En todas las épocas se han registrados grandes
conversiones al catolicismo de hombres de ciencia. La estulta objeción de que
la ignorancia en las cosas de ciencia hacía posible la fe, siempre fue refutada
por estos grandes testimonios de todos los siglos. Dejamos que el autor,
Bernardo Gentilini, nos relate algunas en este pequeño pero interesante libro
titulado “La ciencia y la Fe” editado por “Difusión”.
Otras conversiones.
Eugenio de Genoude fué un escritor que tomó
gran parte en las controversias religiosas del siglo pasado. Su obra, La
razón del Cristianismo, ha llevado a la fe a muchas almas que flotaban
entre el error y la verdad.
Su testimonio tiene mucha autoridad por haber
sido él en sus primeros años una de las víctimas del filosofismo del siglo XVIII.
Imbuido su espíritu en los escritos de Voltaire,
habíase desarrollado en
una atmósfera antirreligiosa.
Un día empero, encontró en Rousseau unas
palabras sobre Jesucristo las cuales le impresionaron vivamente.
Esa pluma parecía haberse despojado, mientras
trazaba esa página, de sus asperezas, enconos y mentiras, para destilar sólo
verdad, alabanzas y adoración a
Jesucristo.
Entonces Eugenio se dijo a sí mismo:
—Si Rousseau habla de tal modo de Jesucristo,
a pesar de las imposturas de Voltaire, la religión cristiana, sin duda, merece
ser discutida.
Y se puso a estudiarla.
El escepticismo no le parecía ya posible, y
tomó entonces la resolución de consagrar toda su vida entera, si hubiese sido
necesario, a la grande cuestión de saber lo que era Jesucristo: si Hombre
enviado por Dios, o Dios.
Cumplió su promesa, y he aquí el resultado de
sus estudios y el triunfo de la gracia.
Comenzó por leer las obras espirituales de
Fenelón. La primera carta del Obispo de Cambray al duque de Orleáns, que
parecía escrita para él mismo, lo conmovió hondamente.
A medida que leía, se evaporaban de su mente
ciertas objeciones que los filósofos impíos habían sembrado en sus escritos
contra la religión así como se evaporan las nubes ante el sol que se levanta.
Y el
sol de la verdad se levantó en el alma de Eugenio cada día más brillante.
Después de la lectura de Fenelón, le parecía
imposible no creer.
Leyó después el libro Entvetiens du
chevalier de Ramsay et de Fenelón [1];
esta lectura acabó de correr el velo que encubría la verdad a sus ojos.
Ese caballero de Ramsay se había encontrado
en la misma situación de Eugenio, y había entablado ante Fenelón estas mismas
cuestiones cuya resolución él, Eugenio, andaba buscando.
En esas Conversaciones, Fenelón, con
una lógica irresistible, ataca al adversario, le atrinchera entre las vallas
del raciocinio, y le rinde. Platón jamás escribió algo tan sublime.
Y el
sabio hombre iba comprendiendo que la verdad es tan necesaria al espíritu como
el sol a la vista.
Si al leer los libros del hombre, experimentó
Eugenio tan vivas emociones, no son para descritas las que probó al leer el
libro de Dios, la Sagrada Escritura.
Leyó el Génesis, Job, Salomón, los Salmos,
el Canfor de los Cantares, Isaías, y quedó pasmado ante el mundo
de maravillas que encontraba en cada página.
La historia de José le enternecía, las
desgracias de Job le hacían derramar lágrimas, los cánticos de David le
elevaban al cielo, las lamentaciones de Isaías le partían el alma...
Sobre todo, hizo viva impresión en él la
lectura de este profeta.
“Cada versículo, decía él, me parecía una
revelación; y yo desafío a cualquier hombre de buena fe a que lea a Isaías, sin
hacerse cristiano. Jesucristo está ahí predicho a cada página.
“Entonces yo sentía la verdad de esas
palabras de Rousseau: —Yo os confieso que la majestad de las Escrituras me
encanta y la santidad del Evangelio habla a mi corazón.
“La Biblia me ponía en comunicación con Dios
mismo. Yo conocía, por medio de ella, su palabra y su corazón.
“El espectáculo de la naturaleza me había
dado, en el más alto grado, la idea de la omnipotencia de Dios, la religión me
revelaba su sabiduría, la Biblia me manifestaba su amor.
