Esteban martirizado con piedras, mientras persevera heroicamente hasta el final con la oración, ganando así la corona de la salvación.
Veamos ahora cómo se ha de vencer al mundo.
Gran enemigo es el demonio, mas el mundo es peor. Si el demonio no se sirviese
de él, de los hombres malos, que forman lo que llamamos mundo, no lograría los
triunfos que obtiene. No tanto amonesta el Redentor que nos guardemos del
demonio como de los hombres (Mt., 10, 17). Estos son a menudo peores que
aquéllos, porque a los demonios se los ahuyenta con la oración e invocando
los nombres de Jesús y de María; pero los malos amigos, si mueven a alguno a pecar
y les responde con buenas y cristianas palabras, no huyen ni se reprimen, sino
que le excitan y tientan más, y se burlan de él llamándole necio, cobarde o
menguado; y cuando otra cosa no pueden, le tratan de hipócrita, que finge
santidad. Y no pocas almas tímidas o débiles, por no oír tales burlas e
improperios, siguen a aquellos ministros de Lucifer y pecan miserablemente.
Persuádete, pues, hermano mío, de que si quieres vivir piadosamente, los
impíos, los malvados te menospreciarán y se burlarán de ,ti. El que vive mal no
puede tolerar a los que viven bien, porque la vida de éstos les sirve de
continuo reproche y porque quisiera que todos le imitasen para acallar el
remordimiento que le ocasiona la cristiana vida de los demás. El que sirve a
Dios, dice el Apóstol (2 Ti. 3, 12), tiene que ser perseguido del mundo. Todos
los santos sufrieron rudas persecuciones. ¿Quién más santo que Jesucristo?
Pues el mundo le persiguió hasta darle afrentosa muerte de cruz.
No ha de sorprendernos esto porque las máximas
del mundo son del todo contrarias a las de Jesucristo. A lo que aquél estima
llama Cristo locura (1 Co., 3, 19). Y al contrario, el mundo tiene por demencia
lo que alaba y aprecia nuestro Redentor, como son las cruces, dolores y
desprecios (1 Co., 1, 13). Pero consolémonos, que si los malos nos maldicen y
vituperan, Dios nos bendice y ensalza (Sal. 108, 28). ¿No basta ser alabados de
Dios, de María Santísima, de los ángeles y santos y de todos los buenos?
Dejemos, pues, que los pecadores digan lo que quisieren y prosigamos sirviendo
a Dios, que tan fiel y amoroso es para los que le aman. Cuanto mayores fueren
los obstáculos y contradicciones que hallemos practicando el bien, tanto más
grandes serán la complacencia del Señor y nuestros méritos. Imaginemos que en
el mundo sólo Dios y nosotros existimos, y cuando los malvados nos censuren
encomendémoslos al Señor, y dándole gracias por la luz que a nosotros nos
alumbra y a ellos les niega, prosigamos en paz nuestro camino. Nunca nos cause
rubor el ser y parecer cristianos, porque si nos avergonzamos de ello,
Jesucristo se avergonzará de nosotros, según nos anunció (Lc, 9, 26).
Si queremos salvarnos, menester es que estemos
firmemente resueltos a padecer fuerza y a violentarnos siempre. «Estrecho es el
camino que conduce a la vida» (Mt., 7, 14).
El reino de los cielos se alcanza a viva
fuerza, y los que se la hacen a sí mismos son los que le arrebatan (Mt., 11,
12). Quien no se hace violencia no se salvará. Y esto es irremediable, porque
si queremos practicar el bien, tenemos que luchar contra nuestra rebelde
naturaleza. Singularmente, debemos violentarnos al principio para extirpar los
malos hábitos y adquirir los buenos, puesto que después la buena costumbre
convierte en cosa fácil y dulce la observancia de la buena ley.
Dijo el Señor a Santa Brígida que, a quien
practicando las virtudes con valor y paciencia sufre la primera punzada de las
espinas, después esas mismas espinas se le truecan en rosas. Atiende, pues,
cristiano, y oye a Jesús que te dice como al paralítico (Jn., 5, 14): «Mira que
ya estás sano; no quieras pecar más, porque no te suceda cosa peor». Entiende,
añade San Bernardo, que si por tu desgracia vuelves a recaer, tu ruina será
peor que todas las de tus primeras caídas. ¡Ay de aquellos, dice el Señor (Is.,
30, 1) que emprenden el camino de Dios, y luego le dejan. Serán castigados
como rebeldes a la luz (Jn., 3, 19); y la pena de esos infelices, que fueron
favorecidos e iluminados con las luces de Dios, e infieles después, será quedar
del todos ciegos y así acabar su vida hundidos en la culpa. «Mas si el justo se
desviare de su justicia..., ¿por ventura vivirá? No se hará memoria de ninguna
de las obras justas...; por su pecado morirá» (Ez., 18, 24).
Afectos y súplicas
¡Ah, Dios mío! ¡Cuántas veces he merecido
castigo semejante, ya que tantas dejé el pecado por las luces y mercedes que me
disteis, y luego miserablemente recaí en la culpa! Infinitas gracias os doy
por vuestra clemencia en no haberme abandonado a mi ceguedad, privándome de
vuestras luces como yo merecía. Obligadísimo os quedo, y harto ingrato sería si
volviese a separarme de Vos. No será así, Redentor mío: antes bien, espero que
en el resto de mi vida, y en toda la eternidad, he de alabar y cantar vuestras
misericordias (Sal. 88, 2), amándoos siempre sin perder vuestra divina gracia.
Mi pasada ingratitud, que maldigo y aborrezco sobre todo mal, me servirá de
acicate para llorar las ofensas que os hice y para inflamarme en amor a Vos,
que me habéis acogido o pesar de mis pecados, y me habéis otorgado tan
altas mercedes. Os amo, Dios mío, digno de infinito amor. Desde hoy seréis mi
único amor, mi único bien. ¡Oh Eterno Padre! Por los merecimientos de
Jesucristo os pido la perseverancia final en vuestro amor y gracia, y sé que
me la concederéis si continúo pidiéndoosla. Mas, ¿quién me asegura de que así
lo haré? Por eso, Dios mío, os ruego que me deis la gracia de que siempre os
pida ese precioso don... ¡Oh María!, mi abogada, esperanza y refugio,
alcanzadme con vuestra intercesión constancia para pedir a Dios la
perseverancia final. Os lo ruego por vuestro amor a Cristo Jesús.
San Alfonso María de Ligorio, “Preparación para la muerte”, Ed. Apostolado de la Prensa, S. A.,
Madrid, 1944.