A modo de entrevista, DICI,
30-Nov-2015, se hace pública una carta del Superior General de la FSSPX a los amigos y benefactores en la que se abordan varios temas, correspondiente a la carta n° 85.
Carta a los Amigos y Bienhechores
n° 85
Queridos Amigos y Bienhechores,
Estas últimas semanas nos
muestran – con la multiplicación de atentados asesinos en Europa y en África,
con la persecución sangrienta de numerosos cristianos en Oriente Medio –, cuán
profundamente convulsionada está la situación del mundo. En la Iglesia, el
reciente Sínodo sobre la familia y la próxima apertura del Año Santo no dejan
de provocar legítimas inquietudes. Frente a una confusión tal, nos ha parecido
útil compartir nuestras reflexiones respondiendo a vuestras preguntas. Creemos
que esta presentación permitirá resaltar mejor cómo nosotros, que estamos
apegados a la Tradición, debemos reaccionar frente a los problemas que se plantean
hoy.
El 1° de septiembre el Papa
Francisco dio a todos los fieles, por propia iniciativa, la posibilidad de
confesarse con los sacerdotes de la Fraternidad San Pío X durante el Año Santo.
¿Cómo interpreta Ud. este gesto? ¿Aporta algo nuevo a la Fraternidad?
En efecto, fuimos sorprendidos
por este acto del Santo Padre con ocasión del Año Santo, pues nos enteramos,
como todo el mundo, por la prensa. ¿Cómo recibimos este acto? Permítanme
recurrir a una imagen. Cuando un incendio arrecia, todo el mundo entiende que
quienes tienen los medios deben esforzarse en apagarlo, sobre todo si faltan
bomberos. Así han actuado los sacerdotes de la Fraternidad, durante todos los
años de esta terrible crisis que sacude la Iglesia sin interrupción desde hace
50 años. En particular, frente a la trágica falta de confesores, nuestros
sacerdotes se han entregado al servicio de las almas de los penitentes,
utilizando el caso de urgencia previsto por el Código de Derecho Canónico.
El acto del Papa hace que durante
el Año Santo tengamos una jurisdicción ordinaria. Siguiendo con la metáfora,
ello consiste en darnos la insignia oficial de bomberos, a pesar de que nos la
habían negado desde hace décadas. En sí, para la Fraternidad, sus miembros y
sus fieles, esto no agrega nada nuevo; no obstante esta jurisdicción ordinaria
tranquilizará a los que están con inquietudes y a todas las personas que hasta
ahora no se atrevían a acercarse a nosotros. Pues, como dijimos en el
comunicado en el que agradecimos al Papa, los sacerdotes de la Fraternidad sólo
desean una cosa: “ejercer con renovada generosidad su ministerio en el
confesionario, siguiendo el ejemplo de dedicación infatigable que el santo Cura
de Ars dio a todos los sacerdotes”.
Con ocasión del Sínodo
sobre la familia, Ud. dirigió una súplica al Santo Padre, y luego una
declaración. ¿Por qué?
El objeto de nuestra súplica era
exponer al Sumo Pontífice lo mejor posible la gravedad de la hora presente y el
alcance decisivo de su intervención en materias morales tan importantes. El Papa
Francisco tuvo conocimiento de nuestra súplica el 18 de septiembre, antes de su
partida para Cuba y los Estados Unidos de Norteamérica, y nos hizo saber que no
cambiaría nada a la doctrina católica del matrimonio, en particular en lo que a
la indisolubilidad se refiere. Pero lo que temíamos, es que, en lo concreto, se
instaurara una práctica que hiciera caso omiso de la indisolubilidad del
vínculo matrimonial. Y es lo que sucedió, por una parte con el Motu proprio de
reforma del procedimiento de declaración de nulidad matrimonial, y por otra con
el documento final de este sínodo. Por eso hice la declaración, que procura
recordar la enseñanza constante de la Iglesia sobre una multitud de puntos que
se discutieron y a veces se pusieron en duda durante este mes de octubre. No
les oculto que el triste espectáculo que dio el Sínodo me parece
particularmente vergonzoso y escandaloso por varios motivos.
¿Cuáles son esos puntos
vergonzosos y escandalosos?
Pues bien, por ejemplo esta
dicotomía entre la doctrina y la moral, entre la enseñanza de la verdad y la
tolerancia del pecado y las peores situaciones inmorales. Que se sea paciente y
misericordioso con los pecadores, por supuesto, pero ¿cómo se convertirán si no
se denuncia su situación de pecado, si ya no oyen hablar del estado de gracia y
de su contrario: el estado de pecado mortal, que sumerge el alma en una muerte
espiritual y la entrega a los tormentos del infierno? Si se midiera la ofensa
infinita que causa el menor pecado grave al honor de Dios y a su santidad, nos
moriríamos de asombro. La Iglesia debe condenar el pecado con decisión, todos
los pecados, los vicios y los errores que corrompen la verdad del Evangelio. No
debe pactar o mostrar una culpable comprensión por comportamientos
escandalosos, ni por los pecadores públicos que atentan contra la santidad del
matrimonio. ¿Por qué la Iglesia no tiene ya el valor de hablar así?
