“El hijo pródigo” de Pierre
Puvis de Chavannes, pintor simbolista del siglo XIX.
“No entres en juicio con tu siervo, porque ante Ti ningún viviente es
justo.” (Salmo 142, 2).
Alguien que, por una rápida
infección en la cara se halló a un paso de la muerte sin perder el
conocimiento, ha narrado las angustias de ese momento para el que quiere
prepararse al juicio de Dios. Sentía necesidad de dormir pero luchaba por no abandonarse
al sueño porque tenía la sensación de que éste era ya la muerte y que en cuanto
se durmiese despertaría en el fuego del purgatorio. Aunque había hecho
confesión general y recibido los sacramentos le faltaba todo consuelo y la
certeza del purgatorio se le imponía como una necesidad de justicia, pues
tenía, claro está, conciencia de haber pecado muchas veces pero no la tenía de
haberse justificado suficientemente ante Dios. Una religiosa enfermera a quien
le confió esa tremenda angustia espiritual no hizo sino confirmarle esos
temores, como si debiese estar aún muy satisfecho de que ese fuego no fuese el
del infierno. Salvado casi milagrosamente de aquel trance —agrega— me consulté
con un sacerdote, que me aconsejó leer y estudiar el Evangelio de Nuestro Señor
Jesucristo, y allí encontré lo que asegura la paz del alma, pues al comprender
que nadie puede aparecer justo ante Dios (S. 142, 2) y que nadie es bueno sino
Dios (Luc. 18, 18) comprendí que sólo por la misericordia podemos salvarnos y
que en eso precisamente consiste nuestro consuelo, en que podemos salvarnos por
los méritos de Jesucristo, pues para eso se entregó Jesús en manos de los
pecadores. Maravillosa e insuperable verdad, que nos llena más que ninguna otra
de admiración, gratitud y amor hacia Jesús y hacia el Padre que nos lo dio.
Ella quedará grabada para siempre en el alma que haya meditado este misterio de
la misericordia divina.
Mons. Dr. Juan Straubinger.