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jueves, 4 de julio de 2013

Discurso de Francisco a una delegación del comité judío internacional.


Tomamos de la misma página oficial de la Santa Sede este discurso de Francisco a una delegación del comité judío internacional.

[Vatican.va - 24-06-2013]

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A UNA DELEGACIÓN DEL COMITÉ JUDÍO INTERNACIONAL PARA CONSULTAS INTERRELIGIOSAS

Sala de los Papas
Lunes 24 de junio de 2013
                           

Queridos hermanos mayores,
Shalom!

Con este saludo, apreciado para la tradición cristiana, me complace dar la bienvenida a la delegación de los responsables del «Comité judío internacional para consultas interreligiosas» (International Jewish Committee on Interreligious Consultations).

Dirijo asimismo un cordial saludo al cardenal Koch, igual que a los demás miembros y colaboradores de la Comisión para las relaciones religiosas con el judaísmo, con la que mantenéis un diálogo regular desde hace más de cuarenta años. Los veintiún encuentros celebrados hasta hoy han contribuido ciertamente a reforzar la comprensión recíproca y los vínculos de amistad entre judíos y católicos. Sé que estáis preparando el próximo encuentro, que tendrá lugar en el mes de octubre en Madrid y que tendrá como tema: «Desafíos a la fe en las sociedades contemporáneas». ¡Gracias por vuestro compromiso!

En estos primeros meses de mi ministerio he tenido ya la posibilidad de encontrar a ilustres personalidades del mundo judío; sin embargo, ésta es la primera ocasión de conversar con un grupo oficial de representantes de organizaciones y comunidades judías, y por este motivo no puedo dejar de recordar lo solemnemente afirmado en el n. 4 de la declaración Nostra aetate del Concilio Ecuménico Vaticano II, que representa para la Iglesia católica un punto de referencia fundamental respecto a las relaciones con el pueblo judío.

A través de las palabras del texto conciliar, la Iglesia reconoce que «los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los patriarcas, en Moisés y los profetas». Y, en cuanto al pueblo judío, el Concilio recuerda la enseñanza de san Pablo, según el cual «los dones y la llamada de Dios son irrevocables», y además condena firmemente los odios, las persecuciones y todas las manifestaciones de antisemitismo. Por nuestras raíces comunes, ¡un cristiano no puede ser antisemita!

Los principios fundamentales expresados por la mencionada Declaración han marcado el camino de mayor conocimiento y comprensión recíproca recorrido en las últimas décadas entre judíos y católicos, camino al que mis predecesores han dado un notable impulso, ya sea mediante gestos particularmente significativos como a través de la elaboración de una serie de documentos que han profundizado la reflexión acerca de las bases teológicas de las relaciones entre judíos y cristianos. Se trata de un itinerario por el cual debemos sinceramente dar gracias al Señor.

Ello, sin embargo, representa solamente la parte más visible de un vasto movimiento que se llevó a cabo a nivel local en todo el mundo y del que yo mismo soy testigo. A lo largo de mi ministerio como arzobispo de Buenos Aires —como indicó el señor presidente— he tenido la alegría de mantener relaciones de sincera amistad con algunos exponentes del mundo judío. A menudo hemos conversado acerca de nuestra respectiva identidad religiosa, la imagen del hombre contenida en las Escrituras, las modalidades para mantener vivo el sentido de Dios en un mundo en muchos aspectos secularizado. Me he confrontado con ellos en varias ocasiones sobre los desafíos comunes que aguardan a judíos y cristianos. Pero sobre todo, como amigos, hemos saboreado el uno la presencia del otro, nos hemos enriquecido recíprocamente en el encuentro y en el diálogo, con una actitud de acogida mutua, y ello nos ha ayudado a crecer como hombres y como creyentes.

Lo mismo ha sucedido y sucede en muchas otras partes del mundo, y estas relaciones de amistad constituyen en ciertos aspectos la base del diálogo que se desarrolla a nivel oficial. Por lo tanto, no puedo dejar de alentaros a continuar vuestro camino, buscando, como estáis haciendo, involucrar también en ello a las nuevas generaciones. La humanidad tiene necesidad de nuestro testimonio común a favor del respeto de la dignidad del hombre y de la mujer creados a imagen y semejanza de Dios, y en favor de la paz que, en primer lugar, es un don suyo. Me agrada recordar aquí las palabras del profeta Jeremías: «Pues sé muy bien lo que pienso hacer con vosotros: designios de paz y no de aflicción, daros un porvenir y una esperanza» (Jer 29, 11).

Con esta palabra: paz, shalom, quisiera concluir también mi intervención, pidiéndoos el don de vuestras oraciones y asegurándoos la mía. ¡Gracias!

© Copyright - Libreria Editrice Vaticana

domingo, 23 de junio de 2013

Walter Kasper admite la intencionada ambigüedad en los documentos del Concilio Vaticano II.


Como sostenemos los católicos tradicionalistas, los equívocos en los documentos conciliares, fueron voluntariamente introducidos para engañar a los Padres conciliares conservadores. Así, se los podía ilusionar insistiendo sobre el hecho de que el texto no quería decir, en el fondo, nada distinto de lo que al Iglesia había enseñado siempre. Pero como consecuencia de esos equívocos intencionados o “bombas de tiempo”, como las llamaría Mons. Lefebvre, se hizo posible el apoyo sobre esos pasajes para defender tesis totalmente heterodoxas.

Los teólogos modernistas Karl Rahner y Hebert Vorgrimer confirman la especie, cuando escriben por ejemplo que se “dejaron abiertas ciertas cuestiones teológicas importantes sobre las que no se llegaba a cerrar un acuerdo, eligiendo formulaciones que podían en el Concilio ser interpretadas de manera diferente por grupos y tendencia teológicas particulares”. (R.P. Matthias Gaudron, FSSPX)

El cardenal Walter Kasper admite la ambigüedad y la intencionalidad de los textos conciliares en unas declaraciones realizadas en abril y publicadas por varios medios, ente ellos, el periódico oficial de la Santa Sede L’Osservatore Romano. AL respecto, reproducimos un artículo del portal Tradición Digital.


