Agradezco,
Venerable Hermano[1], a vuestro corazón generoso el desear verme trabajar el
campo del Señor siempre a la luz del sol, sin nubes ni borrasca. Pero Vos y yo
hemos de adorar las disposiciones de la Divina Providencia que, después de
establecer su Iglesia aquí abajo, permite que encuentre en su camino obstáculos
de toda índole y resistencias formidables. La razón es, por otra parte,
evidente: la Iglesia es militante y está, en consecuencia, sumida en una lucha
continua. Esa lucha hace del mundo un verdadero campo de batalla y de todo cristiano
un soldado valeroso que combate bajo el estandarte de la cruz. Esa lucha ha
comenzado con la vida de nuestro Santísimo Redentor y no ha de terminar más que
con el mismo fin de los tiempos. Así pues, hace falta que todos los días, como
los valientes de Judá al volver de la cautividad, rechazar con una mano al
enemigo y levantar con la otra las paredes del Templo santo, es decir: trabajar
en la propia santificación.
Nos
confirma en esta verdad la misma vida de los héroes de los cuales se ocupan los
decretos que se acaba de publicar. Estos héroes llegaron a la gloria no sólo a
través de negras nubes y pasajeras borrascas, sino de contradicciones continuas
y duras pruebas que llegaron a exigirles por la fe la sangre y la vida.
No puedo,
sin embargo, negar que en este momento grande es mi alegría porque, al
glorificar tantos santos, Dios manifiesta su misericordia a una época de gran
incredulidad e indiferencia religiosa; pues, en medio del abajamiento general
de los caracteres, he aquí que se ofrecen a la imitación estas almas religiosas
que en testimonio de la fe dieron la vida; pues, finalmente, esos ejemplos
vienen en su mayor parte, Venerable Hermano, de vuestro país, en el que los que
detentan los poderes públicos han desplegado abiertamente la bandera de la
rebelión y han querido romper a cualquier precio los vínculos con la Iglesia.
Sí,
estamos en una época en la que muchos enrojecen al confesarse católicos, muchos
otros odian a Dios, la fe y la revelación, el culto y sus ministros, mezclan en
todos sus discursos una impiedad burlona, niegan todo y todo lo tornan en risa
y sarcasmos, sin respetar siquiera el santuario de la conciencia. Pero es
imposible que ante estas manifestaciones de lo sobrenatural, cualquiera sea su
voluntad de cerrar los ojos ante el sol que los ilumina, una rayo divino no
termine por penetrar hasta su conciencia y, aunque más no sea por medio del
remordimiento, los regrese a la fe.
Lo que
hace aún mi alegría, es que la valentía de estos héroes ha de reanimar los
lánguidos y tímidos corazones, temerosos en la práctica de las doctrinas y
creencias cristianas y ha de hacerlos firmes en la fe. El coraje, en efecto, no
tiene razón de ser si no se apoya en una convicción. La voluntad es una
potencia ciega cuando no la ilumina la inteligencia, y no es posible marchar
con paso firme entre las tinieblas. Si la generación actual tiene todas las
vacilaciones del hombre que marcha a tropezones, es signo patente de que ya no
tiene en cuenta la palabra de Dios, llama que guía nuestros pasos y luz que
aclara nuestros senderos: Lucerna pedibus meis verbum tuum et lumen
semitis meis.
Habrá
coraje cuando la fe esté viva en los corazones, cuando se practique todos los
preceptos por ella impuestos; pues la fe es imposible sin obras tanto como
imaginar un sol sin luz ni calor. Esta verdad tiene a los mártires que acabamos
de celebrar por testigos. No hay que creer que el martirio sea un acto de
simple entusiasmo consistente en poner la cabeza bajo el hacha para ir diestro
al paraíso. El martirio supone el largo y penoso ejercicio de todas las
virtudes. Omnimoda et immaculata munditia.
Y para
hablar de la que os es más conocida que todos los otros -la Doncella de
Orleans-, ya en su humilde país natal ya entre la licencia de las armas, se
conservó ella pura como los ángeles; fiera como un león entre todos los
peligros de la batalla, estuvo llena de piedad por los pobres y los
desafortunados. Simple como un niño en la paz de los campos y en el tumulto de
la guerra, se mantuvo siempre recogida en Dios y fue toda amor por la Virgen y
la santa Eucaristía, como un querubín, bien lo habéis dicho. Llamada por el
Señor a defender su patria, respondió a su vocación para una empresa que todos
-y ella primero- creían imposible; pero lo que es imposible para los hombres es
siempre posible con el socorro divino.
