En el artículo nueve del “credo del incrédulo”, según Leonardo Castellani, se reza: “Ha llegado a la era de la Democracia y la Inteligencia”.  La tan mentada “democracia”, tan alabada y tan intocable en nuestros  días, y tan intachable como un dogma. El que dice o hace algo contrario a  la democracia es directamente inquicisionado con furor, sin  posibilidades de defensa por el pensamiento moderno, por los medios de  comunicación y por los “mass media”.
Agradecemos a nuestro gran amigo de Videoteca Reduco por habernos acercado tan interesante material.
En nuestra publicación web  tenemos varios artículos desmitificando, con bases filosóficas y  políticas, lo contradictorio y nefasto de la democracia moderna, fruto  de la revolución francesa. Estos son:
- La Democracia como fuente de subversión. Dr. Julián Gil de Sagredo (mp3). La misma conferencia en PDF.
- La utopía democrática. Dr. Ricardo Julio Fraga (mp3).
- Reflexiones doctrinales sobre la perversión democrática. Dr. Antonio Caponnetto. En PDF.
Renegamos del “Sufragio Universal”, ya que la primera vez que se puso en práctica dicha doctrina, se pidió la muerte de Cristo y la libertad de Barrabás; y todo esto instigado por la manipulación de los hombres de mal.
(Félix Sardá y Salvany)
LA DEMOCRACIA COMO RELIGIÓN
 La frontera del mal
Fue  Aldous Huxley, en su fábula futurista “Un mundo feliz”, quien sugirió  que lo que llamamos un axioma —es decir, una proposición que nos parece  evidente por sí misma y que por tal la aceptamos— se puede crear para  un individuo y para un ambiente determinados mediante la repetición,  millones de veces, de una misma afirmación. Para este efecto —la génesis  artificial de axiomas y de dogmas— proponía la utilización, durante el  sueño, de un mecanismo repetitivo que hablase sin interrupción a nuestro  subconsciente, capaz, durante horas, de recibir y asimilar cualquier  mensaje.
Este  designio está, hoy, al cabo de medio siglo, muy cerca de la realidad,  aunque sea a través de técnicas no exactamente iguales, como lo ha  subrayado el propio Huxley en su “Retorno al mundo feliz”.
La  realización más importante en este sentido a través de métodos de  saturación mental por los mass-media ha sido, en nuestra época, el  establecimiento a escala universal del dogma-axioma de la democracia.  De esta noción —en su sentido individualista y mayoritario— se ha  logrado hacer la piedra angular de la mentalidad contemporánea. Es  decir, de lo que Kendall y Wilhelsenn han llamado la «ortodoxia  pública» de nuestro tiempo. Esta expresión significaba para estos  autores, el conjunto de bases conceptuales o de fe en que se asienta  toda sociedad histórica, elementos que son, a la vez, ideas-fuerza para  sus miembros y puntos de referencia para entenderse en un mismo  lenguaje y convenir, en último extremo, en unos cuantos axiomas y  dogmas que sólo los marginados o extravagantes exigirían fundamentar.
La  consolidación del dogma de la democracia y de su axiomática ha sido,  por supuesto, obra de muchos años, pero es ahora cuando conoce su  vigencia universal. Ya, a fines de los años veinte, se daba por  supuesto, en el lenguaje político español, que, a través de la dictadura  del General Primo de Rivera, era obligado «volver a la normalidad  constitucional (o democrática»). Hoy se supone para el mundo todo,  desde la Europa más culta hasta la selva africana, que sólo unas  elecciones «libres» (de sufragio universal) pueden justificar un  gobierno ortodoxo. Cualquier otro gobierno recibirá el calificativo de  «dictadura» y se llamará a cruzadas contra él, previa su denuncia  universal, como violador de los «derechos humanos», que constituyen la  apelación última que en otro tiempo se situaba en el juicio de Dios Uno  y Trino. (Existen, por supuesto, determinadas tolerancias o concesiones  en gracia a la perfección universal del cuadro: el mundo soviético o  sovietizado y múltiples sultanatos árabes prescinden de toda consulta a  la «opinión pública» y les basta con auto-titularse «populares» o  «democráticos» para gozar de una suficiente inmunidad.)