[Tradición Digital - 08-04-2013]

Kasper admite ambigüedad intencionada en los documentos del Vaticano II

8 abril, 2013 | Tradición Digital

Traducción de Tradición Digital

El cardenal Walter Kasper hizo una declaración impresionante en las páginas de L’Osservatore Romano, el pasado viernes. Al ofrecer algunas reflexiones sobre los desafíos que enfrenta la Iglesia y el continuo problema (perpetuo) de la “verdadera aplicación del Concilio Vaticano II”, Kasper, hablando con referencia a los documentos del Concilio, declaró:

En muchos lugares, [los padres conciliares] tenían que encontrar fórmulas de compromiso, en las cuales, a menudo, las posiciones de la mayoría están ubicadas justo al lado de las de la minoría, diseñadas para delimitarlas. Por lo tanto, los mismos textos conciliares tienen un enorme potencial de conflicto, abren la puerta a una recepción selectiva en cualquier dirección. (Cardenal Walter Kasper, L’Osservatore Romano, 12 de abril de 2013)-

En las declaraciones del Cardenal, tenemos básicamente la afirmación de una tesis fundamental de Michael Davies y la mayoría de los tradicionalistas: que los documentos del Concilio tienen ambigüedades y están sujetos a una multitud de interpretaciones. Este concepto de ambigüedad Conciliar ha sido negado por muchos conservadores apologistas que insisten en que los documentos del Concilio son claros como el día y es sólo la malicia de los disidentes que empujan a una aplicación falsa la responsable de nuestra actual confusión.
Los tradicionalistas, sin embargo, e irónicamente, Kasper también, han insistido, sin embargo, que la destrucción que siguió al Concilio también se puede leer en los documentos mismos. Incluso si los padres conciliares no tenían la intención de causar la catástrofe que siguió al Concilio (y la mayoría coincide en que no la tenían), los documentos mismos fueron construidos de tal manera que se permitían interpretaciones progresistas cuando se ponen en manos de los teólogos u obispos progresistas. Contra el mantra conservador de “documentos perfectos – aplicación imperfecta”, afirma Kasper la crítica tradicionalista de “documentos imperfectos conducen a la aplicación imperfecta.” Benedicto XVI había hecho el mismo punto. Hay una íntima conexión entre los documentos y su aplicación.
Pero Kasper hace más que reconocer que “los mismos textos conciliares tienen un enorme potencial para el conflicto”, sino que continúa afirmando que estas ambigüedades, estos conflictos potenciales, formaban parte de un programa intencionado. No se limita a decir que los textos podrían ser objeto de diversas interpretaciones, sino que estos pasajes ambiguos eran “fórmulas de compromiso”, para aplacar a dos lados opuestos, de tal forma que pudieran ser interpretados de una manera ortodoxa, pero con la misma facilidad podían ser torcidos por los progresistas para prestar apoyo aparente a su vandalismo.
Se trata de lo que el difunto Michael Davies llama “bombas de tiempo” en los textos conciliares. Davies escribió: “Estas “bombas de tiempo” eran pasajes ambiguos insertados en los documentos oficiales por los peritos liberales o expertos. Pasajes que se interpretan en un sentido progresista no tradicional, una vez cerrado el Concilio” (Michael Davies, Liturgical Timebombs, Rockford, Ill: Tan Books, 2004, pg. 23). Davies tomó prestada la frase “bombas de tiempo” del libro de monseñor Lefebvre Un Obispo habla, que, básicamente, había presentado el mismo argumento.
En la entrevista de Kasper, tenemos nada menos que un reconocimiento de que no sólo eran bombas de tiempo, sino que fueron colocadas allí intencionalmente, y en esto él y Lefebvre están de acuerdo. Esta es una admisión asombrosa.
Kasper hizo otras muchas otras declaraciones que cuestionan otros aspectos de la narrativa conservadora acerca del Concilio. Por ejemplo:

Para la mayoría de los católicos, los desarrollos puestos en marcha por el Concillio son parte de la vida cotidiana de la Iglesia. Pero lo que están viviendo no es el gran nuevo comienzo ni la primavera de la Iglesia, que se esperaba en ese momento, sino más bien una Iglesia que tiene un aspecto invernal, y muestra claros signos de crisis.

Esto va contra el mantra imperante desde la época de Juan Pablo II, y que afirma que estamos experimentando una “nueva primavera” y una franca admisión de que hay en realidad una crisis, a pesar de que algunos, como el cardenal Timothy Dolan, siguen negando esta verdad lisa y llana. Esta simple admisión de hecho, que la Iglesia está en crisis y no está experimentando la primavera postconciliar prometida, es de gran importancia en el movimiento hacia adelante, y a pesar de cualquier otra cosa que podamos pensar de Kasper, le agradecemos su sinceridad aquí.
Hablando de la confusión que se produjo después del Concilio, Kasper dijo:

Para aquellos que conocen la historia de los veinte concilios reconocidos como ecuménicos, esto [el estado de confusión] no será una sorpresa. Los tiempos post-conciliares eran casi siempre turbulentos. El Vaticano  [segundo], sin embargo, es un caso especial.

Este reconocimiento importante, que también encontramos en otras partes, realmente echa por tierra el discurso católico-conservador de que lo que estamos viviendo en la Iglesia moderna es normal, ya que “siempre hubo confusión después de un Concilio”. Eso puede ser cierto, pero Kasper señala que la confusión que siguió al Vaticano II es “un caso especial”, diferente a la turbulencia de los períodos anteriores. Esto, también, es un punto en que se hace a menudo hincapié por los tradicionalistas, que ven en el Concilio Vaticano II no sólo otro acontecimiento eclesial con el nivel estándar de confusión después de los hechos, sino más bien un nuevo tipo de acontecimiento eclesial que no puede ser tan fácilmente clasificado junto con los Concilios del pasado.

¿El cardenal Kasper afirma las posiciones de Michael Davies, Lefebvre y los tradicionalistas? Estos son tiempos extraños, de hecho.

sábado, 6 de abril de 2013

Nicolás Gómez Dávila y el Concilio Vaticano II.



“Colocar al ‘prójimo’ en lugar de Dios ha sido el propósito del protestantismo liberal del siglo pasado y del progresismo católico post conciliar”. 
“La Iglesia post conciliar pretende atraer hacia el redil, traduciendo en el lenguaje insípido de la cancillería vaticana los lugares comunes del periodismo contemporáneo”. 
“El segundo concilio Vaticano parece menos una asamblea episcopal que un conciliábulo de manufactureros asustados porque perdieron la clientela”.
 
“En el segundo Concilio Vaticano no han surgido lenguas de Fuego sino un ardiente Riachuelo”.
 
“El cristiano progresista se halla tan listo a pactar con el adversario, que el adversario no halla con quien pactar”. 
“El cristiano moderno se siente obligado profesionalmente a mostrarse jovial y jocoso, a exhibir los dientes en benévola sonrisa, a profesar cordialidad babosa, para probarle al incrédulo que el cristianismo no es religión ‘sombría’, doctrina ‘pesimista’, moral ‘ascética’. El cristianismo progresista nos sacude la mano con ancha risa electoral”. 
“El católico progresista sólo tiene el afán de buscar qué más entrega”. 
“Hablar de manera que el auditorio entienda no consiste en predicarle lo que quiere oír. El cristianismo liberal de ayer, el cristianismo progresista de hoy, para convertir al mundo, en lugar de adoptar un lenguaje que el mundo entienda, adaptan el cristianismo al mundo”. 
“El clero progresista no decepciona nunca al aficionado a lo ridículo”.
“El católico progresista recolecta su teología en el basurero de la teología protestante”. 
“El clérigo progresista, en tiempos revolucionarios, puede acabar muerto pero nunca mártir”. 
“Si se trata meramente de organizar un paraíso terrenal, los curas sobran. El diablo basta”.

Nicolás Gómez Dávila, visto en Syllabus.

domingo, 24 de febrero de 2013

Pablo VI: “A través de alguna grieta ha entrado, el humo de Satanás en el templo de Dios”.



