domingo, 30 de octubre de 2011

Finanza delincuente I.


El colapso inminente de la finanza global y/o el advenimiento de la finanza global que lleva al gobierno global, colapso que ha sido designado para tal fin, tendría que inducir a las almas a reflexionar: ¿Cómo nos metimos en este lío y cómo salimos de él? Si una crisis tan grave no tiene nada que ver con Dios Todopoderoso, entonces evidentemente, Dios no es tan grave y se deja reducir a un agradable pasatiempo dominical. Por otro lado, si Dios es tan importante como lo pensaban evidentemente los constructores de las catedrales medievales, entonces olvidarle a El habrá tenido un lugar central en el triunfo actual de la finanza sobre la realidad.
En verdad, uno debe remontarse a la Edad Media para entender de donde ha venido el desastre actual. A medida que la Fe comenzó a decaer después de la alta Edad Media, los hombres se volvieron cada vez más interesados en Mammon, el otro gran motor de sus vidas (Mt.VI, 24). Así, el dinero, cuya naturaleza es ser el sirviente del intercambio de bienes reales y servicios, fue arrancado de la Naturaleza para transformarse en la finanza moderna, dueña de la economía global. Un paso clave en este proceso que condujo directamente a las montañas actuales de deuda impagable en todas las direcciones, fue la expansión post medieval de la llamada reserva fraccionaria bancaria, que reduce el mundo a la esclavitud de los banqueros visibles, o más bien de sus invisibles jefes,
Cuando el dinero está al servicio de la economía, un Estado prudente asegurará que la cantidad total del dinero en circulación suba y baje acorde con la cantidad total de bienes reales a ser intercambiados en esta economía, de tal manera que el valor del dinero permanecerá estable. Demasiado dinero buscando comprar demasiado pocos bienes significará que el valor del dinero cae por inflación. Demasiado poco dinero perseguido  por una cantidad demasiado grande de bienes significará que el valor del dinero subirá por deflación. En un sentido u otro, el cambio del valor del dinero desestabiliza todo intercambio de bienes. Ahora, si los bancos en los cuales los clientes (ahorristas) depositan un dinero real, necesitan guardar solamente una fracción de ese dinero real en reserva para respaldar una cantidad mucho mayor de papel moneda que podrán poner en circulación, entonces, poniendo demasiado dinero o demasiado poco en circulación, ellos pueden jugar con el valor del dinero y hacer fortunas prestando dinero barato y recuperándolo como dinero caro. Así, los financieros pueden sacarle el control al Estado.
Peor, si la reserva fraccionaria bancaria permite a los bancos desconectar el dinero de la realidad y fabricarlo a voluntad, y si ellos pueden cobrar aunque sea un pequeño interés compuesto de su dinero fabricado, entonces lógicamente ellos pueden -¡y lo hacen!- bombear todo el valor real de una economía, transformando a la mayoría de los que depositan en deudores y a la mayoría de los deudores en desesperanzados esclavos de su deuda o hipoteca, y cuidando solamente de no matar completamente la gallina de los huevos de oro para su provecho ¡La sabiduría divinamente inspirada del legislador Moisés ponía frenos al poder de todos los prestamistas cancelando todas las deudas cada siete años (Deut.XV,1-2) y devolviendo toda propiedad a su dueño original cada 50 años (Levit.XV,10)!
¿Y por qué Moisés, gran hombre de Dios y por ello hombre de profunda “espiritualidad”, se preocupaba él mismo por cuestiones tan materiales? Porque como las malas economías pueden llevar a los hombres a la desesperación, hacia el Infierno, lejos de Dios – miren a su alrededor hoy y sobre todo mañana- así, buenas economías hacen posible una sabia prosperidad que de ninguna manera rinde culto a Mammon, sino que más bien facilita el confiar en la bondad de Dios y rendirle culto y amarle. El hombre es alma y cuerpo.
¡Moisés seguramente hubiera derribado la reserva fraccionaria bancaria, como derribó al Becerro de Oro!

Kyrie eleison.

Mons. Richard Williamson, “Comentarios Eleison” Nº 224, 29 de octubre del 2011.

jueves, 27 de octubre de 2011

El Magisterio de los Papas habla del falso ecumenismo.


Algunas citas sobre el falso ecumenismo.

“Otra causa que ha producido muchos de los males que afligen a la Iglesia es el indiferentismo, o sea, aquella perversa teoría extendida por doquier, merced a los engaños de los impíos, y que enseña que puede conseguirse la vida eterna en cualquier religión, con tal que haya rectitud y honradez en las costumbres. Fácilmente en materia tan clara como evidente, podéis extirpar de vuestra grey error tan execrable. Si dice el Apóstol que hay un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo, entiendan, por lo tanto, los que piensan que por todas partes se va al puerto de salvación, que, según la sentencia del Salvador, están ellos contra Cristo, pues no están con Cristo y que los que no recolectan con Cristo, esparcen miserablemente, por lo cual es indudable que perecerán eternamente los que no tengan fe católica y no la guardan íntegra y sin mancha…” (...) “Sólo los soberbios, o más bien los ignorantes, pretenden sujetar a criterio humano los misterios de la fe, que exceden a la capacidad humana, confiando solamente en la razón, que, por condición propia de la humana naturaleza, es débil y enfermiza”.

S.S. Gregorio XVI, Carta Encíclica “Mirari Vos”, Sobre los errores modernos, Nº9, del 15 de Agosto de 1832.

“Y aquí, queridos Hijos y Venerables Hermanos, es menester recordar y reprender nuevamente el gravísimo error en que míseramente se hallan algunos católicos, al opinar que hombres que viven en el error y ajenos a la verdadera fe y a la unidad católica pueden llegar a la eterna salvación. Lo que ciertamente se opone en sumo grado a la doctrina católica. Notoria cosa es a Nos y a vosotros que aquellos que sufren de ignorancia invencible acerca de nuestra santísima Religión, que cuidadosamente guardan la ley natural y sus preceptos, esculpidos por Dios en los corazones de todos y están dispuestos a obedecer a Dios y llevan vida honesta y recta, pueden conseguir la vida eterna, por la operación de la virtud de la luz divina y de la gracia; pues Dios, que manifiestamente ve, escudriña y sabe la mente, ánimo, pensamientos y costumbres de todos, no consiente en modo alguno, según su suma bondad y clemencia, que nadie sea castigado con eternos suplicios, si no es reo de culpa voluntaria. Pero bien conocido es también el dogma católico, a saber, que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia Católica, y que los contumaces contra la autoridad y definiciones de la misma Iglesia, y los pertinazmente divididos de la unidad de la misma Iglesia y del Romano Pontífice, sucesor de Pedro, “a quien fue encomendada por el Salvador la guarda de la viña”, no pueden alcanzar la eterna salvación”.

Pío IX, Carta Encíclica “Quanto confiamur moerore”, del 10 de agosto de 1863.

“Podrá parecer que dichos “pancristianos”, tan atentos a unir las iglesias, persiguen el fin nobilísimo de fomentar la caridad entre todos los cristianos. Pero, ¿cómo es posible que la caridad redunde en daño de la fe? Nadie, ciertamente, ignora que San Juan, el Apóstol mismo de la caridad, el cual en su Evangelio parece descubrirnos los secretos del Corazón Santísimo de Jesús, y que solía inculcar continuamente a sus discípulos el nuevo precepto Amaos unos a los otros, prohibió absolutamente todo trato y comunicación con aquellos que no profesasen, íntegra y pura, la doctrina de Jesucristo: Si alguno viene a vosotros y no trae esta doctrina, no le recibáis en casa, y ni siquiera le saludéis (Juan; 2, 10.). Siendo, pues, la fe íntegra y sincera, corno fundamento y raíz de la caridad, necesario es que los discípulos de Cristo estén unidos principalmente con el vínculo de la unidad de fe”.

“Bien claro se muestra, pues, Venerables Hermanos, por qué esta Sede Apostólica no ha permitido nunca a los suyos que asistan a los citados congresos de acatólicos; porque la unión de los cristianos no se puede fomentar de otro modo que procurando el retorno de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo”.

S.S. Pío XI, Carta Encíclica “Mortalium animos”, del 6 de enero de 1928.

Defensa de la Vida: convocatoria para el 1º de Noviembre.


El 1º, festividad de todos los santos, se comenzará a discutir, en el Congreso de la Nación, si es lícito matar a un ser indefenso, inocente  sin posibilidades de defenderse: el llamado aborto, que no es otra cosa más que un eufemismo a lo que se llamaría filicidio.

Por lo tanto, convocamos a todos los católicos a manifestarse el 1º de Noviembre, frente al Congreso de la Nación en las calles Rivadavia y Riobamba, a partir de las 15hs. para manifestarse y repudiar tal cosa.

El horario es algo complicado para quienes trabajamos, así que, si no podemos asistir, al menos unámonos en la oración pidiendo la intercesión de todos los santos para que se aparte este otro castigo del aborto. Roguemos para que nuestra patria no caiga en manos de tales aberraciones e invoquemos a Nuestra Señora de Luján para que nos proteja en estas horas difíciles.

La aprobación de la masonería al falso ecumenismo.


“Nuestro interconfesionalismo nos valió la excomunión recibida en 1738 de parte de Clemente XI. Pero la Iglesia estaba ciertamente en el error, si es verdad que el 27 de octubre de 1986 el actual Pontífice (por Juan Pablo II) reunió en Asís a hombres de todas las confesiones religiosas para rezar por la paz. ¿Y qué otra cosa buscaban nuestros hermanos cuando se reunían en los templos, sino el amor entre los hombres, la tolerancia, la solidaridad, la defensa de la dignidad de la persona humana, considerándose iguales por encima de los credos políticos, de los credos religiosos, de los colores de piel?”.

Gran Maestre Armando Corona, de la Gran Logia del Equinoccio de Primavera, en “Hiram”, Órgano del Gran Oriente de Italia, abril 1987).

La doctrina de los Sumos Pontífices condenó el ecumenismo de Asís por adelantado.


Acerca de cómo se ha de fomentar la verdadera unidad religiosa.

Extracto de la Encíclica “Mortalium animos” [1] del Papa Pío XI del 6 de enero de 1928

Los “pancristianos”.

Convencidos de que son rarísimos los hombres privados de todo sentimiento religioso, parecen haber visto en ello esperanza de que no será difícil que los pueblos, aunque disientan unos de otros en materia de religión, convengan fraternalmente en la profesión de algunas doctrinas que sean como fundamento común de la vida espiritual. Con tal fin suelen estos mismos organizar congresos, reuniones y conferencias, con no escaso número de oyentes, e invitar a discutir allí promiscuamente a todos, a infieles de todo género, a cristianos y hasta a aquellos que apostataron miserablemente de Cristo o con obstinada pertinacia niegan la divinidad de su Persona o misión.
Tales tentativas no pueden, de ninguna manera, obtener la aprobación de los católicos, puesto que están fundadas en la falsa opinión de los que piensan que todas las religiones son, con poca diferencia, buenas y laudables, pues, aunque de distinto modo, todas nos demuestran y significan igualmente el ingénito y nativo sentimiento con que somos llevados hacia Dios y reconocemos obedientemente su imperio.
Cuantos sustentan esta opinión, no sólo yerran y se engañan, sino también rechazan la verdadera religión, adulterando su concepto esencial, y poco a poco vienen a parar al naturalismo y al ateísmo; de donde claramente se sigue que, cuantos se adhieren a tales opiniones y tentativas, se apartan totalmente de la religión revelada por Dios.

Falsa unidad.

(…) Y aquí se Nos ofrece ocasión de exponer y refutar una falsa opinión de la cual parece depender toda esta cuestión, y en la cual tiene su origen la múltiple acción y confabulación de los católicos que trabajan, como hemos dicho, por la unión de las iglesias cristianas. Los autores de este proyecto no dejan de repetir casi infinitas veces las palabras de Cristo: “Sean todos una misma cosa… Habrá un solo rebaño, y un solo pastor”, [2] mas de tal manera las entienden, que, según ellos, sólo significan un deseo y una aspiración de Jesucristo, deseo que todavía no se ha realizado. Opinan, pues, que la unidad de fe y de gobierno, nota distintiva de la verdadera y única Iglesia de Cristo, no ha existido casi nunca hasta ahora, y ni siquiera hoy existe: podrá, ciertamente, desearse, y tal vez algún día se consiga, mediante la concorde impulsión de las voluntades; pero entre tanto, habrá que considerarla sólo como un ideal.

“La división” de la Iglesia.