No  es preciso recordar que la constelación de principios que forman la  ortodoxia democrática está muy lejos de la evidencia de los axiomas. Más  aún, pienso que llegará un tiempo en el que los hombres se asombrarán  de que la gobernación de los pueblos —y la educación en su seno de los  hombres— haya estado confiada al sistema de opinión y mayoría. Algunos  de estos principios son del calibre epistemológico que puede verse en  las siguientes enunciaciones:
•  El poder nace de la Voluntad General y no reconoce otro origen o título.
•  La Voluntad General se identifica con la opinión pública en un momento dado.
•  El voto de todos los ciudadanos tiene el mismo valor.
•  El contenido de esa opinión se expresa en los nombres de los candidatos y de los partidos y en los slogans electorales.
•  Los partidos y sus mass-media son los artífices de esa opinión.
De  donde, como corolario obligado: las técnicas de publicidad y de  influencia subliminal (el condicionamiento de reflejos, en suma) será lo  que gobierne a los pueblos.
Sin  embargo, esta serie de enormidades que constituyen la «ortodoxia  pública» de la democracia ha sido admitida incluso por la Iglesia  oficial de nuestros días. Así, cuando en España —o en cualquier otra  democracia— sucede que troupes teatrales representan espectáculos  sacrílegos o blasfematorios con subvención oficial, los prelados, en su  mayoría, nada dicen, porque su intervención podría interpretarse «como  una coacción a la libertad de expresión ciudadana». Y los que protestan  no lo hacen en el nombre y por el honor de Dios, sino porque «tales  espectáculos ofenden a una mayoría católica del pueblo español».  Es  decir, en nombre de la Democracia y para su defensa.
Así,  también, cuando las organizaciones tituladas católicas protestan  contra la laicización de la enseñanza oficial y contra las leyes  confiscatorias (o disuasorias) de la enseñanza privada religiosa, no lo  hacen ya en razón de que la educación en país católico debe ser  católica para todos (con las excepciones debidas a los declaradamente  arreligiosos o de otras religiones). Se limitan a defender unos escaños  confesionales dentro de la gran democracia que formamos («nuestra  democracia» les oímos decir); esto es, defender el derecho de los  grupos católicos que lo deseen a poseer escuelas confesionales.
Hasta  tal punto ha penetrado el espíritu de la democracia liberal en la  mentalidad de hoy y en su «ortodoxia pública» que el declararse  no-demócrata o contrario a la democracia resuena en los oídos como en  otro tiempo la apostasía expresa o la blasfemia. Muchos católicos que  rehusarían el calificativo de socialista, o de divorcista, o de  abortista —que, incluso, luchan contra estas ideas— no ven  inconveniente alguno en declararse demócratas o liberales, y militar en  partidos bajo estas denominaciones.
Sin  embargo, una vez admitida la Voluntad General como fuente única de la  ley y del poder —y negada toda otra instancia inmutable de religión con  el más allá—, ¿qué lógica podrá oponerse a la socialización de los  bienes o de la enseñanza, a la ruptura del vínculo matrimonial, a las  prácticas abortistas o la eutanasia, si tales designios o supuestos  derechos figuran en el programa del partido mayoritario? La democracia  moderna, con su aspecto equívoco y aceptable es, en realidad, la llave y  la puerta para todas esas aberraciones y las que les seguirán.
Y  es que, en el campo de los males, como en el de los bienes o valores,  existe una jerarquización que podemos establecer sin más que recurrir,  por vía de negación, a las Tablas de la Ley. Así, podemos ver que la  socialización de los bienes o de la enseñanza se opone al séptimo  mandamiento (no hurtar) y ataca directamente a la familia, institución  de origen divino; el divorcio se opone a esa misma institución y,  generalmente, al noveno mandamiento (no desear la mujer del prójimo);  el aborto y la eutanasia atentan contra el quinto mandamiento (no  matar)...
Pero  la raíz misma de la democracia moderna se opone al primero y principal  de esos mandamientos, aquel al que se reducen los demás: «amarás al  Señor, tu Dios, por encima de todas las cosas». Propugnar la laicización  de la sociedad (negarle un fundamento religioso) y derivar la ley de  la sola convención humana equivale a cortar los lazos de la convivencia  humana respecto de Dios, a negar la religión (o religación del hombre  con su Creador). Las transgresiones de aquellos otros mandamientos  pueden, en casos, ser pecados de debilidad: sólo la trasgresión de éste  es pecado de apostasía.
