Consideremos, además, la
necesidad de la oración. Dice San Juan Crisóstomo (Tomo 1, 77), que así como el
cuerpo sin alma está muerto, así el alma sin oración se halla también sin
vida, y que tanto necesitan las plantas el agua para no secarse, como nosotros
la oración para no perdernos. Dios quiere que nos salvemos todos y que nadie se
pierda (1 Ti., 2, 4). «Espera con paciencia por amor de vosotros, no
queriendo que perezca ninguno, sino
que todos se conviertan a penitencia» (2 P., 3, 9). Pero también
quiere que le pidamos las gracias necesarias para nuestra salvación; puesto
que, en primer lugar, no podemos observar los divinos preceptos y salvarnos
sin el auxilio actual del Señor, y, por otra parte, Dios no quiere, en general,
darnos esas gracias si no se las pedimos. Por esta razón dice el Santo Concilio
de Trento (Ses., 6, c. 2) que Dios no impone preceptos imposibles, porque, o
nos da la gracia próxima y actual necesaria para observarlos, o bien nos da la
gracia de pedirle esa gracia actual. Y enseña San Agustín[1] que,
excepto las primeras gracias que Dios nos da, como son la vocación a la fe, o
a la penitencia, todas las demás, y especialmente la perseverancia, Dios las
concede únicamente a los que se las piden.
Infieren de aquí los teólogos,
con San Basilio, San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Clemente de Alejandría
y otros muchos, que para los adultos es necesaria la oración, con necesidad
de medio. De suerte que sin orar, a nadie le es posible salvarse. Y esto,
dice el doctísimo Lessio[2], debe tenerse como de fe.
Los testimonios de la Sagrada Escritura son
concluyentes y numerosos: «Es menester orar siempre. Orad, para que no
caigáis en la tentación. Pedid y recibiréis. Orad sin intermisión»[3]. Las citadas palabras «es menester, orad, pedid»,
según general sentencia de los doctores con el angélico Santo Tomás (3 p., q.
29, a. 5), imponen precepto que obliga bajo culpa grave, especialmente en dos
casos: 1.°, cuando el hombre se halla en pecado; 2.°, cuando está en peligro
de pecar. A lo cual añaden comúnmente los
teólogos que quien deja de orar por espacio de un mes o más tiempo, no está
exento de culpa mortal. (Puede verse a Lessio en el lugar citado.) Y toda esta
doctrina se funda en que, como hemos visto, la oración es un medio sin el cual
no es posible obtener los auxilios necesarios para la salvación.
Pedid y recibiréis. Quien pide alcanza. De suerte —decía Santa Teresa— que quien no pide no alcanzará. Y el Apóstol
Santiago exclama (4, 2): No alcanzáis porque no pedís. Singularmente es
necesaria la oración para obtener la virtud de la continencia. «Y como
llegué a entender que de otra manera no podía alcanzarla, si Dios no me la
daba... acudí al Señor y le rogué» (Sb., 8, 21). Resumamos lo expuesto
considerando que quien ora se salva, y quien no ora, ciertamente, se condena.
Todos cuantos se han salvado lo consiguieron por medio de la oración. Todos los
que se han condenado se condenaron por no haber orado. Y el considerar que tan fácilmente hubieran podido salvarse orando, y
que ya no es tiempo de remediar el mal, aumentará su desesperación en el
infierno
Afectos y súplicas
¿Cómo he podido, Señor, vivir
hasta ahora tan olvidado de Vos? Preparadas teníais todas las gracias que yo
debiera haber buscado; sólo esperabais que os las pidiese; pero no pensé más
que en complacer a ni sensualidad, sin que me importase verme privado de vuestro
amor y gracia. Olvidad, Señor, mi ingratitud, y tened misericordia de mí;
perdonad las ofensas que os hice, y concededme el don de la perseverancia,
auxiliándome siempre, ¡oh Dios de mi alma!, para que no vuelva a ofenderos. No
permitáis que' de Vos me olvide, como os olvidé antes. Dadme luz y fuerza para
encomendarme a Vos, especialmente cuando el enemigo me mueva a pecar.
Otorgadme, Dios mío, esta gracia por los méritos de Jesucristo y por el amor
que le tenéis. Basta, Señor; basta de culpas. Amaros quiero en el resto de mi
vida. Dadme vuestro santo amor, y él haga que os pida vuestro auxilio siempre
que me halle en peligro de perderos pecando... María Santísima, mi esperanza
y amparo, de Vos espero la gracia de encomendarme a Vos y a vuestro divino
Hijo en todas mis tentaciones. Socorredme, Reina mía, por amor de Cristo
Jesús.
San Alfonso María
de Ligorio, “Preparación para la muerte”, Ed.
Apostolado de la Prensa, S. A., Madrid, 1944.
[1] De dono
persev., o. 16.
[2] De Just., lib. 2, C. 39, n. 9.
[3] Lc, 18,
1; 32, 40; Jn. 16, 24; 1
Ts., 8, 17.