A raíz de los acontecimientos en Buenos Aires con respecto a las leyes
abortistas que se intentan imponer, y la reacción que sucintan de los grupos
pro-vida, publicamos un viejo artículo, que viene al caso, aparecido en Revista Cabildo N°93, 18 de Diciembre de
2011, 3ra época.
A propósito de la
campaña contra el aborto
Buenas causas, mal
defendidas
Por Antonio Caponnetto
Es una paradoja que termina causando daño. Y
hay muchos ejemplos a la vista, como para aprender a distanciarse de tamaño
error.
Están los que defienden la activa
participación política en pro del rescate de la patria pero no se les ocurre
otra alternativa que insertarse en el Régimen falaz y descreído, pagando
tristísimo tributo teórico-práctico a sus peores axiomas.
Están los que defienden a la Jerarquía
Eclesiástica, pero creen que así debe ser considerada todavía nuestra penosa
gavilla de obispuelos, aliada de la tiranía kirchnerista.
Están los que defienden la pureza y la
galanura del idioma, pero porque sostienen —como Pedro Luis Barcia— “que el
empobrecimiento intelectual y verbal le hace muy mal al sistema democrático”
(cfr. “La Nación”, 11 de noviembre de 2011, pág. 1).
No advierten que es precisamente este sistema
la concausa y la ocasión de la babel lingüística, de la guerra semántica y del
adefesio cultural.
Y están, por caso, los que defienden al
revisionismo histórico, trazando líneas pretéritas irreconciliables, como la de
Rosas con Perón o con algún demonio bizco a quien se llevó la Parca,
horrorizada hasta ella del engendro que transportaba.
Pero hay una causa nobilísima cuya defectuosa
defensa nos preocupa hoy especialmente. Se trata de la causa de la vida contra
el crimen del aborto. Que tiene buenos apologistas, lo sabemos; y no son ellos
quienes deben darse por aludidos en los párrafos que siguen.
Pero ocurre que los organizadores y
promotores más salientes de las genéricamente llamadas marchas pro vida, no
dejan confusión por perpetrar. Son personas bien intencionadas, honestas,
laboriosas, quizás algunos hasta de conducta santa. Celebramos sus talentos y
esfuerzos, que no son pocos.
Subrayamos también sus virtudes. Pero la
miopía doctrinal en la que se encuentran les juega una mala pasada.
Tenemos a la vista, por ejemplo, el conjunto
de “recomendaciones” que nos remitieran la “Red San Isidro” y el “Frente Joven”,
por correo electrónico, a propósito de la concentración del 1° de noviembre en
contra del aborto. Posiblemente no sean instituciones puestas bajo un mismo
mando, o similares en sus emprendimientos. Pero al igual que otras entidades
como “Unidos por la Vida”, adolecen del mismo criterio: respiran el espíritu
del mundo, el lenguaje políticamente correcto, la dependencia del pensamiento
único, la forma mentís de la modernidad, los tópicos de la Revolución, y el
estilo pacifista, propio de quienes declaran carecer de actitud confrontativa.
Se recomienda así utilizar el argumento de
que “abortar es discriminar”, como si el vocablo tuviera la ingénita maldad que
le han endilgado las ideologías garantistas; de que es “racista y machista”,
como si ambos motes no pertenecieran al gastado libreto del feminismo; de que “siempre
es injusto matar a una persona”, como si no hubiera diferencia entre la vida de
un inocente y la de un culpable; y sobre todo —¡no podía faltar el incienso a
la deidad mayor!— de que somos democráticos y nos sentimos ofendidos por las “irregularidades
del debate antidemocrático” que se lleva a cabo en el Congreso, “ya que no nos
permitieron todavía llevar oradores que expresen nuestra postura en defensa de
la vida”, como si la presencia en aquel deleznable recinto de alguna supuesta
voz ilustrada —equiparada con otras muchas abominables— pudiera ser el obstáculo
para una estrategia criminal puesta en marcha con todos los resortes del
Estado.