De  aquí el martirio aceptado sin vacilación por los primeros cristianos  en la Roma imperial. Ellos disfrutaban en su tiempo de una situación de  «libertad religiosa»; es decir, no eran condenados por practicar su  culto. Un status parecido al que otorga la democracia moderna a las  confesiones religiosas, aunque con distinto fundamento. Los romanos  admitían en su politeísmo a todos los cultos y divinidades. No hubieran  tenido inconveniente en admitir al Dios cristiano entre las divinidades  del Capitolio y autorizar libremente el culto cristiano. Pero con la  condición para los cristianos de reconocer, al menos tácitamente, el  politeísmo y de adorar al Emperador como símbolo y garante de la  religiosidad oficial. Y aquellos cristianos que se mostraban en lo demás  como buenos ciudadanos, preferían el suplicio y las fieras del circo  antes de renegar de la unicidad topoderosa del verdadero Dios.
Situación  semejante es la de los católicos dentro de un país de Cristiandad ante  la aceptación voluntaria de la democracia moderna. Con el agravante de  que aquí el status de libertad no se apoya en una distinta concepción de  la religión, sino en una negación de ésta, de toda religión, que pasa a  considerarse como asunto privado u opinión. No es ya una religión  falsa, sino un antropocentrismo o culto al Hombre. Hoy no hay que  reconocer como dios al emperador sino a la Constitución. Ciertamente  que en la democracia no se exige de modo tan rotundo ese reconocimiento  bajo forma de adoración, y el caso se presta a interpretaciones o  «arreglos de conciencia». Pero para quien esa aceptación no sea obligada  ni formularia, sino acto voluntario a través de la adhesión al sistema o  a un partido, el caso es objetivamente más grave que para los  cristianos de Roma.
Tales  reconocimientos se oponen también a las dos primeras peticiones que  formulamos en el Padrenuestro, la oración que el propio Cristo nos  enseñó: «santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu Reino». El  demócrata liberal las sustituye implícita (o explícitamente) por  «eliminado sea tu Nombre; venga a nosotros la secularización, el reino  del Hombre». Y se oponen, en fin, a las dos últimas enseñanzas que  Jesucristo Nuestro Señor nos dejó en su vida mortal antes de ser  conducido al suplicio: cuando ante la autoridad civil (Pilato) y ante la  religiosa (Caifás) afirma la Verdad y la autoridad de origen divino.
La  democracia liberal se presenta así, bajo su verdadera luz, como la  frontera del mal; aquella línea de demarcación que, traspasada, nos  sitúa fuera de «los que pertenecen a la Verdad»; es decir, en el reino  de los que, por aclamación popular, obtuvieron la muerte de Cristo. El  reino en que no se habla ya de verdad ni de autoridad, sino de opinión y  de pueblo. En el que los creyentes en El sólo pedirán unos escaños en  el seno del pluralismo laicista para vivir tranquilamente su fe sobre  una apostasía inmanente.
Pero acontece que la negación de Dios acarrea como corolario inevitable la negación del hombre:  ¿Qué podrá construirse en la ciudad humana sobre la arena movediza de  la opinión y del sufragio? ¿Qué dejará tras de sí la sociedad  democrática en la que el hombre sólo se sirve a sí mismo? Eliminado de  raíz el Fin Supremo y la re-ligación con El, ¿cuánto durarán los fines  subordinados y una vida que no conduzca al marasmo del hastío y de los  vicios acumulados? Es ya la sociedad que tenemos ante nosotros,  eminentemente en los países más desarrollados económicamente: la  sociedad en la que sobran los medios de vida, pero falta una razón para  vivir.
«Los  pueblos, las civilizaciones —se ha dicho—- son como unos extraños  navíos que hunden sus anclas en el Cielo, en la Eternidad». La  democracia liberal está consumando la ruina de nuestra civilización y,  por contagio, de toda otra civilización. Porque la civilización  cristiana (o clásico-cristiana) no ha sido sustituida por otra, sino por  una anticivilización o una disociación que, si pervive, es a costa de  los restos difusos de aquella cultura originaria, de aquel —hoy  combatidísimo— orden de las almas.