Sin embargo hubo
iniciativas positivas con motivo de este Sínodo. Por ejemplo el libro de los
once cardenales – luego del de cinco cardenales el año pasado –, e igualmente
la obra de los prelados africanos, la de los juristas católicos, el vademécum
de los tres obispos…
Las iniciativas afortunadas que
aparecieron recientemente defendiendo el matrimonio y la familia cristiana dan
una luz de esperanza. Hay una reacción saludable, incluso si todo no tiene el
mismo valor. Esperemos que esto sea el comienzo de un despertar en toda la
Iglesia que conduzca a una recuperación y a una conversión de fondo.
Antes del verano en un sermón en
Saint Nicolas du Chardonnet, en Paris, Mons. de Galarreta decía que parecía que
la Iglesia comenzaba a fabricar “anticuerpos” contra las proposiciones
aberrantes sobre el matrimonio realizadas por los progresistas, que se acomodan
a las costumbres actuales en vez de tratar de corregirlas según la enseñanza
evangélica. Esta reacción en el plano moral es beneficiosa. Y como la moral
está íntimamente unida con la doctrina, esto podría ser el comienzo de un
retorno de la Iglesia a su Tradición. ¡Rezamos diariamente por eso!
En nombre de la
misericordia hay quienes, como el Cardenal Kasper, quieren, si no cambiar la
doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio, al menos
suavizar la disciplina de la Iglesia sobre la comunión de los “divorciados
vueltos a casar”, o modificar su juicio sobre las uniones contra natura. ¿Qué
se debe pensar de todas estas excepciones llamadas “pastorales”?
La Iglesia puede legislar, es
decir establecer leyes propias, que son precisiones de la ley divina. Pero en
el ámbito del matrimonio sobre el cual se debate hoy Nuestro Señor ya zanjó la
cuestión de manera clara y evidente: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el
hombre” (Mat. 19, 6), e inmediatamente después: “El que se casa con la
repudiada, comete adulterio” (Mat. 19, 9). Por tanto, la Iglesia sólo tiene
que hacer una cosa, recordar la ley divina y consagrarla en sus leyes
eclesiásticas. En ningún caso puede ella permitirse ninguna discrepancia; eso
sería faltar a su misión que consiste en transmitir el depósito revelado. Para
hablar claro, en la cuestión que nos ocupa la Iglesia sólo puede comprobar que
no hubo matrimonio en el comienzo, pero no podría hacer nulo o disolver un
matrimonio válido en sí mismo.
Desde luego, las leyes
eclesiásticas pueden agregar condiciones necesarias para la validez de un
matrimonio, pero siempre en conformidad con la ley divina. De este modo la
Iglesia puede declarar inválido un matrimonio por falta de forma canónica, pero
nunca será la dueña de la ley divina a la que se halla sujeta. Y aún más, se
debe afirmar que a diferencia de la ley humana y eclesiástica, la ley divina no
admite excepciones, pues no ha sido hecha por hombres, los cuales no pueden
prever todos los casos y están obligados a dejar un margen para las
excepciones. Dios infinitamente sabio ha previsto todas las situaciones, como
escribí en la súplica al Papa: “La ley de Dios, expresión de su eterna caridad
para con los hombres, constituye en sí misma la suprema misericordia para todos
los tiempos, todas las personas y todas las situaciones”.
El Motu proprio del 8 de
septiembre que simplifica el procedimiento de las declaraciones de nulidad
matrimonial, ¿no es una forma de ofrecer facilidades canónicas para escapar al
principio de indisolubilidad del matrimonio, a pesar de que al mismo tiempo lo
recuerde?
Es verdad que el nuevo Motu
proprio que regula las disposiciones canónicas relativas a los procesos de
nulidad pretende responder a un grave problema actual: el de muchas familias
rotas por una separación. Examinar esos casos para proponer una solución más
rápida, en la medida en que corresponde a la ley divina del matrimonio, ¡muy
bien! Pero en el contexto actual, de la sociedad moderna, secularizada y
hedonista, y de los tribunales eclesiásticos en los que ya se practica lo que está
prohibido, este Motu proprio podría fácilmente convertirse en una ratificación
legal del desorden. El resultado podría ser aún peor que el remedio propuesto.
