No me
propongo analizar exhaustivamente la reciente decisión de restringir el uso del
“Modo extraordinario del Rito Romano” para los franciscanos de la Inmaculada ni
entrar en los entresijos eclesiásticos que han dado origen a tal medida.
Pretendo señalar someramente las posibles líneas de fuerza a través de las
cuales se puede abordar el presumible inicio de la revisión de medidas
adoptadas en el pontificado anterior, desde el que plantear el debate.
1) El
fracaso del pontificado de Benedicto XVI. La primera posibilidad que se nos
presenta, y es la que algunos medios están abordando, es la de contraponer la
medida de la que hablamos con el MP “Summorum Pontificum” del Papa emérito.
Quizás no es tan simple. Y no lo es porque la eficacia de una reforma, sea del
signo que sea de verifica en dos puntos: su capacidad de sedimentarse en la
Iglesia en el tiempo y su independencia operativa de la iniciativa de la
autoridad que la ha propiciado. Lo más probable es que tal “reforma de la
reforma” no haya existido más que como desideratum de algunas personas de más o
menos buena voluntad que creían de manera indistinta en esa influencia
centrípeta de la persona del Romano Pontífice y de sus decisiones en el resto
de la Iglesia, como sucedía en pontificados anteriores. Más allá de esto, la
“reforma de la reforma” comenzó por un motu proprio que convertía la Misa
tradicional en un “derecho de los fieles”, sustrayéndolo al “munus
santificandi” eclesial que establece la liturgia como una obligación episcopal
en virtud de su propio ministerio. Desde el primer momento, no se hizo uso de
la capacidad del Papa para establecer que sean los obispos los primeros que han
de asegurar dicho rito. Se “liberó” la Misa para los sacerdotes que así lo
deseasen y marcaba los acentos en los “derechos de los fieles”. Otra instrucción
aminoraba el papel de los sacerdotes y convertía la “liturgia extraordinaria”
en un arbitrio de grupos de seglares. Tras la inserción de la Comisión Ecclesia
Dei en la Doctrina de la Fe, su influencia real sobre los grupos que
solicitaban la Misa tradicional quedó completamente diluida. Que el obispo
tenga una capacidad de decisión sobre lo que en su diócesis sucede en materia
litúrgica no sólo es obvio desde el punto de vista teológico, sino que es
imposible lo contrario desde el punto de vista pragmático. ¿Cómo desarrollar
una reforma en contra de la mayor parte de los obispos? Es una reforma sin
fundamento. No es posible reforma alguna, por mucho que sea animada desde la
Santa Sede, sin la fuerza necesaria en el conjunto de la Iglesia para
desarrollarla. En la “liberación” de la Misa tradicional todo eso –consciente o
inconscientemente- se omitió, acompañado de un retraimiento de Benedicto XVI
debido a problemas que comenzaban a suscitar en la curia las reacciones
ocasionadas por el levantamiento de las excomuniones de los obispos
lefebvrianos así como las reacciones de Williamson. La salida de monseñor
Ranjith, y el espectáculo de la jubilación impuesta sin luz ni taquígrafos al
cardenal Castrillón, así como el ascenso de Bertone serían los epifenómenos más
claros de esta situación.
2) ¿Y
la dignificación del modo ordinario? Cruces, candelabros, casullas, encajes,
mitras, capas pluviales. Algo que no ha provocado en absoluto una aparición de
una conciencia de necesidad de abordar legislativamente el caos eclesial en
materia litúrgica, y que, conscientemente creo yo, se presentó como una posible
recomendación en todo caso, pero que finalmente aparecía como un arbitrio
subjetivo del Romano Pontífice, teniendo una influencia nula o casi nula en el
resto de la Iglesia. O a lo sumo, en los que gustan de fijarse en tales
detalles atentos a las celebraciones pontificas televisadas. Un ejemplo que
sólo se podía ver en las celebraciones papales, o a lo sumo en la catedral de
cada diócesis. Y desde ahí su “ejemplo” no provocaba problemas en quienes
atribuían tales comportamientos a precisiones del propio pontífice en “sus”
misas, pero que no tenían relevancia normativa alguna ni siquiera para la
interpretación de la institutio generalis missalis romani. De ahí que hasta
extrañe que su “reforma de la reforma” (presunta) se acabase el día de su
renuncia.
