su protección a los cultos no católicos, y no impide a los infieles el obtener cargos públicos, y cierra a sus hijos las escuelas católicas, enójase contra las Comunidades Religiosas, contra los institutos fundados para regularizar las escuelas católicas, contra muchísimos eclesiásticos de todas categorías, revestidos de grandes dignidades, de los cuales no pocos están desterrados o en las cárceles, y también contra los seglares, que adictos a Nos y a esta Santa Sede defienden con valor la causa de la Religión y de la justicia. Esta civilización, mientras protege con largueza a los institutos y personas anticatólicas, despoja de sus legítimas posesiones a la Iglesia Católica, y emplea todos sus consejos y desvelos en disminuir la saludable influencia de la propia Iglesia. Fuera de esto, mientras, concede la más amplia libertad para la publicación de frases y escritos, en que se ataca a la Iglesia, y a los que le son sinceramente adictos, y mientras anima, sostiene y fomenta la licencia, y se muestra sumamente precavida y moderada en reprender los violentos excesos, que se cometen de palabra y por escrito, emplea toda su severidad en castigar a los aludidos si juzga que salvan ni siquiera levemente los límites de la templanza.
Y a esta civilización ¿pudiera jamás el Romano Pontífice tenderle su mano, y formar con ella sincera unión y alianza? Dése a las cosas su verdadero nombre, y esta Santa Sede nunca faltará a lo que así se debe. Esta Santa Sede fue la que patrocinó y fomentó la verdadera civilización; y los monumentos históricos dan elocuente testimonio, y prueban, que en todos tiempos la Santa Sede ha introducido la verdadera y real humanidad de costumbres, la moralidad y la ilustración en las más apartadas regiones de la tierra. Mas cuando bajo el nombre de civilización se quiere entender un sistema establecido a propósito para debilitar y acaso destruir la Iglesia de Jesucristo, nunca esta Santa Sede ni el Romano Pontífice podrán formar alianza con semejante civilización; pues, como dice muy acertadamente el Apóstol S. Pablo, ¿qué hay de común entre la justicia y la iniquidad, o qué alianza puede haber entre la luz y las tinieblas? ¿qué alianza cabe entre Cristo y Belial?
¿Con que decoroso fin, por consiguiente, levantaron su voz los perturbadores y protectores de la sedición para exagerar los esfuerzos intentados en vano por ellos mismos para formar alianza con el Soberano Pontífice? Este, que saca toda su fuerza y vigor de los principios de la justicia eterna, ¿cómo pudiera jamás prescindir de ellos para debilitar su santísima fe, y aun para arriesgar a la contingencia de perder su especial esplendor y gloria, que casi de veinte siglos a esta parte le corresponde por ser el centro y la verdadera Sede de la Verdad Católica? Ni puede objetarse, que esta Sede Apostólica, en lo relativo al gobierno civil o temporal ha desatendido las demandas de los que han manifestado desear un Gobierno más liberal; y omitiendo antiguos ejemplos, hablemos de nuestros desafortunados días. Luego que la Italia obtuvo de sus legítimos príncipes instituciones liberales, Nos cediendo a nuestros paternales sentimientos dimos parte a nuestros hijos en el gobierno civil de nuestro territorio pontificio, e hicimos las oportunas concesiones, con sujeción empero a ciertas medidas prudentes, para que la influencia de hombres perversos no envenenase la concesión, que con ánimo paternal hacíamos. Pero ¿qué sucedió? La desenfrenada licencia se aprovechó de nuestra magnanimidad, y fueron regados con sangre los umbrales del palacio, en que se habían reunido nuestros ministros y diputados, y la impía revolución se levantó sacrílegamente contra el que les había concedido semejante beneficio. Y si en estos últimos tiempos se nos han dado consejos relativamente al gobierno civil, no ignoráis, Venerables Hermanos, que los admitimos, exceptuando y rechazando lo que no hacía referencia a la administración civil, sino que tendía, a que se accediese a la parte del despojo, que ya se había consumado. Pero no hay que hablar de los consejos bien recibidos, y de nuestras sinceras promesas, de ponerlos en práctica, cuando los que tendían a moderar las usurpaciones dijeron en alta voz, que no querían precisamente reformas, sino la rebelión absoluta, y la completa emancipación del Príncipe legítimo. Y ellos mismos, pero no el pueblo, eran los autores y promovedores de tan grave maldad, que lo llenaban todo con sus gritos, para que pudieran con razón decirse de ellos lo que el Venerable Beda decía de los fariseos y escribas enemigos de Jesucristo: «No eran algunos de la multitud, sino los fariseos y los escribas los que le calumniaban, como dan fe de ello los Evangelistas.»
