Continuación del
artículo anterior que se puede leer aquí.
Un año de pontificado, un año de
confusión
4. La ideología homosexualista.
Con motivo de una conferencia de prensa dada el 29 de julio de 2013 en el vuelo entre Río de Janeiro y Roma, de regreso de las JMJ, Francisco pronunció la frase siguiente: «Si una persona es gay y busca al Señor con buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgar?» Frase extremadamente ambigua y perturbadora, ya que el término gay no designa genéricamente a los homosexuales, sino especialmente a aquellos que reivindican públicamente la «cultura» y el estilo de vida de la impureza contra-natura. ¿Por qué haber utilizado una palabra generadora de confusión, totalmente extranjera al vocabulario católico y tomada justamente de la jerga del lobby «gay», avalando de este modo indirectamente su lenguaje subversivo y manipulador? ¿Por qué no haberse apresurado a añadir, para evitar malentendidos, que si bien no se juzga moralmente a la persona que padece esta tendencia, el pasaje al acto, en cambio, constituye un comportamiento gravemente desordenado en el plano moral? Sorprendentemente, no lo hizo, y naturalmente, al día siguiente, la abrumadora mayoría de la prensa mundial intituló el artículo dedicado a la atípica conferencia de prensa pontifical retomando textualmente la pregunta formulada por Francisco. ¿Podrá hablarse de impericia de parte de alguien que domina a la perfección el arte de la comunicación mediática? Resulta difícil creerlo… Y aun cuando así fuera, el contexto exigía eliminar todo riesgo de ambigüedad efectuando inmediatamente las precisiones del caso. Mas las precisiones jamás llegaron. Ni durante la conferencia de prensa ni después. Ni de su boca, ni de la del servicio de prensa del Vaticano. Mientras tanto, la prensa mundial se regodeaba impúdicamente con la consternante salida bergogliana… En la extensa entrevista concedida por Francisco a las revistas culturales jesuitas los días 19, 23 y 29 de agosto y publicada en l’Osservatore Romano del 21 de septiembre, habría podido suponerse que Francisco no dejaría pasar la oportunidad para dar muestras de claridad acerca de esta espinosa cuestión, cortando por lo sano las polémicas que sus desafortunadas declaraciones habían suscitado y disipando drásticamente la confusión y la inquietud generalizada que habían provocado. Veamos si aprovechó la ocasión para hacerlo: «En Buenos Aires recibí cartas de personas homosexuales heridas socialmente porque se sienten desde siempre condenados por la Iglesia. Pero eso no es lo que la Iglesia quiere. Durante el vuelo de regreso desde Río de Janeiro dije que si una persona homosexual tiene buena voluntad y está buscando a Dios, yo no soy quien para juzgar. Al decir eso, dije lo que indica el Catecismo [de la Iglesia Católica]. La religión tiene derecho a expresar su opinión al servicio de las personas, pero Dios nos ha creado libres: la injerencia espiritual en la vida de la gente no es posible. Un día alguien me preguntó de manera provocante si yo aprobaba la homosexualidad. Yo le respondí con otra pregunta: ‘‘Dime: Dios, cuando mira a una persona homosexual, ¿aprueba su existencia con afecto o la rechaza condenándola?’’ Siempre hay que considerar a la persona. Entramos aquí en el misterio del hombre. En la vida cotidiana, Dios acompaña a la gente y nosotros debemos acompañarla tomando en cuenta su condición. Hay que acompañar con misericordia. Cuando esto sucede, el Espíritu Santo inspira al sacerdote para que diga la palabra más adecuada.» Habría mucho para decir respecto a estas declaraciones. Mucho, para utilizar un eufemismo, excepto que destaquen por su claridad… En aras de la concisión, sólo haré algunas observaciones:
1. Contrariamente a lo que afirma, sus dichos brillan por su ausencia en el Catecismo. En éste se encuentra claramente expuesta la doctrina de la Iglesia (§ 2357 a 2359), precisamente lo que Francisco no hizo en la entrevista, durante la cual cultivó la ambigüedad, usó un lenguaje demagógico y añadió aún más confusión.
