En la obra “Las dos ciudades”, san
Agustín de Hipona decía que:
“Dos amores fundaron dos ciudades, a
saber: la ciudad terrena el amor de sí hasta el desprecio de Dios, y la ciudad
celeste el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo”.
En el día de hoy vivimos inmersos en
la Ciudad del Hombre que ha llegado hasta el desprecio de Dios, y con soberbia
ha construido esas grandes catedrales de hierro y cemento nombradas
orgullosamente “rascacielos”. Gigantes secuoyas de angulosas formas, cubiertas
de acero y vidrio, grises, fríos, que en su interior contiene miles de personas
trabajando como hormigas afanosamente en los negocios de la ambición humana.
Esta Ciudad del hombre, con esfuerzo casi sobrehumnano, ha querido tapar la
Creación de Dios. En toda ella se respira esa ambición, en toda ella se ha
impreso la mano del hombre. En toda ella se imprime, sobre su acero y sobre su
granito, la impronta del hombre voluntarista, del superhombre nitzcheano,
y bajo esa figura, el poder de la manipulación de la materia, con el cual ha
llegado a dominar la técnica.
El estruendoso rugir de los motores
y el chillido de las bocinas, nos llevan a desconocer el silencio. Los gritos
de hombres descontentos, distorsionados por la desgastada arenga de los
amplificadores eléctricos que se entremezclan con los golpes de tambores, como
danza tribal y desentonada, de los constantes insatisfechos manifestantes que
se movilizan con el lento paso del ganado bovino sobre una ancha avenida.
Y en las noches, la estertórea
música que resuena repetitivamente en los parlantes de una cultura descartable,
en los boliches, en los antros y bares de vida nocturna, emite aquellos
sonidos que producen un encantamiento en los bajos instintos, esa hipnótica
transformación de las mentes juveniles que caen desprevenidamente en las
actitudes más torpes a la vez que intentan homologar lo que sus “próceres” de
la subcultura imponen con la suyas. El bien no hace ruido y el ruido no hace
bien, decía un santo. Y los ruidos nos alejan del silencio tan necesitado para
el hombre que hoy y siempre ha buscado la Verdad.
Ya no contenta esta ciudad humana
con sus estridencias sonoras, recurre a las miles de luces y grandes pantallas
mostrando todas sus ofertas. Las luces de colores y los carteles cada vez más
vistosos, son aquellos ruidos que a la vista nos distrae. Las grandes cadenas
cada vez más monopolizadas del cine, con sus películas cada vez más vacías de
contenido pero a la vez más vistosas, repletas hasta el hartazgo de efectos
especiales, recordándome cada vez más a las elucubraciones culturales en la
distópica ¿o utópica? novela de Aldous Huxley “Un mundo feliz” con el “cine
sensible”. El concupiscente embelesamiento que nos pone enfrente para vendernos
el modo de vida que debemos aceptar, o sus muchas manufacturas de las grandes
fábricas o, cuando nos encontramos en épocas electorales, nos distrae con el
variopinto abanico multicolor del “márketing” político. Ruido para la vista y
para un verdadero pensamiento sobre qué necesita realmente la polis de hoy.
Hasta la escasa vegetación que podemos encontrar
en el centro de la urbe, parece subyugarse sumisamente a un patrón humano que
la ordena en la ciudad y la dispone como piezas de ajedrez, manipulandola y la
recortandola como papirola según su beneplácito. Todo ha sido manejado,
construido, plantado milimétricamente por la mano del hombre, a tal grado que
no podemos ver otra mano en lo que nos rodea, que la del hombre.
La Ciudad del Hombre, “la Ciudad
Terrena” que llamaba san Agustín, se yergue soberbia, omnipotente,
omnipresente, omnifuncional, como una aceitada maquinaria dispuesta a seguir
creciendo indeterminadamente frente al hombre que vive inmerso en ella,
absorbido por ella, impidiéndole por todos los medios posibles poder contemplar
más allá de sus paredes de cemento. La mano humana la ha construido toda
ladrillo por ladrillo, la Babilonia prostituta, la torre de Babel, cuyo
príncipe es el Príncipe de este Mundo, vuelve a erguirse para decirle al hombre
contemplador: “tú no podrás”.
La Ciudad Terrena busca siempre que
los hombres estén inmersos en sus ocupaciones, en sus diversiones, en lo
posible, toda la vida, y así olvidar lo profundo, lo importante y
trascendental. Su aplanadora sensorial busca achatar las perspectivas de la
vida, mostrando que solo hay un horizonte: el terreno, y así ocultar con sus
variadas artimañas, que también hay un horizonte vertical, si se me permite la
paradoja.
Pero aún, al contemplador, al hombre
que ama y que busca al Amor, que desea vivir en la Ciudad Celeste, la Patria
Celestial, cuando se le presenta el combate frente la Ciudad Terrena, puede
encontrar la gracia de cobijarse en el candor de un sencillo San Ireneo de
Arnoise interior, le queda ese vestigio que todavía el conglomerado de cemento
no le puede quitar. Aunque la urbe, con sus fulgurantes luces ha podido tapar
gran parte de las estrellas, aún quedan los cielos para poder escalar al cenit
y divisar el vestigio de Dios.
Y luego de estas reflexiones, a modo
retórico, podría hacerme unas preguntas, ¿serán estas cosas por las cuales las
grandes ciudades se han transformando en la acumulación legalista y legislativa
de vicios y desórdenes inimaginables antaño? ¿El alejamiento del hombre de Dios
nos ha llevado a la construcción de estas grandes ciudades o fueron las grandes
ciudades que alejaron también al hombre de la mirada trascendente?
Tal es el encierro del hombre entre
las paredes de la gran ciudad, que ha prodigado una considerable cantidad de
lunáticos, esos lunáticos que G. K. Chesterton describía como aquél que se
había encerrado entre las cuatro paredes de la caja de cartón de su pequeño
universo, pintando el cielo y las estrellas en el techo.
Y recuerdo que, con ciertos dejos de
melancolía, recordaba el Papa León XIII en “Inmortale Dei” que “hubo
un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella
época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían
penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos,
infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad.”
Dentro de los defectos humanos, en
aquellos tiempos, reinaba la armonía que produce la vida de una profunda
cosmovisión cristiana. La época dónde la verdad era la Verdad, dónde el sentido
común y la cordura reinaba en las leyes. El contraste entre las dos ciudades es
contundente. No pueden convivir juntas, son inconciliables y siempre estarán en
constante pugna.