jueves, 28 de marzo de 2013

La crucifixión del Señor.



LA CRUCIFIXIÓN DEL SEÑOR

1. La escena de la crucifixión

Es la crucifixión el postrer tormento que acabó con la vida de Jesús. Subamos hoy al monte Calvario, convertido en teatro del amor divino, donde todo un Dios da la vida anegado en un verda­dero mar de dolores.
“Llegados que fueron,” dice San Lucas, “al lugar llamado Calvario, allí le crucificaron” (San Lucas, 23, 33).
Después de llegar con gran trabajo a la cumbre del monte, por tercera vez le arrancaron con gran violencia los vestidos pegados a las llagas de su lacerado cuerpo y lo arrojaron sobre la cruz.
El mansísimo Cordero se tiende sobre aquel duro y cruel lecho y presenta a los verdugos las manos y los pies para que se los claven.
Levantando los ojos al cielo ofrece al Eterno Padre el gran sacrificio que hacía de su vida para sal­var a los hombres.
Al clavarle la mano se encogieron los nervios del cuerpo de Jesús, de suerte que según la revela­ción hecha a Santa Brígida, los verdugos se sirvieron de cuerdas para llevar la otra mano y los pies al lugar señalado para los clavos, de manera que las venas y los nervios se dilataron y rompieron con extremo dolor. Así se cumplió la profecía de David que dijo: “Taladraron mis manos y mis pies, y contaron todos mis huesos” (Salmo 21, 17).

Podemos decir que quien verdaderamente clavó esas manos y esos pies sobre el madero de la cruz, fue el amor que Nuestro Señor tuvo a los hombres.
Nos Dicen los Santos Padres que al permitir que traspasaran sus manos, quiso Nuestro Señor expiar todos los pecados que los hombres han cometido por el tacto.
Al sufrir los dolores de los pies quiso nuestro Redentor satisfacer por todos los malos pasos que hemos dado en la consecución del pecado que íbamos a cometer.
Frecuentemente en esta Cuaresma debiéramos pedir a Nuestro Señor Jesucristo crucificado que nos bendiga con sus traspasadas Manos y que clave a sus pies nuestro ingrato corazón, nuestra voluntad desagradecida, para que no nos apartemos más de Él ni nos volvamos a rebelar contra Su divino amor.

2. La crucifixión: ese sepulcro cruel

San Agustín es de parecer que no hay ningún género de muerte más cruel que la muerte de cruz. Y da la razón Santo Tomás diciendo que los crucificados tienen traspasados las manos y los pies, que por estar todos ellos compuestos de nervios, músculos y venas, son por extremo sensibles al dolor. Además, el mismo peso del cuerpo, que pende de los clavos hace que el dolor sea continuo y vaya siempre creciendo hasta acabar con la muerte.
Añádase a esto que los dolores padecidos por Jesucristo sobrepujaron a todos los demás. Porque como dice el Doctor Angélico, siendo Cristo de constitución delicada, era su cuerpo más sensible al dolor.
El Espíritu Santo formó el cuerpo de Cristo muy a propósito para el sufrimiento como lo había pre- dicho el mismo Redentor y lo asegura el Apóstol diciendo: “Me has apropiado un cuerpo” (Hebreos, 10, 5). Es decir: Me has dado un cuerpo apropiado para mi misión de expiar los pecados del mundo a través del sufrimiento.
Dice también Santo Tomás de Aquino que Nuestro Señor Jesucristo quiso padecer un dolor tan grande que fuese proporcionado al castigo que temporalmente habían merecido los pecados de la humanidad. Sería interesantísimo tener el testimonio de algún médico que pudiera describirnos los efectos en todo el cuerpo de los martillazos que herían no sólo las carnes de Nuestro Señor sino Sus nervios.
Animemos a nuestras almas a contemplar al Señor de la Vida en su agonía de muerte.
Veámoslo allí, pendiendo de la cruz: en lo alto de aquel patíbulo ignominioso, sin una sola prenda que cubriera su pudor; colgado de aquellos crueles clavos, sin poder hallar alivio ni descanso: unas veces se apoya en los clavos de las manos, otras descarga su peso sobre los clavos de los pies: pero doquiera descanse, se aumenta el dolor y la agonía.
Mueve su lastimada cabeza de un lado al otro, pero: si la deja caer sobre el pecho: con el peso, se dilatan las llagas de las manos; y si la inclina sobre los hombros: quedan los éstos traspasados por las espinas; si apoya la cabeza sobre la cruz, las espinas penetran despiadadas en ella.
¡Qué tortura más cruel está sufriendo nuestro Rey y Señor! Esta vez no está sentado en un sitial de gloria, sino en un trono de ignominias y dolores.
Hoy Su título de Realeza Universal no es proclamado por las trompetas de los ángeles y el júbilo de los arcángeles. Sólo hay una inscripción puesta en lo alto de la cruz que lo proclama “Rey de los judíos ”, pero colocada ahí por escarnio.
Sus manos traspasadas, Su cabeza coronada de espinas, Sus sacrosantas carnes desgarradas y todo ese aparato de dolor, lo están proclamando por Rey... pero Rey de Amor: Está muriendo y ofrecien­do esa agonía en expiación de tus pecados para que te puedas salvar.
Que el fin de esta Cuaresma te encuentre con el corazón contrito y humillado, para que —cuando el Viernes Santo te acerques al Altar a adorar el madero de la Cruz y besar los sagrados pies de Cristo traspasados por Su amor a ti— consideres el exceso de amor a ti, por el que quiso Jesús sacrificarse a la justicia divina, haciéndose obediente hasta la muerte de Cruz.
¿Por qué se hizo obediente? Para que tú te puedas salvar.
¿Cuál hubiera sido tu suerte si Nuestro Señor no hubiera pagado las deudas de tus pecados? ¿Eres tan obediente a tus superiores, siguiendo el ejemplo de Nuestro Señor? ¡Dichoso ejemplo de obe­diencia que nos enseña el Divino Redentor!