Me temo que uno de los puntos claves del Sínodo haya sido resuelto indirecta y
ocultamente, abriendo el camino a un supuesto “divorcio católico”, pues, en los
hechos, existe la posibilidad de muchos abusos, especialmente en los países
donde los episcopados son poco exigentes y están imbuidos de progresismo y
subjetivismo…
El Año Santo que debe abrirse
el próximo 8 de diciembre, ¿acaso no ha sido puesto bajo el signo de una
misericordia donde el arrepentimiento y la conversión estarían ausentes?
Es verdad que en el clima actual,
el llamado a la misericordia predomina demasiado fácilmente sobre la indispensable
conversión, que exige la contrición de las propias faltas y el horror del
pecado, ofensa hecha a Dios. Como yo lo deploraba en la última Carta a
los amigos y bienhechores (n° 84), de este modo el Cardenal hondureño
Maradiaga complacientemente se hace eco de una nueva espiritualidad en la que
la misericordia se ve truncada y amputada de la necesaria penitencia, que no se
recuerda casi nunca.
Sin embargo, leyendo
detenidamente los diferentes textos publicados con respecto al Año Santo, y
sobre todo la bula de indicción del Jubileo, se ve que está presente la idea
fundamental de la conversión y de la contrición de los pecados para obtener el
perdón. A pesar de la referencia a una misericordia equívoca que consistiría en
devolver al hombre más su “dignidad incomparable” que el estado de gracia, el
Papa quiere favorecer el retorno de los que abandonaron la Iglesia y multiplica
las iniciativas concretas para facilitar el recurso al sacramento de la
penitencia. Desgraciadamente no se pregunta por qué tantas personas han
abandonado la Iglesia o han dejado de practicar, y si no hay una relación con
cierto Concilio, su “culto del hombre” y sus reformas catastróficas: ecumenismo
desbocado, liturgia desacralizada y protestantizada, relajamiento de la moral, etc.
¿Los fieles apegados a la
Tradición pueden, en consecuencia y sin riesgo de confusión, participar en el
Jubileo extraordinario decidido por el Papa? Sobre todo porque este Año de la
Misericordia pretende celebrar el 50º aniversario del Concilio Vaticano II, que
habría derribado las “murallas” en las cuales estaba encerrada la Iglesia…
Evidentemente se plantea el tema
de nuestra participación en este Año Santo. Para dar una respuesta, se requiere
una distinción: las circunstancias en las que se convoca un Año Santo jubilar y
la esencia de un Año Santo.
Las circunstancias son históricas
y están vinculadas con los grandes aniversarios de la vida de Jesús, en
particular su muerte redentora. Cada 50 años, o incluso 25, la Iglesia
instituye un Año Santo. Esta vez, el acontecimiento de referencia para la
apertura del Jubileo no es solamente la Redención – el 8 de diciembre está
necesariamente vinculado con la obra redentora iniciada con la Inmaculada,
Madre de Dios –, sino también con el Concilio Vaticano II. Resulta chocante y
es algo que rechazamos formalmente, pues no podemos alegrarnos, antes bien
debemos llorar sobre las ruinas ocasionadas por este Concilio, con la caída
vertiginosa de las vocaciones, la disminución dramática de la práctica
religiosa y sobre todo la pérdida de la fe, que el propio Juan Pablo II
calificó de “apostasía silenciosa”.
De todos modos sigue estando lo
que es esencial en un Año Santo: se trata de un año particular en el que la
Iglesia, según la decisión del Sumo Pontífice que detenta el poder de las
llaves, abre de par en par sus tesoros de gracias para acercar a los fieles a
Dios, especialmente mediante el perdón de las faltas y la remisión de las penas
debidas por el pecado. La Iglesia realiza esto por medio del sacramento de la
penitencia y de las indulgencias. Esas gracias no cambian. Siguen siendo
siempre las mismas, y sólo la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, dispone de
ellas. Se puede igualmente indicar que las condiciones para obtener las
indulgencias del Año Santo siguen siendo las mismas: confesión, comunión y
oración por las intenciones del Papa – las intenciones tradicionales y no las
intenciones personales. Al recordar estas condiciones habituales, no se hace
referencia en ninguna parte a la adhesión a las novedades conciliares.
Cuando Mons. Lefebvre fue con
todo el seminario de Ecône a Roma, con motivo del Año Santo de 1975, no fue
para celebrar los 10 años del Concilio, aunque Pablo VI había recordado este
aniversario en la bula de indicción. Fue, en cambio, la ocasión de manifestar
nuestra romanidad, nuestro apego a la Santa Sede, al Papa que – como sucesor de
Pedro – posee el poder de las llaves. Imitando a nuestro venerado fundador,
durante este Año Santo, nos concentraremos en lo que es esencial: la penitencia
para alcanzar la misericordia divina por el intermedio de su única Iglesia, a
pesar de las circunstancias que se creyó necesario invocar para celebrar este
año, como ya fue el caso en 1975, e incluso en 2000.
