El 19 de
octubre de 2014 quedará en la historia como el día en que el Papa Francisco
beatificó a Juan Bautista Montini.
Ante la
beatificación de quien gobernó la Iglesia en la tormenta de los años 1960-1970,
algunos se extrañan, otros se indignan, pero la mayoría guardará silencio. ¿Qué
se puede hacer contra una beatificación? ¿No es el término de un proceso en
forma canónica, durante el cual se han examinado las virtudes del «servidor de
Dios», y se las ha considerado heroicas?
Sin embargo,
hay procesos cuya sentencia es injusta. Ninguna beatificación puede falsear la
realidad, y la memoria de los «años de Pablo VI» no se borrará tan prontamente.
Recordemos, pues, para justificar nuestro rechazo de esta beatificación, los
hechos que forman la trama del pontificado de Juan Bautista Montini.
Empecemos, sin
embargo, diciendo que no pretendemos juzgar el alma de Pablo VI: sólo
Dios es juez de los actos internos y de las intenciones; nos contentamos con
citar algunos ejemplos externos que bastan para asentar la siguiente
proposición: las acciones de Pablo VI no han sido las de un papa que se
pueda proponer como modelo de vida cristiana.
Tampoco
negamos que este papa haya tenido ciertas dotes muy por encima de lo común; pues
¿cómo comprender, si no, que haya llegado al sumo pontificado? Los biógrafos de
Pablo VI, tanto los favorables como los críticos, no han dejado de subrayar las
cualidades de Juan Bautista Montini. Trabajador, organizado, inteligente, orador
de talento; más bien discreto y digno de porte, respetuoso, fiel a la amistad,
realizó señalados gestos de generosidad en alguna que otra ocasión. Pero no se
beatifica a nadie por sus cualidades naturales.
Finalmente, hemos
de reconocer que Pablo VI manifestó varias veces su deseo de estar al servicio
de la verdad y de la fe católica. En ese sentido, reafirmó la satisfacción
vicaria de Cristo en su Pasión, negada por la nueva teología, y encomió en algunas
ocasiones los méritos del tomismo, aunque por desgracia él mismo no estuviese
impregnado de las enseñanzas del Doctor angélico. Cabe recordar también su
profesión de fe de 1968, y la encíclica Humanæ vitæ, en defensa de la
moral matrimonial.
1º Pablo VI
introdujo en el Concilio las ideas liberales.
El problema
con Pablo VI se plantea al nivel de la fe y, más generalmente, de la doctrina.
Las tendencias innovadoras en teología, sostenidas por hombres como Rahner,
Schillebeeckx o Chenu, no datan del Concilio; pero también eran muy anteriores
al mismo la simpatía y el interés que Juan Baustista Montini mostraba por estas
audacias doctrinales.
Ya mientras
estaba al servicio de Pío XII, en la Curia romana, fue el principal sostén de
los teólogos «conflictivos» con el Vaticano y el Santo Oficio. Consideraba la
filosofía de Blondel como «válida»; defendió varias veces a Congar,
de Lubac, Guitton y Mazzolari contra las amenazas de sanción del
Santo Oficio. Cuando los libros de Karl Adam iban a ser denunciados al Índice,
fue Monseñor Montini, uno de los hombres de confianza del papa, quien los
escondió en sus apartamentos, para difundirlos luego discretamente. ¿Es eso
virtud heroica?
Cuando Juan
XXIII convocó el concilio Vaticano II, Juan Bautista Montini era arzobispo de
Milán. Al fallecer Juan XXIII entre la primera y la segunda sesión, fue elegido
papa el cardenal Montini, que asumió el nombre de Pablo VI. Y como había
depositado muchísimas esperanzas en ese Concilio, decidió continuarlo y
mantener el rumbo que ya llevaba.
