Uno de los rasgos más estremecedores
de nuestra época es la abolición del sentido común. Aquella fábula del rey
desnudo, en la que un niño intrépido se atrevía a decir lo que todos callaban,
ha alcanzado hoy su paroxismo; sólo que el desenlace de esa fábula sería hoy
trágico, pues el rey de inmediato privaría de la patria potestad a los padres
de ese niño, que entregaría a una parejita chunga, para que lo “reeducase”.
El desprestigio del sentido común no
es un fenómeno reciente. Todos los sistemas filosóficos prometeicos que han
querido negar la naturaleza de las cosas se han preocupado de anatemizar el
sentido común. Así, por ejemplo, Hegel (el Antiaristóteles por excelencia)
arremete en el prólogo de su Fenomenología del espíritu contra «el
sentido común y la inmediata revelación de la divinidad, que no se preocupan de
cultivarse con la filosofía» y que son «la grosería sin forma ni gusto».
Resulta, en verdad, muy revelador que Hegel vitupere en la misma frase la
Revelación divina y el sentido común humano; prueba inequívoca de que sabe
misteriosamente –como sólo saben quienes creen y tiemblan– que ambos se
amamantan de la misma luz.
Y es que, en efecto, el sentido
común no es un amontonamiento informe de opiniones cazurras o tópicas sobre
esto, eso y aquello. El sentido común es el juicio sano que permite el
conocimiento de la verdad de las cosas; y es un sentido que tiene toda persona,
con independencia de que sea creyente o incrédula, si no ha sido ofuscada por
visiones culturales o ideológicas deformantes. Toda la historia de la filosofía
moderna ha sido un combate –a veces soterrado, a veces furioso– contra el
sentido común y contra los filósofos que lo sostuvieron, empezando por
Aristóteles. Y en nuestra época ese combate se ha trasladado a la política, que
nos impone construcciones abstractas y utopías mórbidas con escaso o nulo
anclaje en el orden real de las cosas. Las ideologías modernas han logrado
instaurar de este modo una nueva barbarie (como siempre ocurre cuando se pierde
contacto con la realidad), sólo que esta vez se trata de una barbarie más
incitante y golosona, porque nos hace creer que somos soberanos.
No pensemos bobaliconamente que esta
abolición del sentido común propone a cambio diversas “versiones
relativistas” de la realidad. Por el contrario, aunque ofrezcan aderezos
variados, lo cierto es que las ideologías en liza ofrecen las mismas
definiciones dogmáticas que, por supuesto, niegan el sentido común y postulan
la subversión del orden real de las cosas. Sus premisas no pueden ser
discutidas; y quienes se atreven a hacerlo son de inmediato señalados,
desprestigiados, estigmatizados, incluso civilmente eliminados. Y, entretanto,
las definiciones dogmáticas contrarias al orden real de las cosas son
proclamadas por “iluminados” de izquierdas y derechas con todos los medios
propagandísticos puestos a su servicio, hasta la abolición completa del sentido
común, hasta la conversión de los hombres en bestias esclavizadas que, además,
se creen grotescamente soberanas.
En estos momentos asistimos a la
última ofensiva contra el sentido común, con la imposición de leyes que atentan
contra la misma naturaleza humana, que la rectifican hasta convertirla en una
parodia (no en vano los clásicos llamaban al demonio “el simio de Dios”) y que
consagran la muerte civil de quienes osen rechistar. Sin embargo, más
acongojante aún que estas leyes que van a imponernos es el remoloneo inane
de la única institución que, por ser depositaria de la Revelación divina,
podría reavivar el sentido común entre los hombres esclavizados. Ese remoloneo
inane hiela la sangre en las venas.
Juan Manuel de Prada, publicado en ABC, 14-Ago-2017.