Compartimos la famosa y muy citada homilía del Papa Pablo VI, realizada en pleno Concilio Vaticano II, en la que afirma que el humo de Satanás ha penetrado en la Iglesia. Traducción publicada ya hace diez años (viernes 29 de junio de 2012) por la publicación “Secretum Meum Mihi” al cumplirse los cuarenta años del Concilio Vaticano II.


S.S. Paulo VI durante el Concilio Vaticano II
Lamentémonos y lloremos todos amargamente, puesto que en esta fecha hace 40 años, el Papa Paulo VI admitía claramente y sin ambajes que el Diablo había penetrado en la Iglesia. Lo peor de todo: ¡Nadie ha dicho desde entonces que hubiera salido!En efecto, en la Solemnidad de San Pedro y San Pablo de 1972, en su homilía para la ocasión, el Papa Paulo VI pronunció una de sus más famosas homilías (acaso la más de todas). Infortunadamente considerada no tan famosa como para que el propio sitio de internet de la Santa Sede consigne la totalidad de sus palabras, limitándose a hacer una simple síntesis en italiano.Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que muchos citan pasajes de esta homilía de Paulo VI sin haberla nunca leído por completo, limitándose a tomar los pasajes citados de algún otro que los haya citado previamente y así sucesivamente, obteniéndose una deformación y/o descontextualización de las palabras del Pontífice.Pero no nos sintamos defraudados, aquí está por primerísima vez en internet el texto completo e integral en español de la célebre homilía de S.S. Paulo VI en Jun-29-1972, la cual a veces es denominada “fuertes en la fe”, debido a su último párrafo.

En la solemnidad de San Pedro y San Pablo apóstol
S.S. Paulo VI, Oct-31-1973

Tenemos que agradecer a vosotros y a cuantos, ausentes de Roma, estáis presentes en espíritu, la asistencia a este rito que quiere tener una doble intención: la primera, diría —y es suficiente—, es la de honrar a los santos Pedro y Pablo, especialmente por estar en la basílica en la que nos hallamos, sobre la tumba y las reliquias del apóstol Pedro; de honrar a estos príncipes de los apóstoles y de honrar a Cristo en ellos, y de sentirnos llevados por ellos a Cristo, pues les somos deudores de esta gran herencia de la fe. Y, además, la otra intención es que no podemos ser insensibles a conmemorar el noveno aniversario de nuestra elección —como sucesor de Pedro— al Pontificado romano y, lo decimos temblando, al puesto de representante visible en la Tierra, vicario de Nuestro Señor Jesucristo.
Os lo agradecemos de corazón, también, porque esta presencia nos asegura lo que más vivo y ardoroso está en nuestros deseos: vuestra adhesión, vuestra fidelidad, vuestra comunión, vuestra unidad en la oración y en la fe, y en la constitución de esta misteriosa sociedad visible y terrenal que se llama la Iglesia, y por sentirnos aquí particularmente Iglesia, unidos en Jesucristo como en un cuerpo solo y, también, porque confiamos en que esta presencia significa ayuda, oración, y signifique indulgencia para quien os habla y también oración por Nos, por nuestro cargo, por la misión que el Señor Nos encomendó para el bien de la Iglesia y del mundo. Y esta oración Nos servirá verdaderamente de gran sufragio para cumplir humilde y fuertemente nuestra fatiga.
Nos sentimos autorizados a ceder la palabra al propio San Pedro y a rogarle que diga una de sus palabras entre las tantas hermosas que nos dejó en las dos epístolas canónicas que conservamos en el cuerpo de la Sagrada Escritura, y elegimos las que hablan de vosotros. San Pedro habla de la comunidad la Iglesia naciente en la primera carta —extraña, pero expresiva— que envió desde Roma a las iglesias de Oriente, a las iglesias de Asia Menor, dicen los exégetas informados y que, según su costumbre, escribió no para hacer nuevas comunicaciones doctrinales —como solía hacer San Pablo—, sino para exhortar. Se siente el pastor que quiere incitar, que quiere animar, y que quiere dar conciencia de lo que el pueblo cristiano es y de lo que debe hacer. En esta primera carta de San Pedro se toca, con profunda clarividencia y agudeza, toda la gama de los nuevos sentimientos que deben tener vivencia y brotar con ímpetu del corazón cristiano. Entre las muchas palabras que la carta contiene, os presentamos éstas que dejamos a vuestra meditación, con un breve comentario; dice San Pedro: “Vosotros sois una estirpe elegida, un sacerdocio real, gente santa, pueblo de su propiedad, para que proclaméis las virtudes de quien os llamó de las tinieblas a la luz maravillosa. Vosotros que antaño no erais un pueblo, ahora sois pueblo de Dios; vosotros que antes no fuisteis partícipes de la misericordia, ahora en cambio participáis de la misericordia del Señor”.
He aquí lo que Nos, sometemos un momento a vuestra reflexión.

Sacerdocio real

Estas son palabras que han sido muy estudiadas en los últimos años, especialmente porque han sido el eje de la doctrina del Concilio en su capítulo principal, es decir, en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, donde se describe precisamente este cuadro del pueblo de Dios. Sí; os decimos que en este momento propio de oración, pobres como somos, el Señor nos inspira para comprender las cosas. Imaginamos tener delante de Nos, casi extendida en panorama, a toda la Santa Iglesia Católica, y la vemos —con las características que San Pedro indica— en una unidad; recogida en este principio —Cristo— para este fin: glorificarle para este beneficio, salvarse para esta transfiguración, casi para esta metamorfosis que está iniciada en cada uno de los que componen esta comunidad de orden sobrenatural, por el descubrimiento de la vocación en cada uno de los componentes de esta gran masa humana, de este gran mar de la Humanidad, en el que cada cual está personalmente llamado como miembro de la multitud, personalmente llamado —según dice el “Apocalipsis”, acerca del último día— a recibir, como cada uno de los elegidos, un nombre nuevo. Si bien recuerdo, dice el Señor en el texto, que todos estamos llamados a ejercer, a componer, un sacerdocio real. Aquí hay una reminiscencia del Antiguo Testamento —la del Éxodo—cuando Dios, hablando a Moisés antes de entregarle La Ley, dice: “Yo haré de este pueblo un pueblo sacerdotal y real”. San Pedro recoge esta palabra tan grande, tan exaltadora, y !a aplica al nuevo pueblo de Dios, heredero y continuador del Israel dela Biblia, para formar un nuevo Israel, el Israel de Cristo. Dice San Pedro: “Será el pueblo sacerdotal y real el que glorificará al Dios de la misericordia, al Dios de la salvación”. Sabemos que esta palabra ha sido, a veces, mal entendida, como si e! sacerdocio fuera un solo orden, es decir ,fuese comunicado a cuantos están insertos en el Cuerpo Místico de Cristo, a cuantos son cristianos. En cierto sentido es verdad, y solemos llamarlo sacerdocio común, pero el Concilio nos dice —y la Tradición ya nos lo había enseñado— que existe otro grado, otro estado de sacerdocio: el sacerdocio ministerial, que tiene facultades, prerrogativas particulares y exclusivas, precisamente del sacerdocio ministerial.
Pero detengámonos en lo que interesa a todos: el sacerdocio real. Aquí deberíamos preguntarnos qué significa sacerdocio, pero las explicaciones no acabarían nunca, y por ello nos limitamos y conformamos con esto: sacerdote significa capacidad de rendir culto a Dios, de comunicar con El, de buscarle siempre en una profundidad nueva, en un descubrimiento nuevo, en un amor nuevo. Este impulso de la Humanidad hacia Dios, que no ha sido suficientemente alcanzado ni suficientemente conocido, es el sacerdocio de quien está inserto en el único sacerdote que, después del advenimiento del Nuevo Testamento, es Cristo. Es que el cristiano está dotado por ello mismo de esta calidad, de esta prerrogativa de poder hablar al Señor en términos verdaderos, como de hijo a padre.

