Cristo Rey y Sumo Sacerdote,
quién debe inspirar las leyes y el órden social para la salvación.
En una reciente alocución pública este mes de
octubre, nuestro Padre Santo el Papa Pablo VI puso en guardia contra la interpretación
errónea de ciertas afirmaciones del Concilio referentes a la dignidad de la
persona humana, interpretación que induciría al rechazo de la autoridad y al
menosprecio de la obediencia.
Los numerosos hechos de que somos testigos en
esta época postconciliar, que manifiestan las consecuencias de esa falsa
interpretación, justifican los temores de nuestro Padre Santo el Papa. Somos
sacudidos por francas rebeliones de ciertos grupos de Acción Católica contra
los obispos, de seminaristas contra sus superiores, de religiosos y religiosas
que evidencian una actitud negativa frente a la autoridad, haciendo imposible
su ejercicio.
La dignidad humana, la exaltación de la
conciencia individual convertida en regla fundamental de la moral, los carismas
personales, son los pretextos que se invocan para reducir la autoridad a un
principio de unidad sin ningún poder. ¡Cómo no reprochar tal fermentación,
preludio de rebelión, del libre examen, que ha sido causa de las grandes
calamidades de los siglos pasados!
Nos parece más oportuno que nunca restablecer
la verdadera noción de autoridad y a tal efecto mostrar los beneficios queridos
por la Providencia en las dos sociedades naturales que tienen en esta tierra
una influencia primordial sobre todo individuo: la familia y la sociedad civil.
Viene bien recordar que la autoridad es la
causa formal de la sociedad.
Por tanto a ella le toca reglamentar y
dirigir todo aquello que orienta hacia la causa final de la sociedad, que es
un bien común a todos sus miembros.
Dado que los miembros de una sociedad son
seres inteligentes, la autoridad dirigirá su actividad hacia el fin común
mediante directivas o leyes, velará por su aplicación y revocará las que se
oponen al bien común.
El sujeto de la autoridad será designado de
múltiples maneras; pero el poder de la autoridad, es decir, la facultad de
dirigir a otros seres humanos, es una participación en la autoridad de Dios.
Siendo las sociedades múltiples, los reglamentos referentes a la autoridad
podrán ser muy diversos, pero nunca impedirán que la autoridad sea de origen
divino.
En su “Tratado de Filosofía” (tomo IV,
n° 384), Jolivet describe
del siguiente modo la fuente primaria de la autoridad: “Únicamente Dios
tiene derecho a mandar porque el derecho que consiste en obligar a la voluntad
sólo puede pertenecerle a aquel que da el ser y la vida. También decimos que
Dios es el «Derecho viviente» porque Él es el principio primero de todo lo que
es. De ello se sigue que toda autoridad,
sea cual fuere la sociedad, no puede ejercerse sino a título de delegación de
Dios; todo jefe investido de un poder legítimo es el representante de Dios”.
Como la autoridad tiene por fin el bien común
de los miembros y como los propios miembros desean la obtención de ese bien
por propia determinación, jamás debería haber choque entre la autoridad y los
miembros que persiguen el mismo fin. No debería haber de suyo oposición entre
el jefe y el subordinado, entre la autoridad y la libertad. Hay choque o
desentendimiento cuando la autoridad ya no busca el verdadero bien común o
cuando el subordinado antepone su bien personal al bien común. A menos que haya
evidencia en contrario, la autoridad legítima y prudente es juez del bien común
y los miembros deben someterse a priori a ese juicio.
Someterse a las directivas de la autoridad
legítima es ejercer la virtud de la obediencia, cuyo ejemplo emocionante nos
lo dio Nuestro Señor al sacrificar su vida por obediencia: “obediens usque
ad mortem, mortem autem crucis”.
En su carta “Notre charge apostolique” del
25 de agosto de 1910 San Pío X escribió: “¿Acaso toda sociedad de criaturas independientes y
desiguales por naturaleza no necesita una autoridad que dirija su actividad
hacia el bien común y que imponga su ley?... ¿Puede decirse con visos de razón
que hay incompatibilidad entre la autoridad y la libertad sin arriesgarse a
errar torpemente acerca del concepto de libertad? ¿Se puede enseñar que la
obediencia es contraria a la dignidad humana y que lo ideal sería reemplazarla
por «la autoridad consentida»? ¿Acaso el Apóstol San Pablo no tenía en vista la
sociedad humana en todas sus etapas posibles cuando prescribió a los fieles ser
sumisos a toda autoridad? ¿Acaso el estado religioso fundado en la obediencia
sería contrario al ideal de la naturaleza humana? ¿Acaso los santos, que fueron
los más obedientes entre los hombres, eran esclavos y degenerados?...” La
autoridad es la llave maestra de toda sociedad.
