La
teoría de la evolución
y la creación
del hombre
Análisis
del conocido fragmento 29
de la
encíclica Humani Generis de Pío XII
Por
Juan Carlos Monedero (h)
Bachiller en Filosofía (UNSTA)
07.04.2014
Quienes hayan
pasado algún tiempo por las carreras de Filosofía y Teología en las
universidades o profesorados católicos podrán fácilmente advertir lo siguiente:
no son pocos los que sostienen una posible compatibilidad entre la doctrina de la Iglesia y alguna forma
–quizá atenuada– de evolución. Tal opinión circula en las cátedras pero también
en ciertas conferencias, textos y artículos en torno al tema de la creación del
hombre. Escucharemos hablar de evolucionismo
católico, cristiano, teísta, moderado, etc. Si “rascamos” un poco más,
veremos que todos aquellos que la defienden se remontan –invariablemente– a un
documento del Papa Pío XII: la encíclica Humani
Generis, 1950. ¿Qué hay de ésto?
Lo que escuchamos
sobre el tema probablemente nos confunda. Sobre todo, porque por lo general todo
contacto que tenemos con posturas evolucionistas
está signado por la crítica de la fe católica, el desprecio del relato del
Génesis y la pretendida ridiculización de la verdades elementales de nuestra
religión. En fin, una conciliación entre estas dos posiciones resulta, a primera
vista, imposible. De ahí que nos veamos obligados a hacer varias preguntas, en
este orden: desde la más osada a la más sutil.
– ¿La Iglesia acepta la doctrina
de la evolución?
– ¿La Iglesia cree en la
evolución del cuerpo del hombre?
– ¿La Iglesia no condena la
afirmación de que el cuerpo del hombre –no su alma– evoluciona?
– ¿La Iglesia acepta la
posibilidad de una evolución del cuerpo del hombre, guiada por Dios?
Análisis
Abramos la
precitada Humani Generis, año 1950,
párrafo 29 y disipemos las dudas:
el Magisterio de la Iglesia
no prohíbe el que —según el estado actual de las ciencias
y la teología— en las investigaciones y disputas, entre los hombres más
competentes de entrambos campos, sea
objeto de estudio la doctrina del evolucionismo,
en cuanto busca el origen del cuerpo
humano en una materia viva preexistente —pero la fe católica manda
defender que las almas son creadas
inmediatamente por Dios—.
Es importante señalar
varias cosas. En primer lugar, es evidente que esta “no prohibición” de estudiar
la doctrina del evolucionismo guarda relación con la situación de las ciencias
y la teología en ese momento; es decir, un conocimiento tanto
científico-experimental como teológico. Es decir, tal permisión está
relacionada con algo mutable: el
carácter perfectivo del conocimiento
humano, en tanto capaz de penetrar una misma realidad de manera cada vez más
intensa. Entre guiones (—según el estado
actual de las ciencias y la teología—) aparece un modificador de modalidad:
manifiesta el grado de adhesión del hablante con lo que dice, siendo evidente
que no se trata de una adhesión incondicional. Por lo tanto, el progreso de
estas disciplinas podría modificar esta permisión. No se puede descuidar el
factor tiempo ya que han pasado 64
años.
El Papa, pues, deja “abierta la puerta” al estudio.
Pío XII permite la actividad intelectual sobre un tema; no está afirmando algo sobre ese tema. Simplemente, deja
manos libres a la investigación, condicionada
por ciertos requisitos; pero tal
permisión –y aquí está la clave– está vinculada al grado de conocimiento propio de la época en que se publicó esta encíclica. Por lo tanto, ¡la permisión no guarda
relación respecto de una eventual compatibilidad entre evolucionismo y fe!
Si leemos con atención, advertiremos que el Papa –en el
fragmento que venimos comentando– no está afirmando conceptualmente nada. Se trata de una decisión prudencial, no de un
juicio teorético.
Sigamos leyendo:
Mas todo ello ha de hacerse de manera que las razones de una y otra opinión —es decir la
defensora y la contraria al evolucionismo— sean examinadas y juzgadas seria,
moderada y templadamente; y con tal que todos se muestren dispuestos a
someterse al juicio de la Iglesia , a quien
Cristo confirió el encargo de interpretar auténticamente las Sagradas
Escrituras y defender los dogmas de la fe.
Todos
–así lo esperamos– somos fieles al juicio de la Iglesia ; al juicio de su
palabra magisterial. Palabra magisterial que –muy importante– constituye
expresión oficial, que no es lo mismo
que palabra pública: todo lo
magisterial es público pero no todo lo público es magisterial.
El
texto continúa y leemos:
Pero algunos traspasan esta
libertad de discusión, obrando como si el origen del cuerpo humano de una materia viva preexistente fuese ya absolutamente cierto y demostrado
por los datos e indicios hasta el presente hallados y por los raciocinios en
ellos fundados; y ello, como si nada hubiese en las fuentes de la revelación
que exija la máxima moderación y cautela en esta materia.
