La naturaleza de la Pastoral.
El desconocimiento de la
verdadera naturaleza del aspecto pastoral va acompañado de la preponderancia de
lo pastoral con relación a lo dogmático. Si debemos pensar que toda alteración
de la Revelación de Cristo, escudada en motivos pastorales, es una ofensa a
Dios, hemos de pensar también que la pastoral pierde su sentido y su
justificación cuando se la coloca más alto que la verdad divina de la
Revelación. El objetivo de cualquier pastoral es, en efecto, que cada alma
llegue a un encuentro real con Cristo, y que se llene de la fe en la verdad
divina inalterada: que reciba la vida sobrenatural por los sacramentos y que se
santifique por la imitación auténtica de Cristo. Cualquier compromiso por
razones pastorales en la transmisión de la verdad divina imposibilita conseguir
el objetivo al que debe tender la pastoral; de ese modo la pastoral pierde su
sentido.
Al primado funesto de lo
pastoral mal entendido está ligado el desinterés en relación a la Verdad
Divina, el olvido de nuestro primer deber hacia Dios: darle Gloria. La
salvación se convierte en el único tema -como ya reprochaba Kierkegaard a
Lutero- y la glorificación de Dios –que es el sentido y la razón de nuestra
existencia y lo que objetivamente interesa antes que nada- se encuentra
relegada a un segundo plano. ¿Acaso no ha declarado expresamente la Iglesia que
el fin último primordial del hombre es la asimilación –similitudo- con Dios y
que la beatitud –beatitudo- es el fin último secundario?
Amor al prójimo y
comunidad humana.
Otro error es la confusión
entre el amor al prójimo y comunidad religiosa. En efecto, la caridad con el
prójimo se extiende también a aquellos con los que no tenemos ni el derecho ni
el deber de entrar en comunidad, entendiendo ese término de comunidad en
sentido estricto. Si entendemos de ese modo comunidad –comunicación,
relacionarse establemente, formar una unidad-, hay que concluir que eso, en
determinados casos, no es solo imposible, sino que es un mal. Yo no puedo ni
debo tener comunidad con los malos. No tengo derecho a comportarme como si su
desviación moral no tuviese importancia; no puedo pasar por encima de eso y
entrar en una comunidad personal con él, como puedo y debo hacerlo con otros.
Hablando de malos no pienso, evidentemente, en el pecador. Eso sería un
increíble fariseísmo: querer alejarse del pecador sería hacer lo contrario de
lo que ha hecho Cristo. El malo al que me refiero aquí no es el débil que cae,
el publicano, la mujer adúltera; es el enemigo declarado de Dios, el que odia a
Dios y se dedica a envenenar las almas de los demás. También a éste se extiende
la caridad, pero no tenemos derecho a entrar en comunidad con él. Esto se
expresa claramente cuando el gran Apóstol de la caridad nos dice: “Si un
herético viene a nosotros, hemos de abstenernos incluso de saludarlos” (2
Juan, 10, 11).
La comunidad en la que nos
alegramos de estar con alguien, o aquella otra en la que nos sentimos
simplemente relacionados con otro de una forma más general –intercambio de
ideas, diálogo…- no ha de extenderse al malo, al enemigo de Dios. No debemos
actuar como si su posición y su actuación –que hacen de él un instrumento de
Satanás- no tuvieran la menor importancia para nosotros. Algunos, piensan, sin
embargo, que comportarse de ese modo –no darle importancia- es un signo
privilegiado de su ausencia de prejuicios; imaginan así que son tolerantes,
aprecian su propia bondad, se vanaglorian de haber superado las oposiciones.
Es preciso hacer otra
distinción. La comunidad de la que hablamos aquí abarca algo que va desde la
conciencia profunda de estar relacionados, pasando por la simple colaboración,
hasta el amable comer juntos. Este tipo de comunidad implica que yo supero esa
separación: la que, en el caso del malo, arranca de su enemistad con Dios.
Implica que yo ignoro ese abismo, que trato al otro como si fuera un buen hijo
de Dios y no ya a ese malo del que dice San Pablo que no le debemos tolerar en
nuestra comunidad religiosa.
Las cosas son muy diversas
cuando alguien se acerca al malo, con la esperanza de conducirlo a Dios. El
contacto que entonces se intenta para cumplir ese acto eminente de amor al
prójimo, no reviste el carácter de aceptación del otro en una comunidad que
quiera ignorar que él es enemigo de Dios o pase olímpicamente por encima de ese
hecho. Al contrario: el motivo del contacto con un hombre así es precisamente
el profundo dolor que se experimenta ante su enemistad con Dios, el deseo
ardiente, que se origina en la caridad, de conducir a ese hombre, con la ayuda
de Dios, a la conversión. En este caso no se pasa por alto el hecho de la
aversión a Dios y a la verdad; se trata de hacer del enemigo de Dios, un
servidor de Dios. Este contacto está motivado por el celo de la gloria de Dios,
por el amor a Dios y al prójimo. La comunidad que no tenemos ni el derecho ni
el permiso de establecer con él es, al contrario, esa pseudo-magnanimidad a
expensas de los intereses de Dios. Es lo opuesto a la caridad, indiferencia
profunda hacia la salvación eterna del prójimo. Estamos aquí en presencia de
una especie de honradez burguesa: se trata simplemente de malearse juntamente
con el otro. Y para esto se cita –horribile dictu- la palabra de Cristo. Ut
sint unum.