He aquí, el paquete completo de las
categorías gramscianas, los tópicos repetidos por el amasijo de liberales y
marxistas que nos dominan, los estereotipos gastados de la contracultura
moderna. He aquí, en suma, la tosca dependencia a las muletillas impuestas por
la intelligentzia oficial. Algo es malo si discrimina, si es violento, si es
antidemocrático, si conculca los “derechos humanos”.
Y para que sea más malo todavía conviene
acusarlo de nazismo, usando para ello las palabras talismán impuestas por las
izquierdas para mentarlo: racismo y machismo.
Una lectura atenta de Maurras podría hacerles
comprender que "la Revolución verdadera no es la Revolución en la calle,
es la manera de pensar revolucionaria". Si hablamos como ellos, acabaremos
pensando y siendo como ellos.
La única dureza de estos profesionales de la
blandura está aplicada a quienes se les ocurra que hay que presentarse a sus
concentraciones, no como seguidores de la evangelista Hotton o de la opusdeísta
Negre —que son modelos de aturdimiento mental— sino como católicos militantes y
aguerridos, dispuestos, si la ocasión se diera, a la inevitable contienda
contra el amontonamiento de sacrílegos y de blasfemos. Dispuestos a quebrar
lanzas por las augustas realidades de Dios, la Patria y el Hogar.
“Aquel que no se sienta capaz de controlarse
—dice el largo Instructivo de la Red Federal de Familias—, le exigimos que no
venga, ya que puede arruinar el esfuerzo de muchos”.
El eufemismo es notorio. Descontrolados como
Santa Juana de Arco, San Luis Rey o San Juan de Capistrano, abstenerse. Tampoco
testigos insumisos de la locura de la Cruz, pues los custodios de la cordura
racionalista ordenan: “no repartir ningún tipo de volante que sea ajeno a las
líneas argumentativas que se pretende trasmitir, todas ellas desde un enfoque
científico”.
De modo que afuera de las marchas “providistas”
el Profeta Isaías, recordando que Dios nos formó desde el seno materno, o el
mismísimo Moisés, blandiendo las Tablas de la Ley con el Quinto Mandamiento.
Afuera la descontrolada madre de los Macabeos y el acientífico alegato
sobrenatural de Zacarías e Isabel.
“Detrás de toda cuestión política hay una cuestión religiosa” (Donoso
Cortés)
Han caído en la trampa que pacientemente les
tendió el mundo: la Fe no es argumento, ni conocimiento, ni prueba.
Escondámosla, o pongámosla entre paréntesis. Detrás de toda cuestión política
ya no hay una cuestión religiosa, al buen decir de Donoso Cortés. No; para
estos providistas se trata de un debate político democrático que es preciso reclamar.
“Creemos en una sociedad unida que proteja la vida, una sociedad que
definitivamente renuncie a cualquier forma de violencia”, dice el manifiesto de
“Unidos por la Vida”.
Para que el caos fuera completo, en aquella
concentración aludida del 2 de noviembre, un sinfín de banderas rojas eran
enarboladas por los “nuestros”, algunas con lemas favorables a la supuesta
postura anti abortista de Cristina, otra con leyendas contra “la ley nazi”.
Todo en un clima de estudiantina, de viaje de egresados, de pic-nic callejero,
mientras una sanitaria valla policial separaba a ambos partícipes del disenso
democrático, para que todos se pudieran expresar libremente.
El espectáculo de la paridad y de la
legitimidad de las posturas fue montado durante largas horas, siendo
funcionales ambos bandos, recíprocamente. Muchos jóvenes tuvieron así su
bautismo de “fuego” pluralista, ghandiano, sincretista y nada confrontativo.
Como le gusta a Arancedo. Como les inculcan en ciertos establecimientos
educativos “católicos” a los que concurren.
Dos días después de esta esforzada pero
penosa marcha, el jueves 3 de noviembre, el Padre Víctor Manuel Fernández,
desde las páginas de “La Nación”, desbarraba aún más la línea argumentativa en
una nota titulada “Matar a los débiles”. Fernández, por supuesto, es el
continuador de Zecca en el rectorado de la UCA, aunque merecería ser pariente
de Aníbal.
