sábado, 13 de julio de 2013

El origen del mal moral.


¿Qué significa eso de que por sus frutos se conoce el árbol? ¿No hablaba el Señor de las dos volun­tades del hombre, la buena y la mala, llamando a la una árbol bueno y a la otra árbol malo? Porque de la buena voluntad nacen las obras buenas, y de la mala las malas, sin que puedan las obras buenas nacer de una voluntad mala, y viceversa.
Nos preguntan de dónde ha nacido el mal. Respondemos que del bien, pero no de aquel sumo e inconmutable Bien. Los males han nacido, por lo tanto, de estos bienes inferiores y mudables. Enten­demos que el mal no puede ser una naturaleza, sino un vicio de ésta; pero, sin embargo, entendemos también que no puede por menos de nacer y vivir en alguna naturaleza y que no puede haber nada que sea malo si no se ha separado de la bondad. Pero ¿de quién es defecto el mal sino de alguna natura­leza? Porque hasta la misma voluntad mala es voluntad de alguna naturaleza. Tanto el ángel como el hombre son naturalezas, y la voluntad, si es voluntad, no puede por menos de pertenecer a alguien. Pero a tanto alcanza la voluntad, que es capaz de cualificar a la naturaleza a quien pertenece. Porque si preguntan qué es el ángel o el hombre de mala voluntad, se os responderá con toda razón: Malo; y la razón es que reciben su cualificación más de su voluntad, que es mala, que de su naturaleza, que es buena. La naturaleza es una substancia capaz de recibir la bondad o la malicia; capaz de recibir la bondad, participando del Bien, por quien fue hecha; y de recibir la malicia, 110 porque participe de algún mal, sino porque es privada del bien; esto es, no porque se mezcle con alguna naturaleza mala de suyo, puesto que no existe una naturaleza mala en cuanto tal, sino porque se separa del Bien sumo e inconmutable.


La calificación moral procede de la voluntad.

El árbol bueno no produce frutos malos, frase con la que el Señor no indica una naturaleza de la cual salgan esos frutos de que habla, sino una voluntad buena o mala, cuyos frutos son las obras, que no pueden ser malas si proceden de una voluntad buena, ni buenas si son producidas por una volun­tad mala.
Pero quizás tú u otro me pregunte: ¿Cómo es que un árbol creado por el hombre, a saber, su buena voluntad, no puede producir frutos malos, y, en cambio, de la naturaleza, que fue creada por Dios, pueden nacer árboles malos (la mala voluntad), que producen frutos malos? Dios produce la naturaleza buena, y de la naturaleza buena puede salir una voluntad mala. El hombre produce una voluntad bue­na, y de ella no pueden salir obras malas. ¿Puede el hombre más que Dios? Oíd diligentemente lo que nos dice Ambrosio: “¿Qué es la malicia sino la falta del bien? No hay nada malo sino aquello que es privado del bien, porque la raíz de la malicia consiste en la falta del bien
Deduce tú de esto que la voluntad mala es un árbol malo porque se ha separado del sumo Bien, con lo cual el bien creado se priva del Bien creador, y así se puede encontrar en él la raíz del mal, que no es otra sino la falta del bien. Y la voluntad buena es árbol bueno, porque, por medio de ella, el hom­bre se dirige al sumo e inconmutable Bien, donde se llena de él y produce frutos buenos. Pero Dios es el autor de todos los bienes, tanto de la naturaleza buena como de la voluntad buena, la cual no puede hacer nada si Dios no obra en ella.


La hipocresía.

1. Pureza de intención y fingimiento hipócrita.

Los que se apartan de aquella íntima y secretísima luz de la verdad, no encuentran donde pueda complacerse su soberbia, como no sea con fraudes y en­gaños. De ahí nace la hipocresía, en la que algunos son tan hábiles, que pueden engañar a cuantos quiera. El ojo limpio, al obrar el bien, no debe pretender las alabanzas humanas ni referir a ellas sus obras buenas, esto es, no debe hacer el bien para agradar a los hombres. En caso de no buscar más que las alabanzas humanas, bastaría con simular el bien, porque los hombres, incapaces de ver el cora­zón, alabarían lo falso; los que esto hacen simulan la bondad y son hombres de corazón doble. No tie­nen, por lo tanto, corazón sencillo, es decir, limpio, que desprecie las alabanzas humanas y mire y de­see complacer únicamente, con su vida buena, al que ve la conciencia en su interior.