2. Resulta inconcebible
escucharlo decir que «la religión tiene derecho a expresar su opinión al
servicio de las personas.» Perdón: ¿La religión? ¿Cuál? ¿O acaso se tratará de
las religiones en general, es decir, de «las grandes tradiciones religiosas que
ejercen un papel fecundo de levadura en la vida social y de animación de la
democracia.» (cf. III)? Lenguaje sorprendente en la boca de quien se encuentra
sentado en el trono de San Pedro… ¿Por qué no decir simplemente «la Iglesia»? Y
sobre todo, corresponde proclamar sin ambages que la Iglesia no expresa de
ninguna manera «su opinión», Ella instruye a las naciones, en conformidad con
el mandato que recibiera de su Divino Maestro: «Id y enseñad a todas las
naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu
Santo, enseñándoles a observar todo cuanto os he mandado.» (Mt. 28, 19-20)
3. Y a renglón
seguido añade: «pero Dios nos ha creado libres: la injerencia espiritual en la
vida de la gente no es posible.» Ambigüedad sibilina, característica detestable
de parte de quien ha recibido la misión de «enseñar a las naciones», pero rasgo
clásico ya en labios de Francisco… Porque si el hombre puede, en virtud de su
libre arbitrio, negarse a obedecer a la Iglesia, no es en cambio moralmente
libre de hacerlo: la Iglesia ha recibido de Jesucristo el poder de obligar las
conciencias de sus fieles (Mt. 18, 15-19). Pretender que «la injerencia
espiritual en la vida de la gente no es posible» equivale a divinizar la
conciencia individual y a hacer de ella un absoluto: estamos ante el principio
fundamental de la religión humanista y masónica de 1789: «Nadie debe ser
inquietado por sus opiniones, incluso religiosas» (Declaración de los derechos
del hombre y del ciudadano, artículo X). Esta libertad de conciencia falaz y
revolucionaria fue condenada por el magisterio de la Iglesia: Gregorio XVI
afirmó que pretender «garantizar a cada uno la libertad de conciencia» no solo
es absurdo sino además «un delirio» (Mirari Vos, 1832).
4. Finalmente, el
hecho de responder a una pregunta -¿aprueba la homosexualidad?- con otra
pregunta, que es, para colmo, de un hermetismo poco común, es indigno de aquel
a quien fue confiada la tarea de enseñar a la universalidad de los fieles.
Respuesta en la que se halla nuevamente esta ambigüedad exasperante que lo
caracteriza, aquí al no distinguir entre la condenación del pecado y la del
pecador, y dando a entender que el hecho de «aprobar la existencia» (¡sic!) del
pecador volvería inútil la reprobación que su acto pecaminoso exige. Sin
embargo Nuestro Señor nos enseñó a hablar de otro modo: «Que vuestro lenguaje
sea sí, sí; no, no; todo el resto proviene del Maligno» (Mt. 5, 37). Pero
retornemos a nuestra conferencia de prensa aérea, tras la celebración de las
JMJ de Río de Janeiro. Francisco agregó que esas personas «no deben ser
discriminadas, sino integradas en la sociedad». Perdón, pero ¿a qué persona
hace alusión? ¿A aquellas que sin pudor alguno se proclaman «gay» o a las que,
padeciendo sin culpa de su parte la mortificante inclinación contra-natura se
esfuerzan meritoriamente por vivir decentemente? Una ambigüedad suplementaria
que naturalmente permanecerá sin aclaración vaticana, pero cuya interpretación
«progresista» abandonada a los «medios de información masiva» será la que se
impondrá masivamente en el imaginario colectivo. Pero a decir verdad, hay algo
peor que la recurrente ambigüedad bergogliana presente en esta afirmación y que
se manifiesta en esa disyuntiva irresuelta que he señalado. Me refiero a que
sus palabras no sólo cultivan la ambigüedad, elemento suficiente para
cuestionarlas, sino que son pura y simplemente falsas. Ellas se inscriben en el
marco de la ideología igualitarista de la lucha «contra las discriminaciones»
que promueven los partidarios del feminismo y del homosexualismo, genuina
maquinaria de combate al servicio de la legitimación de cuanta aberración el
partido del «progreso» se esmera en pergeñar, principalmente el infame «matrimonio»
homosexual. ¿En dónde reside la falsedad? En el hecho de que, inclusive en el
segundo caso de la disyuntiva, es perfectamente legítimo y razonable efectuar
ciertas discriminaciones que, atendiendo al bien común social, marginalizan a
esas personas en determinados contextos. Y eso es, por ejemplo, lo que la
Iglesia siempre ha hecho en lo tocante al sacerdocio, a la vida religiosa y a
la educación de los niños. Ni que decir tiene que dichas discriminaciones son
más legítimas aun cuando se trata de gente que, además de padecer esa tendencia
desordenada, lleva una vida homosexual activa, aunque fuese de manera discreta,
y, a fortiori, si hay que vérselas con quienes exhiben pública y
desvergonzadamente sus malas costumbres, reivindicando orgullosamente sus
fantásticos derechos: me refiero a los «gay», para emplear el atípico vocabulario
bergogliano, ciertamente inusitado en el lenguaje de un sucesor de San Pedro.