Añaden que la Iglesia, de suyo o por su propia naturaleza, está dividida en partes; esto es, se halla compuesta de varias comunidades distintas, separadas todavía unas de otras, y coincidentes en algunos puntos de doctrina, aunque discrepantes en lo demás, y cada una con los mismos derechos exactamente que las otras; y que la Iglesia sólo fue única y una, a lo sumo desde la edad apostólica hasta tiempos de los primeros Concilios Ecuménicos. Sería necesario pues —dicen—, que, suprimiendo y dejando a un lado las controversias y variaciones rancias de opiniones, que han dividido hasta hoy a la familia cristiana, se formule, se proponga con las doctrinas restantes una norma común de fe, con cuya profesión puedan todos no ya reconocerse, sino sentirse hermanos. Y cuando las múltiples iglesias o comunidades estén unidas por un pacto universal, entonces será cuando puedan resistir sólida y fructuosamente los avances de la impiedad…
(…) Otros en cambio aun avanzan a desear que el mismo Pontífice presida sus asambleas, las que pueden llamarse “multicolores”. Por lo demás, aun cuando podrán encontrarse a muchos no católicos que predican a pulmón lleno la unión fraterna en Cristo, sin embargo, hallarán pocos a quienes se ocurre que han de sujetarse y obedecer al Vicario de Jesucristo cuando enseña o manda y gobierna. Entretanto aseveran que están dispuestos a actuar gustosos en unión con la Iglesia Romana, naturalmente en igualdad de condiciones jurídicas, o sea de iguales a igual: mas si pudieran actuar no parece dudoso de que lo harían con la intención de que por un pacto o convenio por establecerse tal vez, no fueran obligados a abandonar sus opiniones que constituyen aun la causa por la que continúan errando y vagando fuera del único redil de Cristo.
Siendo todo esto así, claramente se ve que ni la Sede Apostólica puede en manera alguna tener en dichos Congresos, ni de ningún modo pueden los católicos favorecer ni cooperar a semejantes intentos; y si lo hiciesen, darían autoridad a una falsa religión cristiana, totalmente ajena a la única y verdadera Iglesia de Cristo.

¿Y habremos Nos de sufrir —cosa que sería por todo extremo injusta— que la verdad revelada por Dios, se rindiese y entrase en transacciones? Porque de lo que ahora se trata es de defender la verdad revelada.

Sin Fe, no hay verdadera Caridad.

(…) Podrá parecer que dichos “pancristianos”, tan atentos a unir las iglesias, persiguen el fin nobilísimo de fomentar la caridad entre todos los cristianos. Pero, ¿cómo es posible que la caridad redunde en daño de la fe? Nadie, ciertamente, ignora que San Juan, el Apóstol mismo de la caridad, el cual en su Evangelio parece descubrirnos los secretos del Corazón Santísimo de Jesús, y que solía inculcar continuamente a sus discípulos el nuevo precepto Amaos los unos a los otros, prohibió absolutamente todo trato y comunicación con aquellos que no profesasen, íntegra y pura, la doctrina de Jesucristo: Si alguno viene a vosotros y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa, y ni siquiera lo saludéis.[3] Siendo, pues, la fe íntegra y sincera, como fundamento y raíz de la caridad, necesario es que los discípulos de Cristo estén unidos principalmente con el vínculo de la unidad de fe.

Resbaladero hacia el indiferentismo y el modernismo.

(…) Entre tan grande diversidad de opiniones, no sabemos cómo se podrá abrir camino para conseguir la unidad de la Iglesia, unidad que no puede nacer más que de un solo magisterio, de una sola ley de creer y de una sola fe de los cristianos.
En cambio, sabemos ciertamente que de esa diversidad de opiniones es fácil el paso al menosprecio de toda religión, o “indiferentismo”, y al llamado “modernismo”, con el cual los que están desdichadamente inficionados, sostienen que la verdad dogmática no es absoluta sino relativa, o sea, proporcionada a las diversas necesidades de lugares y tiempos, y a las varias tendencias de los espíritus, no hallándose contenida en una revelación inmutable, sino siendo de suyo acomodable a la vida de los hombres.

La única manera de unir a todos los cristianos.

Bien claro se muestra, Venerables Hermanos, por qué esta Sede Apostólica no ha permitido nunca a los suyos que asistan a los citados congresos de acatólicos; porque la unión de los cristianos no se puede fomentar de otro modo que procurando el retorno de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo, de la cual un día desdichadamente se alejaron; a aquella única y verdadera Iglesia que todos ciertamente conocen, y que por la voluntad de su Fundador debe permanecer siempre tal cual Él mismo la fundó para la salvación de todos.


Una democracia más universal que la Iglesia católica.

Extracto de la Encíclica “Notre Charge Apostolique” del Papa San Pío X del 25 de agosto de 1910.

Pero más extrañas todavía, tremendas y dolorosas a la vez, son la audacia y la ligereza de espíritu de los hombres que se llaman católicos, que sueñan con volver a fundar la sociedad en tales condiciones y con establecer sobre la tierra, por encima de la Iglesia católica, “el reino de la justicia y del amor”, con obreros venidos de todas partes, de todas las religiones o sin religión, con o sin creencias, con tal que olviden lo que los divide: sus convicciones filosóficas y religiosas, y que pongan en común lo que los une: un generoso idealismo y fuerzas morales tomadas “donde les sea posible” (…)
¿Qué van a producir? ¿Qué es lo que va a salir de esta colaboración? Una construcción puramente verbal y quimérica, en la que veremos reflejarse desordenadamente y en una confusión seductora las palabras de libertad, justicia, fraternidad y amor, igualdad y exaltación humana, todo basado sobre una dignidad humana mal entendida. Será una agitación tumultuosa, estéril para el fin pretendido y que aprovechará a los agitadores de las masas menos utopistas (…)
Nos tememos algo todavía peor. El resultado de esta promiscuidad en el trabajo, el beneficiario de esta acción social cosmopolita no puede ser otro que una democracia que no será ni católica, ni protestante, ni judía; una religión (…) más universal que la Iglesia católica, reuniendo a todos los hombres, convertidos, finalmente, en hermanos y camaradas en “el reino de Dios”. “No se trabaja para la Iglesia, se trabaja para la humanidad”.

Tomado del sitio de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, Distrito América del Sur.


[1] Del 6 de enero de 1928, publicada en AAS 20 (1928), págs. 5-16). La presente traducción está tomada de la “Colección completa de Encíclicas Pontificias”, ed. Guadalupe, Buenos Aires, dos tomos; tomo I, pág. 1114 y ss.).
[2] San Juan, XVII, 21; X, 16.
[3] II San Juan, vers. 10.

lunes, 24 de octubre de 2011

Paganos virtuosos.


Al  leer (“Comentarios Eleison” Nº 221) como la música de Brahms es prueba de cierta grandeza de alma, un joven lector brasileño pregunta si la mecha que aún humea en él, no humea mejor que en un Católico tibio (ver Mt. XII, 20). El contraste apunta a resaltar la virtud del pagano y a cuestionar la virtud de los Católicos “tibios, perezosos”. Por supuesto la virtud pagana es digna de alabanza y la tibieza Católica de censura, pero eso genera una pregunta mayor: ¿Hasta qué punto es importante ser un Católico creyente?  ¿Cuán importante es la virtud de la fe?  La respuesta debe quedar en pie, es tan importante como larga es la eternidad.
Que la virtud de fe sea de supremo valor resulta evidente a partir de los Evangelios. Cuán a menudo Nuestro Señor después de haber realizado un milagro de curación física o espiritual dice al beneficiado que su fe es la que obtuvo para ella el milagro, como es el caso de María Magdalena (Lc.VII, 50). Sin embargo la Escritura deja igualmente claro que esta meritoria fe es algo más profundo que el simple conocimiento explícito de la religión. Por ejemplo, los centuriones Romanos pueden haber conocido poco o nada de la verdadera religión en sus días, el Antiguo Testamento, sin embargo de uno de ellos Nuestro Señor dice no haber encontrado una fe tan grande en Israel (Mt. VIII, 10), otro de ellos reconoce como al Hijo de Dios al Jesús crucificado del cual los expertos en religión no hicieron más que burlarse (Mt.XXVII,41), mientras un tercero, Cornelio, marcó el sendero para todos los gentiles que entrarán en la verdadera Iglesia (Hech. X, XI).  ¿Qué tenían estos centuriones paganos que los sacerdotes, escribas y ancianos no tenían, o habían perdido?
Desde el principio hasta el fin de la vida de todos los hombres en la tierra, tanto los paganos como los no paganos, están confrontados constantemente a una variedad de cosas buenas, todas provenientes en última instancia de Dios, y de cosas malas provenientes de la maldad de los hombres. Pero Dios mismo es invisible mientras que los hombres malos son demasiado visibles, de manera que es demasiado fácil no creer en la bondad o aún en la existencia de Dios. Con todo, los hombres de recto corazón creerán en la bondad de la vida a la vez que desestimarán relativamente, pero no absolutamente, al mal, mientras los hombres de mal corazón desestimarán lo bueno que está alrededor de ellos. Ahora bien, los dos pueden no tener alguno conocimiento explícito de la religión, pero mientras que los hombres de recto corazón, como los centuriones, sujetarán ese conocimiento tan pronto como cruza su camino, los de mal corazón, al contrario, lo despreciarán, más o menos. Así, los inocentes Andrés y Juan se sujetaron inmediatamente al Mesías (Jn.I,37-40), mientras que el letrado Gamaliel necesitó más tiempo y argumentos (Hech.V,34-39). Digamos pues que en el corazón de la virtud explícita y esclarecida de fe, se encuentra una implícita confianza en la bondad de la vida y en algún Ser detrás de ella, una confianza que puede ser socavada por una doctrina errónea o quebrantada, por ejemplo, por el escándalo.
Si volvemos al caso de Brahms, la pregunta entonces viene a ser, ¿Tenía al menos esta confianza implícita en la bondad de la vida y en el Ser detrás de ella? Con seguridad la respuesta es no, porque pasó la segunda mitad de su vida en lo que era en ese entonces la ciudad capital de la música, la Católica Viena. Allí la belleza de su música debe haber llevado a muchos de sus amigos y hasta a sacerdotes a incitarlo a la realización explícita de esta belleza que existe en la profesión y en la práctica de la religión de Viena, pero él debe haber rechazado todos estos tales llamados. Por consiguiente parecería muy posible que no haya salvado su alma…Sólo Dios lo sabe.
De todas maneras agradecemos a Dios por su música. Como dijo maravillosamente San Agustín, “Toda verdad nos pertenece a nosotros Católicos”. ¡Equivalentemente toda belleza, aún la creada por paganos!

Kyrie Eleison.

Mons. Richard Williamson, “Comentarios Eleison” Nº 223, 22 de Octubre del 2011.

viernes, 21 de octubre de 2011

Invitación a última conferencia del ciclo 2011: “Aspectos jurídicos del aborto”.


Invitación a última conferencia del ciclo 2011:

ASPECTOS JURÍDICOS DEL ABORTO
Dr. Emilio Hardoy

Viernes 28 de Octubre, 20 hs.
Priorato: Venezuela 1318-20, (1095)
Capilla “Nuestra Señora Mediadora de Todas las Gracias”,
Montserrat, Buenos Aires, Capital.


domingo, 16 de octubre de 2011

¿Dónde estás, homínido de mi vida, que no te puedo encontrar?


La Antropología, aunque usted no lo crea lector, es el estudio del hombre. Valga la aclaración ya que, si uno hojea cualquier libro de Antropología física (origen del hombre), todo lo que va a encontrar son ilustraciones de monos. Monos comiendo, monos  durmiendo, monos amamantando, monos..., etc.
Y esto es así porque desde que apareció la hipótesis darwinista, que habría transformado al mundo científico en la ciudadela de la estupidez y la ceguera –si hemos de tomar en serio lo que decía Bernard Shaw– la Antropología dejó de ser la ciencia del estudio del hombre para convertirse en la pseudociencia del estudio del origen del hombre a partir de los antropoides, esto es, de los grandes monos (chimpancé, gorila, orangután), que serían, de acuerdo a la hipótesis darwinista, nuestros parientes más próximos.
Nuestros parientes y nuestros antepasados.
¿Nuestros antepasados?  Sí, señor.
Pero, acaso, ¿no es que descendemos de un “antecesor común” que habría dado origen a los monos y al hombre? Efectivamente. Pero este sedicente “antecesor común” –de acuerdo a la hipótesis darwinista– no es ni puede ser otra cosa que un mono. No necesariamente idéntico a los monos actuales, pero mono al fin.

«El antecesor común sería llamado ciertamente mono por cualquiera que lo viese», afirmaba el ilustre paleontólogo de la Universidad de Harvard, George G. Simpson. «Los antepasados del hombre eran monos»… «Es pusilánime, si no deshonesto, decir otra cosa», agregaba Simpson. [1]

Es deshonesto, agrego yo.

