Es norma
general de todas las gracias especiales comunicadas a cualquier creatura
racional que, cuando la gracia divina elige a alguien para algún oficio
especial o algún estado muy elevado, otorga todos los carismas que son
necesarios a aquella persona así elegida, y que la adornan con profusión.
Ello se
realizó de un modo eminente en la persona de san José, que hizo las veces de
padre de nuestro Señor Jesucristo y que fue verdadero esposo de la Reina del mundo y Señora de
los ángeles, que fue elegido por el Padre eterno como fiel cuidador y guardián
de sus más preciados tesoros, a saber, de su Hijo y de su esposa; cargo que él
cumplió con absoluta fidelidad. Por esto el Señor le dice: Bien, siervo bueno y
fiel, pasa al banquete de tu Señor.
Si miramos
la relación que tiene José con toda la Iglesia, ¿no es éste el hombre especialmente
elegido, por el cual y bajo el cual Cristo fue introducido en el mundo de un
modo regular y honesto? Por tanto, si toda la Iglesia está en deuda con la Virgen Madre, ya que
por medio de ella recibió a Cristo, de modo semejante le debe a san José,
después de ella, una especial gratitud y reverencia.
Él, en
efecto, cierra el antiguo Testamento, ya que en él la dignidad patriarcal y
profética alcanza el fruto prometido. Además, él es el único que poseyó
corporalmente lo que la condescendencia divina había prometido a los patriarcas
y a los profetas.
Hemos de
suponer, sin duda alguna, que aquella misma familiaridad, respeto y altísima
dignidad que Cristo tributó a José mientras vivía aquí en la tierra, como un
hijo con su padre, no se la ha negado en el cielo; al contrario, la ha colmado
y consumado.
Por esto,
no sin razón añade el Señor: Pasa al banquete de tu Señor. Pues, aunque el gozo
festivo de la felicidad eterna entra en el corazón del hombre, el Señor
prefirió decirle: Pasa al banquete, para insinuar de un modo misterioso que
este gozo festivo no sólo se halla dentro de él, sino que lo rodea y absorbe
por todas partes, y que está sumergido en él como en un abismo infinito.
Acuérdate,
pues, de nosotros, bienaventurado José, e intercede con tus oraciones ante tu
Hijo; haz también que sea propicia a nosotros la santísima Virgen, tu esposa,
que es madre de aquel que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por
siglos infinitos. Amén.
San Bernardino de Siena, “Sermones de San Bernardino”, Sermón 2,
Sobre san José: Opera 7, 16. 27-30.