Beneficios de la autoridad en la sociedad familiar.
Si existe un período de la vida humana en el
cual la autoridad desempeña un notable papel, ese período es ciertamente el
que abarca desde el nacimiento hasta la mayoría de edad. La familia es una
maravillosa institución divina en cuyo seno el hombre recibe la existencia,
existencia tan restringida que necesitará un largo período de educación,
dispensada ésta primero por los padres y luego por aquéllos que cooperan en
esa educación de acuerdo con la elección de los padres.
El niño recibe todo de su padre y de su
madre: El alimento corporal, intelectual y religioso, la educación moral y
social. Recibe la ayuda de maestros, que comparten espiritualmente la autoridad
de los padres. Ya sea por medio de los padres o de los maestros, no es menos
cierto que la casi totalidad de la ciencia adquirida durante la adolescencia
será más una ciencia aprendida, recibida, aceptada, que una ciencia adquirida
por la inteligencia y la evidencia del juicio y el raciocinio.
El joven estudiante cree en sus padres, en
sus maestros, en sus libros, y de ese modo sus conocimientos se amplían y se
multiplican. Su ciencia propiamente dicha, la que puede rendir cuenta de su
saber, es muy limitada.
Si se piensa en el conjunto de la infancia,
de la juventud, en la humanidad y en la historia, se comprueba que la
transmisión de los conocimientos se debe más a la autoridad que los transmite
que a la evidencia de la ciencia adquirida.
Si se trata de estudios superiores, la
juventud adquiere ciertamente conocimientos más personales y se esfuerza por
conocer las disciplinas estudiadas de la manera en que sus propios maestros las
conocen. Pero la cantidad de
conocimientos requeridos, ¿permite hoy al estudiante llegar al límite de las pruebas
y experiencias? Por otra parte, muchas ciencias —la historia, la geografía, la
arqueología, las artes— no pueden sino basarse en la fe que inspiran los
maestros y los libros.
Esto tiene aún mayor validez cuando se trata
de conocimientos religiosos, de la práctica de la religión, del ejercicio de
la moral de acuerdo con la religión, las tradiciones y las costumbres. La conversión
a otra religión tropieza con el enorme obstáculo de la ruptura con la religión
transmitida por los padres. Un ser humano siempre conserva más sensibilidad
para con la religión materna.
Digamos sin más rodeos que esa educación
signada por la familia y por maestros que completan la educación familiar ocupa
lugar destacado en la vida del hombre. Nada subsiste tanto en el individuo como
las tradiciones familiares. Eso vale para cualquier lugar de la tierra.
Esa extraordinaria influencia de la familia y
del ambiente educacional resulta providencial. Es algo querido por Dios. Es
normal que los niños conserven la religión de sus padres, así como es normal
que si el jefe de la familia se convierte, toda su familia se convierta.
Ejemplos de ello se tienen con frecuencia en el Evangelio y en los Hechos de
los Apóstoles.
Dios ha querido que sus beneficios se
transmitan a los hombres ante todo por la familia. Por eso se ha concedido al
padre de familia esa gran autoridad, que le confiere inmenso poder sobre la
sociedad familiar, sobre su esposa y sus hijos. Cuantos más bienes hay para
transmitir, mayor es la autoridad.
El niño nace tan débil, tan imperfecto,
podría decirse tan incompleto, que se comprende la necesidad absoluta de
permanencia e indisolubilidad del hogar.
Querer exaltar la personalidad y la
conciencia personal del niño en detrimento de la autoridad familiar, es
infligir una desgracia a los niños, es impulsarlos a la rebelión, al desprecio
de los padres, en tanto que se promete la longevidad a quienes honran a sus
padres. San Pablo pide a los padres que no provoquen la cólera de sus hijos,
pero agrega que deben ser educados en la disciplina y el temor de Dios
(Efesios, 4, 4).
Significa apartarse de los caminos de Dios
pretender que la sola verdad por su propia fuerza y brillo deba indicar a los
hombres la verdadera religión, cuando en realidad Dios ha previsto la transmisión
de la religión por los padres y por testimonios dignos de la confianza de
quienes los escuchan.
