I
La definición
de “obediencia” de Santo Tomás es “oblación razonable firmada por voto de sujetar
la propia voluntad a otro por sujetarla a Dios y en orden a la perfección”.
Esta
definición contiene claramente los límites de la obediencia porque no hay que
creer, A. H., que la obediencia es ilimitada. Todo lo ilimitado es imperfecto.
La obediencia religiosa es ciega, pero no es idiota. Es ciega y es iluminada a
la vez, como la fe, que es su raíz y fuente. Sus dos límites
son la recta razón y la Ley Moral.
Ambos límites
están también fijados por San Ignacio al afirmar a una mano que físicamente es imposible
asentir a algo absurdo, y a otra, que no hay que obedecer cosa en que se viese
pecado, no ya mortal solamente, sino de cualquier clase. No se puede ejecutar
virtuosamente ninguna cosa donde exista la más mínima porquería, relajamiento,
vileza o claudicación moral.
Esto significa
simplemente que ningún hombre puede abdicar su propia conciencia moral, como
nota el Angélico en De Ver. 17, 5, Ad 4m. “Unusquisque enim tenetur actus suos
examinare ad scientiam quam a Deo habet, sive sit naturalis, sive acquisita,
sive infusa: omnis enim homo debet secundum rationem aguere”[1]. ¡No podemos
salvarnos al tenor de la conciencia de otro! ¡No podemos eximirnos de
discriminar exactamente con nuestra razón el bien y el mal moral, uno para
tomarlo y otro para lanzarlo! ¡No puede ser nuestro guía interior la razón
ajena: los actos morales son inmanentes y su “forma” es la racionalidad! Si
bastara para salvarse hacer literal y automáticamente lo que otro nos dice
¿cuál sería entonces la función de la fe, de la oración, de la meditación, de
la dirección espiritual, del examen y del estudio?
Nuestro Padre
Ignacio recogió de los antiguos Padres dos expresiones metafóricas que si se
tomaran literalmente engendrarían una monstruosidad. Como bastón de hombre
viejo hay que obedecer y a manera de cadáver hay que obedecer: sí señor, pero
no antes que la conciencia moral haya asimilado el mandato, colocándolo en la
línea de su conocimiento de Dios y haciéndolo escalón de fe y de caridad
divina. Es evidente que esto no se puede hacer con una cosa torpe, absurda o
ridícula. El “ir a tomar la leona y traerla al superior suyo” podrá haber
sucedido en la prehistoria del Cristianismo, aunque por cierto a mí no me
consta; pero ningún teólogo sensato lo tendrá por lícito en casos normales.
El obediente
verdadero obedece al Superior menor a la luz de la voluntad conocida y amada
del Superior mediano; y al Superior mediano a la luz conocida, entendida y amada
del Superior Sumo; y la
de éste a la luz de las Reglas; y éstas a la luz del Evangelio; y éste a la luz
interior que el Espíritu Santo imprime en los corazones y con la cual el Verbo
ilumina a todo hombre venido a este mundo; de manera a formar una escala luminosa
por la cual cualquier voluntad contingente o ínfima haga actos muy excelentes,
superiores a su propia habitualidad tomada separadamente, por su unión con
otras voluntades mejores, y en definitiva con la de Dios. Y la voluntad de
Dios, no es de derogar el orden natural sino de coronarlo y sobreelevarlo.
Con esto queda
dicho que la obediencia no se inventó para que en la vida religiosa se hagan
cosas raras, feas o disparatadas; para que el orden natural se vuelva del
revés y los necios presuman guiar a los entendidos y “llevarlos al hoyo”, como
previno N. Señor en la Parábola de los Ciegos. No se inventó la obediencia para
substituir en el gobierno de los hombres la inteligencia por el antojo de los
ambiciosos o agitados; ni para pretender que el que no sabe un oficio se
entrometa a corregir al que lo sabe; ni para destruir en los hombres la conciencia
profesional ni la honradez intelectual; ni para permitir que ocupen los
comandos los mediocres engreídos, esos “superiores briosos y sin letras” a los
cuales la cordura de Mariana atribuía la causa de los desórdenes sociales en la
Provincia Española bajo Acquaviva. Si para tales cosas dijera Cristo: “Qui vos
audit, me audit”[2] y para
eso reglamentara la Iglesia la vida religiosa; pensarlo es blasfemia, porque
entonces más valiera que Cristo no hubiera venido.
Los que
llevados de cualquier pasión, o por ignorancia o por malicia, sabiéndolo o no
sabiéndolo, quieren hacer un “cadáver” h literal de sus súbditos; o bien se
sujetan al Superior con el servilismo inerte de estólidos “bastones”; pecan,
abusan del don de Dios, desacreditan a Cristo. Como toda virtud marcha en
medio de dos vicios, así la obediencia camina entre la insumisión por un lado y
por otro la sujeción servil, el espíritu de esclavo, la obsecuencia muerta, la
dependencia al hombre como hombre, la ignavia[3], la pereza de pensar y la cobardía
de ser persona, cosas todas que son abominables a Dios y al varón Cristo y que
impiden al hombre ser dueño de sí, tomar el timón y ser el capitán de su propia
alma.