Que no se
exagere, en consecuencia, las dificultades cuando se trata de practicar lo que
la fe nos impone para cumplir nuestros deberes, para ejercitar el fructuoso
apostolado del ejemplo que el Señor espera de todos nosotros: Unicuique
mandavit proximo suo. Las dificultades vienen de quien las crea y las
exagera, de quien a sí se confía y no al socorro del cielo, de quien cede
cobardemente intimidado por las burlas y risas del mundo: de lo que hay que
concluir que, en nuestros días más que nunca, la fuerza de los malos es la
cobardía y debilidad de los buenos, y todo el nervio del reino de Satán reside
en la blandura de los cristianos.
¡Oh! Si
se me permitiera, como lo hizo en espíritu Zacarías, preguntar al Señor: «
¿Qué son esas llagas en medio de tus manos? » no cabría duda sobre la
respuesta: « Me han sido infligidas en casa de los que me amaban »,
por mis amigos que nada han hecho por defenderme y que, al contrario, se han
hecho cómplices de mis adversarios. Y de este reproche que merecen los
cristianos pusilánimes e intimidados de todas partes, no puede escaparse un
número grande de cristianos de Francia.
Esa
Francia fue llamada por mi venerado predecesor, como lo habéis recordado,
Venerable Hermano, la nobilísima nación; misionera, generosa y caballeresca. A
su gloria he de agregar lo que escribiera al rey san Luis el papa Gregorio IX:
« Dios,
al que obedecen las legiones celestiales, habiendo establecido aquí abajo
reinos diferentes siguiendo la diversidad de lenguas y climas, ha conferido a
grande número de gobiernos especiales misiones para el cumplimiento de sus
designios. Y como otrora prefiriera la tribu de Judá a las de los otros hijos
de Jacob, y como la colmara en su largueza de bendiciones especiales, así
eligió a Francia y la prefirió a todas las demás naciones de la tierra para
proteger la fe católica y la libertad religiosa. Por ese motivo Francia es el
reino de Dios mismo y los enemigos de Francia son los enemigos de Cristo. Dios
ama a Francia porque ama a la Iglesia que atraviesa los siglos y recluta las
legiones de la eternidad. Dios ama a Francia que ningún esfuerzo pudo jamás
separar enteramente de la causa de Dios. Dios ama a Francia, donde nunca la fe
ha perdido su vigor, donde reyes y soldados no han titubeado en afrontar los
peligros y dar su sangre por la conservación de la fe y de la libertad
religiosa. » Así se expresa Gregorio IX.
Así
diréis al regresar a vuestros compatriotas, Venerable Hermano, que si aman a
Francia deben amar a Dios, amar la fe y a la Iglesia que es para todos ellos
muy tierna madre como lo fuera de vuestros padres. Les diréis que hagan su
tesoro de los testamentos de san Remigio, de Carlomagno y de san Luis,
testamentos que se resumen en las palabras tan a menudo repetidas por la
heroína de Orleans: «¡Viva Cristo, que es el Rey de los francos!»
Sólo bajo
este título es Francia grande entre las naciones; bajo esta cláusula es que
Dios la protegerá y la hará libre y gloriosa; bajo esta condición, se le podrá
aplicar lo que de Israel se dice en los Libros Santos: « Que nadie se ha
hallado que insultara a ese pueblo, sino cuando se alejó de Dios».
Así pues, no es un sueño
sino una realidad lo que, Venerable Hermano, habéis enunciado; no tengo sólo la
esperanza, mas la certeza del triunfo completo.
Moría el
Papa mártir de Valencia cuando Francia, después de haber desconocido y negado
la autoridad, proscrito la religión, abatido los templos y los altares,
exiliado, proscrito y diezmado los sacerdotes, había caído en la más detestable
abominación. Dos años no habían pasado de la muerte del que había de ser el
último Papa cuando Francia, culpable de tantos crímenes, sucia aún de la sangre
de tantos inocentes, volvió en su angustia los ojos al que, elegido Papa por
una especie de milagro lejos de Roma, tomó en Roma posesión de su trono. Y
Francia imploró, con el perdón, el ejercicio del poder divino que hubiera en el
Papa tantas veces rechazado y Francia fue salva. Lo que parece imposible a los
hombres es posible para Dios. Me afirma en esta certeza la protección de los
mártires que dieron su sangre por la fe y la intercesión de Juana de Arco que,
como vive en el corazón de los franceses, repite al cielo sin cesar: «¡Gran
Dios, salvad a Francia!»
San Pío X, Discurso pronunciado por el papa San Pío X
el 13 de diciembre de 1908 después de la lectura de los decretos de
beatificación de Juana de Arco, Juan Eudes, Francisco de Capillas y Teófano
Vénard y sus compañeros. Acta
Apostolicsi Sedes, 15 de enero de 1909, págs. 142-145. Traducción: N.L.F.
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[1]
Mons. Touchet, obispo de Orleans.