(14 de septiembre: fiesta de la exaltación de la Santa Cruz)
El motivo de la fiesta del 14 de
septiembre, la Exaltación de la Santa Cruz, es conmemorar un hecho histórico al
que Dios ha querido dar, por así decir, una significación profética.
Expliquemos, pues, el hecho, y hagamos luego la aplicación a la situación en
que nos toca vivir hoy en día.
1º Conservar preciosamente la
Santa Misa.
Cosroes II,
rey de los Persas, ocupó Egipto y África y tomó en el año 614 la ciudad de
Jerusalén, la puso a sangre y fuego, y se llevó en cautividad al Patriarca y a
una gran muchedumbre de cristianos. También se llevó a Persia, como parte del
botín, la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, que Santa Elena había hecho colocar
en el monte Calvario. Heraclio, que era entonces el emperador romano, forzado
por las guerras y otras varias calamidades que entonces sufría el imperio,
pidió la paz a Cosroes; pero este, insolente por su victoria, sólo la ofreció
con condiciones inadmisibles. Viéndose en tal apuro, el emperador Heraclio se
dio a la oración y al ayuno para implorar la ayuda del cielo, y luego enfrentó
a las tropas de Cosroes, a las que logró vencer en tres batallas sucesivas, en
el año 628. Cosroes huyó, y para rehacer sus fuerzas asoció a su reino a su
hijo Medarsen; más el primogénito, Siroes, sintiéndose ultrajado por ello,
llevó a cabo una conjuración contra su padre y su hermano, les dio muerte, y
pidió a Heraclio que lo reconociera como rey. Heraclio sólo aceptó a condición
de que le devolviera los prisioneros cristianos, y sobre todo la Cruz de
Nuestro Señor Jesucristo. Y así, después de catorce años de estar en poder de
los Persas, el imperio cristiano logró recuperar tan valiosa reliquia.
Este hecho
guarda estrechas semejanzas con lo que ha sido nuestra civilización cristiana.
La cruz fue en otro tiempo un signo de oprobio, de maldición y de horror: «Maldito
el que cuelga de un madero»; un
suplicio reservado al último de los criminales y de los esclavos. Pero Dios,
por un prodigio inaudito, convirtió esta señal tan ignominiosa en la más
gloriosa de todos; de modo que hoy la señal de la Cruz es un signo de bendición
y de salvación, de heroísmo y de mérito, de abnegación y de esperanza. En
efecto, estaba escrito: «Dios reinó desde el madero»: esto es, que
Nuestro Señor debía reinar por el madero de la Cruz Y si quisiéramos resumir la
historia de la cristiandad, podríamos decir que fue la irradiación, en todos
los órdenes de la vida humana, del sacrificio de Nuestro Señor en la Cruz.
Jesucristo realizó el admirable prodigio de establecer su Cruz en el centro de
la vida de los individuos, familias y sociedades, edificando con ella, a pesar
de ser tan contraria a nuestra naturaleza caída, una civilización admirable: la
civilización cristiana.
Ahora bien,
como muy firmemente señalaba nuestro Fundador en el sermón de su jubileo
sacerdotal, esta irradiación del sacrificio de la Cruz sobre toda la vida
humana se realizó a través de la Santa Misa, que es ese mismo sacrificio
perpetuado sobre nuestros altares. La Misa es, propiamente hablando, la exaltación
más plena de la Santa Cruz.