Su confusión tiene una culpa mayor y más
imperdonable que la de los otros. “Según el prete, los abortistas son “autoritarios”
que han heredado “la política de violación de los derechos humanos”.
La culpa no recaería ni en la Internacional
Marxista que, desde siempre fomentó la cultura de la muerte; ni en el
Imperialismo Internacional del Dinero que explícita descaradamente sus planes
neomalthusianos de colonización mediante el aborto; ni en la caterva de
nuestros partidócratas homicidas; ni en la tiranía gubernamental que promueve
la perspectiva del género y la contranatural; ni en la industria del vicio
nefando convertida en política de Estado; ni en el pecado mortal del
liberalismo que antepone la libertad de disponer del propio cuerpo al deber
moral de dar a luz a un inocente.
No; la culpa —tácita pero gráficamente
señalada— la tiene el Proceso, “que avergonzó a nuestro país” con su “política
de violación de los derechos humanos”. Estos “autoritarios”, ayer enseñaron que
se puede matar a alguien “porque es peligroso”. Hoy porque “aún no tiene más de
tres meses”.
La asociación desaparecido-niño por nacer, y
la condición de víctima inocente de ambos, está lo suficientemente sugerida
como para evitarnos rodeos interpretativos. ¿Podía pedirse distorsión mayor en
la identificación de los verdaderos asesinos y victimarios? ¿Podía pedirse
cobardía más abyecta que la de hacer leña con el árbol caído, hachado y
enterrado? ¿Podía pedirse cinismo más imperdonable que el de omitir el nombre
actual de los reales genocidas aborteros? ¿Podía, en fin, caerse en tan bajo
grado de hipocresía como para acusar al presunto autoritarismo y no al real
permisivismo que todo lo domina?
Pero Fernández sabe que hay otro eslogan
preferidísimo por el mundo y por los providistas confundidos, y lo deja para el
final. “Quizá sin darnos cuenta”, nos dice, “repetiremos los argumentos del
nazismo”.
Es extraño. Entre las filas oficiales,
oficiosas y seudo opositoras de quienes promueven el aborto, hay un sinfín de
judíos, masones, gnósticos, y sectarios del más negro prontuario. Expreso,
antiguo y perseverante es el apoyo de todas las organizaciones comunistas y
anarquistas. Militantes furiosos de las izquierdas y del sionismo dominan los
medios y las instituciones que agitan la contranaturaleza y el crimen. Todos
ellos, sin embargo, son intocables e innombrables. La ley de “la interrupción
del embarazo” es nazi. El peligro es Hitler. De esta manera, nuestros
temerarios antiabortistas ya tienen el reaseguro infalible para que el Siglo no
se ensañe demasiado con ellos. El marxismo agradecido, recibe esta exculpación
de sus crímenes y alimenta el mito del demonio nazi.
Fue el israelita Leo Strauss el que incluyó,
entre la categorías de falacias, la denominada reductio ad Hitlerum, según la
cual no hay recurso más sencillo, directo y seguro para agraviar a algo o a
alguien que sostener que lo mismo era realizado por Hitler. No importa si
enseñamos la verdad o mentimos, si cuadra o no cuadra. Hitler es el comodín de
todos los males y, sobre todo, el que nos libra de la dura responsabilidad de
estar acusando a los hebreos y a los hermanos tres puntos.