Mas, los que atacan al Pontificado Romano no solo tienden a despojar completamente de todo su legítimo poder temporal a esta Santa Sede y al Romano Pontífice, sino que aspiran a que se debilite, y, si posible fuere, desaparezca del todo la virtud y la eficacia de la Religión Católica; y por lo tanto afectan de esta suerte a la obra del mismo Dios, al fruto de la redención y a la santa fe, que es la más preciosa herencia, que nos ha legado el inefable sacrificio, que se consumó en el Gólgota. Y que todo esto es lo cierto lo demuestran claramente, no solo los hechos que se han realizado ya, sino también los que vemos amenazar cada día. Ved en Italia cuántas diócesis están privadas de sus Obispos por los citados impedimentos, con aplauso de los protectores de la civilización moderna, que dejan a tantos pueblos cristianos sin pastores, y se apoderan de sus bienes hasta para hacer de ellos un mal uso. Ved cuántos Prelados viven hoy en el destierro. Ved, y lo decimos con imponderable sentimiento, cuántos apóstatas que hablando, no en nombre de Dios, sino en el de Satanás, y fiando en la impunidad, que les concede el fatal sistema del régimen vigente, descarrían las conciencias, e impelen a los débiles a la prevaricación, y vuelven más temerarios a los que han incurrido ya en vergonzosos errores, y se empeñan en rasgar la túnica de Jesucristo, proponiendo y aconsejando el establecimiento de iglesias nacionales, como dicen ellos, y otras impiedades por el estilo. Y después que de esta suerte han insultado a la Religión, a la cual por hipocresía le aconsejan, que forme alianza con la civilización moderna, no vacilan con igual hipocresía en excitar a Nos, a que nos reconciliemos con la Italia. Más claro; cuando despojados casi de todos nuestros dominios temporales sobrellevamos los graves gastos anejos a nuestra doble representación como Pontífice y Príncipe temporal con los piadosos donativos de los hijos de la Iglesia Católica, que nos remiten cada día con el mayor afecto; cuando se nos ha señalado como blanco del odio y de la envidia por los mismos, que nos piden una reconciliación, quisieran además, que declarásemos públicamente, que cedemos a la libre propiedad de los usurpadores las provincias usurpadas de nuestros dominios temporales. Y con esta atrevida e inaudita demanda pretenden, que esta Apostólica Sede, que fue y será siempre el baluarte de la verdad y de la justicia, sancionase, que un agresor inicuo puede poseer tranquila y honradamente una cosa arrebatada con injusticia y violencia, estableciéndose de esta suerte el falso principio, de que la santidad del derecho nada tiene que ver con una injusticia consumada. Y esta demanda es incompatible hasta con las solemnes palabras, con que en un grande e ilustre Senado se declaró no ha mucho tiempo, que el Romano Pontífice es el representante de la principal fuerza moral en la sociedad humana. De lo cual se desprende, que no puede en manera alguna consentir en un despojo vandálico sin faltar a los fundamentos de la disciplina moral, de la que se reconoce ser, digámoslo así, la primera forma e imagen.
Si alguno, empero, o seducido por el error, o cediendo al temor, quisiere dar consejos conforme con las injustas aspiraciones de los perturbadores de la sociedad civil, es preciso que, especialmente en nuestros días se convenza de que nunca se darán ellos por satisfechos mientras no puedan hacer, que desaparezca todo principio de autoridad, todo freno religioso, y toda regla de derecho y de justicia. Y estos perturbadores tanto han hecho ya, así de palabra como por escrito, para desgracia de la sociedad civil, que han pervertido los humanos entendimientos, han debilitado el buen sentido moral, y han quitado todo horror a la injusticia, y no perdonan esfuerzos para persuadir a todos, que el derecho invocado por las personas honradas, no es más que una voluntad injusta, que debe desatenderse por completo: «¡Ay! verdaderamente lloró la tierra, y cayó, y desfalleció; cayó el orbe, y desfalleció la alteza del pueblo de la tierra. Y la tierra fue inficionada por sus moradores, porque traspasaron las leyes, mudaron el derecho, rompieron la alianza sempiterna»
