Como ya venimos mostrando en
varias entradas anteriores (ver aquí,
aquí,
aquí
y aquí),
el cardenal Walter Kasper (teólogo recomendado
y aplaudido
por Francisco), ha comenzado una revolución cultural contra la indisolubilidad
del matrimonio, según la doctrina tradicional de la Iglesia. El católico
conservador Roberto de Mattei,
escribe un artículo refutando varios de los argumentos que el cardenal ha
expuesto en el Consistorio extraordinario
sobre la familia celebrado en febrero.
Artículo aparecido en Corrispondenza
Romana, 01-Mar-2014. Traducción de Tradición
Digital, 07-Mar-2014.
Lo que Dios ha unido. La revolución cultural
del cardenal Kasper
“La doctrina no cambia, la
novedad concierne sólo la praxis pastoral”. El eslogan, repetido desde hace
un año, por un lado tranquiliza a aquellos conservadores que miden todo en
términos de enunciaciones doctrinales, y por el otro alienta a los progresistas
que atribuyen a la doctrina escaso valor y confían totalmente en el primado de
la praxis. Un clamoroso ejemplo de revolución cultural propuesta en nombre de
la praxis nos viene de la relación dedicada a “El Evangelio de la familia”
con la que el Cardenal Walter Kasper abrió el pasado 20 de febrero las sesiones
del Consistorio extraordinario sobre la familia. El texto, que el Padre Federico
Lombardi define como “en gran sintonía” con el pensamiento de Papa
Francisco, se merece también por esto ser valorado en toda su envergadura.
El punto de partida del Cardenal
Kasper es la contestación de que “entre la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio
y sobre la familia, y las convicciones vividas por muchos cristianos se ha
abierto un abismo”. Pero, el Cardenal evita formular un juicio negativo
sobre estas “convicciones”, antitéticas a la fe cristiana, eludiendo la
pregunta fundamental: ¿Por qué existe este abismo entre la doctrina de la
Iglesia y la filosofía de vida de los cristianos contemporáneos? ¿Cuál es la
naturaleza, cuáles son las causas del proceso de disolución de la familia? En
ninguna parte de su relación se dice que la crisis de la familia es la
consecuencia de un ataque programado a la familia, fruto de una concepción del
mundo laicista que se opone a ella. Y este silencio a pesar del reciente
documento sobre los “Estándares para la educación sexual” de la
“Organización Mundial de la Salud” (OMS), la aprobación por parte del
Parlamento Europeo del “informe Lunacek”, la legalización de los matrimonios
homosexuales y el delito de homofobia hecha por tantos gobiernos occidentales.
Además, no podemos no preguntarnos: ¿Es posible, en 2014, dedicar 25 páginas al
tema de la familia, ignorando la objetiva agresión que la familia, no sólo la
cristiana sino la natural, padece en todo el mundo? ¿Cuáles pueden ser las
razones de este silencio, sino una subordinación psicológica y cultural a esos
poderes mundanos que promueven el ataque a la familia?
En la parte fundamental de su
relación, dedicada al problema de los divorciados vueltos a casar, el Cardenal
Kasper no expresa ni una palabra de condena sobre el divorcio y sus desastrosas
consecuencias en la sociedad occidental. Pero ¿no ha llegado el momento de
decir que gran parte de la crisis de la familia se remonta precisamente a la
introducción del divorcio, y que los hechos demuestran cómo la Iglesia tenía
razón en combatirlo? ¿Quién tendría que decirlo, sino un Cardenal de la Santa
Romana Iglesia? Sin embargo, el Cardenal parece interesarse sólo en el “cambio
de paradigma” que exige la situación de los divorciados vueltos a casar.
Casi para prevenir posibles
objeciones, el Cardenal se anticipa afirmando: la Iglesia “no puede proponer
una solución diversa o contraria a las palabras de Jesús”. La
indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la imposibilidad de contraer un
nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge “pertenece a la tradición de
la fe vinculante de la Iglesia que no puede ser abandonada o disuelta apelando
a una comprensión superficial de una misericordia barata”. Pero,
inmediatamente después de haber proclamado la necesidad de mantenernos fieles a
la Tradición, el Cardenal Kasper avanza dos propuestas demoledoras para
escamotear el Magisterio perenne de la Iglesia en materia de familia y de
matrimonio.
