Es
una de las fiestas marianas más antiguas y, desde luego, la Más celebrada por
el pueblo cristiano en todo el mundo. Es la fiesta del triunfo definitivo de
María, con su gloriosa Asunción en cuerpo y alma al cielo para ser coronada por
Reina y Señora de todo lo creado. Parece que tuvo su origen en Oriente hacia el
siglo v, con el título de la Dormición de María, que más tarde (siglo VIII) se
cambió por el de la Asunción. En Occidente aparece esta fiesta en el siglo VII
y se propagó rápidamente por todo el mundo. El Misal mozárabe español contiene
una misa de la Asunción de María del siglo IX, pero ya se celebraba la fiesta
al menos desde el siglo VII, como atestiguan San Isidoro y San Ildefonso. San
Pío V en 1568 mejoró mucho las lecciones del Oficio litúrgico. Y Pío XII
proclamó dogma de fe la Asunción de María el día 1 de noviembre de 1950. Hoy es
fiesta de precepto para toda la Iglesia universal y se celebra con el máximo
rito de «Solemnidad».
LA ASUNCIÓN DE MARÍA A LOS CIELOS
La Virgen María fue asumida o “asumpta” a los cielos; o
sea, resucitó como su Hijo y fue llevada a la gloria en cuerpo y alma. No
decimos Ascensión, sino Asunción, porque fue llevada por su Hijo, como píamente
creemos. Se cree que vivió 72 años.
El Papa Pío XII definió en el año 1950 después de
consultar a los Obispos de todo el mundo, que la Asunción de María a los
cielos es una verdad de fe. ¿Dónde está en los Evangelios, esa verdad de fe? No
está en los Evangelios, está en la Tradición. Los Evangelios terminan en la
Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo; y fueron compuestos y puestos por
escrito mucho antes de la muerte de Nuestra Señora. Pero los Apóstoles sabían y
enseñaban muchas más cosas de las que están en los Evangelios, como dicen ellos
mismos: "Muchas otras cosas hay que hizo Jesús, que si se escribieran
todas, creo que no cabrían en el mundo los libros" -dice san Juan al
final del suyo.
La Iglesia Católica sostiene que la Revelación de Dios a
los hombres está contenida en dos depósitos: la Sagrada Escritura y la Sagrada
Tradición o Trasmisión. Tradición no es cualquier cosa que esté escrita en los
Santos Padres, ni siquiera en los Padres Apostólicos, que fueron los escritores
que conocieron a los Apóstoles; sino solamente “quod semper, quod ubique,
quod ab ómnibus”, como dijo san Vicente de Lerins: es decir, lo que se ha
creído “siempre, por todos y en todas partes”. Y esto ocurre con el dogma de la
Asunción de María a los cielos.
Hay en los escritos de los Padres muchas cosas que son
conjeturas, opiniones teológicas o pías creencias; que son respetables, pero no
son verdades de la fe: como la que puse arriba que la Santísima Virgen vivió 72
años. Probablemente es verdad pero no es una verdad de la fe; un “dogma”, como
se dice.
Un alemán amigo mío protestante me dijo una vez: “Ustedes
creen cosas de hombres. No hay que creer más que lo que está en la Sagrada
Escritura”. La respuesta sencilla es: “¿Y dónde está en la Sagrada Escritura
eso que Ud. ha dicho ahora?”. Efectivamente, la Escritura no dice eso, dice lo
contrario, como hemos visto. Dice expresamente que después de su Resurrección
Cristo instruyó a sus discípulos en muchas cosas acerca del Reino de Dios “que
no están en este libro”, ni cabrían en muchos libros. Así por ejemplo, el
Sacramento del Matrimonio, y el de la Extremaunción (que está en la Carta de
Santiago Apóstol), la jerarquía eclesiástica dividida en Sacerdotes y Obispos,
las prerrogativas de la Santísima Virgen, como su Asunción. Desde el principio
de la Iglesia los fieles llamaron a la muerte de María la “dormición” o el “tránsito”;
no “la muerte”; la primera literatura cristiana contiene relatos de su
resurrección y glorificación; y las distintas Iglesias celebraban esa fiesta,
que celebramos nosotros el 15 de agosto.
María no tenía pecado original, de modo que el castigo de
la muerte no le era debido; murió para seguir en todo a su Hijo en la obra de
la Redención del hombre; así como cumplió la ley de la Purificación después del
Parto, que no la obligaba a ella; y Cristo se sometió a la Circuncisión y al
bautismo de penitencia de su primo el Bautista. Y así María debía seguirlo
también en la Resurrección.
“¿Quién es ésta que sube del desierto,
Enchida de delicias
Apoyada en su Amado?
¿Quién es ésta que sube del desierto
como una columnita de zahumo
De perfume de incienso y mirra
Y toda clase de aromas?...
Ven del Líbano, esposa mía
Ven del Líbano y serás coronada...”
Estos y otros versículos del Cantar de los Cantares
aplica la Iglesia a María en su gloriosa Asunción.
Cristo y su Santísima Madre resucitaron para nosotros; y
entraron en la gloria como representantes de todo el cuerpo de la Iglesia, como
primicias de la resurrección de la carne, de nuestra resurrección futura. Esto
nos alegra. Es difícil alegrarse de la alegría de otros cuando ella no nos toca
para nada: dicen que la compasión es propia de hombres; pero la congratulación
(o sea, alegrarse con la alegría ajena) es propia de ángeles. Pero en este caso
la alegría y gloria de la Reina de los Angeles nos toca de cerca. Los bienes de
nuestra Madre son nuestros.
Un cuerpo de varón y un cuerpo de mujer están ya en el
cielo, transformados por Dios en algo semejante a los Angeles. En esta vida el
cuerpo nos pesa muchas veces, sujeto como está a la concupiscencia, a las
enfermedades y a la muerte. El amor, que parecería inventado por Dios para la
felicidad del hombre (y así fue al principio) resulta que ahora es causa de
muchísimas penas, molestias, contrastes; y aún crímenes, desastres y tragedias,
como vemos cada día; porque la naturaleza del hombre está desordenada por la
pasión y el desenfreno. Pero no es el destino final de nuestros cuerpos
estorbar al alma, decaer a la vejez y las dolencias, y pudrirse para siempre en
el sepulcro. Su destino final es ser renovado, enderezado y perfeccionado por
el Creador en forma extraordinaria y espléndida como lo fueron ya el cuerpo de
Cristo Nuestro Señor y el cuerpo de María Santísima. Así sea.