Hemos visto que el amor al
prójimo –a diferencia de la comunidad con él- debe extenderse a cada ser
humano, también a los enemigos de Dios. Un amor así presupone en nuestra alma
mucho más que el consentimiento de establecer una comunidad con él. Sólo es
posible con fruto de un amor ardiente a Cristo, de una comunidad personal de Tú
y Yo con Cristo, que llena nuestros corazones de su amor santo. Pero no
presupone nada en el prójimo al que va nuestro amor. Estar en comunidad con
alguno presupone mucho menos en nosotros, pero mucho más en la persona con la
que nos relacionamos: cuanto más profunda y más íntima es la comunidad, más
dignidad presupone en la persona con la que establecemos esa comunidad.
La unidad no está por
encima de la verdad.
Una tendencia muy
extendida es la que pone la comunidad por encima de la verdad; eso lleva a
considerar la unidad más importante que la verdad y a temer más el cisma que la
invasión del error y de la herejía en la Iglesia.Considerando esencial la
paz de los creyentes, si verdaderos discípulos de Cristo alzan la voz, para
defender el depósito de la fe católica contra las falacias de nuevas
interpretaciones que despojan de su contenido sobrenatural el mensaje del Verbo
encarnado, son considerados por muchos prelados como perturbadores
incómodos.
Poner la unidad por encima
de la verdad es un error de raíz. Por lo demás, una unidad real y
verdaderamente humana no puede encontrarse sino en la verdad. Toda comunidad
presupone un bien común que hace la unidad. Sólo cuando ese bien tiene un valor
auténtico –y no ilusorio o incluso un anti valor- puede nacer una verdadera
unidad, una concordia que es también un valor. Aristóteles lo había visto
claramente en su capítulo sobre la amistad –libro VII y IX de la Ética a
Nicómaco-. La unidad fundada sobre la enemistad con Dios no es una unidad
verdadera. No unifica verdaderamente el corazón: lo unifica tan poco como la
unidad que existe entre los miembros de una banda de criminales. El valor de la
unidad está indisolublemente ligado al valor del bien que unifica.
Toda unidad verdadera
presupone, como acabamos de decir, que el bien unificador sea un bien de verdad
y no una ilusión o un pseudo-bien, y mucho menos el ídolo mentiroso de un valor
negativo. El P. Werenfried Van Straaten afirma con razón: “Todos se preocupan
por la unidad; pero muchos prefieren la unidad a la verdad y olvidan que la
verdadera unidad no puede ser obtenida sino en la verdad. La oración de Jesús:
Que todos sean una sola cosa, implica que los hombres sean uno con El; por eso
esas palabras no pueden separarse de estas otras: “El que no entra por la
puerta en el rebaño, ése es un ladrón y un salteador…Yo soy la puerta”.
Toda unidad entre
creyentes, si se obtiene a expensas de la verdad, no es sólo una pseudo-unidad;
en su esencia más profunda es una traición a Dios. Se coloca la fraternidad social, el vivir bien
juntos y el no molestar a nadie por encima de la fidelidad a Dios. Esa es
precisamente la actitud contraria a la de todos los grandes adversarios del
arrianismo: de un San Atanasio, de un San Hilario de Poitiers.
Nadie, como Pascal, ha
desenmascarado tan clara y profundamente el falso irenismo que pone la unidad
por encima de la verdad. Escribe: “¿No se ve con claridad que, como es
un crimen perturbar la paz cuando reina la verdad, también lo es permanecer en
paz cuando se destruye la verdad? Hay, pues, un tiempo en el que la
paz es justa y otro en el que es injusta. Está escrito que ‘Hay tiempo de paz y
tiempo de guerra’: es el interés de la verdad el que los discierne. Pero
no hay tiempo de verdad y tiempo de error; está escrito, al contrario, que ‘la
verdad de Dios permanece eternamente’ Por eso Jesucristo, que dice que ha
venido a traer la paz, dice también que ha venido a traer la guerra; pero no
dice que ha venido a traer la verdad y la mentira. La verdad es, por tanto, la
primera regla y el último fin de todas las cosas (Pensées, 949)”.
Dietrich von Hildebrand, Publicado en France Catholique, 21-4-1972 y en “Iglesia-Mundo” 8-12-1973. Visto en Syllabus, 17-11-2013.