Si hubiera que esperar a tener inteligencia
de la verdad religiosa para creer y convertirse, actualmente habría muy pocos
cristianos. Se cree en las verdades religiosas porque los testigos son dignos
de crédito por su santidad, su desinterés, su caridad. Se cree en la religión
verdadera porque ella colma los anhelos profundos del alma humana recta, en
particular dándole una Madre divina, María, un padre visible, el Papa, y un
alimento celestial, la Eucaristía. Nuestro Señor no preguntó a los conversos si
comprendían, les preguntó si creían. Porque como dice San Agustín, la Fe viva
da inteligencia.
En el caso de la sociedad familiar, del primer
período de toda vida humana, es evidente que los beneficios de la autoridad son
inmensos e indispensables, que son la vía más segura para una educación completa
que prepare para la vida en la sociedad civil y en la Iglesia. La Iglesia ya
interviene de manera apreciable mediante la ayuda que presta a la familia y por
medios indispensables para la vida cristiana y social de los fieles.
Pero llega un momento en que las dos
sociedades deben realizar juntas el relevo de la familia, porque es evidente
que aun educado, el ser humano es incapaz de vivir y proseguir su vocación en
este mundo sin la ayuda de esas dos sociedades.
Beneficio de la autoridad en la sociedad civil.
¿Se puede afirmar que el hombre llegado a la
mayoría de edad ya no necesita ayuda para continuar progresando en sus
conocimientos, para mantenerse en la virtud y para cumplir su papel en la
sociedad? Si la sociedad familiar ha terminado su tarea esencial, está claro
que la sociedad civil y la Iglesia siguen siendo los medios normales para
proporcionarle, ésta los medios espirituales y aquélla el ambiente social
favorable a una vida virtuosa y orientada hacia el fin último según el cual la
Providencia divina ordena todo en este mundo.
Aquí conviene repetir con la enseñanza
tradicional de la Iglesia y con todos los papas [hasta Pío XII], que el Estado, la sociedad
civil, tiene un notable papel que cumplir para con los ciudadanos, para
ayudarlos y estimularlos en la Fe y la virtud. No se trata en absoluto de
coacción en el acto de Fe, no se trata de coacción frente a la conciencia de la
persona en sus actos internos y privados. Se trata del papel natural de la
sociedad civil querida por Dios para ayudar a los hombres a conseguir su fin
último.
Dice el Papa León XIII (Encíclica “Libertas”): “No podría ponerse en duda que ¡a
reunión de los hombres en sociedad sea obra de la voluntad de Dios, ya se lo
considere en sus miembros, en su forma que es la autoridad, en su causa o en el
número y la importancia de las ventajas que ello procura al hombre...” A
su vez Pío XI afirma
(Encíclica “Divini Redemptoris”):
“Dios destina al hombre a vivir en sociedad como lo pide la naturaleza. En el
plan del Creador la sociedad es el medio natural del cual el hombre puede y
debe servirse para alcanzar su fin”.
Y en otra parte (“Ad salutem”): “Los príncipes y los gobernantes, que han
recibido el poder de Dios para cada uno dentro de los límites de su propia
autoridad, esfuércense por realizar los designios de la divina Providencia de
la cual son colaboradores... No sólo no deben hacer nada que pueda resultar en
detrimento de las leyes de la justicia y de la caridad cristiana, sino que les
toca facilitar a sus súbditos el conocimiento y la adquisición de los bienes imperecederos”.
Pío XII (11 de junio de 1941) dice también: “De la
forma dada a la sociedad, conforme o no a las leyes divinas, depende y deriva
el bien o el mal para las almas, es decir, el hecho de que los hombres, llamados
todos a ser vivificados por la gracia de Dios, respiren en las contingencias
terrenales de la vida el aire sano y vivificante de la verdad y de las virtudes
morales, o por el contrario, el virus morboso y a menudo mortal del error y la
depravación”.
El Padre Jolivet (“Tratado de Filosofía”, tomo
IV, n° 435) concluye de manera muy clara su estudio sobre el origen del
poder en la sociedad civil: “Sea cual fuere el punto de vista que se adopte
tocante a la causa eficiente de la realidad social, la doctrina del origen
natural de la sociedad implica el principio esencial de que, dado que la
sociedad política reúne de manera permanente, con vistas al bien común
temporal, a los agrupamientos particulares de familias y de individuos, es una
institución querida por Dios, autor de la naturaleza, o sea, que es de derecho
divino natural. De ello se sigue inmediatamente que el poder de gobernar
también es de derecho divino natural”.
