lunes, 4 de marzo de 2013

El método que exige la discusión.


“Si la inteligencia humana, con su conducta enfermiza, no opusiera su orgullo a la evidencia de la verdad, sino que fuera capaz de someter su dolencia a la sana doctrina, como a un trata­miento médico, hasta recuperarse del todo mediante el auxilio de Dios, alcanzado por una fe piadosa, no harían falta largos discur­sos para sacar de su error a cualquier opinión equivocada: basta­ría que quien está en la verdad la exponga con palabras suficien­temente claras.
Pero ahora estamos ante el empeoramiento más negro de la en­fermedad insensata de los espíritus. Se empeñan en defender sus estúpidas ocurrencias como si fueran la razón y la verdad perso­nificadas, y esto incluso después de razonar todos los argumen­tos que un hombre puede dar a otro hombre. No sé si es por una superlativa ceguera, que no deja vislumbrar ni lo más claro, o por la más obstinada testarudez, que les impide admitir lo que tienen delante. Lo cierto es que en la mayoría de los casos se hace imprescindible alargar la exposición de temas ya claros de por sí, como si hubiera que exponerlos no a quienes tienen ojos para verlos, sino como para que los puedan tocar con las manos quie­nes andan a tientas, medio ciegos.
Pero, ¿cuándo terminaríamos de discutir, hasta cuándo estaría­mos hablando, si nos creyéramos en la obligación de dar nueva respuesta a quienes siempre nos responden? Los que no pueden llegar a comprender lo que se discute o están en una postura mental tan endurecida en la contradicción, que, aunque llegaran a comprender, no harían caso, continuarían respondiendo, como está escrito: Discursean profiriendo insolencias (Ps. 93:4) y son unos estúpidos infatigables. Realmente, si nos propusiéramos re­futar sus contradicciones tantas veces cuantas ellos con seso tes­tarudo se proponen no pensar lo que dicen, sólo atentos a contra­decir de algún modo nuestros argumentos, te darás cuenta de lo interminable, penoso y sin fruto que esto sería.
Así que ni a ti, mi querido Marcelino, ni a los otros a cuyo pro­vecho va dirigido este mi trabajo, de una manera espontánea por amor a Cristo, os quisiera como jueces de mis obras si vais a ser de los que buscan siempre una respuesta cuando oyen alguna objeción a lo que están leyendo. Serías semejantes a aquellas mujerzuelas de que hace mención el Apóstol: que están siempre aprendiendo, pero son incapaces de llegar a conocer la verdad (II Tim. 3:7)”.

San Agustín, La Ciudad de Dios, Libro II, Capítulo I, B.A.C.