El que habla del supuesto “antecesor común” como de algo que no fuera un mono, o no sabe lo que dice o no dice lo que sabe.
Ahora bien, un mono parece que no puede transformarse directamente en un hombre. Usted toma un mono, por ej., lo baña, lo afeita, lo viste a la moda, le enseña todos los vicios, lo envía a la Sorbona, pero no hay caso. El mono de usted –con admirable sentido de la prudencia– no quiere saber nada de hacerse hombre. Para que esto ocurra, el mono debe ser transformado, por el medio ambiente, en “homínido”. Esto es, un ser intermedio entre el mono y el hombre, que ya no existe, según dicen, pero que en un tiempo, allá hace muchos años, parece que sí.
El susodicho “homínido”, luego de engendrar al hombre, habría desaparecido, y nadie tiene la más remota idea de porqué. Pero mucho me temo que lo habrá hecho para no cargar con la tremenda responsabilidad de haber engendrado algo tan peligroso e inadaptado como lo que le endilgan haber engendrado. La oveja negra de la familia, verdaderamente. Sólo sabemos de su existencia a través de sus restos fósiles.
¿Quiere decir entonces que se han encontrado verdaderos fósiles de homínidos?
¿Que si se han encontrado fósiles de homínidos? ¡Miles, lector! Todos los mese se encuentra uno.
Quizá esta afirmación resulte un tanto sorprendente, ya que lo que habitualmente se lee o escucha en este tema es que los fósiles de homínidos constituyen un material “sumamente escaso”, que “apenas cubrirían una mesa de billar”, que “cabría todo dentro de un cofre”, y que patatín y que patatán.
Lo que sucede es que en este tema también existe doble discurso, propiedad, ¡helas!, no exclusiva de políticos.
Cuando algunos antropólogos hablan de que los fósiles de homínidos serían sumamente escasos, lo que en realidad quieren decir es que son sumamente escasos los fósiles de homínidos que encajan en la hipótesis darwinista.
Pero que los restos fósiles de “homínidos” sean, en sí mismos, “sumamente escasos”, es totalmente falso. Se calcula en aproximadamente 6.000 (!) la cantidad de “homínidos” descubiertos a la fecha. [2]
Lo que sucede es que luego de una rigurosa selección, y no precisamente “natural”, algunos de estos restos –previo intenso “maquillaje” y adecuada manipulación de los datos cronológicos– pueden ser encajados en el esquema evolucionista. Y éstos son los que se publicitan. Con bombos y platillos. Los otros, los que no encajan, son sepultados en una impenetrable tumba de silencio.
En otras palabras: muchos son los hallados y pocos los escogidos...
Es cierto que después de un análisis más o menos riguroso de cualquiera de estos homínidos “respetables”, se comprueba, indefectiblemente, que en realidad se trataba o de un mono (la inmensa mayoría) o de un hombre, o de un “blooper” o de un fraude.
Claro que a veces pasan décadas antes de que esto suceda (100 años en el caso del Hombre de Neandertal; 40 en el fraude de Piltdown), y mientras tanto su descubridor ha adquirido fama, posición académica, fondos de la National Geographic, etc. Su futuro está asegurado, y el origen simiesco del hombre, “demostrado”.
Además, los resultados del estudio sistemático de los supuestos homínidos –a cargo de antropólogos serios– no son generalmente publicitados; aparecen varios años después del hallazgo (y ya nadie se acuerda), y, de todas maneras, seguramente en el ínterin ya habrá sido encontrado otro homínido, también “respetable”, para distraer la atención de la gente y seguir aportando elementos apologéticos en defensa de la fe darwinista.
Dije arriba que un homínido era un ser “intermedio” entre el mono y el hombre. Me rectifico.
Al menos desde el punto de vista del “marketing”, un “homínido” es cualquier cosa que  un antropólogo audaz bautice como tal. Tanto da que sea un Homo Sapiens (como el H. de Neandertal), un mono (como el Ramapiteco o Lucy), el cráneo de un borrico (el “Hombre de Orce”) [3], el fémur de un cocodrilo [4] o la costilla de un delfín [5].
Quizá uno de los ejemplos más rotundos de los estragos que suele ocasionar la hipótesis darwinista en el cerebro de los Homo Sapiens, sea el famoso «Hombre de Nebraska», creado en 1922 en base a una muela (!). En base a esta “evidencia”, que algunos escépticos -que nunca faltan- consideraron un tanto escasa, se creó este tipo “humano” (hábitos laborales, matrimoniales e indumentaria incluidos) para descubrirse luego –cinco años más tarde– que el molar en cuestión no pertenecía a un hombre ni tampoco a un mono, sino a un pecarí extinguido. [6]
No se asombre demasiado, lector. En los 40 años que transcurrieron antes que se demostrara el carácter fraudulento del «Hombre de Piltdown», se dice que se escribieron unas 500 sesudas tesis doctorales sobre este “homínido”.
Y estas cosas suceden porque el estudio de los supuestos antepasados fósiles del hombre no es ciencia. Es sólo la búsqueda ferviente de “pruebas” para demostrar la hipótesis –previamente aceptada– del origen simiesco del hombre. Esto es, primero se acepta –por razones filosóficas– la hipótesis, y luego se buscan los fósiles necesarios  para  “demostrarla”.
Y ya sabemos que el que busca, encuentra. O inventa.
Por cierto que todo esto es sumamente divertido, y ocasión por demás propicia para ocupar las horas de ocio… y también para olvidar las penas de este valle de lágrimas.
A condición, insisto, de no confundirlo con ciencia.
Porque esto no es ciencia. Es chapuza.
                                                                                            
Dr. Raúl O. Leguizamón

Notas:
[1] George Gaylord Simpson, «The World into which Darwin led us», Science, Vol, 131, 1 de abril de 1969,
     p. 969
[2] Catalogue of Fossil Hominids. K. Oakley, B. Campbell and T. Molleson, published by the British
     Museum. 1976.
[4] I. Anderson, «Humanoid Collarbone Exposed as Dolphin’s Rib», New Scientist, April 28, 1983, p. 199.
[5] Ibíd.
[6] William Gregory, «Hesperopithecus Apparently Not an Ape nor a Man», Science, Vol. 66, Nº 1720
     (diciembre 16, 1927), p. 579, citado por B. Davidheiser, Evolution and Christian Faith, Baker Book
     House, Michigan, 1969), p. 348.

miércoles, 12 de octubre de 2011

La evolución: una superstición que se derrumba.


«Creo que algún día el mito darwinista será considerado como el más grande engaño en la historia de la ciencia».

Soren Lovtrup


Como todo el mundo sabe, la hipótesis evolucionista-darwinista postula que todos los seres vivos, vegetales y animales –incluido el hombre– se habrían originado a partir de una, o unas pocas, formas vivientes originales, por transformaciones sucesivas –lentas y graduales– en el curso de millones de años, gracias a modificaciones producidas al azar en la información genética (mutaciones), sumadas a la acción de la selección natural.
Desde la bacteria al hombre, digamos, sin solución de continuidad.
Ahora bien, si esto fuera cierto, como nos enseñan desde la cuna hasta la tumba, la primera predicción que uno haría a partir de esta hipótesis es que deberían existir innumerables formas de transición entre todos los seres vivientes. Una suerte de abanico sin fisuras que conectara todas las especies vegetales y animales. De hecho, no habría especies.
Toda la taxonomía, es decir, las clasificaciones de los seres vivos (tipo, clase, orden, etc.) que realizan los naturalistas se basa, precisamente, en que hay especies y hay espacios. Es decir, que existen seres que podemos agrupar según ciertas semejanzas morfológicas o moleculares, y brechas o espacios vacíos que permiten dicha agrupación. En otras palabras, que no existen los seres intermedios que llenarían dichos espacios.
Naturalmente, dicen los científicos darwinistas. Lo que sucede es que esos seres intermedios eran “poco aptos” para la lucha por la existencia y no sobrevivieron.
Pero, ¿quiere decir entonces que alguna vez existieron?
¡Por supuesto! Toda la hipótesis darwinista depende de eso. Y ahí están los restos fósiles que demuestran su existencia en el remoto pasado.
Cabe señalar que en este asunto de los fósiles, los darwinistas han resultado ser mucho más darwinistas que el propio Darwin, porque si éste dedicó todo un capítulo de El Origen de las Especies al tema de los fósiles, no fue ciertamente porque estos demostraban la existencia de seres intermedios en el pasado sino justamente porque no los demostraban.
En otras palabras, no escapó al agudo ojo de Darwin que el registro fósil estaba en franca contradicción con su hipótesis. Pero zafó, diciendo que ello era debido a la imperfección del registro fósil. Para luego agregar que estos fósiles intermedios serían ciertamente encontrados en el futuro.
Pues bien, han pasado más de 150 años desde aquella predicción y millones de fósiles abarrotan los museos de ciencias naturales de todo el mundo. Millones de fósiles representativos de aproximadamente 250.000 especies han sido minuciosamente estudiados y clasificados en sus respectivos grupos taxonómicos, y, sin embargo, el testimonio unánime de la Paleontología es que los fósiles intermedios –postulados por la hipótesis evolucionista– son tan conspicuos por su ausencia hoy como lo eran en la época de Darwin.
Permítaseme insistir en este punto, pues la propaganda evolucionista ha sido y es tan abrumadora, que ha creado una verdadera “realidad virtual”, hasta el punto que la inmensa mayoría de las personas no especializadas y muchas de las especializadas, asocian inconscientemente fósiles con evolución, en el sentido de pensar que los fósiles constituyen uno de los fundamentos más sólidos de esta teoría, cuando es exactamente lo contrario. El registro fósil no sólo no demuestra la teoría evolucionista, sino que constituye su más categórica refutación.
George Gaylord Simpson, uno de los grandes líderes del evolucionismo en el siglo XX, decía:

«Sigue siendo cierto, como todo paleontólogo sabe, que la mayoría de las nuevas especies, géneros y familias, y prácticamente todas las categorías por encima del nivel de las familias, aparecen en el registro fósil súbitamente y no se derivan de otras, por secuencias de transición graduales y continuas»[1]

David Kitts, paleontólogo de la Universidad de Oklahoma y discípulo de Simpson, expresa que:

«A pesar de la brillante promesa de que la paleontología proporciona el medio de ‘ver’ la evolución, ha presentado algunas desagradables dificultades para los evolucionistas, la más notoria de las cuales es la presencia de ‘brechas’ en el registro fósil. La evolución requiere formas intermedias, y la paleontología no las proporciona».[2]
                                                             
Steven Stanley, paleontólogo de la John Hopkins, dice que:

«El registro fósil conocido no puede documentar un solo ejemplo de evolución filética que verifique una sola transición morfológica importante»[3] 

¡Un solo ejemplo! Debería haber millones.
Tom Kemp, que es el Curador del Museo de Ciencias Naturales de la Universidad de Oxford, expresa que:

«Como es ahora bien conocido, la mayoría de las especies fósiles aparecen instantáneamente en el registro fósil, persisten por millones de años virtualmente inalteradas, y desaparecen abruptamente»[4]

David Raup, que es el Jefe del Departamento de Paleontología del Museo Field de Historia Natural de Chicago donde se alberga la colección de fósiles más grande del mundo, por su parte, en un memorable artículo escrito en 1979 en el boletín del museo, titulado “Conflicts Between Darwin and Paleontology”, luego de expresar que la gente está en un error cuando cree que los fósiles constituyen un argumento en favor del evolucionismo, y luego de insistir en la definitiva ausencia de fósiles intermedios, dice que irónicamente hoy tenemos menos ejemplos de formas de transición que en la época de Darwin”.[5]
La ironía de Raup se refiere, entre otros, al caso del famoso Archeoptéryx, mostrado durante varios años como un ser de transición entre los reptiles y las aves, y aceptado hoy como verdadera ave, y también a la no menos famosa –y fantasiosa– serie de la “evolución del caballo”, que ya ni los mismos evolucionistas se atreven a mencionar.
Como vemos, no sólo está sólidamente documentada la aparición y desaparición abrupta de las especies fósiles, sin formas de transición que los conecten, como así también la inexistencia de estructuras “nacientes” (esbozos de órganos), que debieran necesariamente existir, sino que además el registro fósil nos demuestra categóricamente la “estasis” de las especies, es decir, la completa ausencia de cambios significativos en los fósiles durante millones y millones de años.
Vale decir que no sólo la presencia de organismos intermedios está refutada sino que la ausencia de cambios está demostrada.
En vista de esta realidad –no cuestionada por ningún paleontólogo– es sencillamente increíble que todavía se nos diga que los fósiles constituyen una evidencia en favor de la evolución.
Pero veamos lo que sostiene nada menos Niles Eldredge, paleontólogo del Museo Americano de Historia Natural de New York, que es más increíble todavía. Dice Eldredge:

«Nosotros, los paleontólogos, hemos dicho que la historia de la vida (evidenciada por los fósiles) respalda (el argumento del cambio adaptativo gradual) sabiendo todo el tiempo que no era así».[6] 