Los individuos pertenecientes a esta última categoría, la de los ideólogos de
la causa homosexualista, por ejemplo, los organizadores de las Gay Pride y los militantes de
asociaciones subversivas del estilo de Act-Up,
tienen tanto menos derecho a ser «integrados a la sociedad» cuanto que
justamente deberían ser excluidos de ella sin contemplaciones, los acólitos
de la secta LGBT poseen tanto menos el derecho a verse exentos de
«toda forma de discriminación» cuanto que deberían precisamente verse privados
de libertad y apartados sin miramientos de la vida social por atentado contra
el pudor y corrupción de la juventud. Retomando el hilo de la
conferencia pontifical en pleno vuelo, asistimos pasmados a la prosecución del
extraño discurso de Francisco ante un auditorio cautivado por su desarmante
espontaneidad y por el tenor altamente mediático de sus palabras: «El problema
no es el de tener esta tendencia, sino de hacer lobbying, eso es lo grave, porque
todos los lobbies son malos». Desafortunadamente, esta aseveración es
perfectamente gratuita y no resiste el menor análisis: que el hecho de poseer
esa tendencia constituya un grave problema de orden psicológico y moral para la
persona afectada, así como también un serio motivo de inquietud para su
entorno, es algo indiscutible. Y pretender que la homosexualidad no sea algo problemático,
sino solamente el hacer «lobbying», es una falacia notoria que contribuye a
trivializar la homosexualidad y a volverla aceptable. Por último, es menester
afirmar que, contrariamente a lo que sostiene Francisco, ningún lobby es
intrínsecamente perverso. Efectivamente, dado que un lobby es «un colectivo que
realiza acciones dirigidas a influir ante la administración pública para
promover decisiones favorables a los intereses de ese sector concreto de la
sociedad» (Wikipedia), un lobby será bueno en la medida en que combata por
causas justas y será malo cuando lo haga por causas inicuas. Para dar un
ejemplo, las acciones conducidas por los grupos feministas en favor del aborto
son reprobables, mientras que las realizadas por los grupos pro-vida en su
lucha contra la legalización de dicho crimen son encomiables. Todas estas
declaraciones de Francisco se ven particularmente agravadas por el contexto
internacional en el que se producen, a saber, en medio de una violenta batalla
cultural entre partidarios y opositores del «matrimonio» homosexual, el cual se
extiende como reguero de pólvora a escala planetaria. Resulta difícil
atribuirlas solamente a eventuales imprecisiones de lenguaje, así como tampoco
parece posible negar la complicidad objetiva de sus palabras con los propósitos
manifiestos del lobby «gay»: la normalización de la homosexualidad y la
legitimación de sus insostenibles reivindicaciones sociales. Esas declaraciones
han sembrado confusión entre los católicos y han favorecido objetivamente a los
enemigos de Dios, quienes combaten encarnizadamente para que se acepten los
supuestos «derechos» de los homosexuales en el interior de la Iglesia y en la
sociedad civil. Prueba irrefutable de ello es que la más influyente publicación
de la comunidad LGBT de los Estados Unidos, The Advocate, eligió a Francisco como la «Persona del año2013», deshaciéndose en alabanzas hacia él por su actitud de apertura y de
tolerancia hacia los homosexuales. He aquí, a modo de ilustración, tres casos
que permiten tomar conciencia de la gravedad del contexto en el cual se sitúan