Se podrían comparar estos dos
elementos, lo esencial y las circunstancias, con el contenido y el envoltorio
en el que viene. Sería erróneo rechazar las gracias propuestas en un Año Santo
porque es presentado en un envoltorio defectuoso, salvo que se considere que
este envoltorio altera el contenido, que las circunstancias absorben lo
esencial, y que en el caso presente, la Iglesia ya no dispone de las gracias
propias del Año Santo debido a los daños ocasionados por el Concilio Vaticano
II. ¡Pero la Iglesia no nació hace 50 años! Y por la gracia de Cristo, que es “el
mismo ayer, hoy y siempre” (Heb. 13, 8), la Iglesia sigue y seguirá siendo la
misma, a pesar de este Concilio de apertura a un mundo en perpetuo cambio…
En varias declaraciones
recientes parece que Ud. quiere anticipar el centenario de Fátima, invitando a
la gente a prepararse desde ahora. ¿Por qué?
Dadas las perspectivas que aquí
hemos evocado y para insistir sobre la urgencia de la conversión, hemos pensado
unir estas buenas obras de misericordia corporal y espiritual, a las que se nos
invita en este año, con el centenario de las apariciones de Fátima, donde
Nuestra Señora insistió tanto en la necesidad de la conversión, de sí mismo y
del mundo, y en la necesidad de las obras de penitencia y de la oración,
especialmente del rosario. La imploración de la misericordia divina está
estrechamente ligada a las apariciones de Fátima: la Santísima Virgen nos ha
invitado a rezar y a hacer penitencia: así alcanzaremos misericordia, y no de
otro modo. Me parece muy conveniente unir así los dos próximos años, dedicando
dos años a esforzarnos en acercarnos tanto a la Santísima Virgen como a Nuestro
Señor, tanto al Corazón Inmaculado de María como al Sagrado Corazón
misericordioso.
La Fraternidad San Pío X
organizará una peregrinación internacional a Fátima los días 21 a 23 de agosto
del año 2017. Pero desde ahora podemos, e incluso debemos, prepararnos, sobre
todo cuando se está menoscabando gravemente la moral católica.
Más que nunca, en este 21 de
noviembre, que es un gran aniversario para nosotros, el de la declaración de
Mons. Lefebvre en 1974 – verdadera Carta Magna de nuestro combate por la
Iglesia de siempre –, conservemos en toda circunstancia, y cualesquiera sean
las dificultades y las pruebas, una actitud católica. Tengamos los pensamientos
de la Iglesia, seamos fieles a Nuestro Señor, permanezcamos aferrados a su
Santo Sacrificio, a sus enseñanzas y a sus ejemplos. Leía ayer que el Cardenal
Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, temía una
“protestantización de la Iglesia”. Y tiene razón. Pero, ¿qué es la misa nueva,
sino una protestantización de la misa de siempre? ¿Y qué pensar del Papa que,
como sus predecesores, visita un templo luterano? ¿Cómo no quedarnos
confundidos al ver cómo se está preparando el 5º centenario de la Reforma protestante,
en el año 2017, y cómo se está alabando ahora la figura de Lutero, él que fue
uno de los mayores heresiarcas y cismáticos de la historia, ferozmente opuesto
a la Iglesia católica y romana? Realmente Mons. Lefebvre veía bien cuando
afirmaba que “la única actitud de fidelidad a la Iglesia y a la doctrina
católica, para nuestra salvación, es el rechazo categórico a aceptar la
Reforma”, porque entre la reforma emprendida por el Concilio Vaticano II y la
de Lutero hay más de un punto en común. Y siguiéndolo, repetimos que “sin
ninguna rebelión ni amargura ni resentimiento alguno, proseguimos nuestra obra
de formación sacerdotal a la luz del magisterio de siempre, convencidos de que
no podemos rendir mayor servicio a la Santa Iglesia católica, al Sumo Pontífice
y a las generaciones futuras”.
Es lo que ustedes, queridos
amigos y bienhechores de la Fraternidad San Pío X, comprenden bien. Sus
oraciones fervorosas, su generosidad admirable y su entrega constante son para
nosotros un valioso apoyo. Gracias a ustedes la obra de Mons. Lefebvre se
desarrolla en todas partes. Les agradezco de todo corazón.
Roguemos a Nuestra Señora que nos
alcance todas las gracias que necesitamos. Pedimos a Dios que les conceda sus
bendiciones, a ustedes y sus familias, para que se preparen a la gran fiesta de
Navidad por medio de un santo Adviento, y que encomienden el año próximo, con
sus alegrías y sus cruces, a nuestra Madre del Cielo.
En la fiesta de la
Presentación de la Santísima Virgen, 21 de noviembre de 2015
+ Bernard Fellay