¡“Sabiendo todo el tiempo que no era así”! ¿Cómo se explica esto?
Eldredge refiere que ello se debe, en primer lugar, al hecho de que en este tema se haya buscado siempre “evidencia positiva” (formas de transición), y que la estasis (ausencia de cambios) haya sido considerada no como evidencia negativa sino como ausencia de evidencia –es decir, como un fracaso para encontrarla– y también, definitivamente, al problema que representa la obtención de un doctorado en paleontología, debido a la coacción de la comunidad académica en favor del evolucionismo.
Muchos darwinistas, con una fe que no conoce de flaquezas, insisten en que Darwin  proveerá, y que los fósiles intermedios algún bendito día aparecerán. Todo es cuestión de seguir cavando...
Otros, ante la inminencia del naufragio, han optado por abandonar el barco que se hunde y no hablan más de los fósiles. Algunos, como Mark Ridley –profesor de Zoología en Oxford– llegan incluso a decir que «ningún verdadero evolucionista se vale del registro fósil como evidencia a favor de la teoría de la evolución» (!) [7]
Y otros, finalmente, como Stephen Jay Gould, Niles Eldredge y Steven Stanley, ante la obvia y categórica ausencia de fósiles intermedios (no sólo no hallados sino, además, imposibles de concebir), han optado por reformular la hipótesis darwinista del cambio gradual por la hipótesis del cambio brusco o saltatorio, que llaman «teoría del equilibrio puntuado».
En realidad, dicen estos autores, no es que los fósiles intermedios no hayan sido encontrados sino que ¡jamás existieron! Vale decir, que las especies se habrían transformado bruscamente en otras, sin series graduales de transición.[8]
Lo cual demuestra una vez más el carácter esencialmente dialéctico y no empírico de la hipótesis evolucionista.
Ya que si uno le pregunta a cualquier darwinista de estricta observancia, porqué no vemos las especies transformarse, nos responderá que ello se debe a que dicha transformación es un fenómeno muy lento. Pero ahora, los propugnadores del equilibrio puntuado (sin dejar de asumirse como fieles darwinistas) nos dicen que los fósiles intermedios no existieron, justamente porque dicha transformación fue un fenómeno muy rápido (!)
Es decir, que no importa cuál sea la evidencia (empírica), la hipótesis darwinista siempre tiene alguna explicación (dialéctica).
Y ésta es precisamente la mejor demostración de que no se trata de una teoría científica.
“Explica” cualquier cosa, como diría Popper.
No por nada, el Dr. Cyril Darlington –profesor hasta su muerte en Oxford y un conocido experto en el tema– ha dicho que: «El darwinismo comenzó como una teoría que podía explicar la evolución por medio de la selección natural, y terminó como una teoría que puede explicar la evolución como a uno mejor le guste».[9]
Es cierto que los autores arriba citados (Gould, Eldredge) son considerados un tanto “heréticos” por los darwinistas clásicos (y lo son, efectivamente, por cuanto Darwin consideraba el gradualismo como algo absolutamente esencial para su teoría). Pero, ¿y qué proponen estos últimos para explicar la ausencia de fósiles intermedios? ¿Seguir cavando, acaso? ¿O seguir afirmando lo que saben que no es cierto?
Vale la pena destacar que Gould y compañía han propuesto la teoría del equilibrio puntuado forzados por la necesidad de tener que explicar de alguna forma la ausencia de fósiles intermedios, ya que, de haberse encontrado dichos fósiles, jamás se hubiera propuesto esta hipótesis.
De manera que, para estos autores, la evidencia para su hipótesis sería una ausencia de evidencia (!)
Evidencia es lo que se ve. Pero en este caso es, justamente, lo que no se ve.
Mucho me temo que si seguimos a este paso vamos a terminar todos en un manicomio.
Y esto sucede porque la génesis del darwinismo no radica primariamente en la Biología sino en la Sociología. No es una teoría empírica sino dialéctica. No se basa en la experimentación sino en la especulación.
No es una inducción nacida de la observación sino una deducción basada en una cosmovisión.
Es la visión malthusiana extendida a toda la naturaleza. O, para decirlo con mayor exactitud, es la proyección sobre esta última del “sistema manchesteriano”, producto de la cosmovisión liberal del “laissez-faire”, esto es, del capitalismo competitivo y salvaje. Como lo han señalado ya Spengler, Nietzsche, Gould, Eldredge, S. Barnett, Von Bertalanffy, John M. Smith, Marx, Engels, Bernard Shaw, Arthur Koestler, Loren Eiseley, Fred Hoyle , C. C. Gillespie, y tantísimos otros.
Una visión utilitarista, mezquina, materialista y gris de la naturaleza, cuando en ella predomina justamente lo contrario: la prodigalidad –llevada hasta el despilfarro– la cooperación, la abundancia, la armonía, la belleza.
Visión que ha retardado el progreso de la Biología, al igual que ha producido una declinación de la integridad científica –reemplazando el rigor de la especulación científica por la divagación irresponsable, cuando no por el fraude liso y llano. Y, lo que es más grave aún, que ha hecho perder el sentido del asombro ante las maravillas de la naturaleza, y el sentido de la reverencia ante el misterio.
Visión estéril y esterilizante que ha degradado –intelectual, moral y estéticamente- al hombre, y que ya va siendo hora de que sea arrojada al cajón de los desperdicios históricos, para que las nuevas generaciones puedan crecer libres del prejuicio darwinista y recuperar el sentido de la verdadera Ciencia –como conocimiento por sus causas– frente a la pseudociencia darwinista, que pretende que todo diseño, toda armonía, toda perfección, toda belleza, es un producto ciego del azar y de la lucha despiadada por la satisfacción de nuestros instintos por el sexo y la pitanza.

Dr. Raul O. Leguizamón

Notas: 
[1] G. G. Simpson, The Major Features of Evolution, Columbia U. Press, 1953, p. 360
[2] David Kitts, «Paleontology and Evolutionary Theory», Evolution, 28: 467, 1974.
[3] Steven Stanley, Macroevolution: Pattern and Process, Freeman and Co. San Francisco, 1979.
[4] Tom Kemp, New Scientist, Vol. 108, Diciembre 5, 1985, p. 67.
[5] David Raup, Bulletin, 50 (1): 25, 1979.
[6] Niles Eldredge, Time Frames, Heineman, 1986, p. 144.
[7] Mark Ridley, New Scientist, Vol. 90 (Junio 25, 1981), p. 831.
[8] S. J. Gould y Niles Elredge, Paleobiology, Junio-Julio, 1977.
[9] C. D. Darlington, The Origin of Darwinism, Scie. Am. Mayo de 1959, 200:5, p. 60.

Más artículos y conferencias en mp3, en nuestra sección sobre Evolución y Evolucionismo.

sábado, 8 de octubre de 2011

Pensando contracorriente.




Duccio di Buoninsegna: Jesús ante Pilatos.

Juan Carlos Monedero es amigo y lector de la página, autor del artículo del cual hago su publicación, y que trata sobre la Verdad y la capacidad humana para conocerla.


Cuestiones disputadas sobre la naturaleza de la fe
y la capacidad humana para conocer la verdad

Si se somete todo a la razón, nuestra religión
no tendrá nada de misterio ni de sobrenatural.
Si se choca contra los principios de la razón,
nuestra religión sería absurda y ridícula.
Pascal

–Poseo la verdad como la puede conocer el hombre;
es decir, en continua inquisición, investigación y progreso.
–Progresar me parece muy bien. Pero ¿cómo sabes que progresas?
Castellani

Por Juan Carlos Monedero (h)

Introducción.

Este artículo sólo pretende señalar unas sencillas coordenadas para ubicarnos en dos temas muy importantes: la naturaleza de la fe y la capacidad humana para conocer la verdad. Ambas son cuestiones perennes y relacionadas. La primera es objeto –aunque no siempre de forma explícita– de permanentes discusiones: el espacio concedido a la fe dentro de la sociedad está directamente relacionado con el concepto que se tenga de ella. De ahí que quienes desean prohibir la exhibición de símbolos religiosos juzguen la fe como algo puramente subjetivo, personal, arbitrario.
Respecto al alcance del conocimiento humano, simplemente recordaremos que ya Sócrates, Platón y Aristóteles como los sofistas Protágoras y Gorgias encarnaron las diferentes posturas que, en lo sustancial, perviven hasta la actualidad; estamos hablando, pues, del pensamiento realista o clásico –por un lado– y del escepticismo, relativismo, agnosticismo, en sus múltiples variantes, por el otro. Debate éste, como el primero, que ha separado y separa las aguas y sobre el que nosotros –desde la doctrina católica– ofreceremos una respuesta.
Desde el comienzo manifestamos nuestra procedencia, puesto que –como bien dice, sólo en esto, José Ingenieros– el autor que expone su pensamiento “no desea presentarse como imparcial frente a lectores que no lo son”. Comencemos, pues, abarcando las relaciones entre la fe y la inteligencia humana. Nuestro curso –en el que se enmarca este artículo– tiene como objetivo la formación doctrinaria, tarea que no puede llevarse a cabo sin una correcta apreciación de las vinculaciones entre el entendimiento y los misterios sobrenaturales. En un segundo lugar entraremos de lleno en la polémica entre quienes afirman la capacidad de la inteligencia de conocer la verdad y quienes la niegan.

Dos posturas adversas: fideísmo y positivismo.

Según la noción corriente y más divulgada de “fe religiosa”, ésta es algo subjetivo, personal, íntimo, como dijimos más arriba. Cada persona vive su propia fe, a su manera, cumpliendo únicamente aquellas reglas que libremente ha decidido asumir. Lo que se entiende por “religiosidad” acaba siendo absolutamente incomunicable; su contenido queda a merced de las decisiones humanas, careciendo de la seriedad y reverencia que es propia –o debería serlo– de la Revelación de un Dios, que no cambia como el mundo ni pasa como la historia sino que es inmutable. Esta postura excluye, por tanto, cualquier intento de racionalidad: intentar comprenderla o dar razones de ella conspira contra el lugar que se pretende darle en la propia vida. Así, lo religioso cobra un carácter ornamental, anecdótico, romántico, tolerado mientras no se lo tome demasiado en serio. Este concepto de fe siente horror por la sola idea de una única religión verdadera; motivo por el cual proclama a cuatro vientos el derecho de creer en lo que a cada uno se le antoje. Pesa la sinceridad del que cree y nada importa qué se cree.
Frente a esta primera posición, se encuentran aquellos que rechazan la fe y –con justicia o sin ella– la describen con las mismas notas arriba mencionadas. Absurdo, insostenible racionalmente, la fe fue fabricada por los hombres para consolarse en el medio de los dolores y dramas de la existencia: la máscara blanca de un mundo negro. Dios es un invento del hombre. Si la fe es absurda y lo absurdo es lo que no puede ser, la fe es falsa. Relegada y explicada la fe desde el terreno psicológico –acaso como una alucinación o histeria–, estas personas se recuestan naturalmente en el único conocimiento que, a su juicio, les abre el secreto de la realidad: el conocimiento científico. La llave maestra del mundo no viene por la religión sino por la ciencia. Inteligencia y fe son excluyentes. La religión habría explicado en su momento determinadas cosas que, con el tiempo, la ciencia se encargaría de ir develando en sus verdaderas causas. Al ritmo del progreso científico, tarde o temprano la fe dejaría de existir.
En el fondo, esta posición afirma que toda creencia religiosa –sostenedora de realidades invisibles e intangibles– responde a la ignorancia humana. No en vano August Comte ponía como “regla fundamental” del espíritu positivo que “toda proposición que no puede reducirse estrictamente al mero enunciado de un hecho, particular o general, no puede ofrecer ningún sentido real e inteligible”[1], siendo por tanto las proposiciones religiosas no sólo imposibles de afirmar sino también de negar, puesto que nada dicen[2].

Un interesado e injusto retrato.