3) La
propia actitud del Papa Francisco. A la renuncia de Benedicto XVI, nos
encontramos con un colegio cardenalicio mucho más escorado a la izquierda que
el que había dejado Benedicto XVI, con incomprensibles nombramientos en
congregaciones romanas, hechos por un Papa que ya hacía tiempo había renunciado
a cualquier veleidad restauracionista, si es que ésta comenzó alguna vez. La
elección de Francisco es la prueba más palmaria de esto. Pero en lo que nos
debemos fijar con más atención es que Francisco no es más que el reflejo de la
propia Iglesia. Más concretamente; lo que hace Francisco es exactamente lo
mismo que se viene haciendo ininterrumpidamente en el 95 % de las diócesis del
mundo. Él si que tiene fuerza moral y apoyo en el episcopado y en el clero para
sus presuntas reformas y “cambios de dirección”. Es el momento en el que la
“Iglesia real” se encarna en su cabeza visible; hasta el momento, la Santa Sede
empleaba la dialéctica del documento analgésico para “conservadores” de
distinto pelaje, mientras que la permisión de las actitudes eclesiásticas
concretas en todos los órdenes y en la dirección en la que ahora nos
encontramos se venía permitiendo. Una manera de tener a ciertos “sectores”
tranquilos, cuya tranquilidad estaba asegurada por su desconexión de la
realidad de la Iglesia. Éste es el momento en el que ya no hace falta. Pero
esto no es cosa de ahora, es un proceso unidireccional con mucho recorrido hecho.
Los neoconservadores han servido de “catarsis” para quienes, aunque veían
muchas situaciones extrañas, precisaban de alguien que les explicase que la
“estrategia general” estaba salvaguardada por la persona del Papa. De ahí la
necesidad de esa doble dialéctica de la que hablaba.
4) Los
medios “conservadores”. El punto al que hemos llegado es que la única posición
homologable como “eclesial” y “ortodoxa” es la “defensa de la persona del
Papa”. Esa defensa, cuya historia reciente es muy rica en situaciones, se basa
en la idea de que por desastroso que pueda parecer todo lo que sucede en la
vida de la Iglesia, el Papa sabe corregir todas las situaciones, aunque no
veamos que lo haga. Es el “acto de fe” sobre otro “acto de fe”. El signo
de que tal actuación es correcta es que el Papa sea atacado por “progresistas”.
Eso es, al final, lo que legitima todos los actos de un Pontífice. Como se
suele decir, pensar es “pensar contra alguien”, y aquí también se cumple el
adagio. De algún modo, es el modo de contrapesar una actuación pontifica que
pueda desconcertar a un importante sector de católicos. Pablo VI desmantelaba
la liturgia tradicional, los seminarios, y la educación católica, pero era
atacado por los progresistas por la “Humanae Vitae” y la “Mysterum fidei”. Ese
hecho determinaba que el Papa estaba en el buen camino. Se pueden poner muchos
más ejemplos con Juan Pablo II. Pero este no es el plano del debate. El debate
es más bien demográfico. La linea marcada desde la finalización del Concilio
Vaticano II tenía una importante resistencia en la demografía. A fin de cuentas
la mayor parte de clérigos y fieles se encontraban “paradigmáticamente” en otra
cosa muy distinta a la que el Concilio planteaba. En ese sentido, la
comparación con una bomba de tiempo es pertinente. Al llegar a los cincuenta
años del Concilio, la última generación que conoció en su infancia el
pre-concilio se encuentra más allá de los setenta años. Así, esa resistencia es
ya nula, y es ahora cuando estamos en disposición de ver los “frutos reales”
del Concilio. En este sentido, Francisco es un producto de la “estructura” y
del “proceso”. Un proceso o un “nuevo paradigma” que desplaza al anterior, y en
el que se encuentra plenitud de sentido a que no se entienda que en una
congregación prime el “Usus antiquor” sobre el “novus ordo”. Si la remisión del
problema sigue siendo la Santa Sede o la letra del documento correspondiente es
que aún no se ha entendido el proceso de cambio paradigmático en el que
estamos, y que no admite reducciones “inter-paradigmáticas”.
Por eso
los “medios conservadores” se instalan en una situación paradójica. Por una
parte, se van a tener que ir viendo en la necesidad de justificar lo
indefendible a través de una gratificante negación de la realidad. Pero al
mismo tiempo van a considerar que cuanto más delirante sea la negación de la
realidad que realicen, más valoración van a encontrar en la autoridad
eclesiástica correspondiente, demostrando que su adhesión es neutral,
abstracta, a-teológica, a-doctrinal, visceral, inalterable. Pero al mismo
tiempo, cuantos menos “conservadores” hay que tranquilizar de líneas de
actuación que provocan perplejidad, más irán deviniendo en una suerte de
delirante neo-progresismo, cuya evolución habrá que seguir.
¿Y los
demás? Convertidos en analistas más o menos diletantes de una situación cada
vez más solidificada y opaca.
El cura loco español.