“En la Biblia todo tiene por objeto la
Redención, y por consiguiente, la salvación del hombre. No hay un
acontecimiento, un hecho, una palabra que no se refiera a Jesucristo. Se diría
que Dios en el tiempo ha trazado un círculo del cual Jesucristo es el centro, y
todos los siglos son rayos que en El van a parar”.
En ese tiempo hacía frecuentes visitas a San
Sulpício, donde Mr. Teysseyre, su amigo, vivía entregado a Dios.
Ese
santo sacerdote había ganado
toda el
alma de Eugenio: eran dos almas
en un solo corazón. Hablando de las dificultades
que algunos hombres encuentran para practicar
las enseñanzas de la fe, aquél decía a Eugenio:
“Si las verdades matemáticas obligasen en la
práctica, habría muy pocos que creerían en las verdades matemáticas”. Y le
repetía sin cesar:
“Es necesario arrostrar con entereza al
mundo: haced altamente profesión de vuestras creencias, y se os respetará”.
Dejemos la palabra al mismo De Genoude:
“Teysseyre me hablaba de la necesidad de
confesarme y comulgar. Yo sabía todo lo que los protestantes y los filósofos
habían objetado a este respecto. Pero me era imposible, después que yo
reconocía la autoridad de Jesús, dejar de ver en sus palabras dichas a los
apóstoles: Todo lo que atareis o desatareis en la tierra, atado y desatado
será en los cielos, el establecimiento del poder de absolver los pecados:
y en aquellas palabras: Este es mi cuerpo, el establecimiento de la
Comunión.
“El argumento que más ha sorprendido,
respecto de la confesión auricular y de la transubstanciación, es que los
griegos, los nestorianos y otras sectas separadas de la Iglesia Romana, después
de más de doscientos años, piensan sobre este particular como los latinos.
“Yo hice todo lo que Mr. Teysseyre quiso, y
me encontré feliz.
“Dióme esta gran lección.
—“Haced todas vuestras acciones como si
debieseis morir después de haberlas hecho.
“La comunión me hizo conocer el amor divino;
yo no pensaba más que a servir a Dios, y a ser útil a los hombres.
“Todos los bienes del mundo me parecieron
vanidad, quise consagrarme al servicio de los enfermos en los hospitales, deseé
entrar en el Seminario e irme a las misiones. No podía comprender que yo
hubiese podido amar a otra cosa fuera que a Dios.
“Mi vida se puede dividir en dos etapas:
“El trabajo de la luz para echar las
tinieblas de mi espíritu.
“El trabajo del amor divino para echar de mi
corazón los amores terrenales” [2].
Bautaín, profundo filósofo e ilustre
literato, cuenta con estas palabras su conversión:
“Yo también me creí filósofo, porque he sido
amante de la sabiduría humana y admirador de vanas doctrinas... he golpeado a
las puertas de todas las escuelas humanas, me he entregado a todo viento de
doctrinas, y no he encontrado sino tinieblas e incertidumbres, vanidades y
contradicciones.
“He raciocinado con Aristóteles, he querido
rehacer mi entendimiento con Bacón, he dudado metódicamente con Descartes, he
procurado determinar con Kant lo que me era imposible y lo que me era permitido
conocer; y el resultado de mis raciocinios, ha sido que yo no sabía nada y que
tal vez no podía saber nada.
“Me refugié con Zenón en mi fuero interior,
buscando la felicidad en la independencia de mi voluntad, y me hice estoico.
En balde.
“Me volví hacia Platón... y en medio de los
sueños de virtud, yo sentía siempre en mi seno la hidra viviente del egoísmo
que se reía de mis teorías y esfuerzos.
“Estaba al punto de perecer, consumido por la
sed de la verdad y el hambre del bien. Un libro me ha salvado, un libro que
por largo tiempo había despreciado y que no creía bueno sino para los crédulos
e ignorantes. He leído el Evangelio de Jesucristo, y he sido sobrecogido de
admiración. Las escamas han caído de mis ojos. Ahí he visto al hombre tal cual
es y cuál debe ser; he comprendido su pasado, su presente y su porvenir, y me
he sentido inundado de júbilo al encontrar lo que la religión me había enseñado
desde la infancia y al sentir renacer en mi corazón la fe, la esperanza y la
caridad”.
Mr. Bautain, iluminado con la luz de la
verdad, es un apóstol. Maestro de gran reputación, atrae tras su ejemplo, al
buen camino a sus discípulos, entre los cuales se notaba Adolfo Carl, hijo de
una de las más distinguidas y opulentas familias de Estrasburgo.