Digamos primero que este concepto de lo religioso –por más difundido que sea– no lo representa con justicia. Hasta tal punto se trata de una deformación, que no puede descartarse un deliberado interés detrás de la presentación de esta caricatura. En cualquier caso, estas posturas (que llamaremos fideísta y positivista, respectivamente) coinciden en separar completamente lo racional de la órbita religiosa. Coinciden, en fin, con valoraciones distintas: el fideísta abraza contento esa fe arbitraria, alérgica a la objetividad; mientras que el positivista, por los mismos motivos, la rechaza. Pero en la descripción ambos están de acuerdo: la fe y la inteligencia contrajeron divorcio.
Una primera desmentida –necesariamente incompleta– a este torcido concepto puede leerse en 1 Pedro III, 15: “dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza”. También leyendo las discusiones entre Cristo y los fariseos, puede advertirse cómo el Señor invoca a las profecías del Antiguo Testamento como razones a favor Suyo (Jn. V, 39; Jn. V, 46-47; Jn. X, 34-39). Lo mismo respecto de las polémicas en torno al día sábado, al mandamiento más importante y al mismísimo Mesías. Sin ir más lejos, la acusación que pesaba sobre Cristo era la blasfemia: “siendo hombre, te haces a Ti mismo Dios” (Jn. X, 33). No daba lo mismo atribuirse, o no, la divinidad.
Los primeros siglos de la Iglesia permitieron el florecimiento de grandes santos y doctores, debates doctrinarios mediante. San Ireneo debió polemizar contra el gnosticismo[3] y sus “apóstoles”; disputa en la cual se destaca Adversus Haereses, su obra más importante. San Justino, por su parte, arguye contra la pluma de Marción, conocido gnóstico. San Ireneo también debatió públicamente con Marción y con otro hereje, Valentín. Uno de los puntos en debate era, por ejemplo, la resurrección de la carne –negada por los herejes– que juzgaban a la materia como efecto del “dios del mal”.
San Clemente de Alejandría representa también la compatibilidad entre fe católica y el esfuerzo de la razón humana. El santo concedía un lugar muy estimable a la Filosofía: a su juicio, el pensamiento de Platón era el inicio de un recto camino a Dios. La filosofía había preparado a la humanidad, aunque jamás podría reemplazar a la Revelación Divina: “Dios es la causa de todas las cosas buenas: de unas lo es de una manera directa, como del Antiguo y del Nuevo Testamento; de otras indirectamente, como de la filosofía” (Stromata). Ciertamente: cuando Platón pone en boca de Sócrates que es preferible padecer una injusticia que cometerla, dice lo que San Pablo –con palabras bautizadas– dejó escrito como no devolver mal por mal, sino vencer al mal haciendo el bien. Estaba, pues, justificado el rechazo visceral de Nietzsche frente al discípulo de Sócrates, odiándolo por parecerle un cristiano anticipado. No pudiendo explayarnos más, no queremos omitir la mención de San Agustín y sus polémicas contra la herejía pelagiana, condenada en el Concilio de Éfeso (año 431).
Este primer período estuvo signado –como dijimos– por recíprocas argumentaciones, polémicas intensas, disputas intelectuales. La fe no era algo caprichosamente subjetivo: era una Revelación, originada en Dios, que varones fieles debían custodiar en su pureza e integridad, frente a interpretaciones equivocadas: los apologistas de la religión se veían precisados a trabajar sin descanso, a multiplicarse, por decirlo así, para hacer frente a los muchos puntos que reclamaban el auxilio de su saber y de su elocuencia en defensa de la religión. San Atanasio, San Cirilo, San Basilio, los dos Gregorios, San Epifanio, San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, y otras lumbreras de aquel siglo, recuerdan los empeñados combates que a la sazón sostuvo la verdad contra el error, supuesto que para alcanzar la inmortal victoria se empeñaron en la lucha tantos gigantes”[4].
La Revelación constituía un mensaje de origen sobrenatural que no entraba ni podía entrar en contradicción con otras verdades que el hombre, por sí mismo, iba descubriendo. El mismo Dios que se revelaba es el que hizo el mundo: ¿Cómo podía la verdad enfrentarse a la Verdad? Por eso, tanto la ciencia[5] como la filosofía eran para la Iglesia Católica legítimos hallazgos de la inteligencia humana: al «investigar» con sus propias luces, el hombre iba detrás del vestigium, es decir, de la huella que Dios había dejado en las cosas; un rastro de la palabra divina en la realidad que permanecía oculto y en estado embrionario, hasta que el hombre –arrebatado por la admiración– lo «develaba», le quitaba el velo; lo «descubría», es decir, le quitaba aquello que cubría en las cosas la estampa del que las había hecho.

La obra de Santo Tomás de Aquino y la posición de Martín Lutero.

Nos vemos obligados a saltar siglos de historia hasta llegar al XIII, en donde nos encontramos con la Suma Teológica. En ella, Santo Tomás da testimonio de las alturas a las que puede llegar la inteligencia nutrida por la fe. La arquitectura de la Suma se sostiene en un dato revelado, que hará las veces de cimiento de la inteligencia. El desarrollo de 119 cuestiones de la I parte, 114 cuestiones de la I-II, 189 cuestiones de la II-II y 90 cuestiones de la última (hasta donde el Aquinate llegó a escribir) sumado a la amplitud y diversidad de temas tratados –desde la existencia de Dios a cómo es posible que existan Tres Personas distintas en Dios, pasando por la pregunta de si conoce o no el futuro, cómo Dios existe si hay mal, cómo el ser humano es libre si Dios lo sabe todo, si era necesaria la Pasión de Cristo, etc.– demuestran que no puede considerarse la fe católica como enemiga de la reflexión llevada a cabo por la inteligencia humana.
No es la posición del catolicismo, por cierto, aunque sí la de Martín Lutero, que afirmaba que el intelecto “Sólo es capaz de blasfemar y de deshonrar cuanto Dios ha dicho o ha hecho”[6], adjetivando como prostituta a la razón humana; afirmaciones condenadas por el Magisterio de la Iglesia durante las jornadas del Concilio de Trento. Si acaso faltara una prueba, cabe mencionar que la Iglesia, en el marco del Concilio Vaticano I –y respondiendo al agnosticismo moderno– convierte en dogma de fe aquélla verdad de que la sola inteligencia humana es capaz de conocer, con certeza, que Dios es.
El entendimiento humano fue llamado –en palabras del Aquinate– aquello que Dios más ama en el hombre. Expresión completamente en sintonía con aquélla de San Agustín: “Ama la inteligencia y ámala mucho”. La propaganda anticatólica, en este punto como en otros, compite entre la malicia disimulada y la desvergonzada ignorancia.

Los límites de la inteligencia humana.

No quedaría completa nuestra exposición si no reconociésemos –al compás de sus alcances– las innegables limitaciones de la inteligencia humana, sobre todo relativas a la fe. La inteligencia está herida, debido a la culpa original. Y fuera de la verdad, puede hallarse en cuatro estados diferentes:

·         ignorancia
·         error
·         confusión
·         mentira

            Precisamente, parte del titubeo y de las dudas del hombre relativas a la fe tienen su origen en la experiencia de estos estados de la mente. ¿Acaso el hombre no ignora muchas cosas? ¿Está habilitado, legítimamente, a afirmar sobre algo que lo supera? ¿No tiene la experiencia del error? ¿No suele confundirlo lo más sencillo? La fe, ¿no será acaso propia de estos estados de la mente? Me han mentido y traicionado. Creí en un amigo y me defraudó: ¿Cómo sé que no sucederá lo mismo si volviera a creer otra vez?

El acto de fe.

Para tener el hombre noticia de la fe, debe ser instruido por Dios. La ignorancia de Dios, Dios mismo la cura. No puede el ser humano descubrirla por sí solo; no hay proporción entre los misterios y la finitud del hombre. Aquí el hombre es más pasivo que activo: cree. Y cree porque advierte dos elementos, presentes tanto en el acto de fe natural –que realizamos todos los días– y el acto de fe sobrenatural. Estos dos elementos son:

·         la credibilidad del mensajero (a quién se cree)
·         el carácter plausible o, por lo menos, no contradictorio de lo revelado con otras verdades ya conocidas (qué se cree).

¿Quién actúa como mensajero de la Revelación o de la Biblia? Actúa como tal la Iglesia. De aquí la frase de San Agustín: “No creería… si no fuera por la autoridad de la Iglesia Católica”. La inteligencia es bañada por la luz del mysterium fidei, pero no ve sino como en un espejo; ella descansa así en la autoridad de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos.
Pieper explica esta complementación comparando, por un lado, el sentido del oído con la fe, al tiempo que el sentido de la vista con la inteligencia. Dice el filósofo alemán que el que cree “es uno que no sabe por su cuenta ni ve con sus propios ojos; es uno que accede a que otro le diga algo”. El creyente, pues, aguarda la palabra –no la evidencia– que viene de otro. Debido a “lo que oye”, la «mirada» del creyente es «afinada»: su inteligencia es «dirigida» hacia “algo que él mismo ve entonces con sus propios ojos”. Sólo entonces, es decir, luego de ser orientado, lo percibe. Se trata de algo que “se le habría mantenido oculto si él mismo no hubiese oído y considerado el mensaje que llega de otra parte a su oído”[7]. Tal es el papel de la evangelización y es redundante señalar la importancia de un carácter virtuoso que respalde, con coherencia, la palabra apostólica.
Por parte del carácter plausible de lo revelado, la Apologética tiene como tarea demostrar cómo y por qué los misterios revelados por Dios no contradicen ni la razón humana ni otras verdades propias ya conocidas.

La aventura de la fe.

La fe católica cobra la nota propia de la paradoja: es lo más fácil y lo más difícil, en palabras de Castellani[8]. Lo más fácil, en cuanto su posesión no depende de una comprensión intelectual sino de una decisión: “quiero creer”; y es lo más difícil porque –para que esta posesión tenga lugar– el hombre debe postrar su parte más noble, el intelecto, inclinándose no ante evidencias sino ante la autoridad de quien nos revela algo de lo que no tenemos evidencia. Ve intelectualmente que existen motivos para creer. Y esta postración es obra de una voluntad humilde: Bienaventurados los pobres de espíritu[9]. Se trata del drama entre creer o no creer.
Nosotros no podemos sino trazar pinceladas de este misterio, sin agotarlo jamás, puesto que sucede en el único e irrepetible corazón de cada persona. Tomás Casares, por su lado, conocía bien esta tensión del alma humana y la llamaba tortura:

“Lo que la hiere (a la inteligencia) es afirmar que la realidad que trasciende los límites de su aptitud pueda serle revelada y haya de acceder a esa revelación no obstante su misterio. Le hiere que valga un camino de conocimiento que no sea su camino; que haya de inclinarse ante un criterio de certeza que no es su criterio de evidencia; que se admitan objetos de conocimiento de cuya íntima realidad no les es dado juzgar; que deba declinar su saber para creer”[10].

Así, la fe está «compuesta», si se puede decir, de dos elementos o realidades en tensión, siendo para el hombre su mayor tentación divorciarlos, en vez de dejarlos existir uno junto al otro. Una inteligencia que no ve tal o cual cosa sino que ve únicamente motivos para creer; una voluntad libre que puede o no adherirse a tales verdades, pero que –no obstante– advierte que quien revela se presenta como digno de ser creído, naciendo así la obligación de creer a quien se muestra veraz.
La fe católica, en una palabra, comporta una doble condición. Pascal lo ha dicho magníficamente: “Si se somete todo a la razón, nuestra religión no tendrá nada de misterio ni de sobrenatural. Si se choca contra los principios de la razón, nuestra religión sería absurda y ridícula”[11]. La cima de la inteligencia del hombre se encuentra en este reconocimiento: “El último paso de la razón está en reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan”. La fe no es enemiga ni de lo sentidos ni de la inteligencia: “La fe dice bien lo que los sentidos no dicen; pero no lo contrario de lo que éstos ven. La fe está por encima y no en contra”[12].
El orgullo del hombre rechaza los contenidos creídos y no sabidos, olvidando la rotunda desmentida que tiene lugar en cada uno de sus cumpleaños:
“Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill, Kensington, y de que me bautizaron según el rito de la Iglesia Anglicana en la pequeña iglesia de St. George, situada frente a la gran Torre de las Aguas que dominaba aquella colina”[13].

*          *          *

La verdad, cuestión fundamental.

Corresponde ahora entrar en el segundo tema de nuestro trabajo. Entre tantas cuestiones posibles que abren estas meditaciones, ¿cuál elegir? Nos ha parecido principal la cuestión sobre la verdad, tema que –entre otros– nuestro amigo Pablo Grossi desarrolló recientemente. Tema muy importante debido a la íntima relación que existe entre la verdad, el bien y la belleza, tres Nombres de Dios. Este asunto es conocido como la doctrina de los trascendentales del ser. Son nociones primarias y convertibles entre sí: lo verdadero es bueno y es bello, lo bueno es bello y verdadero, lo bello es verdadero y bueno. Puede decirse que tanto el filósofo, el héroe como el artista aspiran al mismo Dios, hacia quien llegan en tanto Sabio, Sumo Bien o Belleza Suprema.
Existe una íntima unidad entre estas nociones, al punto que un primer error respecto de ellas puede desembocar en un verdadero sistema de negaciones, por haber comenzado tropezando. La primera cuestión a considerar es la capacidad humana –o la falta de ella– para descubrir la verdad. Es popular la opinión agnóstica o relativista: la verdad carece de existencia o, existiendo, no puede ser conocida. Ella siempre es algo inaccesible; depende del punto de vista, de la visión, de la perspectiva o lectura de cada uno. A la realidad no accedemos de forma directa –nos dicen– sino mediatizada por nuestras propias categorías, opiniones, percepciones. Y parecería un atrevimiento, un atropello a la opinión ajena proclamar el carácter absoluto de algo: nada es absoluto, todo es relativo. Nada es totalmente cierto ni totalmente falso sino que la verdad depende del sujeto. Y puesto que ¡vaya si hay muchos sujetos por ahí!, la verdad será multiplicable en relación a ellos. Habría tantas verdades como sujetos que las conocen y cada uno con su verdad.
Esta postura no significa más que el inicio de una cadena de negaciones que llevada, por ejemplo, al ámbito médico sirve de pretexto para prácticas como la anticoncepción, la eutanasia y el aborto: de esta forma, la conciencia se encontraría sola consigo misma en el acto de decidir qué hacer, sin estar ligada por obligaciones a normas de carácter indiscutible. En el arte ocurre igual: toda expresión titulada artística será tenida por tal, aunque se trate de un pedazo de chatarra, un salpicado de colores, unos indescifrables trazos en un marco o de las llamadas microficciones, es decir, de cuentos estimados como “arte literario”, con un renglón de duración.
A lo sumo será objetivo el conocimiento matemático-científico; estarán fuera de discusión los números, las estadísticas, los datos empíricos. Pero todo lo que remita a metafísica y teología no puede sino estar salpicado por la incertidumbre. La verdad no se descubre: se construye. A través del consenso, los hombres se van poniendo de acuerdo en ciertas pautas a las cuales denominan –y sólo éso– “verdades”. Pautas que lejos de poseer carácter permanente, participan de la historicidad y del dinamismo propio de la libertad humana; pautas que cambian tanto como cambia el hombre.