«Ciertamente, yo sabía, por lo que habíamos estudiado, lo que era la
Misa, pero no había comprendido bien todo su valor, toda su eficacia, toda su
profundidad. Eso lo he vivido día a día, año tras año en el África, y
particularmente en Gabón… Allí yo he visto, sí, he visto, lo que puede la
gracia de la Santa Misa… Lo he visto en todas esas almas paganas, transformadas
por la gracia del bautismo, por la asistencia a la Misa y por la sagrada
Eucaristía. Estas almas comprendían el misterio del sacrificio de la Cruz, y se
unían a Nuestro Señor Jesucristo en los sufrimientos de su Cruz, ofreciendo sus
sacrificios y sufrimientos con los de Nuestro Señor, y vivían como cristianos…
He podido ver esos pueblos paganos ahora hechos cristianos, transformarse no
sólo espiritual y sobrenaturalmente, sino también física, social, económica y
políticamente; transformarse porque esas personas, de paganas que eran, se
volvieron conscientes de la necesidad de cumplir su deber a pesar de las
pruebas y de los sacrificios, sobre todo sus obligaciones de matrimonio. Y
entonces el pueblo se transformaba poco a poco, bajo la influencia de la gracia
del santo sacrificio de la Misa. Y todos esos pueblos querían tener su capilla,
y la visita del Padre…
«Si echamos ahora una ojeada a la historia, eso mismo ha pasado
también en nuestros propios países, en los primeros siglos después de
Constantino. Nuestros antepasados se convirtieron, y durante siglos ofrecieron
sus países a Nuestro Señor Jesucristo, sometiéndose a la Cruz de Jesús… ¡Qué fe
la de entonces en la Santa Misa! San Luis, rey de Francia, ayudaba a decir dos
Misas cada día, y cuando viajaba y oía la campanilla de la consagración, bajaba
del caballo o de su carroza para arrodillarse y unirse espiritualmente a la
consagración que en aquel momento se realizaba. ¡Esa era la civilización
católica!».
Pero ¿qué pasó
después? Que el enemigo, como nuevo Cosroes, trató de eliminar la Cruz, y por
tanto la Misa, del corazón de la cristiandad. Primero con Lutero, desde fuera,
y luego con la complicidad de los pastores de la Iglesia, en las reformas del
Vaticano II, se abolió prácticamente el misterio de la Cruz.
«En el
concilio se han infiltrado los enemigos de la Iglesia, y su primer objetivo ha
sido demoler y destruir en cierto modo la Misa… La reforma litúrgica del
Vaticano II se parece exactamente a la que se produjo en tiempos de Cranmer, en
el nacimiento del protestantismo inglés. Si se lee la historia de la
transformación litúrgica, hecha por Lutero, se advierte que se ha seguido el
mismo procedimiento, pero bajo aspectos todavía aparentemente católicos. Se ha
suprimido justamente de la Misa su carácter sacrificial, su carácter de redención del pecado por la sangre de
Nuestro Señor Jesucristo, por la víctima que es Nuestro Señor Jesucristo. Se
transformado la Misa en una pura asamblea… Así no es extraño que la Cruz no
triunfe, porque el sacrificio no triunfa, y los hombres no tienen otro pensamiento
que el de aumentar su nivel de vida, el dinero, las riquezas, los placeres, las
comodidades de esta tierra».
¿Qué nos queda, pues, por hacer?,
preguntaba Monseñor Lefebvre. Y su respuesta era:
«Una
cruzada, apoyada en el santo Sacrificio de la Misa, en la sangre de Nuestro
Señor Jesucristo; apoyada en esa roca invencible y en esa fuente inagotable que
es el santo sacrificio de la Misa… Es preciso hacer una cruzada, apoyada
precisamente en estas nociones de siempre, de sacrificio, a fin de recrear la
cristiandad, de rehacer la cristiandad tal como la Iglesia la desea y siempre
la ha hecho, con los mismos principios, el mismo sacrificio de la Misa, los
mismos sacramentos, el mismo catecismo, la misma sagrada Escritura».
Para eso,
hemos de mantenernos firmes, como hace la Fraternidad San Pío X, en exigir la
Santa Misa a las autoridades de la Iglesia. Así como Heraclio puso la condición
a Siroes de devolver la Santa Cruz, también nosotros reclamamos que Roma libere
incondicionalmente la Santa Misa para toda la Iglesia. Sin la Misa no puede
haber una renovación de la fe y de la vida cristiana; pero con la Santa Misa
difundida de nuevo en todas partes, la fe católica queda bien asentada, la
gracia se comunica eficazmente a las almas, y se restablece en la Iglesia la
auténtica vida cristiana.
2º Vivir de la Santa Misa.
Pero no basta
defender y conservar la Misa, si no nos aplicamos a vivirla. Para comprenderlo,
sigamos considerando el acontecimiento conmemorado en la fiesta del 14 de
septiembre.
En acción de
gracias a Dios por la victoria, el mismo emperador Heraclio quiso cargar sobre
sus hombros la Cruz del Señor, y reponerla personalmente en el monte Calvario.