Hasta en el seno del judaísmo y en medio de
la sinagoga, su mágica palabra debía suscitar cristianos y sacerdotes. La
conversión de Teodoro Ratisbonne, Isidoro Goschler, Julio Lewel, los tres
abogados israelitas, se debe a M. Bautain.
Su doctrina expuesta en sus cartas ha hecho
sacerdote a Néstor Lewel y cristianos a cuatro miembros de la familia de éste;
y de muchos jóvenes, ha hecho otros tantos apóstoles.
Ordenado sacerdote en 1820, ocupó diversas
cátedras, que honró con la santidad de su vida y la ilustración de su mente.
En 1848 dio en la iglesia de Notre Dame una
serie de conferencias sobre la armonía entre la religión y la libertad con
éxito sorprendente y frutos copiosos.
Fue escritor fecundo. Recomendamos en modo
especial sus obras de controversia: “La religión y la libertad consideradas
en sus relaciones. —Respuesta de un cristiano a las palabras de un
creyente (libro de M. de Lamennais). —La moral del Evangelio comparada
con la moral de los filósofos.
Y su obra moral: “Filosofía del
Cristianismo”.
José Droz, miembro de la Academia francesa,
después de haber empezado su carrera en la incredulidad del siglo XVIII,
la acaba en la fe de
Jesucristo.
El sabio escritor nos ha dejado la historia
de las luchas de su alma, los motivos y las fases sucesivas de su conversión,
en dos escritos célebres: Pensées sur le Christianisme [3],
y Aveux d'un philosophe chtétien [4].
Traduciremos algunos párrafos de este libro
último:
“Lector, yo he desconocido largo tiempo la
verdad, la fuerza y los encantos de la religión de! Salvador...
“A la edad de la reflexión, me acostumbré a
observar y reflexionar...
“Leí el Evangelio... Su moral conmovía mi
corazón y cautivaba mi razón... Ese lenguaje inimitable, esas parábolas que
salen en abundancia de los labios del Salvador, nos trasmiten las lecciones de
la más dulce e imponente sabiduría. Los judíos decían en su admiración: Jamás
hombre alguno hablaba como Este.
“El Cristo reúne cualidades que se excluyen
en los hombres. Se le ve humilde de corazón y sin que pueda imaginar
que su humildad se altere, dice: Los cielos y la tierra pasarán: pero mis
palabras no pasarán jamás.
“Yo conocía a un sacerdote venerable, y en mi
deseo de salir de la duda, me decidí a consultarme con él...
“Le abrí mi alma y terminé diciendo: —Yo debo
a las pruebas del sentimiento, el deseo que la religión sea verdadera. Acabad
de traer a mi espíritu la entera convicción que anhela mi corazón. Mas, sí en
lugar de buscar convencer mi razón, vos me mandáis creer sacrificando este
noble presente del cielo que es la razón, sería imposible entendernos.
“El buen sacerdote me contestó: Si en las
palabras que yo os dirigiré, encontrarais algunas que os parecieran herir los
derechos de la razón, interrumpid mi discurso, pues yo no habría sabido hacerme
comprender...
“Ese buen sacerdote pensaba que una sola
prueba de la religión, incontestable, bastaba para abrir los ojos a un hombre
de buena fe.
“Me convidó a prestar toda mi atención al
milagro de la Resurrección de Cristo, milagro sobre el cual San Pablo hace
estribar la verdad de nuestra religión.
“Mi excelente guía me expuso hechos,
raciocinios, y me indicó lecturas útiles.
“—Id —me dijo al fin— tomad tiempo para examinar
y reflexionar, y pedid a Dios con confianza que se digne haceros conocer la
verdad.
“Fui a ver de nuevo al digno sacerdote y le
dije que mis dudas se habían del todo disipado.
“—Demos gracias a Dios —me contestó—: vos le
habéis pedido con confianza que os iluminase, y su bondad os ha escuchado”.
P. Bernardo Gentilini, “La ciencia y la Fe”, editorial Difusión,
Buenos Aires, 1944. Capítulo 9 Págs. 39-46.
[1] Conversaciones entre
el caballero de
Ramsay y Fenelón.
[2] Huguet, Célebres conversions contemporaines.
[3] Pensamientos sobre el Cristianistno.
[4] Confesión de un filósofo cristiano.