Pablo VI apoyó
indiscutiblemente con su autoridad la toma del poder, durante el Concilio, por
parte del ala liberal representada por los cardenales Döfner, Lercaro,
Koenig, Liénart, Suenens, Alfrink, Frings y Léger, en detrimento de
la línea tradicional representada por los cardenales Ottaviani, Siri,
Agagianian y Monseñor Carli, fieles a la herencia multisecular de la
que Pío XII se había mostrado verdadero de-positario. Sesión tras sesión,
declaración tras declaración, Pablo VI apoyó, aunque con aires de moderación, «la
revolución en tiara y capa pluvial» que se desarrollaba ante los ojos
espantados de los obispos aún clarividentes. Para la historia, es el gran
responsable de la firma de documentos funestos tales como Lumen Gentium, Gaudium
et Spes, Nostra Ætate, Unitatis Redintegratio.
Sobre todo,
Pablo VI, ganado ya antes del Concilio para el principio de la libertad
religiosa, promulgó la declaración Dignitatis humanæ, que
afirmaba sin ambigüedad lo que sus predecesores habían condenado como opuesto a
la doctrina católica. ¿Cómo suponer que la proclamación del derecho civil a los
cultos erróneos, y las presiones ejercidas sobre los gobiernos católicos del
mundo entero para que aceptaran la laicidad, sean indicios de virtud y santidad
de vida? Piénsese tan sólo en el gran número de almas que, arrastradas por la
corriente de la nueva laicidad y de la apostasía de las leyes, acabaron
por perder la fe de sus padres.
Si Pablo VI
amó tanto ese Concilio, fue porque la orientación general de esa gran asamblea
correspondía a las aspiraciones íntimas de su espíritu. El Concilio fue una
apertura de los hombres de Iglesia hacia el mundo. Ahora bien, Pablo VI
amaba el mundo moderno, y deseaba sumirse en él y sentir con él.
Interesado por todas las realidades humanas, mantuvo siempre un juicio benévolo
sobre el pensamiento moderno, su filosofía, su cultura, su arte, sus ideales.
Lo que él
amaba en el mundo era el hombre. La humanidad estuvo en el centro
de su reflexión, aunque de vez en cuando denunciara un antropocentrismo
exagerado. Al hombre volcó todo el trabajo del Concilio, que él mismo resumió,
en la clausura de la cuarta sesión y de todo el Concilio, con las siguientes
palabras: «El humanismo laico y profano ha aparecido en toda su
terrible estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La
religión del Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión
–porque tal es– del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque,
una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua
historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio… El
descubrimiento de las necesidades humanas ha absorbido la atención de nuestro
sínodo. Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de
las cosas supremas, conferidle siquiera este mérito, y reconoced nuestro
nuevo humanismo: también nosotros –y más que nadie– tenemos el culto del hombre».
2º Pablo VI
reformó la Iglesia según el mundo moderno.
• Pues bien,
para acercarse a este hombre, laico y profano, había que empezar por arrepentirse
de tantos comportamientos característicos del pasado de la Iglesia, propios
para alejar las almas, como las condenaciones o las afirmaciones dogmáticas
demasiado tajantes. De ahí que suprimiera el Indice de los libros
prohibidos. Prefería la sugestión al gobierno, la exhortación a la sanción. Su
reino fue un reino de diálogo con todos, salvo, claro está, con
los que querían mantener la verdad, como Monseñor Lefebvre. Con él sí fue
claramente intolerante y se valió de las más severas sanciones.
• Acercarse al
hombre quería decir, ante todo, acercarse a los protestantes. Pablo VI fue el iniciador
pontificio del ecumenismo. Aunque teóricamente pudiese concebirlo
como una vuelta al catolicismo, no dejó de exaltar los valores de los
protestantes, multiplicando las relaciones con Taizé. El escándalo llegó a su
colmo cuando invitó al «arzobispo» anglicano de Cantorbery a bendecir a la
gente en su lugar, con motivo de una jornada ecuménica en San Pablo Extramuros,
y poniéndole en el dedo su propio anillo pastoral. Podemos preguntarnos: ¿Es
así como se comportan los santos? Sin embargo, según Pablo VI, teníamos que
transformar nuestras actitudes católicas: «La Iglesia ha entrado en el movimiento
de la historia que evoluciona y cambia», explicaba. Ese era el
programa: evolución, cambio, aggiornamento.