Lo que distingue al cristiano

“Audemos dicere”: podemos en verdad celebrar ante el Señor un rito, una liturgia de la oración común, una santificación de la vida incluso profana, que distingue al cristiano del que no es cristiano. Este pueblo es distinto, aunque esté confundido en la gran marea de la Humanidad. Tiene su distinción, su característica inconfundible. San Pablo se definió “segregatus”, separado, distinto del resto de la Humanidad, precisamente por estar investido de prerrogativas y funciones que no tienen los que no poseen la suma fortuna y la excelencia de ser miembros de Cristo. Entonces tenemos que considerar que nosotros, los que estamos llamados a ser hijos de Dios, a participar en el Cuerpo Místico de Cristo, que somos animados por el Espíritu Santo y hechos templos de la presencia de Dios, tenemos que realizar este coloquio, este diálogo, esta conversación con Dios en la religión, en el culto litúrgico, en el culto privado, y tenemos que extender el sentido de la sacralidad incluso a las acciones profanas. “Si coméis, si bebéis —dijo San Pablo— hacedlo por la gloria de Dios”. Y lo dice repetidas veces, en sus cartas, como para reivindicar al cristiano la capacidad de infundir algo nuevo, de ¡luminar, de sacralizar también las cosas temporales, externas, efímeras, profanas.

Desacralización

Se nos exhorta a dar al pueblo cristiano, que se llama Iglesia, un sentido verdaderamente sagrado. Y afirmándolo así, sentirnos que tenemos que contener la ola de profanidad, desacralización, secularización, que sube, que oprime y que quiere confundir y desbordar el sentido religioso en el secreto del corazón —en la vida privada exclusivamente secreta, o también en las afirmaciones de la vida exterior— de toda interioridad personal, o incluso hacerlo desaparecer. Se afirma que ya no hay razón para distinguir un hombre de otro, que no hay nada que pueda realizar esta distinción. Aún más, hay que devolver al hombre su autenticidad, hay que devolver al hombre su verdadero ser, que es común a todos los demás. Pero la Iglesia, y hoy San Pedro, llamando al pueblo cristiano a la conciencia de sí mismo, le dicen que es el pueblo elegido, distinto, adquirido por Cristo, un pueblo que debe ejercer una particular relación con Dios, un sacerdocio con Dios. Esta sacralización de la vida hoy no debe ser borrada, expulsada de las costumbres y de nuestra vida, como si ya no debiera figurar.
Hemos perdido los hábitos religiosos, hemos perdido muchas otras manifestaciones exteriores de la vida religiosa. Respecto a esto hay mucho que discutir y mucho que conceder, pero es necesario mantener el concepto, y con el concepto también algún signo de la sacralidad del pueblo cristiano, es decir, de aquellos que están insertos en Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Ello nos dirá también que tenemos que sentir un gran fervor religioso.
En la actualidad hay una parte de los estudios de la Humanidad —la llamada sociología— que prescinde de este contacto con Dios. Por el Contrario, la sociología de San Pedro, la sociología de la Iglesia, al estudiar a los hombres, pone en evidencia precisamente este aspecto sacral, de conversación con el Inefable, con Dios, con el mundo divino, y ello hay que afirmarlo en el estudio de todas las diferenciaciones humanas. Por muy heterogéneo que se presente el género humano, no tenemos que olvidar esta verdad fundamental que el Señor nos confiere cuando nos da la Gracia: todos somos hermanos en el mismo Cristo. Ya no hay ni judío, ni griego, ni escita, ni bárbaro, ni hombre, ni mujer. Todos somos una sola cosa en Cristo, todos estamos santificados, tenemos todos la participación en este grado de elevación sobrenatural que Cristo nos confirió, y San Pedro nos lo recuerda; es la sociología de la Iglesia que no debemos hacer desaparecer ni olvidar.

Defecciones

Volviendo a mirar aquel panorama a que aludimos —el gran plano de la vida humana, toda la Iglesia— ¿qué es lo que vemos? Si nos preguntan qué es hoy la Iglesia, ¿se puede confrontar tranquilamente con las palabras que Pedro nos dejó como herencia y meditación?, ¿podemos estar tranquilos?, ¿no podemos ver a la Iglesia en una ideología que nos obliga a alguna reflexión, a alguna actitud, a algún esfuerzo y a alguna virtud que se convierte en característica del cristiano?
Pensamos de nuevo en este momento—con inmensa caridad— en todos nuestros hermanos que nos abandonan, en muchos que son fugitivos y olvidan, en muchos que tal vez nunca han conseguido tener conciencia de la vocación cristiana, aunque han recibido el bautismo. Quisiéramos muy de verdad tender la mano hacia ellos y decirles que el corazón está siempre abierto, que pasar el umbral es fácil. Mucho quisiéramos hacerles partícipes de la grande e inefable fortuna de nuestra felicidad, la de estar en comunicación con Dios, que no nos quita nada de la visión temporal y del realismo positivo del mundo exterior.
Tal vez ello nos obliga a renuncias, a sacrificios, pero mientras nos priva de algo, multiplica sus dones. Nos impone renuncias, pero nos proporciona abundantemente otras riquezas. No somos pobres, somos ricos, porque tenemos la riqueza del Señor. Ahora bien; quisiéramos decir a estos hermanos—de los que sentimos el desgarro en las entrañas de nuestra alma sacerdotal— cuánto les tenemos presente, cuánto —ahora y siempre, y cada vez más— les queremos, y cuánto rezamos por ellos, y cuánto procuramos con este esfuerzo que les persigue y les rodea, suplir la interrupción que ellos mismos hacen de nuestra comunión en Cristo.

El Sumo pontífice Pablo VI y el entonces Cardenal de Munich, Joseph Ratzinger.

