Si en
materia política, hay algo claro en la Sagrada Escritura y en la doctrina del
Magisterio eclesiástico es la verdad de que el cristianismo es contrario a la
democracia. Nada en la historia del pueblo de Dios ni en la Historia de la
Iglesia induce a creer que en la vida pública haya de hacerse la voluntad del
pueblo —lo democrático—; y, por el contrario, todo induce a creer que en la
vida pública ha de hacerse la voluntad de Dios. Es claro que si, en la mente de
Dios, el mejor régimen fuera la democracia. Dios hubiera propuesto a Moisés y
Jesucristo hubiera propuesto a su Iglesia el régimen democrático. Y por lo que
toca al régimen de las órdenes religiosas, en el que algunos quisieran ver el
inicio de la democracia moderna, como se ve por “Le principe de la majorité” de
C. Leclerq, inicialmente, en las órdenes religiosas y en los monasterios
decidía la “sanior pars” —la parte más sana o selecta—, no la “maior pars” —la
mayoría—. Sólo se llegó en la organización religiosa a la democracia
"frailuna", como diría Menéndez Pelayo, cuando “la parte más sana”
coincidía con “la mayoría”: la mayoría en una comunidad religiosa es buena; lo
malo en una comunidad religiosa es la minoría, lo que es equivalente, cuando la
voluntad de la mayoría de una colectividad —religiosa o civil— coincide de
hecho con la voluntad de Dios, no es inconveniente, sino conveniente al régimen
democrático. Por el contrario, cuando la voluntad de la mayoría de los
ciudadanos es distinta y contraria de la voluntad de Dios, disconforme de la Ley
de Dios, es mala la democracia, no es conveniente la democracia, en tanto en
cuanto contraría a la Ley natural, al derecho natural. Por eso, el régimen
democrático es bueno para una colectividad de verdaderos cristianos, de
católicos que piensan y quieren y actúan conforme a la voluntad de Dios, en la
misma medida que es un régimen malo en una sociedad pluralista, en una sociedad
donde los ciudadanos hacen caso omiso del saber y del querer de Dios.
Hay otro
discurso perfectamente claro y concluyente: la democracia liberal, lo que
vulgar y comúnmente se llama democracia se funda sobre el liberalismo
filosófico, es decir, sobre el racionalismo —la creencia de que nada hay válido
si no es racional— y sobre el naturalismo —la creencia de que ha de rechazarse
todo aquello que se presente con pretensiones de sobrenatural. En efecto, la
democracia española actual, igual que la francesa, la británica, la sueca, la
estadounidense, la italiana, etc., están fundadas en principios puramente
racionalistas y naturalistas, ateos o, lo que es equivalente en la práctica,
laicistas, laicos. Es así que el liberalismo filosófico (como se ve por la
encíclica “Libertas”, de León XIII, y por el “Syllabus”, de Pío IX) es
contrario a la fe y a la filosofía y teología políticas del catolicismo; luego
la democracia liberal es contraria e incompatible con el catolicismo, con el
cristianismo auténtico. Quiere decirse que aquél que sea substantivamente
católico sólo puede ser demócrata adjetivamente, secundariamente,
accesoriamente, es decir, falsamente. Y viceversa. Lo vemos ya en la Ley
mosaica: “No te dejes arrastrar al mal por la muchedumbre” (Ex. 23, 2), el fiel
a Dios no puede aceptar la ley que le imponga democráticamente la muchedumbre,
si es contraria a la Ley de Dios. Y en la misma Ley mosaica se considera la
posibilidad de que sea “la asamblea toda del pueblo” la que hiciera “algo que
los mandamientos de Yahvé prohiben”, dado que en la Biblia, “la voz del pueblo
no es la voz de Dios”. Allí se dice cuál debe ser el sacrificio que el pueblo
debe ofrecer “por el pecado de la asamblea” (Ley. 4, 13-21). De aquí que el
hijo de Dios debe ser un resistente y un objetor de conciencia constante en la
democracia laica. Y, por eso, Pío XII, en su Radiomensaje navideño de 1944
acepta sólo la “democracia sana”, la respetuosa de la Ley de Dios. Luis M Ansón
director general de la agencia de noticias EFE tiene publicado en ABC de Madrid
(13-X-59), un precioso artículo titulado “Pío XII y la democracia” con textos
de varios Papas demostrativos de que el cristianismo es contrario a la
democracia.
Por eso,
los que se declaran prodemócratas, “ipso facto” se ponen en contradicción con
la doctrina católica enseñada por la Tradición, las Escrituras y los Papas.