esas desafortunadas declaraciones. Ellas se produjeron apenas dos meses después
de que el cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la Conferencia Episcopal
Italiana, celebrara en Génova las exequias de Don Gallo, famoso sacerdote
comunista y anarquista, adepto al aborto e incondicional de la causa
homosexual, durante las cuales hizo un panegírico suyo y autorizó que dos
transexuales hicieran la apología de la ideología LGBT en la lectura
de la «plegaria universal», durante la cual agradecieron al clérigo apóstata
por haberlos ayudado a «sentirse creaturas trans-gender (sic) deseadas y amadas
por Dios», y a los que distribuyó luego la comunión, profanando así las santas
especies eucarísticas, escandalizando gravemente a los fieles y sembrando la
confusión en las almas. Más inquietante todavía: no hubo ninguna reacción
oficial del Vaticano reprobando los hechos. Corresponde destacar que Don Gallo
ejercía su «ministerio pastoral» con total impunidad, sin jamás haber sido
importunado ni sancionado por la jerarquía eclesiástica. Y cabe añadir que los
funerales fueron oficiales, celebrados con gran pompa, nada menos que por la
figura más destacada del episcopado italiano, con homilía ditirámbica incluida.
Otro hecho sintomático, seleccionado entre muchos otros: la Universidad
Pontifical San Francisco Javier de Bogotá, en Colombia, fundada y dirigida
por jesuitas, desde hace doce años organiza anualmente un «Ciclo Académico Rosa»,
que fomenta desembozadamente el estilo de vida «gay». En 2013, por primera vez,
iba a tener lugar en los locales de la universidad, del 28 al 30 de agosto. Eso
provocó una importante reacción de laicos escandalizados quienes, gracias a un
accionar digno de un auténtico «lobby» católico, forzaron la universidad a
buscar otro sitio para organizar su inmundo coloquio de degenerados. Huelga
decir que no se registró sanción alguna hacia los organizadores del infame
evento de parte de las autoridades universitarias. Algo que va de suyo, en la
era del culto al «diálogo» con el error y en tiempos de exaltación del
«pluralismo» ideológico… Y esta impunidad dura desde hace ya doce largos años.
Ninguna sanción tampoco por el lado de la Conferencia Episcopal
Colombiana. Ni falta hace precisar el silencio absoluto del Vaticano. Es
interesante señalar la reacción del director de la universidad, el Padre
Joaquín Emilio Sánchez: ella fue inmediata y sumamente edificante. En efecto,
en un áspero comunicado de prensa dirigido a la «comunidad educativa», hizo constar
su indignación ante la «violación de la legítima autonomía universitaria»,
declaró que «ninguna discriminación sería tolerada» y advirtió amenazante a sus
adversarios: «Actualmente efectuamos las gestiones necesarias ante las
instancias competentes para que una situación tan irregular y dolorosa como la
que vivimos con motivo del ‘‘Ciclo Rosa’’ no se repita nunca más». Por su lado,
el Padre Carlos Novoa, antiguo rector de la universidad, profesor titular de
teología moral y titular de un doctorado en «ética sexual», promotor
desvergonzado del aborto, sostuvo que la medida «testimonia de un retorno de la
Inquisición en un sector de la Iglesia católica y es la resultante de grupos
obscurantistas y fanáticos». Su pública posición contraria a la enseñanza del
magisterio eclesial no le ha acarreado ninguna sanción de parte de la jerarquía
de su país y menos aún de las autoridades de la citada universidad «pontificia».