Duda, incertidumbre, inquietud

Luego existe otra categoría, y a ella pertenecemos un poco todos. Y diría que esta categoría caracteriza a la Iglesia de hoy. Se diría que a través de alguna grieta ha entrado, el humo de Satanás en el templo de Dios. Hay dudas, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación. Ya no se confía en la Iglesia, se confía más en el primer profeta profano —que nos viene a hablar desde algún periódico o desde algún movimiento social— para seguirle y preguntarle si tiene la fórmula de la verdadera vida; y, por el contrario, no nos damos cuenta de que nosotros ya somos dueños y maestros de ella. Ha entrado la duda en nuestras conciencias y ha entrado a través de ventanas que debían estar abiertas a la luz: la ciencia. Pero la ciencia está hecha para darnos verdades que no alejan de Dios, sino que nos lo hacen buscar aún más y celebrarle con mayor intensidad. Por el contrario, de la ciencia ha venido la crítica, ha venido la duda respecto a todo lo que existe y a todo lo que conocemos. Los científicos son aquellos que más pensativa y dolorosamente bajan la frente y acaban por enseñar: “no sé, no sabemos, no podemos saber”.
Es cierto que la ciencia nos dice los límites de nuestro saber, pero todo lo que nos proporciona de positivo debería ser certeza, debería ser impulso, debería ser riqueza, debería aumentar nuestra capacidad de oración y de himno al Señor; y, por el contrario, he aquí que la enseñanza se convierte en palestra de confusión, en pluralidad que ya no va de acuerdo, en contradicciones a veces absurdas.
Se ensalza el progreso para luego poder demolerlo con las revoluciones más extrañas y radicales, para negar todo lo que se ha conquistado, para volver a ser primitivos después de haber exaltado tanto los progresos del mundo moderno.
También en nosotros, los de la Iglesia, reina este estado de incertidumbre. Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día de nubes, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre y se siente fatiga en dar la alegría de la fe. Predicamos el ecumenismo y nos alejamos cada vez más de los otros. Procuramos excavar abismos en vez de colmarlos.

Intervención del Diablo

¿Cómo ha ocurrido todo esto? Nos, os confiaremos nuestro pensamiento: ha habido un poder, un poder adverso. Digamos su nombre: él Demonio. Este misterioso ser que está en la propia carta de San Pedro —que estamos comentando— y al que se hace alusión tantas y cuantas veces en el Evangelio —en los labios de Cristo— vuelve la mención de este enemigo del hombre. Creemos en algo preternatural venido al mundo precisamente para perturbar, para sofocar los frutos del Concilio ecuménico y para impedir que la Iglesia prorrumpiera en el himno de júbilo por tener de nuevo plena conciencia de sí misma.
Precisamente por esto, quisiéramos ser capaces, ahora más que nunca, de ejercerla función que Dios encomendó a Pedro de confirmar en la fe a los hermanos. Quisiéramos comunicarnos este carisma de .la certeza que el Señor da a quien le representa, incluso indignamente, en esta tierra. Y deciros que la fe —cuando está fundada en la palabra de Dios, aceptada y situada en la conformidad de nuestro propio ánimo humano— esta fe nos da una certeza verdaderamente segura. Quien crea con sencillez, con humildad, se sabe por el buen camino, siente que tiene un testimonio interior que nos confirma en nuestra difícil ideología y nos conforta en la difícil conquista de la verdad.
El Señor se manifiesta como luz y verdad al que lo acepta en su palabra, y su palabra no se convierte en obstáculo a la verdad y al camino hacia el ser, sino en peldaño por el que podemos subir y ser de verdad conquistadores del Señor, que nos viene al encuentro y se entrega hoy a través de esta metodología, de este camino de la fe que es anticipo y garantía de la visión definitiva.

Fuertes en la fe

Y entonces Nos vemos el tercer aspecto que nos gusta tanto contemplar, la gran extensión de la Humanidad creyente. Vemos una gran cantidad de almas humildes, simples, puras, rectas, fuertes, que creen, que son —según dice San Pedro al final de su epístola— “fortes in fide”. Y quisiéramos que esta fuerza de la fe, está seguridad, esta paz, triunfase sobre los obstáculos que la vida —nuestra propia experiencia y la fenomenología de las cosas— ponen delante de nosotros, y que fuéramos siempre “fuertes en la fe”.
Hermanos, no decimos cosas extrañas, difíciles ni absurdas. Quisiéramos tan sólo que hicierais la experiencia de un acto de fe, en humildad y sinceridad; un esfuerzo psicológico que nos diga a nosotros mismos que tratemos de cumplir una acción consciente.
¿Es cierto, no es cierto?, ¿acepto, no acepto? Sí, Señor, yo creo en tu palabra; creo en tu Revelación; creo en quien Tú me has dado como testigo y garantía de esta Revelación Tuya, para sentir y probar, con la fuerza de la fe, el anticipo de la bienaventuranza de la vida que con la fe se nos ha prometido.

Fuente de la traducción: Secretum Meum Mihi.

martes, 15 de enero de 2013

Roma ocupada por los “nuevos teólogos”.



Como elemento motor del tren de la “nueva teología”, el prefecto Ratzinger ha inundado Roma de “nuevos teólogos” y en particular la Congregación para la Fe y las Comisiones que él preside. Y así es como para “promover la sana doctrina”, bajo la prefectura del cardenal Ratzinger, encontramos, entre otros, en la Congregación para la Fe a un obispo Lehmann, que niega la Resurrección corporal de Jesús (aunque para Ratzinger también Jesús es “crucificado y resucitado a los ojos de la fe [sic!]” op. cit, p. 187), un George Cottier, O.P., “gran experto” en masone­ría y “partidario del diálogo entre Iglesia y logias”, un Albert Vanhoye, S.J., para el cual “jesús no era sacerdote” (aunque tam­poco lo sea en mayor medida para Ratzinger y para su “maestro” Rahner), un Marcelo Bordoni, para el cual quedar anclado al dogma cristológico de Calcedonia es un “fixismo” intolerable (al igual que para Ratzinger) (v. para Lehmann, Sí Sí, No No, edición italiana 15 de marzo de 1 992, para Cottier, 29 de febrero de 1992, para Vanhoye 15 de marzo de 1987, para Bordoni, Si Si, No No, edición española, julio-agosto 1993).
Así es como en la Comisión Bíblica Pontificia, resucitada de su largo letargo y de la cual el prefecto Ratzinger es Presidente ex officio, se han sucedido como Secretario un Henri Cazelles, sulpiciano, pionero de la exégesis neomodernista, cuya Introduc­ción a la Biblia fue, en su tiempo, objeto de censura por parte de la Congregación romana para los Seminarios (v. Sí Sí, No No, edi­ción italiana, 30 de abril de 1989), y después el ya citado Albert Vanhoye, S.J., mientras que entre los miembros nos encontramos con un Gianfranco Ravasi, que arruina públicamente la Sagrada Escritura y la Fe, y un Ciuseppe Segalla que niega a Juan su Evangelio y divulga el criticismo más avanzado (v. Sí Sí, No No, edición italiana, a. IV, nº 11, p. 2).
Así es como en la comisión teológica internacional, de la cual Ratzinger es presidente y cuyos miembros son escogidos a proposición suya, figuran, entre otros, el obispo Walter Kasper, para el cual los textos evangélicos “donde se habla de un Re­sucitado que lo han tocado con las manos y que se sienta a la mesa con sus discípulos” son “afirmaciones más bien groseras... que hacen correr el peligro de justificar una fe pascua muy ‛rosa’” (aunque Ratzinger no ama tampoco “una concepción masiva y terrena de la resurrección”, v. Introducción al Cristianis­mo, p. 269; para Kasper, v. Gesù, il Cristo, Queriniana, Brescia, 4ª edición, p. 192), al obispo Christoph Schönborn, O.P., secre­tario redaccional del nuevo “catecismo” y que, en el primer ani­versario de la muerte de Von Balthasar celebró su super-lglesia ecuménica, la “Católica” no católica, en la Iglesia de Santa María de Basilea (v. H.U. Von Balthasar. Figura e opera, ed. Piemme, pp. 431 ss), al obispo André-Jean Léonard, “hegeliano... obispo de Namur, responsable del Seminario de San Pablo donde Lustiger envía a sus seminaristas [¡todo en familia!] (30 Giorni, diciem­bre 1991, p. 67), etc., etc. 
 