Aquí termina el
punto 29. Véase la cautela y la precisión con que Pío XII escribía estas
líneas. Puede inferirse de este fragmento que –ya en 1950– muchos hablaban de
la teoría de la evolución como si el tema estuviese “ya cocinado”,
perfectamente demostrado, pretendiendo situar a la Iglesia en una postura en
la que si no “se acomodaba” a los arrolladores
descubrimientos científicos, quedaría condenada al anacronismo e
ignorancia. Sin embargo, tal cosa no había sucedido ni en 1950 ni tampoco ahora: el origen del cuerpo
humano a partir de un ser vivo anterior no está demostrado. Habiendo
transcurrido 64 años de esta encíclica, podemos decir con plena seguridad
intelectual que ni el evolucionismo ni la evolución del cuerpo humano se han
confirmado. Más aún: ambas posiciones enfrentan una catarata de nuevas críticas
y argumentos, a la par que las objeciones ya existentes se ven reforzadas[1].
Posible
obstáculo
No obstante, alguien
podría decir:
– Bueno, pero en concreto,
¿por qué Pío XII no dijo claramente
que tampoco el cuerpo del hombre
podía surgir por evolución? ¿Por qué la Iglesia no
condenó sin más el evolucionismo?
Una conciencia
profunda de la Iglesia
–su esencia en tanto Madre y Maestra– es el camino para entender este punto.
Sólo así puede interpretarse correctamente el fragmento 29 de la Humani Generis. Veamos en qué consiste la autoridad de la Iglesia y la naturaleza de
sus enseñanzas.
Es evidente que la
potestad de la Iglesia
para pronunciarse sobre temas lindantes con la ciencia es distinta a la que
tiene en cuestiones estrictamente teológicas y/o morales. Las realidades
visibles son abordadas por métodos tales como la experimentación y la
observación, mientras que el alma humana –por ser espiritual– se encuentra más
allá de estas herramientas y sólo indirectamente puede registrarse su
influencia y actividad.
El investigador
Rafael A. Martínez –cuyo trabajo puede verse en Internet[2]–
habla de “prudencia” por parte de las autoridades de la Iglesia en relación al
evolucionismo. Esta prudencia encuentra justificación en una profunda
conciencia de la extensión y límites de su autoridad doctrinaria. En efecto, el
poder de la Iglesia
tiene por objeto confirmar verdades de fe y de moral. Este poder no es ni debe
entenderse como una ventaja competitiva sobre otros campos del conocimiento
–como si pudiese seguir descubriendo nuevas verdades, confirmándolas con
sucesivas definiciones– sino como una capacidad de definir algo que ya se cree, algo que ya se está creyendo. Eso que ya es
creído, en determinado momento la
Iglesia lo declara como perteneciente
a la fe (sea mediante una declaración infalible o no).
Estrictamente
hablando, la Iglesia
no “agrega” nada. Señala una verdad ya conocida como parte de la fe, cuya
adhesión comienza a poseer carácter vinculante a partir del momento en que es
expresamente definida[3].
A juicio de
Martínez, la Iglesia
habría querido evitar un nuevo “caso Galileo”[4].
Por esta razón, no ha condenado formal y explícitamente el evolucionismo[5].
En materia científica, la
Iglesia no tiene ni la responsabilidad ni la facultad de
enseñar y mucho menos de definir. Cristo no le dio autoridad para consagrar ni
rechazar paradigmas o conclusiones científicas sino para transmitir las
verdades que salvan. Por lo tanto, sólo ha enseñado que el alma humana es
creada inmediatamente por Dios, no siendo producto de evolución alguna.
Pero podría
agregarse otra observación más, estrechamente vinculada a lo que hemos dicho
recién. Ya en 1950, muchísima gente –experta o no– entendía por “evolucionismo”
una serie de afirmaciones de orden científico entremezcladas con una toma de
posición ideológica (el “cristal con que se miran” aquéllas) de neto corte
cientificista y ateo. Por supuesto que ciencia e ideología son cosas diferentes
pero –es innegable– en la mente de muchas personas esta distinción no siempre
es nítida.
Es de justicia
decir que no era nítida, principalmente, porque los evolucionistas pusieron y
ponen todo el empeño posible para que
no lo sea: han presentado sistemáticamente hechos verdaderos y observables,
fundidos con interpretaciones naturalistas. Sin embargo, nos guste o no, el
dato puro y duro está ahí: por “evolución” y “evolucionismo” muchas personas
entendían una serie de afirmaciones científicas ligadas a una concepción atea y
cientificista.
Teniendo presente:
a) la naturaleza de la autoridad doctrinaria de la Iglesia ; y b) el estado de
confusión entre el plano científico y el ideológico, generado por la propaganda
evolucionista, se comprende que el Papa Pío XII no condenase el evolucionismo.
Evitó pronunciarse en torno a planos que se hallaban –y se hallan hoy día–
entremezclados. En la Humani Generis el Papa enseña “blanco sobre negro”, corta por lo sano y dice una verdad
sobre algo que escapa al método científico experimental: el alma humana.
El fragmento 29 de la Humani
Generis presenta
pues, dos elementos. Se observa, por un lado, un juicio intelectual-teorético.