Este edificante sacerdote continúa ejerciendo afanosamente su «ministerio
pastoral» y dispensando con ahínco su «enseñanza universitaria» a estudiantes
que, imaginando recibir una instrucción católica, son objeto de una perversión
sistemática de sus inteligencias. Tercer y último ejemplo: el de la
Universidad Católica de Córdoba, en Argentina, que también está dirigida
por jesuitas. En una entrevista publicada el 12 de agosto de 2013
a quien es su rector desde 2005, el Padre Rafael Velasco, gran
especialista en «Derechos Humanos», en medio de una letanía de sentencias
heterodoxas, nos hizo el honor de participarnos su profunda visión teológica: «Si
la Iglesia quiere ser un signo del hecho que Dios está cerca de todos, lo que
debe hacer, antes que nada, es no excluir a nadie. Debe encarar reformas muy
importantes: los divorciados tienen que ser admitidos a la comunión, los
homosexuales, cuando viven de manera estable con sus compañeros, también deberían
poder comulgar. Decimos que la mujer es importante, pero la excluimos del
ministerio sacerdotal. Esos son signos que serían más comprensibles». Estos
tres casos que he citado, tomados de un interminable listado de situaciones
similares, ilustran acabadamente el progreso continuo, consentido y alentado,
de la ideología homosexualista y de la «teoría de género» en el interior dela
Iglesia. Y es justamente en ese contexto alarmante de avance permanente e
incontenible de las ideas LGBT, tanto en la sociedad civil como en el seno del
clero, que se inscriben esas palabras inauditas de Francisco en una conferencia
de prensa internacional en pleno vuelo, a modo de broche de oro de las
archimediáticas JMJ de Río de Janeiro: «¿Quién soy yo para juzgar a una persona
«gay»?» Francamente, debo admitir que esto se asemeja a un mal sueño, a una
pesadilla indescriptible de la cual desearía despertarme cuanto antes…
5. Francisco y la masonería.
En 1999 el cardenal Bergoglio fue elegido miembro honorario del Rotary Club de la ciudad de Buenos Aires. En 2005, recibió el premio anual que el Rotary atribuye al «hombre del año», el Laurel de Plata. Esta entidad, fundada en 1905 en la ciudad de Chicago, USA, por el masón Paul Harris, es una asociación cuyos vínculos con la francmasonería son de público conocimiento: es un semillero de masones y el marco en el que se desarrollan sus iniciativas «caritativas». Un porcentaje importante de rotarios pertenecen a las logias, a punto tal que el Rotary, junto al Lion’s Club, son considerados como los atrios del templo masónico. He aquí lo que decía el obispo de Palencia, España, en una declaración oficial: «El Rotary profesa un laicismo absoluto, una indiferencia religiosa universal y trata de moralizar las personas y la sociedad por medio de una doctrina radicalmente naturalista, racionalista e incluso atea» (Boletín eclesiástico del obispado de Palencia, n° 77, 1/9/1928, p. 391). Esta condenación fue confirmada por una declaración solemne del arzobispo de Toledo, el cardenal Segura y Sáenz, primado de España, el 23 de enero de 1929. Dos semanas más tarde, la Sacra Congregación Consistorial prohibió la participación de los sacerdotes en reuniones rotarias, en calidad tanto de miembros y como de invitados: es el célebre «non expedire» del 4 de febrero de 1929. Esta prohibición sería reiterada por un decreto del Santo Oficio del 20 de diciembre de 1950. El día de la elección pontifical del cardenal Bergoglio, el 13 de marzo de 2013, el Gran Maestre de la francmasonería argentina, Ángel Jorge Clavero, rindió tributo al nuevo pontífice saludándolo calurosamente. La logia masónica judía B’nai B’rith hizo otro tanto: «Estamos convencidos que el nuevo papa Francisco seguirá obrando con determinación para reforzar los lazos y el diálogo entre la iglesia católica y el judaísmo y continuará la lucha contra todas las formas de antisemitismo», declaró la logia francesa, mientras que la argentina aseveró que reconocen en Francisco a «un amigo de los judíos, a un hombre dedicado al diálogo y comprometido en el encuentro fraterno» y aseguran estar convencidos de que durante su pontificado «conservará el mismo compromiso y podrá poner en práctica sus convicciones en el camino del diálogo inter-religioso». El director de asuntos inter-religiosos de la B’nai B’rith, David Michaels, asistió a la ceremonia de investidura del nuevo papa, el 19 de marzo y al día siguiente participó a la audiencia dada por Francisco