El combate por la verdad y el conocimiento preciso de la postura que nos es contraria.

El católico debe tener una respuesta ante estas objeciones. Y será legítimo, pues, hacer una apología de la verdad. Frente a los modernos Pilatos que preguntan con escepticismo Quid est veritas? –“¿Qué es la verdad?”–, rehusando una norma objetiva y consultando plebiscitarias mayorías, continúan vigentes las palabras de Nuestro Señor: Ego sum Veritas. Son las que no pasarán aunque cielo y tierra pasen. Tanto la historia y la doctrina, como las mismas Sagradas Escrituras, atestiguan este deber:

“Dedícate al cultivo de la sabiduría,
hijo mío, y alegra mi corazón,
para que puedas replicar a quien me agravia”.
Proverbios 27, 11

Para realizar esta defensa, téngase presente claramente las objeciones que recibe la noción de verdad –tal como el pensamiento clásico y la fe católica la sostienen.
La tesis general es una negación: a la verdad objetiva no se puede llegar, porque todo acto de conocimiento dirigido hacia las cosas tiene por sujeto a una persona determinada, particular, con características diferentes de las demás. Entre la mente del hombre y la realidad hay un muro: a lo sumo, el hombre accede al mundo mediante tal o cual barrera, pero la misma no es sino el cristal con que se mira. En tanto subjetivo, el hombre participa su propia subjetividad al conocimiento. A la verdad objetiva no puede llegar una subjetividad. El conocimiento es relativo al sujeto.
Si esto es así, los parámetros de verdad, bondad y belleza –como hemos dicho más arriba– no tienen más firmeza que la consensuada por los hombres. No existe algo verdadero, sino algo que llamamos verdadero. Y así con la palabra falsedad y las demás. El hombre, como mucho, puede etiquetar las cosas con tal o cual palabra, pero debe tener muy presente que tal denominación es necesariamente caprichosa: está sujeta a los cambios históricos, careciendo –de hecho y de derecho– de un carácter permanente.
Un planteo distinto, semejante pero moderado, sostiene que aunque el conocimiento humano no sea capaz de certezas, sí lo sería de probabilidades. Únicamente podríamos alcanzar lo probable, pero no lo verdadero. Se trata, pues, de un mundo en el cual nos vamos a regir a través de las experiencias, de las costumbres, que han arrojado –hasta ahora– determinado resultado. Pero viviríamos muy pendientes de lo impredecible: en determinado momento, todo podría cambiar. No llegamos a ninguna síntesis de las cosas: arañamos la esencia sin poder, ni por asomo, asirla.
Una tercera formulación tiene lugar en la dicotomía entre ser y apariencia. Existe, sí, un ser objetivo pero el hombre únicamente alcanza sus apariencias y nunca el ser mismo. Barajando términos equivalentes, podemos conocer el fenómeno –“lo que aparece”– sin jamás, ni por hipótesis, conocer el noúmeno: “lo que es”. No puede omitirse aquí a Emanuel Kant, filósofo alemán, cabeza de esta postura, que hasta el día de hoy se respira en la calle, en los discursos, en las conversaciones. Comportó una de las formulaciones más elaboradas del agnosticismo e inició en la historia del pensamiento el ocaso de la razón natural.
La cuarta formulación del escepticismo tiene como eje el argumento en torno a la duda. La comprobación de engaños por parte del hombre, tanto a nivel intelectual como sensible (ilusiones ópticas, confusión entre sueño y vigilia, errores de perspectiva) arrojarían, pues, una sombra de dudas sobre una generalidad de pensamientos que no solemos poner bajo tela de juicio. Pues bien, si estábamos en el error creyendo estar despiertos, por ejemplo, estando dormidos; si creyendo sumar o restar correctamente, tuvo lugar alguna vez un traspié; si en ése y en otros casos creíamos firmemente estar en la verdad –sin estarlo–, ¿por qué no pudiera pasar –ahora, en este mismo momento– lo mismo? ¿No podría suceder acaso que respecto de infinidad de “conocimientos” nos encontremos en el error, de igual manera que lo estuvimos en el pasado?

Nuestra respuesta.

Ahora bien, ¿qué decimos nosotros? ¿Hay una réplica ante estos argumentos? ¿Son ideas invencibles, que deben ser acatadas con resignación? ¿O son construcciones con apariencia de contundencia pero que, consideradas pausadamente, se revelarían frágiles? Creemos que el primer paso de refutación del escepticismo consiste en hacer patente la existencia de un Orden Natural. Y por estos términos entendemos una disposición recta de las cosas y de sus partes hacia su fin, disposición que no depende de la voluntad humana sino que esté fuera de su control. Vayamos a los ejemplos.
El caso de la nutrición. El alimento adecuado para una persona puede ser una fruta, un pedazo de carne o algún vegetal. Existen, pues, cosas que nutren al hombre: comidas que lo fortalecen, que le brindan energía y sin las cuales su cuerpo se debilita hasta morir. Una manzana, por ejemplo, es adecuada para el hombre pero no lo será un pedazo de metal: entre el sistema digestivo y la manzana existe un parecido, una semejanza. Uno está hecho para el otro. Obviamente no ocurre lo mismo en el otro caso. ¿Por qué? ¿Acaso porque los hombres hemos comido manzanas a lo largo de los siglos y hemos consensuado el hábito de ingerir manzanas? ¿Cabría, igualmente, una vanguardia revolucionaria que empezara hoy en día a comer trozos de bronce?
La saliva que genera la boca va deshaciendo los alimentos que el hombre ingiere, los cuales comienzan a despedazarse para ser tragados correctamente. Un metal, en cambio, no se deshace en contacto con la saliva. Todo esto sin contar que las glándulas salivales no sólo producen el líquido necesario para desintegrar los alimentos sino que su extrema sensibilidad genera –al contacto con éstos y no con cosas diferentes– el placer propio de comer. Nada de esto ocurre cuando el hombre ingiere algo distinto.
Los aromas propios de la comida generan en el hombre ese apetito y expectación por ingerirlos, lo que no tiene lugar si huele otro tipo de cosas. Un perfume le resultará grato, pero no sentirá hambre. Así fue siempre, sin que mediara contrato social alguno. Y obviamente: tampoco es lo mismo para el sistema digestivo un pedazo de madera que una manzana, como no lo es un trozo de vidrio que una porción de carne. Es evidente que estas sucesivas adecuaciones no son fruto de la decisión humana ni están sujetas al arbitrio del hombre. No puede modificarlas ni contradecirlas aunque junte mayoría absoluta en el Congreso de la Nación.
El surgimiento de la persona. Algo semejante puede afirmarse de la fecundación: sólo un óvulo y un espermatozoide pueden generarla. Colóquese cualquier par de células distintas: jamás podrá conseguirse la generación de un ser humano. Tal vez alguien argumentará que los modernos avances de la ciencia depositan en las manos del hombre lo que antes era exclusivo de la naturaleza; pero la respuesta a esta observación requiere una distinción elemental. Hay cosas que están en manos del hombre: ciertamente, la concepción de un embrión puede tener lugar –manipulación genética mediante– fuera del vientre materno o de cualquier otra manera. Pero hay algo que no cambia. Escapa a su dominio lo fundamental: la concepción sólo puede tener lugar entre los gametos femenino y masculino.
Las normas de la arquitectura[14]. Salta a la vista la importancia de respetar estas leyes a la hora de construir. Aquello que sostiene una edificación está ausente en las que se vienen abajo por culpa de malos constructores. El hombre no tiene ningún poder respecto de estas leyes: tiene que cumplirlas si quiere levantar un edificio sabiendo muy bien que una pequeña omisión puede terminar en un drama. El peso que es capaz de soportar cada columna no depende en absoluto de los deseos de veleidosas mayorías. Tales normas físicas no tienen derogación parlamentaria posible ni están en las manos de diputados o senadores. Se trata de una regularidad, de un patrón, de un orden, de un canon que preexiste al ser humano y frente al cual éste no puede sino descubrirlo.

Más sobre el Orden Natural.

Los ejemplos mencionados son obviamente simples botones de muestra, entramados de un sistema mucho mayor. En la naturaleza, los minerales, vegetales, animales, en los sistemas y órbitas planetarias, es posible advertir la existencia de cierta regularidad que permite prever sus itinerarios y comportamientos. De ahí las ciencias de la naturaleza. No necesitamos mirar, otra vez, una planta para saber cómo tendrá lugar el proceso de la fotosíntesis; no necesitamos esperar al día de mañana para saber por dónde saldrá el sol. El mundo es poseedor de una estructura racional: puede ser entendido.
Las cosas no son refractarias a nuestra inteligencia: podemos comprenderlas, fundándonos en cierta lógica de las mismas, por la cual aparecen ante nuestros ojos como conectadas entre sí. De suerte tal que unas nos llevan a las otras. Si es cierto que muchas veces hay oscuridades, dificultades en la investigación, diferencias respecto al método e incluso dramáticas calamidades naturales; no es menos cierto que toda catástrofe es tal si existe algo distinto de la catástrofe: el orden. Un Orden Natural. Un orden más allá de la voluntad humana. Sólo porque éste –el orden– existe, deploramos el desorden. Únicamente porque “hay”, porque “existe” una norma violentada, la catástrofe natural es algo dramático. Porque “no debería” suceder y no obstante sucede, podemos dolernos de los desastres y sus víctimas. Conviene meditar prudentemente sobre esta intuición: únicamente porque percibimos que no es “de la esencia” de la naturaleza que existan terremotos, tsunamis y otras calamidades, advertimos la fatalidad que implica su existencia. La fatalidad de que las cosas, pudiendo ser mejor, no lo sean.
Los desastres naturales no prueban la inexistencia del orden natural. Tal argumento fue sostenido por ciertos pensadores pero no demuestra lo que ellos pretenden. La evidencia apunta a otro lado. Estos desastres son testigos insobornables de la existencia de un deber ser fundante, de una fuente primera de normatividad, en virtud de la cual una catástrofe es una catástrofe. Si el desorden fuese propio de la esencia de las cosas, nada trágico ni dramático habría en que tenga lugar lo que no puede dejar de ser.
La manifestación originaria de un orden que escapa al arbitrio humano es el punto donde conviene apoyarnos para mostrar la fragilidad de las concepciones actuales.

Carácter «verbal» del mundo.

Hay una última conclusión que debe extraerse del hecho de que el mundo pueda ser comprendido. Este orden de las cosas –a veces, como dijimos, perturbado– manifiesta lo que ellas son; expresa sus esencias. Las cosas tienen un «qué»: pueden ser entendidas, conceptualizadas, pensadas. No están vacías ni a la espera de un contenido “puesto” por el hombre. Preexisten a nuestra mente. Nos preceden. No las construimos. Anteceden a nuestro pensamiento y son independientes de él. Las cosas pueden ser objeto de nuestro conocimiento. A diferencia de las casualidades –completamente imprevisibles– la realidad es asequible a la mente: puede ser pre-vista, observada antes. El azar no.
La inteligencia –como indica su etimología– es capaz de leer en el interior de las cosas: intus legere. Comparémosla con un libro: cada una de sus páginas puede ser leída porque su autor la escribió pensando en ella. Evidentemente, no da lo mismo cualquier palabra: colocando el vocablo «porque» el autor se prepara para fundamentar y no enunciar; si dice «es evidente que», se limita a enunciar y no a fundamentar. Y en ambos casos, el lector entiende perfectamente la diferencia. Si el libro contuviera, por el contrario, hojas llenas de letras –completamente al azar– nada podría leerse en él.
Algo puede leerse sólo si fue escrito. Y puede ser escrito sólo si fue pensado. El pensamiento es anterior a la escritura.
El libro, pues, está entre dos intelectos: autor y lector. Tal como el libro, podemos decir que la realidad está cargada de sentido: es capaz de ser «leída», entendida, comprendida. Las cosas son palabra, son verbo. Son capaces de ser «dichas». Y pueden ser entendidas porque fueron hechas, diseñadas, creadas inteligentemente.
Pero ahora debemos encarar el siguiente punto: la capacidad del hombre de conocer la verdad. ¿Puede hacerlo o es impotente?

Contestando a los sofistas de ayer y de hoy.