2. Agradar a los hombres por Dios y para Dios.

Nos dice el Apóstol: Si aún buscase agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo, a pesar de haber dicho en otro lugar: Como procuro yo agradar a todos en todo. Los que no entienden, creen ver oposición en ambos pensamientos; pero, en realidad, lo que quiere decir al afirmar que no agrada a los hombres, es que no obra bien por complacerlos a ellos, sino a Dios, cuyo amor quiere dirigir los corazones humanos complaciéndolos. Por eso dice con razón que no procuraba agradar a los hombres, porque hasta cuando los contentaba lo hacía por Dios, y si manda a los fieles que agraden a los hombres, no es para que apetezcan esta complacencia como premio de sus obras, sino porque es imposible agradar a Dios sin mostrarse como ejemplo a los que queremos salvar, y es imposible mostrarse como ejemplo y que nos imiten si no les agradamos. Tampoco es un absurdo decir: Cuando busco el barco, no busco el barco, sino la patria a que me diri­jo-

3. Castigo del hipócrita.

Cuando hagas, pues, limosnas, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados de los hombres. No te empeñes en que te conozcan, como los hipócritas. Todos sabemos que los hipócritas no llevan en su corazón lo que muestran a los ojos de los hombres. Son simuladores disfrazados de personas distin­tas de la propia, como ocurre en las fabulas escénicas. En efecto, el finge que es justo y no lo practi­ca, porque pone todo el fruto en las alabanzas de los hombres; fruto que también los simuladores, engañando a aquellos hombres que los creen buenos y los alaban, pueden conseguir. Pero estos tales no recibirán el premio de Dios, que lee los corazones, sino el suplicio de su mentira; ya recibieron su premio de los hombres, y con toda razón se les dirá: Separaos de mí, operarios mentirosos; utilizas­teis mi nombre y no hicisteis mis obras.


Universalidad de la concupiscencia.

4. La vida del justo es una guerra, no un triunfo

Los hombres sienten una inclinación al pecado que apenas pueden contener, y por eso, en cuanto oyen que el Apóstol dice: No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, obran el mal, e ima­ginándose que no les place haberlo obrado, se creen ya semejantes al Apóstol.
En primer lugar, recordad lo que habéis oído tantas veces gracias a Dios: que la vida del justo, mientras permanece en este cuerpo, es una guerra y no un triunfo. Un día llegará el triunfo de esa gue­rra. Por eso el Apóstol ya lanza gritos guerreros, ya entona voces triunfales. Habéis oído el grito de la guerra: No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Si, pues, hago lo que no quiero, reco­nozco que la ley es buena. Queriendo hacer el bien, es el mal lo que se apega; pues siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado. En esas voces de repugnancia y de cautividad, ¿no conoces el grito de la guerra? No es la hora del triunfo todavía, pero también este ha de llegar. El mismo Apóstol te lo enseña y dice: Es preciso que lo corruptible se vista de incorrupción: Ése es el grito triunfal. Entonces se cumplirá lo que está escrito: La muerte ha sido absorbida por la victoria. Gritan los triunfadores: ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu victoria? Vivimos ahora en la guerra. Los que todavía no hayan querido pelear no entenderán lo que se dijo; los que pele­áis lo entenderéis; mi voz resonará y la vuestra hablará en silencio.

5. Hay que vivir según el espíritu y no según la carne

Ante todo, recordad lo que San Pablo escribía a los gálatas, lugar en que expuso claramente esta doctrina. Hablando a los fieles y a los bautizados, a los que se les habían perdonado en aquel santo lavatorio todos los pecados; hablando, pues, a los que luchaban, les dice: Andad en espíritu y no deis satisfacción a las concupiscencias de la carne. No dice no hagáis, sino 110 perfeccionéis. ¿Por qué? Porque, continúa, la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu, pues una y otro se oponen de modo que no hagáis lo que queréis. Pero si os guiáis por el espíritu, no estáis bajo la ley; pero si, cier­tamente, bajo la gracia. Si os guiáis por el espíritu. ¿En qué consiste guiarse por el espíritu? En con­sentir a los mandatos del espíritu de Dios y no a los deseos de la carne. Sin embargo, ésta desea y se resiste, quiere algo que tú no quieres; persevera, y tú te opones.

San Agustín, tomado del boletín Fides n° 1069.