Según Kasper, el
método que hay que adoptar es el mismo aplicado por el Concilio Vaticano II en
relación con la cuestión del ecumenismo o de la libertad religiosa: cambiar la
doctrina, sin evidenciar que se modifica. “El Concilio –afirma–, sin
violar la tradición dogmática vinculante, ha abierto las puertas”. ¿Abierto
las puertas a qué cosa? A la violación sistemática, en el plano de la praxis,
de aquella tradición dogmática de la que, en palabras, se afirma la
obligatoriedad.
La primera vía para vaciar la
Tradición arranca de la exhortación apostólica “Familiaris consortio” de
Juan Pablo II, allí donde se dice que algunos divorciados vueltos a casar “están
subjetivamente seguros en conciencia de que su precedente matrimonio,
irreparablemente destruido, no había sido nunca válido” (n. 84). Pero la “Familiaris
consortio” puntualiza que la validez del matrimonio nunca puede ser dejada
a la valoración subjetiva de la persona, sino a los tribunales eclesiásticos,
instituidos por la Iglesia para defender el sacramento del matrimonio.
Precisamente refiriéndose a tales tribunales, el Cardenal asesta el golpe
definitivo: “Dado que ellos no son iure divino, sino que se han desarrollado
históricamente, nos preguntamos a veces si la vía judicial tenga que ser la
única vía para resolver el problema o si no serían posibles otros
procedimientos, más pastorales y espirituales. Como alternativa, se podría
pensar que el Obispo pueda encargar este cometido a un sacerdote con
experiencia espiritual y pastoral como penitenciario o vicario episcopal”.
La propuesta es explosiva. Los
tribunales eclesiásticos son los órganos a los que normalmente es confiado el
ejercicio de la potestad jurídica de la Iglesia. Los tres principales
tribunales son la Penitenciaria Apostólica, que juzga los casos del foro
interno, la Rota Romana, que recibe en apelación las sentencias de cualquier
otro tribunal eclesiástico y la Signatura Apostólica, que es el supremo órgano
jurisdiccional, algo parecido al Tribunal Superior de Justicia en relaciones
con los tribunales españoles. Benedicto XIV, con su célebre constitución “Dei
Miseratione”, introdujo en la legislación matrimonial el principio de la
dúplice decisión judicial conforme. Esta praxis tutela la búsqueda de la
verdad, garantiza un resultado procesal justo, y demuestra la importancia que
la Iglesia atribuye al sacramento del matrimonio y a su indisolubilidad. La propuesta
de Kasper pone en entredicho el juicio objetivo del tribunal eclesiástico, que
sería sustituido por un simple sacerdote, llamado ya no a salvaguardar el bien
del matrimonio, sino a satisfacer las exigencias de la conciencia de los
individuos.
Refiriéndose al discurso del 24
de enero de 2014 a los oficiales del Tribunal de la Rota Romana en el que el Papa
Francisco afirma que la actividad judicial eclesial tiene una connotación
profundamente pastoral, Kasper absorbe la dimensión judicial en la pastoral,
aseverando la necesidad de una nueva “hermenéutica jurídica y pastoral”,
que vea detrás de toda causa a la “persona humana”. “¿De verdad es
posible –se pregunta– que se decida sobre el bien o el mal de
las personas en segunda o tercera instancia sólo sobre la base de actas, es
decir de papeles, pero sin conocer a la persona y su situación?”. Estas
palabras son ofensivas hacia los tribunales eclesiásticos y para la misma
Iglesia, cuyos actos de gobierno y de magisterio están fundamentados sobre
papeles, declaraciones, actas jurídicas y doctrinales, todo ello encaminado a
la “salus animarum”. Se puede fácilmente imaginar cómo las nulidades
matrimoniales se extenderían, introduciendo el divorcio católico de hecho, si
no de derecho, con un daño devastador precisamente en relación con el bien de
las personas humanas.
El Cardenal Kasper parece ser
consciente de este peligro, pues añade: “Sería equivocado buscar la solución
del problema sólo a través de una generosa dilatación del procedimiento de la
nulidad matrimonial”. Es necesario “tomar en consideración también la
aún más difícil cuestión de la situación del matrimonio confirmado y consumado
entre bautizados, en el que la comunión de la vida matrimonial se ha
irremediablemente roto y uno o ambos de los cónyuges han contraído un segundo
matrimonio civil”. Llegado a este punto, Kasper cita una declaración de la
Doctrina de la Fe de 1994 según la cual los divorciados vueltos a casar no
pueden recibir la comunión sacramental, mientras que pueden recibir la espiritual.