Lo cual es el
principio de toda vida que no sea infrahumana y mucho más de una vida
sobrenatural.
II
La verdadera
obediencia pertenece a la virtud de la religión, la primera de las morales; y
por tanto sólo puede producirse en el clima teologal de la caridad. Sin caridad
es informe. Una virtud informe es a veces más peligrosa que un vicio, “por ser
grande el peligro de la vía espiritual cuando sin freno de discreción se corre
por ella”. Ésas son las “virtudes locas”, que a semejanza de las “verdades
locas” de Chesterton, son dinamita.
El P. Genicot
pone el caso de un súbdito que notase en el Superior señales inequívocas y
habituales de hostilidad o enemistad; y preguntándose si en este caso estaría
obligado a obedecerle, responde que no, incluso en los mandatos donde no se vea
formidolosidad[4]; pues un enemigo nos desea de suyo la destrucción aun sin
saberlo. Cesa la obligación de la obediencia, por incumplimiento por parte de
uno de los “contratantes”.
Aristóteles
enseña (Eth. Nic. IX, 6) que una sociedad cesa de serlo si se deseca en ella la
“concordia”, que es la amistad social; entre religiosos llamada “caridad”. En
ese caso hipotético, el mecanismo de la obediencia se convertiría en un
esqueleto sin carne, en una máquina monstruosa que parece humana pero puede
ser ocupada de hecho por el demonio: máquina que no puedo considerar sin
horror. En efecto, en tal caso, aquel inmenso poder que presta a un mortal la
atadura omnímoda y total con que otro se le ha sujetado como si fuese al mismo
Dios, moviéndose desordenadamente y sin el control del amor divino y el
lubricante del afecto humano, puede producir estragos, puede torturar de una
manera increíble; y yo no dudo que puede, permitiéndolo Dios, llegar al
homicidio indirecto poco menos. La historia parece confirmarlo. Omnis, qui odit
fratrem, homicida est.[5]
En efecto, se
produce el caso de la madre desnaturalizada, que es, dice Aristóteles, la
bestia más cruel que existe:
¿Puede darse
este caso? ¿Es posible esta desaparición de la caridad y la consiguiente
aberración del poder en lo religioso? Hélas, todo es posible al hombre
corruptible y el mortal puede abusar de todo, incluso de la Eucaristía, como
vemos en la Primera a los Corintios, XI. Esto, hablando en tesis. Hablando en
concreto, me parece difícil que acaezca en nuestra Compañía, que parece
conservar de San Ignacio una herencia persistente de nobleza y dignidad
independiente de la eventual baja cuna o plebeyismo de tales o cuales
superiores, y una de las contingencias más temibles de la ambición y el nimio
apego al mando.
Sin embargo
nuestros enemigos nos han descrito muchas veces con esa figura de máquinas
inhumanas, autómatas inertes, conciencias mutiladas. No solamente poetastros
delirantes como Eugenio Sué, sino hombres de talento, aunque adversos a nosotros,
como Michelet, Quinet, Eduardo Estauniée, Boyd Barret, Aldous Huxley, se han
aplicado minuciosamente a hacer grandes retratos odiosos de la Compañía como
máquina destructora de la personalidad humana y fabricadora de horrendos “robots”
con sotana. ¿Qué veían en ella para poder hacerlos? Veían las reglas sin el interior
espíritu de amor y caridad. Veían lo que sería la Compañía si se violase en
ella la Regla Primera. Veían lo que puede ser la Compañía de Jesús sin gobierno
o con mal gobierno; y lo que tiene el deber gravísimo de evitar la Congregación
Provincial y la Congregación General.
A las cuales
asisto por medio de esta carta. Porque a mí, la voz pasiva me la podrá quitar
el Provincial, pero la voz activa me la dio Dios. El que tiene boca, a Roma va,
—dice el proverbio.
III
De la misma
definición puesta arriba, se deduce la tercera de las propiedades de la
obediencia, a saber: que ella ata al Superior lo mismo que al súbdito de tal
modo que a causa de ella un mandón indiscreto, un inepto para dirigir, un
superior sin luz puede cometer como una especie de profanación o sacrilegio. En
efecto, los votos hacen al religioso, según Santo Tomás, “res sacra”[6] a
manera de los antiguos sacrificios. Dios mató a los profanos que comieron los
panes de la proposición, que eran panes no consagrados, sino mera-mente ofrecidos
a Dios por el pueblo.