La cruz: escuela de la perfección

Se había prometido a los hombres que verían con sus propios ojos a su Divino Maestro: “Tus ojos,” dijo Isaías, “estarán siempre viendo a tu doctor” (Isaías, 30, 20).
Si bien toda la vida de Jesucristo fue un ejemplo no interrumpido de virtud y una acabada escuela de perfección, donde dio cátedra de las más excelsas virtudes, fue en lo alto de la Cruz.
Desde ella nos dio lecciones de paciencia, sobre todo para el tiempo de enfermedad, porque Nues­tro Señor sufrió con admirable paciencia los dolores de su amarguísima muerte.
Con Su ejemplo nos enseña también a observar fielmente los preceptos divinos y a conformarnos con toda perfección a la voluntad de Dios.
La mejor lección que nos dio fue la lección del amor. Un confesor aconsejaba a una de sus peni­tentes que a los pies del Crucifijo escribiese estas palabras: “Ved cómo hay que amar”.
“¡Asi se ama! ”, parece decirnos a todos desde lo alto de la cruz nuestro Redentor cuando, por no soportar algún trabajo, omitimos las obras que Él nos manda y llegamos a las veces hasta el extremo de renunciar a su gracia —pecado mortal— y a su amor.
Jesucristo nos amó hasta la muerte, y no bajó de la cruz hasta haber dejado en ella la vida. Ya que Nuestro Señor te ha amado hasta la muerte, ¿no debes también tú —POR LEALTAD— amarlo todos los días de tu vida y, si algún día esto te lo pidiera, hasta dar la tuya por Él?
Sabes que en tu vida pasada has ofendido muchas veces y hecho traición a Nuestro Señor. Pídele ser sancionado, pídele expiar tus faltas EN ESTA VIDA y no en la que viene; pero implórale lo haga apoyado en Su misericordia y en Su amor.

Jesús, desde la cruz, pide nuestro amor

“Y cuando yo seré levantado en alto”, dijo en cierta ocasión Nuestro Señor, “todo lo atraeré a mí. Esto lo decía”, añade San Juan, “significando de qué muerte iba a morir” (San Juan, 12, 32-33).
Un escriturista, Cornelio a Lápide, comentando estas palabras, dice que “Nuestro Señor, al ser cla­vado en la cruz, se ganaría el afecto de todas los pueblos del mundo con Su amor, con Su ejemplo y con los méritos de Su Preciosísima Sangre. ¿Quién no amará a Cristo al verlo morir por amor nues­tro?”

Mira —alma rescatada por la Sangre de este inocentísimo Hombre Dios— mira a nuestro Redentor clavado en la cruz: toda su figura respira amor y te convida a amarlo: La cabeza, inclinada para darte el beso de paz. Los brazos extendidos, para estrecharte contra su pecho. Su corazón abierto, para amarte. Y Su Sangre Santísima, derramándose toda para vivificar, vitalizar, dar eficacia a los Siete Sacramentos —esos canales de Salvación— sin los cuales no podrías aspirar a vivir en la Gracia de Dios, y sin los cuales no podrías aspirar a ir al Cielo.
Ahora bien: ¿cómo pudo ser tu alma tan agradable a los ojos de Nuestro Señor, si Él previo las inju­rias que había de recibir de tu parte?... ¡Misterio insondable de la Divina Misericordia!
Y encima, para ganar tu corazón quiso el Señor darte grandes pruebas de amor: aceptó en silencio: tanto azotes como espinas, tanto clavos como cruz, para que tú te dieras cuenta de su increíble amor por tu alma... ¡Misterio insondable de la Divina Misericordia!