El autor completa su estudio exponiendo el
fin de la sociedad civil o del Estado: “Es disminuir notablemente la función
general del Estado, el forjarse una idea totalmente materialista acerca de la
felicidad temporal. La felicidad temporal depende en gran parte de las
virtudes intelectuales y morales de los ciudadanos, de la moralidad pública,
es decir, del feliz desenvolvimiento de todas las actividades morales y espirituales
del hombre, y en primer lugar, de la vida religiosa de la nación”. “También es
deber del Estado — sin que por eso, claro está, descuide su función
económica— esforzarse por crear las condiciones más favorables a la
prosperidad moral y espiritual de la nación”. “Esta tarea tiene un aspecto
negativo y un aspecto positivo...”
Es preciso destacar esa íntima vinculación de
la religión con la función temporal del Estado, pues ahí reside realmente la
clave de numerosos problemas que preocupan hoy a los gobernantes de la propia
Iglesia: problemas de justicia social, problemas del hambre, problemas de la
paz, problemas del control de nacimientos, etc.
Tratar esos problemas fuera de una concepción
católica de la ciudad es ilusorio: podremos dedicarnos a paliar ciertos
desórdenes momentáneamente, podremos resolver algunos problemas locales, pero
no se logrará atacar la raíz de las calamidades de la humanidad. Es menester
repetir mil veces lo que la Iglesia siempre proclamó:
La solución de los problemas sociales está en
el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo, tal como lo sabe y lo enseña la
Iglesia católica.
Si se enumeran las plagas actuales de las
sociedades se advertirá inmediatamente que provienen del desorden y del error
de los gobernantes y a menudo de numerosos miembros de la sociedad. Querer
instaurar la justicia social entre empleados y empleadores sin los principios
de la justicia cristiana es marchar al capitalismo totalitarista, a la
hegemonía financiera y tecnocrática mundial o al totalitarismo comunista.
Convertir al bienestar material en el único objetivo de la sociedad civil y de
la actividad social es dirigirse velozmente hacia la decadencia, consecuencia
de la inmoralidad y del hedonismo.
Si se trata del Matrimonio y de todo lo que
le concierne, únicamente la doctrina católica preserva de verdad a esa
institución que constituye la base misma de la sociedad civil, y que por eso
mismo debe interesarle en grado sumo: divorcio, limitación de nacimientos,
anticoncepción, homosexualidad, aborto, poligamia. He ahí otras tantas plagas
mortales para el Estado.
La Iglesia es la única que puede proporcionarles
remedio verdadero.
Las relaciones sociales entre funcionarios y
subordinados, entre el Estado y los ciudadanos, el verdadero amor a la patria,
las relaciones internacionales, se hallan íntima y profundamente vinculados a
la religión, y únicamente la religión católica puede aportarles los principios
de justicia, de equidad, de conciencia profesional, de dignidad humana que
convienen a la vida social como Dios la ha querido y la quiere siempre.
La educación y los medios de comunicación
social que hoy en día completan y continúan la educación, tienen íntima
relación con las costumbres honestas, con la virtud y el vicio, y por lo tanto,
con la religión católica.
Es dar prueba de gran ignorancia, verdadera o
fingida, no querer admitir que todas las religiones —salvo la verdadera, la
religión católica— llevan consigo una serie de taras sociales que son la
vergüenza de la humanidad.
Pensemos en el divorcio, la poligamia, la
anticoncepción, el amor libre, en lo que respecta a la familia. Pensemos
también en el terreno de la existencia misma de la sociedad en dos tendencias
que la socavan: la tendencia revolucionaria, destructora de la autoridad,
tendencia demagógica, fermento de continuos desórdenes, fruto del libre
examen, o la tendencia totalitaria y tiránica debida a la unión de la religión
con el Estado o del Estado con alguna ideología. La historia de los últimos
siglos es ejemplo notorio de esta realidad.
Por consiguiente, es inconcebible que los
gobernantes católicos se desentiendan de la religión o que admitan por
principio la libertad religiosa en el dominio público. Eso equivaldría a
desconocer el fin de la sociedad, la extrema importancia de la religión en el
campo social, y la diferencia fundamental entre la verdadera religión y las
demás religiones en el terreno de la moral, elemento capital para lograr el fin
temporal del Estado.
He ahí la doctrina enseñada desde siempre en
la Iglesia. Esa doctrina confiere a la sociedad un papel capital en el
ejercicio de la virtud de los ciudadanos, y por ende, indirectamente en la
obtención de su salvación eterna. Ahora bien, la Fe es la virtud fundamental
que condiciona a las otras. Por lo tanto, es deber de los gobernantes católicos
proteger la Fe y conservarla, favoreciéndola sobre todo en el terreno de la
educación.