Con discreción y sin ella

¿Qué decir, además, de los modos más “discretos”, pero no menos eficaces, mediante los cuales el prefecto Ratzinger pro­mueve la “nueva teología”? Walter Kasper es nombrado obispo de Rottenburg-Stuttgart[1]. Su “viejo colega” Ratzinger le escribe: “Vos sois un don precioso para la Iglesia católica en este período turbulento” (30 Giorni, mayo 1989). Urs von Balthasar muere en la víspera de recibir la “merecida distinción honorífica de carde­nal”. El prefecto Ratzinger en persona pronuncia el elogio fúne­bre en el cementerio de Lucerna, mostrando en el difunto un teólogo “probatus”:
“Lo que el Papa -dice Ratzinger- quería expresar mediante este gesto de reconocimiento o, mejor, de honor, permanece vá­lido: no son ya solamente particulares, personas privadas, sino que es la Iglesia en su responsabilidad ministerial oficial [sic!] quien nos dice que él fue un auténtico maestro de fe, un guía seguro hacia las fuentes del agua viva, un testimonio de la Pala­bra, mediante la cual podemos aprender a Cristo, aprender a vida” (extraído de H.U. von Balthasar. Figura e opera, de Leh-mann y Kasper, ed. Piemme, pp. 457 s.).
El prefecto Ratzinger, de otra parte, está a la cabeza del grupo que patrocina la apertura en Roma de un “centro de formación para candidatos a la vida consagrada”, formación “inspirada por las vidas y las obras de Henri de Lubac, Hans Urs von Balthasar y Adrienne von Speyr” (30 Giorni, agosto-septiembre 1990).
En fin, y para contener nuestro discurso en los límites necesa­rios, el prefecto Ratzinger ha presentado a la prensa la “Instruc­ción sobre la vocación eclesial del teólogo”, subrayando que este documento “afirma -puede ser que por primera vez con esta cla­ridad- que hay decisiones del magisterio que no pueden ser una palabra definitiva sobre el sujeto en tanto que tal, sino un abor­daje sustancial al problema y ante todo también una expresión de prudencia pastoral, una especie de disposición provisoria (L’Osservatore Romano, 27 de junio de 1990, p. 6) y dando al­gunos ejemplos de “disposiciones provisorias” hoy “superadas en las particularidades de sus determinaciones”: 1) las “declaracio­nes de los Papas del siglo último sobre la libertad religiosa”; 2) las "decisiones antimodernistas de comienzo de siglo”; 3) las “deci­siones de la Comisión Bíblica de entonces”; en resumen: los tres baluartes opuestos por los Romanos Pontífices al modernismo en los dominios social, doctrinal y exético.
Debemos añadir que Elio Cuerriero, redactor jefe de Communio (edición italiana) está en perfecto acuerdo con nosotros sobre este punto de vista. Ilustrando la victoriosa avanzada de la “nueva teología” en la revista Jesús de abril 1992, escribía: “Siempre en Roma es necesario destacar el trabajo realizado por Joseph Ratzinger tanto como teólogo como prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe”. Tras esto, del “restaurador” Ratzinger no queda más que el mito.

El mito del “restaurador”

Cómo ha podido nacer este mito no es difícil de comprender.
En el Prólogo a Introducción al Cristianismo, por ejemplo, Ratzinger escribe: “El problema del auténtico contenido y sentido de la fe cristiana está hoy, mucho más que en tiempos pasados, rodeado de incertidumbre”. Y esto porque “quien ha seguido el movimiento teológico de las últimas décadas y no pertenece al grupo de quienes, sin reflexionar, creen sin reparo que lo nuevo de todas las épocas es siempre lo mejor”, se preocupa por saber si “la teología... ha dado interpretaciones progresivamente des­cendentes de la pretensión de la fe que a menudo se recibió de manera sofocante” y si “tales interpretaciones han suprimido tan pocas cosas que no se ha perdido nada importante, y al mismo tiempo tantas, que el hombre siempre se ha atrevido a dar un paso más hacia adelante” (p. 1 7).
¿Qué católico, que ame a la Iglesia y sufra por la crisis actual, no suscribiría afirmaciones parecidas? Hay ya en este Prólogo, inalterado desde 1968, lo suficiente como para crear en torno a Ratzinger el mito de “restaurador”. ¿Pero qué opone Ratzinger a la demolición progresiva de la Fe perpetrada por la teología con­temporánea? Opone la absolución general de esta misma teología de la cual -declara él- “Es cierto que tales preguntas, en su formu­lación global, son injustificadas, ya que solamente en cierto sen­tido puede afirmarse que “la teología moderna” ha seguido ese camino” (p. 18). Y sobre todo opone, como correctivo, el mismo repudio de la Tradición y del Magisterio, mediante el cual la teología de los últimos decenios ha “rodeado de incertidumbre” el “auténtico contenido y sentido de la fe cristiana... mucho más que en tiempos pasados”. A la deplorada tendencia, siempre más reductiva, de esta teología, de hecho, según Ratzinger, “no se puede impugnar esta rama defendiendo una ciega conservación del metal precioso de formas fijas del pasado, ya que siguen siendo [no declaraciones solemnes del Magisterio, sino] sola­mente pepitas de metal precioso: un peso que, en virtud de su valor, conserva siempre la posibilidad de una verdadera libertad [que viene así subresticiamente a tomar el lugar a la verdad]” (p. 18). Parece escapar a Ratzinger que inmediatamente este prólogo conduce también “seguramente” allí donde la “teología” contem­poránea. Su libro entero está ahí para demostrarlo. Ya San Pío X notaba que todos los modernistas no eran capaces de extraer, de sus premisas erróneas, las conclusiones verdaderamente inevi­tables (v. Pascendi).
Ratzinger es siempre así: a ¡os excesos con los cuales toma sus distancias (a menudo con ocurrencias cáusticas), no opone nunca la verdad católica, sino un error aparentemente más moderado, pero que no obstante en la lógica del error conduce a las mismas conclusiones ruinosas.
El propio Ratzinger se califica en Informe sobre la Fe de “‛progresista’ equilibrado” (p. 22). El está por una “evolución tranquila de la doctrina” sin “escapadas en solitario hacia ade­lante” (p. 23), pero también “sin nostalgias de un ayer irremedia­blemente pasado” (p. 24), es decir por la Fe católica abandonada tranquilamente tras de sí. Si bien él no ama el progresisimo de punta, tampoco ama la Tradición católica: “Debemos permane­cer fieles al hoy de la Iglesia; no al ayer o al mañana (Informe sobre la fe, p. 37; las cursivas están en el texto).
La cuesta es siempre la misma e, incluso, aunque más suave­mente, conduce a! mismo repudio total de la divina Revelación, es decir a la apostasía. Las obras del “teólogo” Ratzinger están ahí para demostrarlo de forma incontestable.
 