Pero, al tomar la venerable reliquia, revestido de sus insignias imperiales,
una fuerza invisible lo detuvo, y la Cruz se resistió a ser movida. Estupefactos
todos los presentes por el prodigio, el Patriarca de Jerusalén, Zacarías, dijo
al emperador: «Majestad, mal podréis llevar con vuestro atavío real una Cruz
que nuestro Salvador quiso cargar en suma humildad y pobreza». El emperador,
deponiendo entonces sus vestiduras reales, revistió un simple sayal y,
caminando con los pies desnudos, pudo llevar la Santa Cruz hasta el monte
Calva-rio, de donde la habían sacado los Persas. Al mismo tiempo sucedían
varios milagros, que consolaron al emperador y a todos los fieles. Este es el
acontecimiento memorable que la Iglesia celebra en la fiesta de la Exaltación
de la Santa Cruz.
También
nosotros, que queremos defender y conservar la Santa Misa, para nosotros y para
nuestros hijos, deseamos cargar con ella. Pero nos damos cuenta de que muchas
veces no podemos, como le pasó al emperador Heraclio, por estar revestidos, no
de oro y pedrería, sino de múltiples apegos al mundo y a sus máximas. No
tenemos bastante espíritu de mortificación para vivir como verdaderos
cristianos, no inculcamos suficientemente este espíritu a nuestros hijos. Y
claro, así no podemos volver a poner la Cruz, la Misa, donde debe estar. Hemos
de despojarnos de toda esa pompa, y revestir la humildad, la pobreza y la mortificación
de Nuestro Señor Jesucristo. Monseñor Lefebvre nos explicaba también el porqué
de ello.
«La noción de sacrificio es una noción profundamente católica.
Nuestra vida no puede prescindir de sacrificio, desde que Nuestro Señor
Jesucristo, Dios mismo, ha querido tomar un cuerpo como el nuestro y decirnos:
Tomad vuestra cruz y seguidme, si queréis salvaros. Y nos ha dado el ejemplo
con su muerte en la Cruz y el derramamiento de su sangre. Y nosotros, sus
pobres criaturas, pecadores como somos, ¿nos atreveríamos a no seguir a Nuestro
Señor, a no compartir su sacrificio y su Cruz? Este es todo el misterio de la
civilización cristiana, la raíz de la civilización católica: la comprensión del
sacrificio en la vida de cada día, la comprensión del sufrimiento, no como un
mal y un dolor insoportable, sino entendiendo que es preciso compartir los
dolores y sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo, mirando la Cruz, asistiendo
a la Santa Misa, que es la continuación de la pasión de Nuestro Señor en el
Calvario.
«Cuando se comprende el sufrimiento, se convierte en un tesoro,
porque estos sufrimientos, unidos a los de Nuestro Señor, unidos a los de todos
los mártires, a los de todos los santos, a los de todos los católicos que
sufren en el mundo…, se transforman en un tesoro incalculable, de eficacia extraordinaria
para la conversión de las almas, y para la salvación de nuestra propia alma».
Conclusión.
Eso es lo que
hemos de pedirle a Nuestro Señor Jesucristo al celebrar la fiesta de la
exaltación de la Santa Cruz: • la gracia de aprender el arte de llevar la cruz;
• la gracia de querer llevarla; • la gracia de imponernos todas las
mortificaciones, renuncias y sacrificios que nos imponen la asistencia a la
Santa Misa, el deber de estado y nuestra conformidad con Nuestro Señor
crucificado. A todos nos cuesta; nuestra naturaleza siente una repugnancia
natural al sacrificio; pero la gracia de Dios nos ayudará, como ayudó a todos
los mártires, y a todos los que construyeron la civilización cristiana.
Hagamos un
examen de conciencia: ¿qué importancia le damos a la Misa, y por lo tanto al
sacrificio, en nuestras vidas? ¿qué esfuerzos deberíamos hacer, para que este
espíritu de sacrificio se afiance en nosotros y en nuestras familias? En
definitiva, ¿qué hemos de hacer para que, en la exaltación definitiva de la
Santa Cruz, que se verificará el día del juicio final, tengamos el consuelo de
ver nuestras vidas conformes con la Cruz del Señor, que será el gran criterio
con que Nuestro Señor juzgará nuestras vidas?
Tomado de Hojitas de Fe N°3, Seminario Internacional Nuestra Señora
Corredentora.