La cruz: escuela de paciencia

Mientras que Nuestro Señor agonizaba en la cruz, no cesaban los judíos de atormentarle con escar­nios e insultos. Unos le decían: “A otros ha salvado y no pueble salvarse a sí mismo “Si es Rey de Israel, añadían otros, que baje de la Cruz y creeremos” (San Mateo, 27, 42).
¿Cómo responde Nuestro Señor desde la cruz a los insultos que le dirigen sus enemigos? ¿Pide acaso a su Eterno Padre que los castigue? Todo lo contrario: “Padre mío, —exclama— perdónalos porque no saben lo que hacen” (San Lucas, 23, 34).
“Para evidenciar el mar insondable de amor que tenía en Su pecho, dice Santo Tomás de Aquino, Nuestro Señor pidió perdón por sus verdugos; lo pidió y lo alcanzó, porque al verlo muerto se arre­pintieron de su pecado y se volvían dándose golpes de pecho (San Lucas, 23, 48)


¿Acaso nos damos cuenta que debido a los muchos pecados que hemos cometido a lo largo de los muchos o pocos años de nuestra vida nos hemos convertido en uno de los más crueles perseguidores de Jesucristo nuestro Redentor? ¿Somos conscientes de esta verdad ineluctable? ¿De esta verdad absolutamente cierta?.
Es verdad que varios de entre los judíos y los verdugos ignoraban lo que hacían al crucificar al Hijo de Dios. Pero tú, cuando estabas pecando, bien sabías que ofendías a un Dios crucificado y muerto por ti. Debido a esto, tus pecados fueron en cierta manera peores que los de los que crucificaron a Nuestro Señor.
...Pero Vuestra Sangre y Vuestra Muerte, Señor mío, han alcanzado misericordia también para mí: y no puedo desconfiar de alcanzar el perdón al entender que, para perdonarme, habéis muerto por mí. Amable Redentor mío, descanse sobre mi alma una de aquellas afectuosas miradas que me dirigisteis al morir en la cruz: miradme y perdonad la ingratitud con que he correspondido a vuestro amor. Me arrepiento, Jesús mío, de haberos menospreciado: os amo con todo mi corazón y, movido por Vuestro ejemplo: Propongo aceptar los frecuentes dolores que me toquen sufrir, los trabajos, los fracasos, las angustias, las traiciones, los sinsabores, mi orgullo ofendido, es decir, TODO lo que compone mi dia­ria cruz; la aceptaré sin protestar, sin rebeliones, sin egoísmos; la aceptaré con generosidad y AÚN ALEGRÍA, por Ti.

Pensaré antes en mi prójimo que en mí ya que Tú te ofreciste por mí. Perdono a los que me han ofendido; así como Tú desde la Cruz pensaste en mí y moriste por mí, a pesar de los horribles peca­dos con que yo habría de ofenderte.
A los que me han ofendido les deseo toda suerte de bienes, porque Tú me has ofrecido a mí — pecador— la Vida Eterna. Propongo servirlos y socorrerlos en cuanto pueda así como también mani­festarles mi amor por ellos en Ti.
Recordaré que soy un miserable pecador: para esto me ayudará recordar frecuentemente las baje­zas con las que Te he ofendido a lo largo de mi vida.
Trataré de jamás ofenderos ni con la impureza ni con la inmodestia de los vestidos; rechazaré las reglas de la moda mundana liberal, que es irreverente, irreligiosa e impía, pues Tú, oh Señor, para expiar tales afrentas, tuviste que sufrir que te despojaran de Tus vestidos y te expusieran públicamen­te.
Jamás permitas, mi Buen Jesús, que el Diablo me ciegue y me convenza a utilizar mi vanidad impulsándome a ser mal ejemplo para mi prójimo o causa de su caída en tentación.
Oh Señor, ayúdame a llevar mi crucecita en pos de la Tuya.
Permítemelo, para expiar mis faltas, para reparar lo mejor que pueda la frialdad con que tantas veces te he afrentado.
Permíteme llevar mi cruz en pos de la Tuya, pues de ahora en más sólo quiero agradaros a Vos, Señor mío, que quisisteis morir por mí, a pesar de haberos yo, tanto ofendido.
“Acordaos de mí”, os dijo, buen Jesús, el ladrón dichoso y quedó consolado al oír brotar de Vuestros labios las reconfortantes palabras: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso
“¡Acordaos, Señor, de mí—os digo yo también—y no olvidéis que soy una de las muchas ovejas por las cuales disteis ¡a vida!
Por último, humildemente hago mías las palabras del Acto de Reparación al Sagrado Corazón de Jesús que la Iglesia renueva los Primeros Viernes de cada mes, especialmente aquéllas con que éste finaliza:
¡Oh benignísimo Jesús! Por intercesión de la Santísima Virgen María Reparadora, (...) conce­dednos que seamos fieles a Vuestros Mandamientos y a Vuestro servicio hasta la muerte y otor­gadnos el don de la perseverancia final, con el cual lleguemos felizmente a la gloria, donde, en unión del Padre y del Espíritu Santo, vivís y reináis, Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

Architriclinus, tomado del boletín dominical Fides n° 1049-50.