Por otro, una decisión prudencial ligada a ciertos requisitos.
1)
El juicio intelectual-teorético es: la fe
católica manda defender que las almas son creadas inmediatamente por Dios. Pío XII no estaba
diciendo que la “evolución” del cuerpo humano había tenido lugar. Entre otras
cosas, porque en este fragmento no estaba diciendo
nada en relación a la doctrina del
evolucionismo sino que solamente estaba afirmando algo en relación al alma
humana.
2) La decisión prudencial fue permitir el estudio
de una doctrina. Esta
no prohibición es una decisión de la
voluntad y no un juicio conceptual-teórico, aunque –por supuesto– tal permisión
se explique por razones. Pero en cuanto tal, Pío XII no se pronuncia sobre la
compatibilidad o no. No hay en el párrafo una afirmación relativa a la realidad
sino una permisión prudencial según ciertos
requisitos:
a)
que tal permisión esté condicionada al estado “actual”
de las disciplinas (ciencia y teología), es decir, a la situación del año 1950.
Es decir, que esta misma “no prohibición” estaba lejos de ser absoluta. Se
encuentra ligada a una primera condición;
b)
que quede salvado que el alma humana es creada
inmediatamente por Dios;
c)
que se examinen ambas posturas (“la favorable y la
contraria al evolucionismo”) de manera “seria, moderada y templada”;
d)
que todos se sometan –en cuanto a la interpretación de
la fe se refiere– al juicio de la
Iglesia ;
e)
que no se traspase esta libertad señalada en los
puntos a), b), c) y d) como si la evolución del cuerpo “ya estuviese
demostrada”.
Conclusión
Por lo tanto, la
negativa de Pío XII a expedirse en este punto no puede leerse como 1)
una aceptación de la doctrina de la evolución; 2) una aprobación de la
evolución del cuerpo humano. 3) Es cierto, en cambio, que Pío XII no condena la
afirmación de que “el cuerpo del hombre –no su alma– evoluciona”. ¡No la
condena como no condena tantas otras afirmaciones! Una afirmación no condenada puede ser perfectamente
contradictoria con las verdades de la fe. Por lo tanto, el concepto de no condenado no equivale a aceptable o aceptado; 4) finalmente, no puede leerse esta encíclica como una
aceptación de la posibilidad de cierta evolución del cuerpo. No, al menos, desde
el fragmento 29 de la Humani Generis. Pretenderlo comporta un sequitur absolutamente inadmisible.
Es evidente que si
la misma Iglesia no define, no nos arrogaremos semejante facultad. Sin embargo,
ausencia de definición no significa ausencia
de verdad. Por este resquicio hemos entrado, siempre dispuestos a corregir lo
que sea necesario. Se trata de un tema muy importante puesto que, como enseña
Santo Tomás,
los errores acerca de las creaturas nos apartan de la
verdad de la fe, puesto que se oponen al conocimiento de Dios[6].
Esperamos que estas líneas contribuyan a una apreciación
más justa y equilibrada de la polémica en torno a una eventual compatibilidad
entre la fe católica y la teoría de la “evolución”.
[1] Citamos algunas obras:
* Juicio a Darwin, Phillip E. Johnson. La obra puede verse en:
http://www.apologeticacatolica.org/Descargas/Proceso%20a%20Darwin%20-%20Phillip%20E.%20Johnson.pdf.
Cabe aclarar que Johnson no descarta un proceso evolutivo guiado por Dios (pág.
13) pero como el libro es excelente, lo citamos igual. Él mismo aclara que “El
tema que quiero investigar es si el darwinismo está basado en una valoración
limpia de los datos científicos”. Podemos disculparle la pág. 13.
*
En torno al origen de la vida, Raúl Leguizamón, http://statveritas.com.ar/Varios/En_torno_al_origen_de_la_vida%28Raul_O_Leguizamon%29.pdf
*
La pseudociencia del evolucionismo, conferencia dictada
por el Padre Carlos Baliña,
http://www.youtube.com/watch?v=AYmYM4iGct4
(en seis partes)
* El
engaño del evolucionismo
http://www.arabespanol.org/coran/milagros.htm
(sitio islámico. Lo relativo a nuestro tema se halla recién en el cap. IV).
[2] www.unav.es/cryf/sth07rmartinez.pdf
No estamos de acuerdo con Martínez pero utilizamos los datos que él trae a
colación, interpretándolos diversamente.
[3] Definida tal verdad como “vinculante”, su
negación comporta herejía formal y, por consiguiente, expulsión del Cuerpo
Místico de Cristo: la Iglesia.
[4] Valga la aclaración de que la Iglesia acusó a Galileo en alguna de sus
instancias de autoridad pero no en la máxima. Cfr. El caso Galileo, por el Dr. Raúl Leguizamón en
http://elblogdecabildo.blogspot.com.ar/2008/07/cientficas.html
[5] Como sí hizo, por ejemplo, con el Comunismo y el Liberalismo.
[6] Suma Contra Gentiles, libro II, cap. III.