Se  evidencia así que ninguna concepción del orden político puede resultar  más letal o aniquiladora para la comunidad humana que la democracia  moderna o «sociedad abierta» (open society). Postular una sociedad sin  fe y sin principios, sin normas estables, neutra, carente de puntos de  referencia, dependiente sólo de la opinión pública y de la utilidad del  mayor número, es como abrogar la disciplina de un navío, olvidar su  nimbo y el orden de las estrellas, abandonarla a la deriva. ¿A dónde se  dirigirá tal navío? ¿En qué lenguaje se entenderá su tripulación? ¿Cómo  capeará las tempestades? ¿Qué justificará su misma unidad y su  existencia?
Cuando,  por ejemplo, el Presidente de la República francesa —o de cualquier  otra democracia moderna— apela al heroísmo de la Legión para resolver un  conflicto armado grave, ¿en nombre de qué lo hace? ¿Con qué derecho? Si  nada existe fuera del interés de los ciudadanos y de la opinión  mayoritaria, ¿cómo exigir a hombres jóvenes que entreguen todo lo que  poseen, su vida? Sólo por un recurso inmoral a normas, creencias y  valores permanente, que la propia democracia niega, podrá recurrir a  tales medios de coerción y de supervivencia.
Cabría  una objeción en nombre de la universalidad de la razón. Si toda  sociedad histórica, para su simple existencia y perduración, precisa  tener su asiento en una fe y en un fervor colectivos, en unas nociones  de lo que es sagrado y es recto, de lo que es el deber y el sentido del  sacrificio, ¿supondrá esto que cada civilización es impenetrable  intelectual y emocionalmente para quienes no forman parte de su  tradición o de su herencia? ¿Habrá de asentirse al dictado de Spengler,  de Toynbee y de determinados estructuralistas para quienes las culturas  son sistemas cerrados, cuyo sentido es inmanente a un sistema  intransferible de puntos de referencia?
Nada  autoriza tal conclusión. La razón es una instancia capaz de penetrar  todo lo que es puramente humano e, incluso, dentro de ciertos límites,  el orden mismo del ser. La civilización occidental de origen cristiano  —nuestra civilización histórica— ha sido la encargada de demostrar en  la práctica esta capacidad de la razón. Su fe —nuestra fe— se ha  predicado ya en todos los ámbitos de la tierra y ha arraigado, en mayor  o menor grado, en las civilizaciones más dispares. Su ciencia, su  técnica, sus categorías mentales y sus imágenes de comportamiento  —básicamente racionales, anti-míticas— se han extendido a todo el mundo,  penetrándolo en buena parte. Sea como cultura superpuesta, sea como  injerto cultural, puede hoy decirse que una sola cultura —la  occidental— es la cultura común del planeta.
Sin  embargo, y paradójicamente, esta planetarización de una cultura  racional sólo pudo realizarse a través de una civilización determinada  —la occidental—, civilización que, como todas, nació de una fe —de un  anclaje en la eternidad—, y se edificó sobre unas normas y unos valores  morales. Y ello porque, en sentencia filosófica, operari sequitur esse,  el obrar sigue al ser: no se expande una civilización sin antes ser,  existir. Y si sólo en este caso ha sido posible el efecto de una  difusión en cierto modo universal fue, precisamente, porque tal  civilización se apoyó, originariamente en la Religión Verdadera.
En  la renuncia a esos orígenes se encuentra la raíz última de la crisis en  que se debate la sociedad occidental. Crisis no circunstancial sino  degenerativa, extendida en forma de rebelión generalizada, y, por vía de  contagio, a otras civilizaciones, incluso a la propia naturaleza  invadida y contaminada. La expresión de esa renuncia a todo anclaje  sobrenatural es la democracia liberal; más aún, que renuncia, negación  de toda trascendencia, erección de la sociedad del Hombre y para el  Hombre.
Porque esa llamada «sociedad abierta» —la de los “Derechos humanos”—  ignora el primero y principal de los derechos del hombre, que es el de  buscar la verdad y servirla, el de fundamentar en ella su vida y el  perdurable rumbo de su periplo terrenal.
Rafael Gambra, Revista Roma Nº 89, Agosto 1985.
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