Se trata de una declaración en línea con la Tradición de la Iglesia. Pero el
Cardenal da un brinco en adelante poniendo esta pregunta: “Quien recibe la
comunión espiritual es una sola cosa con Jesucristo; entonces ¿cómo puede estar
en contradicción con el mandamiento de Cristo? ¿Por lo tanto, por qué no puede
recibir también la comunión sacramental? Si excluimos de los sacramentos a los
cristianos divorciados vueltos a casar (…) ¿no estamos quizá poniendo en
discusión la fundamental estructura sacramental de la Iglesia?”.
En realidad no existe ninguna
contradicción en la praxis por dos veces milenaria de la Iglesia. Los
divorciados vueltos a casar no están exonerados de sus deberes religiosos. Como
cristianos bautizados tienen siempre la obligación de observar los mandamientos
de Dios y de la Iglesia. Por lo tanto, tienen no sólo el derecho, sino el deber
de asistir a Misa, de observar los preceptos de la Iglesia y de educar
cristianamente a sus hijos. No pueden recibir la comunión sacramental porque se
encuentran en pecado mortal, pero pueden hacer la comunión espiritual, porque
incluso quien se encuentra en condición de pecado grave debe rezar, para
obtener la gracia de salir del pecado. Pero la palabra pecado no cabe en el
vocabulario del Cardenal Kasper y nunca aflora en su relación para el
Consistorio. Entonces ¿cómo maravillarse si, como el mismo Papa Francisco
declaró el pasado 31 de enero, hoy “se ha perdido el sentido del pecado”?
Según el Cardenal Kasper, la
Iglesia de los orígenes “nos da una indicación que puede servir como salida”
a lo que él define “el dilema”. El Cardenal afirma que en los primeros
siglos existía la praxis por la que algunos cristianos, a pesar de que el
primer cónyuge aún viviese, tras un tiempo de penitencia, vivían una segunda
relación. “Orígenes –afirma– habla de esta costumbre,
definiéndola ‘no irracional’. También Basilio el Grande y Gregorio Nacianceno
–¡dos padres de la Iglesia aún unida!– se refieren a esta práctica. Agustín
mismo, bastante más severo sobre la cuestión, al menos en un punto parece no
excluir toda solución pastoral. Estos Padres querían, por razones pastorales,
con el fin de evitar lo peor, tolerar lo que de por sí es imposible aceptar”.
Es una lástima que el Cardenal no
aclare cuáles son sus referencias patrísticas, porque la realidad histórica es
bien distinta de como él la pinta. El Padre George H. Joyce, en su estudio
histórico-doctrinal sobre el “Matrimonio cristiano” (1948) demostró que
durante los primeros siglos de la era cristiana no se puede encontrar ningún
decreto de un Concilio ni ninguna declaración de un Padre de la Iglesia que
sostenga la posibilidad de disolución del vínculo matrimonial. Cuando, en el
siglo segundo, Justino, Atenágoras y Teófilo de Antioquía aluden a la prohibición
evangélica del divorcio, no dan alguna indicación de excepciones. Clemente de
Alejandría y Tertuliano son aún más explícitos. Y Orígenes, aunque buscando
alguna justificación a la praxis adoptada por unos Obispos, puntualiza que esta
praxis contradice la Escritura y la Tradición de la Iglesia (Comment. In
Matt., XIV, c. 23, en Patrología Greca, vol. 13, col. 1245). Dos de
los primeros Concilios de la Iglesia, el de Elvira (306) y el de Arles (314),
lo confirman claramente. En todas las partes del mundo, la Iglesia considera
imposible la disolución del vínculo y el divorcio con derecho a segundas
nupcias era del todo desconocido. Entre los Padres, quien trató más ampliamente
la cuestión de la indisolubilidad fue San Agustín, en muchas de sus obras,
desde el “De diversis Quaestionibus” (390) hasta el “De Coniugijs
adulterinis” (419). Él refuta a quien se quejaba de la severidad de la
Iglesia en materia matrimonial y siempre se mantuvo inamoviblemente firme sobre
la indisolubilidad del matrimonio, demostrando que ése, una vez contraído, no
se puede romper por cualquier razón o circunstancia. Es a San Agustín a quién
se debe la célebre distinción entre los tres bienes del matrimonio: proles, fides y sacramentum.