En primer lugar, señalemos –con Aristóteles–la contradicción que tiene lugar entre la vida y esta postura: inevitablemente, la cotidianeidad de los relativistas –como la de cualquiera– está plagada de verdades y no de dudas o fatales ignorancia. Precisamente, aquellas dudas que suscitan la problemática son –en buena proporción– voluntarias y no espontáneas. Baste aquí como ejemplo el quiero dudar de Descartes. Si bien cuando el hombre sueña puede creerse despierto, no es menos cierto que estando despierto posee absoluta certeza que no está soñando. Camina por la ciudad, observa un pozo y lo esquiva, sin considerarlo una ilusión óptica. Si tiene hambre, come queso y no duda que tiene mejor sabor que un pedazo de vidrio.
El escéptico puede protestar que son ejemplos menores. Concedido. Pero no invalida nuestro planteo: siendo su postura una negación universal –decir “no hay certeza” significa decir en el fondo “no hay ninguna certeza”–, bastaría una sola cosa, una única verdad que resista. Decía Etienne Gilson: “los que pretenden pensar de otra manera (es decir, desconfiando a priori de nuestras percepciones más fundamentales) piensan como realistas tan pronto como se olvidan de que están desempeñando un papel”.
Encaremos el siguiente argumento. ¿Qué decir sobre aquél que sostenga no conocer lo verdadero sino lo probable? De la pluma de San Agustín tomaremos prestados los argumentos. Veamos: la palabra probabilidad es sinónimo de otro término, que es verosimilitud. Y el significado de ambos yace en la etimología del segundo: “lo que se aproxima, lo que se acerca, lo que se asemeja a la verdad”. Así las cosas, el escéptico no llega a decir que conoce la verdad sino únicamente aquello que se aproxima a ella, aquello que se asemeja a ella, aquello que probablemente sea verdad.
Ahora bien, veámoslo desde ejemplos muy sencillos. Pensemos en una mujer muy parecida a su madre. Si preguntados por la similitud de la hija con la madre respondemos nosotros que , ¿qué descubrimos? Descubrimos que podemos responder de esta manera sólo si conocemos el rostro de la madre. Más aún: para responder –si fuera el caso– que no se parecen, también sería necesario conocer el rostro materno, por la misma razón. En efecto, no puedo decir que madre e hija son parecidas si no conozco antes la faz de cada una de ellas. ¿Qué se diría de un diálogo como éste?:

–        ¡Qué parecida es Marina a su madre!
–        ¿Conoces a su madre?
–        No.

Del mismo tenor sería el ejemplo de un barco navegando en alta mar. Para decir que la embarcación se encuentra muy cerca del puerto, es necesario conocer la localización del puerto, puesto que en virtud del término final son conocidos los términos intermedios del desplazamiento. El capitán del barco no puede afirmar que está seguro de que está muy próximo y, preguntado por la ubicación del puerto, contestar “No lo sé, pero sin embargo tengo certeza de que estamos próximos”.

“Oyendo esto, ¿podría alguno contenerse la risa?”.

El argumento probabilista no es suficiente para conmover la capacidad humana de asir verdades: “la probabilidad o verosimilitud –y la misma palabra latina vero-similis se prestaba admirablemente en su constitución esencial al argumento ad hominem de San Agustín– no tiene sentido sino por referencia a la certeza y a la verdad; y que si éstas no son poseídas, mucho menos aquéllas, cuya comprensión se apoya en las primeras”[15].
Vayamos al binomio ser–apariencia. Como señalamos antes, nuestro adversario podría sostener la imposibilidad de conocer el ser, quedando al alcance del hombre únicamente la apariencia. El ser humano accedería sólo a fenómenos, que bien puede clasificar, distinguir, colocar en tal o cual categoría. Pero fenómenos cerrados en sí mismos, apariencias de ser imposibles de traspasar, opacas para la inteligencia; conocimientos que deben conformarse con ser valorados como frágiles imágenes de la realidad y nada más.
Ahora bien: ¿tiene aquí razón el escepticismo?
Es evidente que quien distingue dos, conoce ambos. Nuestro adversario ha distinguido, claramente, entre el ser y la apariencia. Y ha dicho que conoce el segundo y no el primero. Pero, cuestionémoslo: ¿cómo se puede distinguir entre ser y apariencia, si el ser mismo fuese ignorado? Porque todo juicio de comparación entre dos supone el conocimiento de los dos.
En la hipótesis que el agnóstico estuviese en lo correcto, el problema que estamos tratando no se le hubiese presentado jamás. En efecto, aquello que desencadena la dicotomía ser–apariencia es la percepción de que la apariencia es un recorte del ser. Pero esta diferenciación sólo es posible en tanto el hombre conoce el ser y, comparándolo con la apariencia, lo juzga mayor.
No hay otro camino posible para poder afirmar que la apariencia es tal (es decir, que no es ser) sino reconocer que –previamente– se me hizo presente lo que no es apariencia: el ser. De lo contrario ella misma se disuelve como tal, ocupando ilegítimamente el lugar debido al ser, que en esta hipótesis pasa a colocarse en la oscuridad de lo inhallable. Más aún: si el hombre conociese únicamente la apariencia y no el ser, tomaría la apariencia por ser. Viviría engañado. Pero justamente, el agnóstico es el adalid del des-engaño. Todos los otros están engañados, puesto que todos toman lo que es apariencia como si fuera ser. Él no. ¿Por qué el agnóstico está al abrigo del engaño y los demás no?
Pero hay más todavía: toda la entidad de la apariencia tiene su origen en el ser. Si el ser no se me hubiese hecho presente –de alguna manera– la apariencia misma jamás hubiese existido. Ella procede del ser mismo: la apariencia es siempre apariencia de algo. No puede ser apariencia de nada. Y si la apariencia es apariencia de algo, ese algo no es apariencia. Ese algo es ser. Luego, no puede conocerse la apariencia como apariencia sin conocer, antes, al ser del cual la apariencia depende. Tanto si hablo de apariencia como si hablo de representación, estamos en el mismo caso:

“¿Por qué diríamos (representación) “de un hombre” si el hombre nunca nos fuera presente; si sólo nos fueran presentes “representaciones”? ¿Por qué no podríamos hablar con sentido de “representación” sin incluir aquello de lo cual es presentación, mientras que podemos perfectamente hablar de “hombre”, “casa”, “piedra”, sin definirlos por relación a ninguna representación? ¿Por qué, si no fuera porque el ente irrelativo es lo primeramente conocido?, ¿y la “representación” algo puramente relativo al ante? Si no, habría que decir “es la representación de la representación de la representación…” y así al infinito”[16].

El argumento que sigue es la duda. ¿Cómo estar seguros que aquello que en este mismo momento se me presenta como verdadero, lo es realmente? ¡Cuántas veces creí estar en lo correcto, sin estarlo! ¡Cuántas veces tomé la sombra por realidad, la imagen por cosa, el espejismo por color, el sueño por vigilia, lo malo por lo bueno, lo falso por verdadero! La firmeza misma con la que en este mismo momento apostaría que estoy despierto, ¿es suficiente para aventar toda duda?
Veamos qué es dudar, según el diccionario de la RAE: “Estar el ánimo perplejo y suspenso entre resoluciones y juicios contradictorios, sin decidirse por unos o por otros”. El que duda, pues, se mantiene tironeado entre proposiciones incompatibles, que no pueden ser admitidas al mismo tiempo, sin tomar partido por ninguna.
Examinemos ahora si es posible una duda respecto de todo. Derisi responderá negativamente y dará sus razones: “Sin el ser (…) que le dé sentido y sostén, la duda es imposible, es impensable. Precisamente porque no es lo mismo ser y no-ser, ser de este modo, o ser de aquel otro, la inteligencia suspende su afirmación o negación, duda”[17]. Desentrañemos esta cita. Si miramos con atención, quien verbalmente manifiesta dudar de todo, sin embargo, mentalmente tiene la certeza de que dos cosas contradictorias no pueden ser simultáneamente verdaderas. Esta es una experiencia personal imposible de negar. Armado de esta razón, Monseñor Derisi concluye vigorosamente: “Una duda universal que pretendiese no aceptar nada como verdad, sería, por eso, no sólo contradictoria, sino impensable e imposible, se diluiría como duda, al diluirse como pensamiento[18].
También el santo de Hipona, antes escéptico, los pone contra las cuerdas de esta manera:
“Si dudan, viven; –si dudan, recuerdan por qué dudan; –si dudan, entienden que dudan; –si dudan, quieren estar ciertos; –si dudan, piensan; –si dudan, saben que no saben; –si dudan, juzgan que no hay que afirmar temerariamente. De todo esto no pueden dudar ni siquiera los que de todo lo demás dudan; pues si todo esto no fuese, ni siquiera dudar podrían”. (De Trinitate X, 10, 14)
Si insistieran, como último recurso, diciendo: ¿Qué, si te engañas? ¿Qué, si acaso nos engañamos respecto de todas estas conclusiones, apoyadas en el dudoso valor de una dudosa inteligencia, débil, enferma, limitada? No cabría mejor respuesta que la siguiente:

“si me engaño ya soy; porque el que realmente no es, tampoco puede engañarse, y, por consiguiente, ya soy si me engaño”.

Y San Agustín (en su Contra Académicos) continúa preguntando: “¿cómo me engaño que soy, siendo cierto que soy, si me engaño?”, para concluir magníficamente: “Y pues existiría si me engañase, aún cuando me engaño, sin duda en lo que conozco que soy no me engaño, siguiéndose, por consecuencia, que también en lo que conozco que me conozco no me engaño; porque así como me conozco que soy, así conozco igualmente esto mismo; que me conozco”.

El último argumento.

Queremos señalar, finalmente, el contrasentido en que el escéptico vive nomás cuando se pone a hablar. Y la postura según la cual “la verdad no existe” o, existiendo, “no puede ser conocida” no es una excepción. En efecto, esta postura, en sí misma –podríamos preguntar–, ¿es verdadera o falsa?
Primera posibilidad. Si no fuese verdadera, entonces está en el error el escéptico. Y si el escéptico está en el error, estamos en lo correcto nosotros.
Si, por el contrario, la postura escéptica fuese verdadera, la situación no varía. Porque entonces esta posición afirma lo que niega y niega lo que afirma, disolviéndose como postura sostenible al mismo tiempo que desarticulándose como capaz ser comprendida. No queda más que afirmar la existencia de la verdad para –luego– refutar que la verdad sea tal o cual cosa. La existencia de la verdad no es lo que se discute sino lo que hace posible toda discusión, quedando como “telón de fondo” del pensamiento, que es incapaz de preguntarse por la verdad desde fuera de sí mismo.
“Es evidente que no hay juicio con el que pueda destruirse la verdad: ¡aún queriéndolo, no podría destruirse la verdad del juicio con el que se pretendiera destruirla! No puedo destruir mi mente (no puedo anular en mí al hombre profundo), aún cuando puedo destruir mi razón: no destruyen el profundo espíritu ni la locura, ni la demencia, ni la violencia desatada de las pasiones, aún cuando sacudan o anonaden mi razón. Mi yo profundo, perenne, inmortal –como la verdad, perenne, eterna– no es el yo racional propiamente dicho, sino el yo inteligente, que está más allá de la razón y por lo mismo más allá de la ciencia, de la locura y de la muerte”[19].

Asombrosas, sencillas y difíciles palabras del filósofo italiano Sciacca. El que pregunta por la verdad no está fuera sino dentro de la pregunta misma.

Pero pongamos ahora un escéptico que no se rinde. Respondería: “No es así como usted dice. Claro que si suponemos que hay afirmaciones verdaderas o falsas –es decir, afirmaciones que coinciden con la realidad y afirmaciones que no–, mi postura carece de respaldo. Pero precisamente estoy poniendo en tela de juicio eso: que existan afirmaciones verdaderas o falsas”.
La objeción no es menor: “mientras sigamos hablando el lenguaje propio del pensamiento occidental, forzosamente debemos caer en la verdad o en el error. Y así, de antemano ustedes llevan las de ganar. Porque todas las objeciones al pensamiento católico y clásico están formuladas en términos de la cosmovisión católica y clásica. Pero justamente, nosotros pretendemos abandonar ese bagaje lingüístico y conceptual por el cual estamos (de antemano) vencidos. Pretendemos renunciar a los términos “verdad” y “falsedad” que remiten a algo independiente del pensamiento, como si existiera algo objetivo que debe ser respetado y respecto de lo cual debemos ordenarnos”.
Veamos nuestra respuesta a éste, el último argumento.
Arranquemos desde lo obvio. Aquí o en China la palabra externa u oral del ser humano –los sonidos con que se comunica– manifiestan lo que piensa. Aquí o en China, con la palabra hacemos patente nuestro pensamiento. Cuando alguien no nos habla podemos conjeturar qué piensa de tal o cual situación pero no lo sabemos hasta que no decida comunicarse, sea por señas, signos o por palabras: hablando.
Y en cualquier lugar o tiempo, cuando pronunciamos palabras decimos algo de algo. Con la palabra no significamos palabras; es evidente que con la palabra “hombre” no significamos un sonido. Al contrario: con la palabra “hombre” significamos hombres. No sonidos. Con las palabras, pues, significamos algo.
Y ese «algo» al que nos referimos con los vocablos lo sabemos real; es decir, independiente de nuestro pensamiento. Quien nos pregunta algo no pretende saber lo que pasa en nuestra cabeza sino aquello que es. En la conversación cotidiana no hablamos de lo que sucede en nuestra mente –salvo que expresamente lo aclaremos– ni pretendemos comunicar puras “interpretaciones” ni “pensamientos”. Normalmente pretendemos decir, hablar, de lo que realmente es.
¿Cuál es el punto de inflexión? En la hipótesis del argumento adversario –según la cual sólo por efecto de la influencia histórica del catolicismo y del pensamiento clásico nos construimos la idea de una verdad frente a la cual debemos adecuarnos– no discutiríamos. Ningún debate tendría sentido: sería imposible de raíz, porque dos ideas, dos pensamientos, sólo pueden entrar en pugna si se refieren a algo distinto de ellos mismos.
La disputa tiene sentido en tanto dos –por lo menos– luchan por algo que no pueden poseer simultáneamente. Pero suponiendo que nuestro lenguaje no exprese el ser ni pueda –por impedimento congénito– expresarlo; suponiendo que verdad y falsedad sean supersticiones, ninguna idea entraría en colisión con otra. Podrían ser perfectamente válidas ambas y no deberían batallar entre sí, puesto que cada una no se entrometería sino con ella misma: les bastaría su propia identidad.
Pero las ideas batallan entre sí. ¿Por qué? Porque pretenden, por debajo de sí mismas, ser verdaderas: estar en adecuación con la realidad. Y acusan a su adversaria de ser falsas. Si no fuera así, ¿para qué discutir? ¿Para qué argumentar?
Nuestros objetores creen ser esclavos de palabras, cuando en realidad son esclavos de lo que son. No es que no puedan librarse del “lenguaje occidental, católico y cristiano”: no pueden librarse de su naturaleza humana.