Nunca se insistirá bastante sobre el papel
providencial de la autoridad del Estado en cuanto a ayudar y querer apoyar a
los ciudadanos en la obtención de su salvación eterna. Toda creatura ha sido
ordenada y sigue estando ordenada a ese fin en este mundo. Las sociedades,
familia, Estado, Iglesia, cada una en su lugar, han sido creadas por Dios con
ese objetivo.
No puede negarse eso que surge de la
experiencia de la historia de las naciones católicas, la historia de la
Iglesia, la historia de la conversión a la Fe católica, y que pone de
manifiesto el papel providencial del Estado, a punto tal que puede afirmarse
con todo derecho que su parte en el logro de la salvación eterna de la humanidad
es capital, si no preponderante. El hombre es débil, el cristiano es
titubeante. Si todo el aparato y el condicionamiento social del Estado es
laicista, ateo, irreligioso, y más aún, perseguidor de la Iglesia, ¿quién se
atreverá a afirmar que les será fácil a los no católicos convertirse y a los
católicos permanecer fieles? Hoy más que nunca, con los modernos medios de
comunicación social, con las relaciones sociales que se multiplican, el Estado
influye cada vez más sobre el comportamiento de los ciudadanos, sobre su vida
interior y exterior, en consecuencia, sobre su actitud moral, y en definitiva,
sobre su destino eterno.
Sería criminal estimular a los Estados
católicos a laicizarse, a desentenderse de la religión y a dejar con
indiferencia que el error y la inmoralidad se difundan, y con el falso pretexto
de la dignidad humana, introducir un fermento de disolución de la sociedad por
medio de una libertad religiosa exagerada, de la exaltación de la conciencia
individual a expensas del bien común, como es legitimar la objeción de conciencia.
El Papa Pío XII dijo (“Summi
pontificatus”): “La soberanía civil ha sido querida por el Creador...
con el fin de facilitar a la persona humana, en el orden temporal, la obtención
de la perfección física, intelectual y moral, y ayudarla a alcanzar su fin
sobrenatural”.
Así se trate de la autoridad en la familia,
de la autoridad del Estado o de la Iglesia, no se puede menos que admirar el
designio de la Providencia, de la paternidad divina, que nos otorga la
existencia, la vida sobrenatural, el ejercicio de la virtud, y en definitiva,
la perfección o la santidad eterna por medio de esas autoridades.
La autoridad es, en definitiva, una
participación en el amor divino, que por sí se expande y se difunde. La
autoridad no tiene más razón de ser que difundir esa caridad divina que es vida
y salvación. Pero al igual que el amor de Dios, es exigente por su misma
naturaleza. En efecto, el amor divino no puede querer sino el bien, y el bien
supremo que es Dios. Dios, al darnos la vida, que es una participación en su
amor, nos la orienta inflexiblemente, enfoca nuestra vida hacia el bien que Él
nos indica por nuestra naturaleza pero, sobre todo, por sus voceros y sus
intermediarios en las leyes positivas.
Dios obliga, nos vincula por amor con el bien
y con la virtud. Nos da la orientación de su amor mediante sus leyes, nos
ordena su ejecución y nos amenaza si rechazamos su amor que es nuestro bien.
Así ocurre con las autoridades. Toda
legislación legítima es vehículo del amor divino, toda aplicación de la
legislación no es otra cosa que la expresión del amor de Dios en los hechos, en
los actos, y por tanto, una adquisición de virtud. Esas leyes se dirigen a
nuestra inteligencia y a nuestra voluntad, que desgraciadamente pueden negarse
a ser vehículos del amor de Dios. Las sanciones recaen sobre aquéllos que así ponen
obstáculos al amor, a la vida, al bien, a Dios en definitiva. En efecto, no se puede concebir la autoridad
sin los poderes de legislación, de gobierno y de justicia. Esas tres manifestaciones se funden y se
sintetizan en el amor divino, que lleva en sí mismo su manifestación, su
ejercicio y su sanción.
A modo de conclusión de este panorama muy
incompleto de la grandeza de la autoridad en los designios de Dios, ojalá
podamos compartir los sentimientos de San Pablo y decir con él (Efesios, 3,
14-15): “Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma su nombre toda
familia en los cielos y en la tierra”.
Mons. Marcel Lefebvre, Arzobispo, 4 de octubre de 1968, Tomado
de su libro “Un Obispo habla”, capítulo III.