Hyrpinus, “Sí Sí, No No”, edición española, año III, nº 27, noviembre 1993. Recomendamos vivamente esta magnífica revista.




[1] Cf. Roma Aeterna nº 111.

domingo, 13 de enero de 2013

Profesión de Fe de Monseñor Lazo.





El 8 de mayo de 1998, el Cardenal Sin, Arzobispo de Manila (Filipinas), organizó una gran reunión intercon­fesional para pedir unas elecciones pacíficas, invitando a budistas, musulmanes, protestantes, taoístas y represen­tantes de cultos indígenas a rezar en la catedral de la In­maculada Concepción, renovando así en Manila el es­cándalo de Asís.
El 17 de mayo de 1998, Monseñor Salvador Lazo, Obispo emérito de La Unión, envió una carta al Carde­nal Sin, reprochándole haber transgredido públicamente el primer mandamiento de la ley de Dios, y recordándo­le las sanciones previstas por el Código de Derecho Ca­nónico (sospecha de herejía según el canon 2316 del Có­digo de 1917... imposición de una pena justa según el mismo Código), así como la amenaza de Nuestro Señor de arrojar fuera “la sal que perdió su sabor”. Lo llarna a “volver a la verdadera fe católica, la fe de un San Pío V la que venció en Lepanto, de un Pío XI que, en su encíclica «Mortalium animos» ya condenó lo que usted acaba de hacer”.
El 18 de mayo, mediante un comunicado a la prensa, anunció que el 24 de ese mismo mes iba a hacer una pro­fesión solemne de fe, dirigida a Su Santidad el Papa Juan Pablo II, en la iglesia Nuestra Señora de las Victorias, perteneciente a la Fraternidad San Pío X, e invitó a la prensa a cubrir el acontecimiento.
Ese domingo 24, luego de la Santa Misa, Monseñor Lazo realizó la siguiente profesión solemne de Fe. He aquí su texto:

Mi declaración de Fe



A Su Santidad
El Papa Juan Pablo II
Obispo de Roma y Vicario de Jesucristo,
Sucesor de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles,
Supremo Pontífice de la Iglesia universal,
Patriarca de Occidente, Primado de Italia,
Arzobispo y Metropolitano de la Provincia de Roma,
Soberano de la ciudad del Vaticano.

Jueves de la Ascensión, 21 de mayo de 1998

Santísimo Padre,

En el décimo aniversario de la consagración de cuatro Obispos católicos por parte de Su Excelencia Monseñor.
Marcel Lefebvre para la supervivencia de la Fe católica, declaro que, por la gracia de Dios, soy católico romano. Mi religión ha sido fundada por Jesucristo cuando dijo a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (San Mateo, XVI, 18).
Santo Padre, mi Credo es el Credo de los apóstoles. El depósito de la Fe viene de Jesucristo y se completó con la muerte del último apóstol. Ha sido confiado a la Igle­sia católica romana para servir de guía para la salvación de las almas hasta el fin de los tiempos.
San Pablo ordenó a Timoteo: “Oh, Timoteo, conserva el depósito” (I Timoteo, VI, 20).
¡El depósito de la Fe!
Santo Padre, San Pablo parece decirme: “Guarde el de­pósito... se le ha confiado un depósito, no lo que usted vaya descubriendo. Lo ha recibido, no sacado de su propio fondo. No depende de la intervención personal, sino de la doctrina. No es para su uso privado, sino que pertenece a la Tradición pública. No viene de usted, sino que le ha llegado a usted. No puede actuar con él como si fuese usted su autor, sino solamen­te como un guardián. No es el iniciador, sino el discípulo. No le pertenece a usted el regularlo, sino el ser regulado por él” (San Vicente de Lerins, Commonitorium, nº 22).
El Santo Concilio Vaticano I enseña que “la doctrina de Fe que Dios ha revelado, no ha sido propuesta como un hallaz­go filosófico que deba ser perfeccionado por los ingenios huma­nos, sino entregada a la Esposa de Cristo como un depósito di­vino, para ser fielmente guardada e infaliblemente declarada. De ahí que también hay que mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la santa madre Iglesia y jamás hay que apartarse de ese sentido so pre­texto y nombre de una más alta inteligencia” (Constitución dogmática “Dei Filius”, Dz. 1800).
“No fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custo­diaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir el depósito de la fe” (Vaticano I, Constitu­ción dogmática “Pastor Aeternus”, Dz. 1836).
Además, “el poder del Papa no es ilimitado: no solamente no puede cambiar nada de lo que es de institución divina, co­mo por ejemplo, suprimir la jurisdicción episcopal, sino que, colocado para edificar y no para destruir, por ley natural no de­be sembrar la confusión en el rebaño de Cristo” (“Diccionario de teología católica”, T. II, col. 2039-2040).
También San Pablo fortalecía así la fe de sus convertidos: "Pero, aun cuando nosotros mismos, o un ángel del cie­lo os predicase un Evangelio distinto del que os hemos anun­ciado, sea anatema" (Gálatas, I, 8).

Como Obispo católico, he aquí brevemente mi posi­ción sobre las reformas posconciliares del Concilio Vati­cano II:
Si las reformas conciliares son conformes a la volun­tad de Jesucristo, entonces colaboraré con gusto en su realización. Pero si las reformas conciliares están plani­ficadas para la destrucción de la religión católica funda­da por Jesucristo, entonces rehúso mi cooperación.
Santo Padre, en 1969 se recibió en San Fernando, dió­cesis de La Unión, una notificación de Roma. Decía que la Misa latina tridentina debía ser suprimida y que debía ser utilizado el Novus Ordo Missæ. No se daba ningu­na razón. La orden, prove­niente de Roma, fue acatada sin protestas (Roma locuta est, causa finita est).
Me jubilé en 1993, 23 años después de mi consagración episcopal. Desde mi jubila­ción he descubierto la verda­dera razón de la supresión ilegal de la Misa latina tradi­cional: la Misa antigua era un obstáculo para la introduc­ción del ecumenismo. La Mi­sa católica contenía los dog­mas católicos que los protes­tantes niegan. A fin de llegar a la unidad con las sectas protestantes, la Misa latina tridentina debía ser puesta en desuso y reemplazada por el Novus Ordo Missæ.
El Novus Ordo Missæ fue compuesto por Annibale Bugnini, un masón; seis mi­nistros protestantes ayuda­ron a Monseñor Bugnini a fa­bricarla. Los novadores se esmeraron en que ningún dogma católico que ofendiera a los oídos protestantes fuese dejado en las oraciones. Suprimieron todo lo que plenamente expresaban los dogmas católicos y lo reemplazaron por textos muy am­biguos de tendencias protestantes y herejes. Hasta han cambiado la forma de la Consagración dada por Jesucris­to. Con tales modificaciones, el nuevo rito se volvió más protestante que católico.
Los protestantes afirman que la Misa no es más que una simple cena, una simple comunión, un simple ban­quete, un memorial. El Concilio de Trento insistió en la realidad del Sacrificio de la Misa, que es la renovación incruenta del sacrificio sangriento de Cristo sobre el Cal­vario.