• Por esta
misma razón procedió a una reforma litúrgica que, con el tiempo,
se extendió a todos los ámbitos de la oración y de los sacramentos. La misa
dejó de ser un sacrificio, para pasar a ser una «sinaxis», todo ello con el fin
de acercar ecuménicamente la liturgia católica a la protestante.
«La Cena
del Señor, o Misa, es la asamblea sagrada o congregación del pueblo de Dios,
reunido bajo la presidencia del sacerdote para celebrar el memorial del Señor.
De ahí que sea eminentemente válida, cuando se habla de la asamblea local de la
Santa Iglesia, aquella promesa de Cristo: “Donde están reunidos dos o tres en
mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt. 18 20)» (Constitución
Missale Romanum, nº 7). Tanto esta nueva definición de la Misa, como su
rito, «se aleja, en su con-junto como en sus detalles, de la teología
católica de la santa Misa, tal como fue formulada en la sesión XXII del
Concilio de Trento», como lo denunciaron los cardenales Ottaviani y Bacci.
• Por lo que
al comunismo se refiere, Pablo VI no sólo se negó a condenar
durante el Concilio ese gran error de los tiempos modernos, a pesar de las
súplicas dirigidas a él por numerosos Padres conciliares, sino que luego
sostuvo una política de benevolencia hacia los países comunistas (la famosa Ostpolitik),
cuyos frutos fueron tan amargos para los católicos.
En efecto, en
defensa de su Ostpolitik, Pablo VI abandonó al gulag soviético, por su
obstinado silencio, a millones y millones de católicos, deportados a campos de
concentración o simplemente asesinados, y dejó que los comunistas ocuparan
naciones hasta entonces católicas. El cardenal Mindszenty, a quien Pablo VI
–por pedido expreso del gobierno comunista– le exigió su renuncia como Primado
de Hungría, confesaba consternado: «Pablo VI ha entregado los países
católicos en manos del comunismo».
Conclusión.
Ya durante el
Concilio, Pablo VI encontró la oposición de ciertos obispos, que presentían la
crisis que iba a atravesar la Iglesia. Y no se equivocaban. Esta crisis fue
terrible, y lo sigue siendo.
Pablo VI tuvo
que confesarlo en reiteradas ocasiones: «La apertura al mundo ha sido una
verdadera invasión de la Iglesia por el espíritu del mundo». «La Iglesia se encuentra
en un momento de inquietud, de autocrítica, incluso de autodestrucción. Es como
si la Iglesia se golpeara a sí misma». «En numerosos ámbitos, el Concilio no
nos ha dado hasta el presente la tranquilidad que esperábamos; más bien ha
susci-tado perturbaciones y problemas que estorban la consolidación del Reino
de Dios en la Iglesia y en las almas». «El humo de Satanás se ha filtrado por
alguna grieta en el templo de Dios; la duda, la incertidumbre, la problemática,
la inquietud, la insatisfacción y el enfrentamiento están a la orden del día». Todo
eso lo llevó al desaliento, tiñendo de marcada tristeza los últimos años de su
pontificado.
En resumen, el
pontificado de Pablo VI ha provocado el mayor cataclismo en la historia de la
Iglesia. Uno no puede dejar de hacerse la pregunta de nuestro Fundador:
«¿Cómo un sucesor de Pedro ha podido en tan poco tiempo causar más males a
la Iglesia que la Revolución francesa?»
Por eso, sin
dejarnos llevar por ninguna animosidad contra la persona de Pablo VI, nos
atenemos a la recta noción de lo que significa ser beato. Y en ese orden de
cosas no tememos afirmar que, si Pablo VI es beato, entonces es virtuoso que
un papa contradiga a sus predecesores en puntos fundamentales de la doctrina;
entonces es digno de alabanza que un papa abandone a tantos millones de
católicos a la triste suerte que les reservaba la persecución de los
comunistas; entonces no es reprensible cubrir con el manto del silencio
los espantosos abusos cometidos en la liturgia del sacrificio. Si Pablo
VI es beato, la injusticia es una virtud, la imprudencia es un camino de
santidad, y la revolución es fruto del Evangelio.
Tomado del boletín, Hojitas de Fe, n°
61, octubre de 2014.