a los líderes de las diferentes religiones en la Sala Clementina. Se habían dado cita dieciséis personalidades judías en representación de ocho organizaciones internacionales judías, entre quienes se hallaba el rabino David Rosen, director del Comité Judeo-Americano (American Jewish Committee), quien declaró, en una entrevista concedida a la agencia Zenit, que desde el Concilio Vaticano II «la enseñanza de la Iglesia y su enfoque de los judíos, del judaísmo y de Israel han tenido una transformación revolucionaria». Al día siguiente de su elección, el Gran Oriente de Italia emitió un comunicado en el cual el Gran Maestre Gustavo Raffi decía que «con el Papa Francisco ya nunca nada será como antes. Esta elección ha sido una apuesta indiscutible de la fraternidad por una Iglesia de diálogo, no contaminada por la lógica ni las tentaciones del poder temporal (…) Nuestra esperanza es que el pontificado de Francisco marque el regreso de la Iglesia-Palabra en lugar de la Iglesia-Institución, y que él promueva el diálogo con el mundo contemporáneo (…) siguiendo los principios de Vaticano II (…) Tiene la gran oportunidad de mostrar al mundo el rostro de una Iglesia que debe recuperar el anuncio de una nueva humanidad, no el peso de una institución que defiende sus privilegios». El 16 de marzo, en un nuevo artículo del Gran Oriente de Italia, esta vez anónimo, el lector se entera de que existen tres miradas diferentes en los miembros del GOI: la de los que son escépticos en cuanto al progresismo de Francisco, la de los que prefieren guardar un cauto silencio y juzgarlo luego por sus actos y, finalmente, la de los que exhiben la convicción de que será un papa «innovador y progresista, basándose en el hecho de que algunos Hermanos aseguran haber contribuido indirectamente, en el interior del Cónclave, por intermedio de amigos fraternos, a la elección de un hombre capaz de regenerar la Iglesia Católica y la sociedad humana en su conjunto». Ese punto de vista se ve reforzado por el hecho de que el cardenal Bergoglio, durante el cónclave de 2005, había sido apadrinado por el cardenal Carlo María Martini, fallecido el 31 de agosto de 2012, desaparición saludada por el GOI en un comunicado fechado el 12 de septiembre en los siguientes términos: «Ahora que las celebraciones retóricas y las condolencias pomposas han dejado lugar al silencio y al duelo, el Gran Oriente de Italia saluda con afecto al Hermano Carlo María Martini, quien ha partido hacia el Oriente Eterno». Y el 28 de julio de 2013, con ocasión del deceso del cardenal Ersilio Tonini, masón reconocido, el Gran Maestre Gustavo Raffi le rindió tributo asegurando que llora «al amigo, al hombre del diálogo con los masones, al maestro del Evangelio social. Hoy la humanidad es más pobre, como lo es igualmente la Iglesia Católica». Pero a renglón seguido se apresura a añadir que, a despecho de esa gran pérdida, «la Iglesia del Papa Francisco es una Iglesia que promete ser respetuosa de la alteridad y compartir la idea que el Estado laico favorece la paz y la coexistencia de las diferentes religiones (!!!)». El límpido homenaje tributado a Francisco por el Gran Maestre del Gran Oriente de Italia es un testimonio por demás inquietante con relación a su pontificado. Como prueba de ello, y limitándonos a tan sólo uno de los abundantes textos pontificales referidos a la masonería, he aquí lo que decía León XIII en su encíclica Humanum Genus, del 20 de abril de 1884: «En nuestra época, los autores del mal parecieran haberse coaligado en un inmenso esfuerzo, bajo el impulso y con la ayuda de una sociedad diseminada por un gran número de lugares y fuertemente organizada, la sociedad de los francmasones. Estos, sin disimular ya sus intenciones, rivalizan de audacia entre ellos contra la augusta majestad de Dios, maquinando abiertamente y en público la ruina de la Santa Iglesia, con la finalidad de lograr despojar, si lo pudiesen, las naciones cristianas de los beneficios que ellas han recibido de Jesucristo, nuestro Salvador».
Habría muchas otras declaraciones y gestos de Francisco que se podrían calificar cuando menos de perturbadores y que se prestarían a un prolongado desarrollo, del que me abstendré aquí en aras de la brevedad, y de los cuales he seleccionado tan sólo algunos a modo de ejemplo, tomados de una extensa lista que por cierto no deja de acrecentarse día tras día a una velocidad vertiginosa…
(Continúa) Alejandro Sosa Laprida