Pero en medio de esa oscuridad tenebrosa, que Dios por sus inescrutables designios permite en ciertas gentes, Nos ciframos toda nuestra esperanza y confianza en el clementísimo Padre de las misericordias, y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones. Él es, Venerables Hermanos, quien os infunde el espíritu de unanimidad y de concordia, y os lo infundirá cada día más, para que unidos a Nos íntimamente estéis dispuestos a sufrir con Nos, la suerte que nos tenga reservada a cada uno de nosotros por secreto designio de su divina providencia, Él es quien une con el vínculo de la caridad entre sí, y con este centro de la verdad y de la unidad católica a los Prelados del Orbe Católico, que instruyen en la doctrina de la verdad evangélica a los fieles confiados a su cargo, y les muestran el camino, que han de seguir en medio de tanta oscuridad, anunciando con prudencia a los pueblos las verdades santas. Él es quien difunde sobre todas las naciones católicas el espíritu de oración, e inspira a los disidentes el sentimiento de la equidad para que formen una apreciación exacta de los acontecimientos actuales. Mas esta admirable unanimidad de oraciones en todo el Mundo Católico, y las unánimes demostraciones de amor hacia Nos, expresadas de tantos y tan variados modos (que es difícil encontrar otro ejemplo igual en anteriores tiempos), claramente demuestran cuánto necesitan los hombres de rectas intenciones dirigirse a esta Cátedra del bienaventurado Príncipe de los Apóstoles, luz del mundo, que siendo la maestra de la verdad, y la mensajera de la salvación, siempre enseñó, y nunca dejará de enseñar hasta la consumación de los siglos las inmutables leyes de la justicia eterna. Y está tan lejos de creer, que los pueblos de Italia se hayan abstenido de estos evidentísimos testimonios de amor filial y de respeto hacia esta Sede Apostólica, como que centenares de miles nos han dirigido afectuosamente cartas, no para suplicarnos, que accediésemos a la reconciliación solicitada, sino para compadecerse vivamente de nuestras molestias, angustias y pesadumbres, y asegurarnos del modo más completo su afecto, y detestar una y mil veces el perverso y sacrílego despojo del dominio temporal Nuestro, y de la Santa Sede.
Siendo así, antes de terminar, declaramos explícitamente ante Dios y ante los hombros, que no hay causa alguna por la cual debamos reconciliarnos con nadie. Ya que empero, si bien sin mérito alguno por nuestra parte, somos el representante en la tierra de Aquel, que rogó y pidió perdón para los pecadores, no podemos menos de sentirnos inclinados a perdonar, a los que nos odiaron, y a rogar por ellos, para que con el auxilio de la divina gracia se conviertan, y de esta suerte sean merecedores de la bendición, del que es Vicario de Jesucristo en la tierra. Con sumo gusto rogamos, pues, por ellos, y al punto que se convirtieren estamos dispuestos a perdonarles y bendecirles. Entre tanto, no podemos a pesar de todo mirarlo con indiferencia, como los que no toman interés alguno por las calamidades humanas; no podemos menos de conmovernos hondamente y de dolemos, y de considerar como nuestros los más graves perjuicios y males causados perversamente a los que sufren persecución por la justicia. Por lo cual, mientras desahogamos nuestro intenso dolor rogando a Dios, cumplimos el gravísimo deber de nuestro supremo apostolado de hablar, enseñar y condenar todo lo que Dios y su Iglesia enseña y condena, para que así cumplamos nuestra misión, y el ministerio, que recibimos do Nuestro Señor Jesucristo, de dar fe del Evangelio.

Por lo tanto, si se nos piden cosas injustas, no podemos acceder a ellas; más si se nos pide perdón, lo concederemos con sumo gusto, como ya antes hemos indicado. Mas, para dar la palabra de conceder este perdón, del modo que corresponde a nuestra dignidad pontificia, doblamos las rodillas ante Dios, y abrazando la triunfal bandera de nuestra redención rogamos humildemente a Jesucristo, que llene de su caridad, de suerte, que perdonemos del mismo modo, con que Él perdonó a sus enemigos antes de entregar su santísima alma en manos de su eterno Padre. Y le suplicamos encarecidamente, que así como después de concedido su perdón, en medio de las densas tinieblas, que cubrieron la tierra, iluminó los entendimientos de sus enemigos, que arrepentidos de su horrenda maldad regresaban a sus casas golpeando sus pechos, así en medió de la oscuridad de nuestros tiempos se digne derramar de los inagotables tesoros de su misericordia los dones de su gracia celestial y vencedora, que vuelva al único redil, a todos los que van errados. Sean cuales fueren empero los designios de su divina providencia, rogamos al mismo Jesucristo en nombre de su Iglesia, que juzgue la causa de su Vicario, que es la causa de su Iglesia, y la defienda contra los conatos de sus enemigos, y la enaltezca y ensalce con una gloriosa victoria. Y le rogamos, que devuelva la paz y la tranquilidad a la sociedad perturbada, le conceda la deseada paz para el triunfo dé la justicia, que únicamente la esperamos de Él. Pero en tanto desconcierto de la Europa y de todo el mundo, y de los que desempeñan el gravé cargo de gobernar a los pueblos, solo hay un Dios, que pueda pelear con nosotros y por nosotros: Júzganos, Dios, y aparta nuestra causa de «la gente no santa; danos, Señor, tu paz en nuestros días, porque no hay otro que pelee por nosotros sino tú, Señor Dios Nuestro».