Stat Veritas: la verdad permanece.

Es posible que nuestro escéptico agache la cabeza y reconozca la validez de nuestras palabras. Si eso hiciera, habría que señalarle que, estrictamente, no son nuestras:
–Reconozco, Sócrates –confesó Agatón–, que no soy capaz de sostener una controversia contigo. No insistamos, pues, y sean las cosas como tú dices.
–¡No, amiguito, no! –exclamó Sócrates– Es contra la verdad contra quien no eres capaz de controvertir, pues contra Sócrates no es difícil, créeme[20].
La humildad es esencial a la filosofía. La humildad es andar en la verdad –dice Santa Teresa– y quien ésto no entiende, anda en la mentira. En la disputa intelectual puede quedar, ciertamente, un vencedor y un vencido. Pero erraría el vencido si no advirtiese el bien recibido luego de la derrota:
convencer a otro es, efectivamente, vencerlo: pero no de tal modo que el vencido quede bajo el imperio de su vencedor, como en la lucha física, sino de manera tal que se vea obligado a reconocer el imperio de la Verdad, del cual el mismo vencedor se declara sujeto”[21].
Vale decir que este “‘doblegar’ al adversario en la polémica, y vencerlo, no significa someterlo a un poder extraño, sino hacer que él mismo: ‘se vea forzado a aprobar otras cosas que (antes) había negado…’”. Aún cuando es el mismo hombre el que aprueba otras cosas, antes negadas; sin embargo, no puede decirse que sea conducido suavemente:
“reténgase sin embargo, de esta cita, la fuerza de la expresión: que el adversario se vea forzado. Y ‘forzar’ es, ciertamente, ‘vencer o doblegar una fuerza contraria’. Sólo que, en el caso de la victoria argumental, este ‘forzamiento’ no es sino el reconocimiento inevitable de la necesidad racional; y esto último es el testimonio de la dignidad suprema de la Verdad”[22].
La palabra que arguye lleva consigo un vigor, una potencia, una energía. Ciertamente tiene lugar un forzamiento, pero de tal manera “que, por coincidir con la naturaleza misma de la razón, solo violenta a una fuerza que antes la desnaturalizara: a saber, la fuerza del error o, peor aún, del engaño racional”[23]. Así las cosas, “Derrotar al adversario pasa a ser, así, el ejercicio más alto de auténtica beneficencia para quien reconoce en la Verdad el Bien plenificante del espíritu humano”[24].

Todo el hombre –no sólo su intelecto– combate en estas lides.

Yendo al final de nuestra exposición, reconozcamos las fronteras de nuestras argumentaciones. El hombre tiene inteligencia, ciertamente, pero no sólo. Tiene un corazón que debe ser conmovido junto con el intelecto, a fin de hacerle desear, ver y creer en la verdad. Si tiene razón Chesterton cuando escribió “Curar a un hombre no es discutir con un filósofo, es arrojar un demonio”, la disputa intelectual no equivale a una partida de ajedrez.
La Verdad Divina –que no es otra cosa que Dios mismo– es, si se quiere, la Respuesta a nuestras preguntas. Ciertamente lo es. Es la respuesta a esa búsqueda permanente, ansiosa y desasosegada del “todo”. Pero también es el Amor. El Amor que busca amar, que hizo a los hombres por amor y para el amor. Y es el Amor que llama a las puertas del corazón humano tanto con la mano derecha como con la izquierda, según bella expresión del Padre Ramón Cué. Si el encanto con que Dios ha engalanado las cosas mueve a buscarlo por el camino de la sabiduría, la seducción que provoca el Corazón de Dios –Cor Iesu– arrebata el alma por el camino del amor. Pero si la primera vía puede ser común a los filósofos, la segunda tiene por llave maestra la fe. Quiera Dios que podamos no sólo reposar nuestro intelecto en su Mente Increada, océano de Verdad y Sabiduría, sino también descansar nuestro corazón en Aquél que la lengua humana llama el Amor de los Amores, incesante pescador de hombres:


La Gracia

Y no valdrán tus fintas, tu hoja prima
ni tu coraza indómita nielada
a desviar el rayo, la estocada
en la tiniebla a fondo de tu sima.

¿No ves centellear allá en la cima
de gracia y luz diamante, ascuas de espada?
No, esquivo burlador, no valdrán nada
careta ni broquel, guardia ni esgrima.

No te cierres rebelde, no le niegues
tu soledad. Es fuerza que le entregues
de par en par tu pecho y coyunturas.

Que así vulnera el Diestro, y así elige
–caprichos del deseo– y así aflige
y así mueren de amor las criaturas.

GERARDO DIEGO




[1] Comte, Discurso del espíritu positivo, pág. 26.
[2] Ídem, págs. 81-82.
[3] Nos ha parecido útil colocar la definición de Cornelio Fabro: “«Gnósticos»… se denominaron los herejes de los primeros siglos del cristianismo que pretendían fundamentar en las solas fuerzas de la pura razón no sólo el contenido de la religión natural, sino también las mismas verdades reveladas”. Cfr. Drama del hombre y misterio de Dios, Rialp, Madrid, 1977, pág. 154.
[4] Jaime Balmes. Cartas a un escéptico en materia de religión, Espasa Calpe, Buenos Aires, 1947, pág. 60.
[5] Un capítulo aparte debería ser dedicado a demostrar no sólo la ausencia de contradicción sino la complementariedad entre ciencia y religión. La nómina de católicos científicos y de científicos católicos debería ser una primera línea de argumentación, para luego entrar en la observación emocionante de ciertos milagros, a la luz de la ciencia moderna. Como tercer elemento, a nuestro juicio, se encuentra la consideración del término ciencia, hoy día empobrecido y reducido a “ciencias empíricas”. En realidad, el concepto clásico de ciencia era más extenso, abarcando bajo este nombre tanto a la Filosofía de la Naturaleza como a la Metafísica y Teología.
[6] Martín Lutero, en Weim., XVIII, 164, 24-27 (1524-1525), citado por Jacques Maritain, Tres Reformadores, Difusión, Buenos Aires, 1968, pág. 44.
[7] Josef Pieper. Defensa de la Filosofía, Herder, Barcelona, 1976, pág. 140.
[8] “«El objeto de la fe es la paradoja» (…) La Fe es lo más fácil y lo más difícil que hay. También es lo más claro y lo más oscuro; y así todos los místicos hablan de «la luz de la Fe», y de «la noche oscura de la Fe» (…) Así, el fiel tiene que mantener todas las paradojas de la fe, que crean en él una tensión que a veces lo crucifica. Sin «a veces». Siempre lo crucifica, cuando la fe ha ingresado de veras en la vida. (…) Interminable crucifixión interna, Crux intellectus”. Cfr. Las ideas de mi Tío el Cura, Excalibur, Buenos Aires, 1984, págs. 223-225.
[9] Pecaríamos de voluntarismo si omitiésemos algo esencial: querer creer no viene del hombre. Es don de Dios. El círculo de la fe comienza en Dios y en Dios acaba. No podemos darnos la fe a nosotros mismos y, con todo, en nosotros mismos tiene lugar el acto libre de querer: no a pesar de nuestra voluntad libre sino por ella misma. Existe ciertamente el peligro de pensar el don de la fe como opuesto a la libertad humana: si así fuese, Dios entraría en contradicción con sus propias leyes. No es un tema fácil, ni puede abarcarse en primer lugar o desconectado de otros. Requiere de una actitud contemplativa frente al misterio y no de una postura que únicamente pretenda delimitar esta verdad dentro de fórmulas conceptuales, reemplazando la fe misma por los enunciados de la fe.
Dicho esto –y para que no quede sin respuesta la objeción– cabe señalar que esta dificultad tiene su origen en una comprensión insuficiente de la esencia de la libertad, esencia que no se encuentra en la “indeterminación” frente al bien y al mal. No es allí: la esencia de la libertad está en el bien. Estar inclinado forzosamente a lo bueno no es perder la libertad sino ganarla. De lo contrario, Dios no sería libre. Es ilustrativa la cita de Pinckaers: “La inclinación biológica, como el hambre y la sed, orienta el apetito de una manera determinada y constrictora. Dudaremos, sin embargo, que contraría la libertad; pues, al alimentarse nuestro cuerpo conservamos el soporte físico necesario para nuestra acción. Las inclinaciones espirituales no son en modo alguno limitativas de la libertad, sino que, en realidad, más bien la provocan y la desarrollan. El que tiene inclinación por una persona, por una virtud, por una ciencia o por un arte, experimenta que su libertad está excitada por el amor que siente antes que limitada por el hecho de esta determinación. En cuanto a la inclinación a la verdad y a la felicidad, nos confiere el poder de sobrepasar toda limitación y nos orienta así hacia la libertad perfecta. La inclinación natural es una determinación íntima que nos hace libres. (…) La determinación interior de una voluntad es una manifestación de su potencia, de su capacidad de imponerse y de durar. Es el signo de una libertad fuerte (Las fuentes de la moral cristiana. Universidad de Navarra, Pamplona, 1988).
La persona que recibe el impulso de creer continúa siendo libre. Además, puede resistir –sea por orgullo o miedo– a la gracia, negándose a creer cuando sabe que debe hacerlo. Pero cuidado: no resiste a creer –culpablemente– porque el mal sea de la esencia de la libertad sino porque el mal es signo de ella. La comparación con la inteligencia es muy apropiada. Del mismo modo que equivocarse no es propio de la inteligencia sino únicamente signo de ella –sin intelecto no hay posibilidad de error–, hacer el mal no es propio de la libertad sino únicamente signo de su existencia. Sobre la naturaleza de la libertad, cfr. Libertas, León XIII, N° 5.
[10] Tomás D. Casares. Reflexiones sobre la condición de la inteligencia en el catolicismo, Buenos Aires, 1942, pág. 16-17.
[11] Blas Pascal. Pensamientos, Sarpe, Madrid, 1984, pág. 31.
[12] Ídem, pág. 163.
[13] Autobiografía. Chesterton, Gilberth Keith, Acantilado, Barcelona, 2003, pág. 7.
[14] Recomendamos al respecto el artículo “Las leyes de la arquitectura desde la perspectiva de un físico”. Nikos A. Salíngaros, Cfr. http://www.ambigramas.com/Simetria/nas/nas.htm
[15] Mons. Octavio Derisi. Actualidad del pensamiento de San Agustín, Guadalupe, Buenos Aires, 1965, págs. 35-36.
[16] Juan Alfredo Casaubon. Palabras, ideas, cosas, Candil, Buenos Aires, 1984, págs. 40-41.
[17] Ídem, pág. 25. La negrita es nuestra.
[18] Ibídem. Es cierto que a veces nos equivocamos, pero no siempre: “En este momento, por ejemplo, yo estoy absolutamente cierto de que estoy sentado y no de pie, y de que la bombilla está delante de mí, encendida. Estoy igualmente cierto de que 18 por 5 son 90. De que alguna vez me haya equivocado no se sigue que siempre me equivoque” (Bochenski).
[19] Sciacca, Federico Michele. La existencia de Dios, Richardet, Tucumán, 1955, pág. 66.
[20] Platón. El Banquete, Senén Martín, Madrid, 1966, pág. 122.
[21] Mihura Seeber, Federico. La figura del polemista cristiano en los libros “Contra Cresconio” de San Agustín en Revista Sapientia, vol. XLVII, Buenos Aires, UCA, Facultad de Filosofía y Letras, 1992, pág. 176.
[22] Ibídem, págs. 190-191.
[23] Ibídem, pág. 191.
[24] Ibídem, pág. 189.