Igualmente falsa es la tesis de
una dúplice posición, latina y oriental, frente al divorcio, en los primeros
siglos de la Iglesia. Solamente después de Justiniano, la Iglesia de Oriente
empezó a ceder al cesaropapismo, adecuándose a las leyes bizantinas que
toleraban el divorcio, mientras que la Iglesia de Roma afirmaba la verdad y la
independencia de su doctrina frente al poder civil. Por lo que concierne a San
Basilio, retamos al Cardenal Kasper a que lea sus cartas y encuentre en ellas
un pasaje que autorice explícitamente el segundo matrimonio. Su pensamiento
está resumido en lo que escribe en la “Ethica”: “No es lícito a un
hombre repudiar a su mujer y casarse con otra. Ni está permitido que un hombre
se case con una mujer que se haya divorciado de su marido” (Ethica, Regula 73,
c. 2, en Patrología Greca, vol. 31, col. 852). Lo mismo puede
decirse en relación con el otro autor citado por el Cardenal, San Gregorio
Nacianceno, el cual con claridad escribe: “el divorcio es absolutamente
contrario a nuestras leyes, aunque las leyes de los Romanos juzguen diversamente”
(Epístola 144, en Patrología Greca, vol. 37, col. 248).
La “práctica penitencial
canónica” que el Cardenal Kasper propone como salida del “dilema”, tenía en
los primeros siglos un significado exactamente opuesto al que él parece querer
atribuirle. Tal práctica no se cumplía para expiar el primer matrimonio, sino
para reparar el pecado del segundo, y obviamente exigía el arrepentimiento de
este pecado. El undécimo Concilio de Cartago (407), por ejemplo, emanó un canon
así concebido: “Decretamos que, según la disciplina evangélica y apostólica,
la ley no permite ni a un hombre divorciado de su mujer ni a una mujer
repudiada por su marido volverse a casar; sino que tales personas deben
quedarse solas, o que se reconcilien recíprocamente, y que si violan esta ley,
tienen que hacer penitencia” (Hefele-Leclercq, Histoire des
Conciles, vol. II (I), p. 158).
La posición del Cardenal se hace
aquí paradójica. En vez de arrepentirse de la situación de pecado en el que se
encuentra, el cristiano vuelto a casar debería arrepentirse de su primer
matrimonio, o al menos de su fracaso, del que a lo mejor él es totalmente
inocente. Además, una vez admitida la legitimidad de las convivencias
postmatrimoniales, no se entiende por qué no deberían permitirse también las
convivencias prematrimoniales, si son estables y sinceras. Caen los “absolutos
morales”, que la encíclica de Juan Pablo II “Veritatis Splendor” había
ratificado con tanta fuerza. Sin embargo, el Cardenal Kasper prosigue tranquilo
en su razonamiento.
“Si un divorciado vuelto a
casar: -1. Se arrepiente del fracaso del primer matrimonio. -2. Si ha aclarado
las obligaciones del primer matrimonio, si es definitivamente excluido que
vuelva atrás. -3. Si no puede abandonar sin otras culpas los compromisos asumidos
con el nuevo matrimonio civil. -4. Pero si se esfuerza en vivir al máximo de
sus posibilidades el segundo matrimonio a partir de la fe y educar a sus hijos
en la fe. -5. Si desea los sacramentos en cuanto fuente de fuerza en su
situación, ¿debemos o podemos negarle, después de un tiempo de nueva
orientación (metanoia) el sacramento de la penitencia y luego el de la
comunión?”.
A estas preguntas ya contestó el
Cardenal Müller, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (La
forza della grazia, “L’Osservatore Romano”, 23 de octubre de 2013) citando
la “Familiaris consortio”, que en el n. 84 facilita unas indicaciones
muy precisas de carácter pastoral coherentes con la enseñanza dogmática de la
Iglesia sobre el matrimonio: “En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los
pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados,
procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia,
pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les
exhorta a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a
perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas
de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana,
a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo,
día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente
como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza. La
Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura, reafirma su praxis de
no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez.
Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de
vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia,
significada y actualizada en la Eucaristía”.
La posición de la Iglesia es
inequívoca. Se niega la comunión a los divorciados vueltos a casar porque el
matrimonio es indisoluble y ninguna de las razones aducidas por el Cardenal
Kasper permite la celebración de un nuevo matrimonio o la bendición de una
unión pseudo-matrimonial. La Iglesia no lo permitió a Enrique VIII, perdiendo
el Reino de Inglaterra, y no lo permitirá jamás porque, como recordó Pío XII a
los párrocos de Roma el 16 de marzo de 1946: “El matrimonio entre bautizados
válidamente contraído y consumado no puede ser disuelto por ninguna potestad
sobre la tierra, ni por la Suprema Autoridad eclesiástica”. Es decir,
tampoco por el Papa y mucho menos por el Cardenal Kasper.