“Así, pues, el Dios y Señor nuestro, aunque había de ofrecerse una sola vez a sí mismo a Dios Padre en el altar de la cruz (...) ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las espe­cies de pan y de vino y bajo los símbolos de esas mismas cosas, los entregó, durante la Última Cena, la noche en que librado, a fin de dejar a la Iglesia, su esposa bienamada, un sacrificio que fuese visible (como lo exige la naturaleza humana) por el cual el sacrificio sangriento cumplido una vez por todas sobre la cruz pueda ser presentado de nuevo” (Dz. 938).

En consecuencia, la Misa es también una comunión del sacrificio que acaba de ser celebrado: un banquete donde se come la Víctima inmolada en sacrificio. Pero si no hay sacrificio, no hay comunión con él. La Misa es, primero y ante todo, un sacrificio, y en segundo lugar, una comunión o cena.
También se debe remarcar que, en el Novus Ordo Missæ, la presencia real de Cristo en la Eucaristía está implícitamente negada. La misma observación también es verdadera con respecto a la doctrina de la Iglesia sobre la transubstanciación.
Con relación a eso, el sa­cerdote, que antaño era un sacerdote que ofrecía un sa­crificio, en el Novus Ordo Missæ ha sido rebajado al papel de presidente de una asamblea. Para tal papel es que se presenta frente al pue­blo. En la Misa tradicional, en cambio, el sacerdote se presenta frente al sagrario y al altar, donde se encuentra Jesucristo.
Luego de haber tomado conciencia de estos cambios, he decidido dejar de decir el nuevo rito de la Misa que ha­bía dicho durante más de 27 años por obediencia a mis superiores eclesiásticos.   He vuelto a la Misa latina tridentina, porque es la Misa ins­tituida por Jesucristo en la Última Cena, la renovación incruenta del Sacrificio de Jesucristo sobre el Calvario. Esa Misa de siempre santificó la vida de millones de cris­tianos con el correr de los siglos.
Santo Padre, con todo el respeto que tengo por Usted y por la Santa Sede de San Pedro, no puedo seguir su en­señanza personal sobre la “salvación universal”: está en contradicción con las Sagradas Escrituras.
Santo Padre, ¿todos los hombres serán salvados? Je­sucristo quería que todos los hombres sean redimidos. Murió, de hecho, por todos nosotros. Sin embargo, no todos los hombres serán salvados, porque no todos los hombres cumplen las condiciones necesarias para pertenecer al número de los elegidos de Dios en el cielo.
Antes de subir al cielo, Jesucristo les confió a sus apóstoles el deber de predicar el Evangelio a toda la creación. Sus instrucciones ya indicaban que no todas las almas serían salvadas. Dice: “Id por el mundo entero, predicad el Evangelio a toda la creación. Quien creyere y fue­re bautizado, será salvo; mas, quien no creyere, será condena­do” (San Marcos, XVI, 15-16).
San Pablo empleaba el mismo lenguaje para con sus convertidos: “¿No sabéis que los inicuos no heredarán el rei­no de Dios? No os hagáis ilusiones. Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldi­cientes, ni los que viven de rapiña, heredarán el reino de Dios” (I Corintios, VI, 9-10).
Santo Padre, ¿debemos respetar a las falsas religio­nes? Jesucristo fundó una sola Iglesia en el seno de la cual se puede ser salvo: es la Santa Iglesia católica, apos­tólica y romana. Cuando enseñó todas las doctrinas y verdades necesarias para salvarse, Jesucristo no dijo: “respeten a todas las falsas religiones”. De hecho, el Hijo de Dios ha sido crucificado sobre la cruz porque en sus en­señanzas no tuvo compromisos con nadie.
En 1910, en su carta “Notre charge apostolique”, el Papa San Pío X nos puso en guardia contra el espíritu in­terconfesional, que forma parte de un gran movimiento de apostasía organizado en todos los países para erigir una iglesia mundial.
El Papa León XIII advirtió que “tratar a todas las reli­giones de la misma manera (...) es algo calculado para arrui­nar toda forma de religión, y especialmente la religión católica, que por ser la verdadera no puede sin gran injusticiaser mirada como simplemente igual a las otras religiones” (“Humanum genus”). El procedimiento va desde el catoli­cismo al protestantismo, desde el pro­testantismo al modernismo, desde el modernismo al ateísmo.
El ecumenismo, tal como se lo practi­ca hoy, se opone diametralmente a la doctrina y a la práctica católica tradicio­nales.
Rebajar la única religión verdadera, fundada por Nuestro Señor, al mismo ni­vel que las religiones falsas, obras de los hombres, es algo que los Papas en el cur­so de los siglos han prohibido estricta­mente a los católicos que hagan.
“Es evidente que la Sede Apostólica de ninguna manera puede tomar parte de estas asambleas (ecuménicas) y que de ninguna manera les está permitido a los católicos dar­les su aprobación o sostén a tales empresas”. (Pío XI, Mortalium animos”).
Soy partidario de la Roma eterna, la Roma de los San­tos Pedro y Pablo. No quiero seguir a la Roma masóni­ca. El Papa León XIII condenó a la masonería en su en­cíclica “Humanum genus en 1884.
No acepto tampoco a la Roma modernista. El Papa San Pío X condenó al modernismo en su encíclica “Pascendi dominici gregis” en 1907.
No sirvo a la Roma controlada por los masones, que son los agentes de Lucifer, el Príncipe de los demonios.
Pero sostengo a la Roma que conduce fielmente la Iglesia católica, a fin de cumplir la voluntad de Jesucris­to, la glorificación del Dios tres veces santo, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Me considero feliz por haber recibido, en medio de esta crisis de la Iglesia cató­lica, la gracia de haber vuelto a la Iglesia que se adhiere a la Tradición católica. Gracias a Dios, digo de nuevo la Misa tradicional: la Misa instituida por Jesús en la Últi­ma Cena, la Misa de mi ordenación.
Que la Bienaventurada Virgen María, San José, mi santo Patrono San Antonio, San Miguel y mi Ángel de la Guarda se dignen ayudarme a permanecer fiel a la Igle­sia católica fundada por Jesucristo para la salvación de los hombres.
Ojalá obtenga yo la gracia de permanecer hasta la muerte en el seno de la Santa Iglesia católica apostólica y romana, que adhiere a las antiguas tradiciones, y que sea siempre fiel sacerdote y Obispo de Jesucristo, Hijo de Dios.
Muy respetuosamente,

Monseñor Salvador L. Lazo, DD Obispo emérito de San Fernando de La Unión. Revista “Iesus Christus” nº 59, septiembre-octubre 1998, págs. 23-25.