Lo diremos con la exigencia categórica de
quienes no tienen nada que perder respecto de los favores del mundo. Lo diremos
subrayándolo: nosotros no desconocemos los males propiciados y consumados al
respecto por el Nacionalsocialismo. Nuestro repudio no titubea ante la
cosmovisión crudamente materialista y biologista que pudo alentar planes y
prácticas contrarias a la Ley de Dios durante los años tumultuosos del Tercer
Reich. Pero quienes por cobardía e ignorancia se llenan la boca acusando a los
abortistas de ser nazis, desconocen que en junio de 1936, en Alemania, se creó
la Reichszentrale zur Bekampfung der Homosexualitat und der Abtreibung (Central
del Reich para la Lucha contra la Homosexualidad y el Aborto), controlada por
la Gestapo primero y por la Reichskriminalpolizeiamt después. Ignoran el
discurso de Himmler de 1937 asociando la homosexualidad con la disminución de
la tasa de nacimientos, y alentando la oposición a la sodomía y el fomento de
la maternidad, porque “un pueblo con pocos hijos tiene un boleto de ida hacia
la tumba”. Ignoran los mismos discursos de Hitler en pro de las familias
robustas y numerosas, conceptos todos que se trasuntaron en diferentes leyes
llamadas de salud marital.
Nada de esto convierte al nazismo en un
modelo de política pro vida cristiana, ni exime a sus ideólogos de los
condenables desaciertos conceptuales, ni lo exculpa de gravísimas faltas éticas
allí donde pudieran haber concurrido. Pero el rector Fernández y los centenares
de anti abortistas que repiten la ignominiosa falacia de Strauss, podrían al
menos considerar la posibilidad de salir del analfabetismo histórico y del
aplazo en lógica. Porque la beneficiaría de esta argucia no es la cultura de la
vida, sino la propaganda aliada.
Desde las páginas de “La Hostería Volante” se
había acuñado un lema demasiado sugerente como para desdeñarlo, a pesar de las
diferencias sustantivas que tuvimos con aquella publicación. En efecto, se
hablaba allí de “El frente de algodón”, para aludir por lo general a aquellos
católicos débiles y medrosos que tomaban ciertas causas justas como propias,
pero al hacerlo las algodonizaban; esto es, la debilitaban, le restaban
prestancia, vigor, enjundia y gallardía. Hasta confundirla muchas veces con la
misma posición del enemigo.
Así pasó ayer con la oposición al seudo matrimonio. Y así está sucediendo por ahora con la resistencia al aborto. Todos estos jóvenes con espíritu apostólico, todas estas familias imbuidas de respeto al orden natural, deben salir de la trampa en la que se encuentran y a la cual inducen a terceros. Deben incluso tomar conciencia de que los tiempos que vivimos son —muy posiblemente— postrimeros, y que no guarda proporción espiritual comportarse en ellos como cristianos mitigados o híbridos. Lo que se nos pide es, ni más ni menos, que seamos testigos de Cristo Rey, recordando aquello que dijera Nuestro Señor: “Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante el Padre que está en los cielos” (San Mateo, 10, 17-3).
Testigos de palabra, de conducta y de sangre. Y aquí es cuando la palabra testigo —recuperando su mayor potencia y lozanía, su significación más entera y completa— empieza a escribirse martirio. O mártires de la Fe o cómplices de la Mentira. O confesores de la Cruz o componedores de votos. O cruzados de la Iglesia Militante o socios de las sectas evangelistas. O peregrinos al Gólgota o manifestantes ante el Congreso.
Así pasó ayer con la oposición al seudo matrimonio. Y así está sucediendo por ahora con la resistencia al aborto. Todos estos jóvenes con espíritu apostólico, todas estas familias imbuidas de respeto al orden natural, deben salir de la trampa en la que se encuentran y a la cual inducen a terceros. Deben incluso tomar conciencia de que los tiempos que vivimos son —muy posiblemente— postrimeros, y que no guarda proporción espiritual comportarse en ellos como cristianos mitigados o híbridos. Lo que se nos pide es, ni más ni menos, que seamos testigos de Cristo Rey, recordando aquello que dijera Nuestro Señor: “Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante el Padre que está en los cielos” (San Mateo, 10, 17-3).
Testigos de palabra, de conducta y de sangre. Y aquí es cuando la palabra testigo —recuperando su mayor potencia y lozanía, su significación más entera y completa— empieza a escribirse martirio. O mártires de la Fe o cómplices de la Mentira. O confesores de la Cruz o componedores de votos. O cruzados de la Iglesia Militante o socios de las sectas evangelistas. O peregrinos al Gólgota o manifestantes ante el Congreso.