Jamás veré la luz del sol. No he
de nacer como los otros niños. ¡Ay de mí!, ni siquiera se me reconoce el
“status” de niño. ¿Qué soy, entonces?
¿Un conjunto más o menos
organizado de células vivas? ¿Un huevo? ¿Un embrión? ¿Un feto? ¿Un monstruo?
Si mi desarrollo continuase
devendría un bebé y, por consiguiente, un hombre o una mujer, no importa, un
miembro más de la familia humana. ¿Ya no lo soy?
Es sorprendente, pero todos los
infinitos embriones que alguna vez lo fueron se convirtieron después en
personas humanas. Jamás ha sido registrado un solo caso de mutación. Ni lo será
tampoco en el futuro.
Entonces, ¿por qué se polemiza
sobre mi actual condición? Que si la filosofía, que si la religión, que si las
estadísticas, que si las ciencias… ¡qué sé yo!
Todos pueden razonar, argüir,
debatir, impugnar. Todos… ¡menos yo!
Claro que ahora no puedo ser
escuchado con las formalidades de la ley. Pero mi corazón late, mi cerebro se
desarrolla, mis demás órganos se perfeccionan progresivamente.
Ahora nadie me quiere oír (aunque
las ecografías registren mi grito silencioso). Y hasta dirán que mis razones
son falsas, utópicas, inútiles… ya que no estoy en estado de alegar.
Incluso habrá quien sostenga que
no tengo conciencia, ni memoria, ni conocimiento… y como éstos tales reducen la
persona a lo “cognitivo-racional”… yo estoy condenado a dejar de existir.
Empero, ¡sea lo que sea! soy “algo”
humano: resultado del amor o del odio, de la vileza o de la lujuria, de la
satisfacción egoísta de mis padres o de la conjunción eventual de las
constelaciones.
Pero, en rigor, me niego a ser un
“producto”.
Si me dejaran nacer (como a otros
afortunados niños) me mimarían, me “comerían a besos”, me exhibirían como a un
trofeo o como algún artefacto electrónico de última generación. Naturalmente
los adultos siempre necesitan la sensibilidad y el cadalso que me espera sólo
será conocido por algunos pocos… que lucrarán con ello.
Tal vez no sería un bebé
afortunado (podría ser un desnutrido y tal vez ya lo soy) pero, aún así,
conocería sensiblemente la luz del sol.
¡Qué poder omnímodo gozan quienes
deciden (sin mí) mi suerte y mi destino: el médico “científico”, el juez
“jurista”, mi madre “obnubilada”.
No saben ellos lo terrible que es
negarle a un ser humano la luz del sol. Aunque Dios, a renglón seguido, me
colmase de dicha, incluso así jamás podría (ni Él) suplir el instante histórico
de haber corrido con los otros niños, reído y llorado como ellos, lucrado con
el mérito o los deméritos, toda vez que, negándoseme la historia mi meta final
será alcanzada sin el concurso de mi libre albedrío.
Ya sé que todos esos señores
togados y difíciles no creen en la vida eterna y que, por lo demás, son los
representantes de un Estado agnóstico. Pero justamente por eso sufro más
todavía. Puesto que para ellos no hay otra vida más que ésta, ¿por qué me la
niegan?
¿Qué tengo yo que ver con la
explosión demográfica, la violación de mi madre, el abandono de mi padre, el
egoísmo de la lascivia, la inexperiencia de los adolescentes, la mala calidad
de los preservativos o ¡vaya a saberse!? Por otra parte, ¿por qué he de ser yo,
justamente yo, objeto de crioconservación? Alguien me contó la respuesta: “¡por
las dudas, hacia el futuro!... ¡por si el primero salió dañado! ¡para alcanzar
un ejemplar mejor! (eugenesia pura)”.
Además, encima de que los malos
me matan, algunos teólogos me ofrecen el consuelo del limbo. Ni la luz del sol,
ni la luz de Dios.
Por cierto que, ¿a quién podré
interesar por mi suerte? Si fuera viable y llegara a nacer, también, sin dudas,
se me podría asesinar (¡soy tan débil e indefenso!) pero, por lo menos en este
caso, juzgarían al injusto agresor y (eventualmente), lo condenarían como a un
homicida.
¡Pero ahora soy yo el injusto
agresor! ¡Yo, que nada sé, que nada hice, que nada pedí, que a nadie ataqué, ni
lastimé, ni injurié!
Estoy casi convencido de que si
discurro como discurro soy inteligente. Mas la “ciencia” asevera que en mí no
hay ninguna inteligencia todavía, que esta meditación es imposible, que sólo es
el fruto fantasioso de algún fanático pro-vida.
¡Déjenme nacer! ¡Denme la
oportunidad de alcanzar el raciocinio a que estoy convocado y verán si puedo o
no expresarme como ahora lo hago! ¡Y mucho mejor! Con palabras (puedo ser
Cervantes), con sonidos (puedo ser Mozart), con mármol (puedo ser Miguel
Ángel), con plegarias (puedo ser Teresita de Jesús), con la cruz del holocausto
(puedo ser Edith Stein), con las manos que consuelan (puedo ser Teresa de
Calcuta), con la ciencia que sana (puedo ser Pasteur).
Sin embargo, soy para ellos Judas
o Nerón, las heces de los hombres que, sin embargo, tuvieron la dicha de nacer.
Mis jueces, ¿no fueron tal vez
embriones? La pluma que ahora me da voz, en todo caso, sí. Seguro. De los otros
no sé: no se ha verificado empíricamente. Y si, según colijo, “la ciencia es
conocimiento de lo verificable”, ¡que verifiquen qué estado tuvieron estos
herodes antes de ver la luz!
Yo no veré esa luz. Cuando me
aniquilen aniquilarán las innumerables potencias que hay en mí. Al eliminarme
me convertiré en un fantasma, en un reiterante sonsonete de la conciencia (que
me temo no se logra acallar tan fácilmente como aducen los necios), en fin, yo
también seré un “desaparecido”.
Pero no tendré valedores. Los
“derechos humanos” no me competen, el derecho a la vida es… para los demás.
Para mí… la pena de muerte.
Cuando desaparezca todos serán
felices. Cuando me congelen dormirán en paz.
Yo no descansaré en paz. La luz de la paz me habrá sido
cegada. En la soledad de las tinieblas repetiré con Segismundo:
“y si los demás nacieron
qué privilegios tuvieron
que yo no gocé jamás?”
(monólogo de Segismundo, “La vida es sueño”, Calderón de la Barca).
Ricardo Fraga,
publicado en el diario “El Cóndor” de
Morón, provincia de Buenos Aires.