Mi buen amigo
el P. Prato O.M.R.C. desenvolvió discretamente esta doctrina de Santo Tomás en
el retiro que dio a los PP reunidos para el Capítulo Provincial: probó que un
religioso era más sacro que un cáliz, una patena o una custodia, con los cuales
consta que se puede pecar aun gravemente por irreverencia o profanación. Es
una custodia viviente: para él se han hecho todas las custodias de la tierra.
Para el hombre se hizo el sábado.
Si a algo
creado se puede comparar, sería a las mismísimas especies sacramentales,
depositarias de Cristo. Porque por la gracia no solamente en él vivimos nos
movemos y somos, sino que veramente “vivit vero in me Christus”[7]; y por la
profesión religiosa, somos simpliciter cosa e impersonación suya. Por eso es sacrilegio
matar a un clérigo o poner en él violentas manos. Por eso también es
profanación tratarlo .como animal o planta.
Ahora bien, el
cordón umbilical (si licet) de esta transvitalización no es otro que el voto de
obediencia; el cual por consiguiente agarrar con torpeza, manejar con descuido
o izar con violencia es cosa gravísima. Usar del mandato bajo santa obediencia
de cualquier manera, para cosas absurdas, irrazonables, fútiles, inútiles, inconsideradas
o simplemente menores en volumen o ridículas en importancia, es pecado grave
según todos los teólogos. Es pecado de irreverencia y desecración.
En la Primera
a los Corintios San Pablo explica las frecuentes enfermedades y muertes
prematuras de los fieles por las irreverencias y abusos vigentes hacia la Sagrada
Eucaristía. De donde arguyen los teólogos que Dios castiga esta especie de
pecados con flagelos corporales. “Ideo inter vos multi inflami et imbecilles
et dormiunt multi”.[8]
Habiendo pues
una analogía perfecta entre el Sacramento y el sacro hombre que es el religioso,
bien se puede temer en pura fe que un bajón en la pureza, la verdad y la
caridad en el modo de mandar, la falta de justicia distributiva en el gobierno,
y la flojera e impotencia en reparar las injusticias y las iniquidades, no
atraigan el peso del brazo airado de Dios sobre las comunidades religiosas.
He de decirlo
aunque sea grave: el terrible destino del Padre Abel Montes, el lento naufragio
de esa fina y delicada personalidad —de la salud en la neurosis, de la neurosis
a la demencia, de la demencia en la muerte trágica y desolada— pudo muy bien
tener como causa las fallas de la caridad en la Provincia y el uso inconsiderable
del mandato ciego.
No me consta.
Pero tengo suficientes datos para creer, delante de Dios Nuestro Señor, que no
es imposible. Y eso ya es bastantemente grave.
Si no me
consta, ¿por qué lo digo? Porque debo decirlo. Para que no se me pudra dentro.
Sea ello como
quiera, Deus scit, el caso es, AA. HH. míos, que estas consideraciones son
verdaderas y no pertenecen al mundo de la estratósfera ni al planeta Marte; y
me ha parecido expediente in Dómino hacerlas para mí primero y luego para quien
quiera recibirlas.
Si nadie
quisiera recibirlas: si la afición al ocultismo y el “tapujismo” vigentes en la
Provincia echara tierra encima de esta luz que por el más indigno de sus hijos
se hace patente, si los Rectores prudentes se creen con derecho e impedirme la “communicatio
crebra” con mis carísimos Hermanos y Padres, después que se me ha excluido de
la Congregación Provincial y se me ha difamado por nuestras casas, ¿creen que voy
a morir por eso? Ni siquiera me van a parar, juro al cielo. Será peor
para todos.
Invenciblemente
non sine númine[9] me siento obliga-do a decir mi verdad, por la vía que
me queda abierta, en el momento en que nuestra amada Provincia, como la
Compañía toda y la Iglesia por entero se preparan, como dijo su Santidad Pío
XII, AL FUTURO PRÓXIMO ENCUENTRO DE CRISTO CON EL MUNDO.
En unión de oraciones
sinceramente
Professus Mínimus
R.P. Leonardo Castellani, tomado de su libro “Cristo y los
fariseos”.
________________________________
[1] Cada uno está obligado a examinar sus actos según la
ciencia que ha recibido de Dios, ya sea natural, ya adquirida, ya infusa: pues
todo hombre debe actuar según la razón.
[2] Quien a vosotros escucha, a mí me escucha (Lucas 10, 16).
[3] Apatía, flojedad.
[4] Temor.
[5] Todo el que aborrece a su hermano es un asesino (1 Juan 3,15).
[6] Una cosa sagrada.
[7] Es Cristo quien vive en mí (Gálatas 2,20).
[8] Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y muchos débiles,
y mueren no pocos (1 Corintios 11,30).
[9] No sin inspiración divina.