jueves, 29 de marzo de 2012

Algunas conversiones de intelectuales.



En todas las épocas se han registrados grandes conversiones al catolicismo de hombres de ciencia. La estulta objeción de que la ignorancia en las cosas de ciencia hacía posible la fe, siempre fue refutada por estos grandes testimonios de todos los siglos. Dejamos que el autor, Bernardo Gentilini, nos relate algunas en este pequeño pero interesante libro titulado “La ciencia y la Fe” editado por “Difusión”.

Otras conversiones.

Eugenio de Genoude fué un escritor que tomó gran parte en las controversias religiosas del siglo pasado. Su obra, La razón del Cristianismo, ha llevado a la fe a mu­chas almas que flotaban entre el error y la verdad.
Su testimonio tiene mucha autoridad por haber sido él en sus primeros años una de las víctimas del filosofis­mo del siglo XVIII.
Imbuido su espíritu en los escritos de Voltaire, ha­bíase  desarrollado  en  una  atmósfera  antirreligiosa.
Un día empero, encontró en Rousseau unas palabras sobre Jesucristo las cuales le impresionaron vivamente.
Esa pluma parecía haberse despojado, mientras traza­ba esa página, de sus asperezas, enconos y mentiras, para destilar sólo verdad,  alabanzas y adoración a Jesucristo.
Entonces Eugenio se dijo a sí mismo:
—Si Rousseau habla de tal modo de Jesucristo, a pesar de las imposturas de Voltaire, la religión cristiana, sin duda, merece ser discutida.
Y se puso a estudiarla.
El escepticismo no le parecía ya posible, y tomó en­tonces la resolución de consagrar toda su vida entera, si hubiese sido necesario, a la grande cuestión de saber lo que era Jesucristo: si Hombre enviado por Dios, o Dios.
Cumplió su promesa, y he aquí el resultado de sus estudios y el triunfo de la gracia.
Comenzó por leer las obras espirituales de Fenelón. La primera carta del Obispo de Cambray al duque de Orleáns, que parecía escrita para él mismo, lo conmo­vió hondamente.
A medida que leía, se evaporaban de su mente ciertas objeciones que los filósofos impíos habían sembrado en sus escritos contra la religión así como se evaporan las nubes ante el sol que se levanta.
Y  el sol de la verdad se levantó en el alma de Euge­nio cada día más brillante.
Después de la lectura de Fenelón, le parecía imposi­ble no creer.
Leyó después el libro Entvetiens du chevalier de Ramsay et de Fenelón [1]; esta lectura acabó de correr el velo que encubría la verdad a sus ojos.
Ese caballero de Ramsay se había encontrado en la misma situación de Eugenio, y había entablado ante Fe­nelón estas mismas cuestiones cuya resolución él, Eugenio, andaba buscando.
En esas Conversaciones, Fenelón, con una lógica irre­sistible, ataca al adversario, le atrinchera entre las vallas del raciocinio, y le rinde. Platón jamás escribió algo tan sublime.
Y   el sabio hombre iba comprendiendo que la ver­dad es tan necesaria al espíritu como el sol a la vista.
Si al leer los libros del hombre, experimentó Euge­nio tan vivas emociones, no son para descritas las que pro­bó al leer el libro de Dios, la Sagrada Escritura.
Leyó el Génesis, Job, Salomón, los Salmos, el Can­for de los Cantares, Isaías, y quedó pasmado ante el mun­do de maravillas que encontraba en cada página.
La historia de José le enternecía, las desgracias de Job le hacían derramar lágrimas, los cánticos de David le elevaban al cielo, las lamentaciones de Isaías le partían el alma...
Sobre todo, hizo viva impresión en él la lectura de este profeta.
“Cada versículo, decía él, me parecía una revelación; y yo desafío a cualquier hombre de buena fe a que lea a Isaías, sin hacerse cristiano. Jesucristo está ahí predicho a cada página.
“Entonces yo sentía la verdad de esas palabras de Rousseau: —Yo os confieso que la majestad de las Es­crituras me encanta y la santidad del Evangelio habla a mi corazón.
“La Biblia me ponía en comunicación con Dios mis­mo. Yo conocía, por medio de ella, su palabra y su cora­zón.
“El espectáculo de la naturaleza me había dado, en el más alto grado, la idea de la omnipotencia de Dios, la religión me revelaba su sabiduría, la Biblia me manifesta­ba su amor.
“En la Biblia todo tiene por objeto la Redención, y por consiguiente, la salvación del hombre. No hay un acontecimiento, un hecho, una palabra que no se refiera a Jesucristo. Se diría que Dios en el tiempo ha trazado un círculo del cual Jesucristo es el centro, y todos los si­glos son rayos que en El van a parar”.
En ese tiempo hacía frecuentes visitas a San Sulpício, donde Mr. Teysseyre, su amigo, vivía entregado a Dios.
Ese  santo sacerdote había  ganado toda  el  alma  de Eugenio: eran dos almas en un solo corazón. Hablando  de las  dificultades  que  algunos  hombres encuentran para practicar las  enseñanzas de la fe,  aquél decía a Eugenio:
“Si las verdades matemáticas obligasen en la práctica, habría muy pocos que creerían en las verdades matemáticas”. Y le repetía sin cesar:
“Es necesario arrostrar con entereza al mundo: ha­ced altamente profesión de vuestras creencias, y se os res­petará”.
Dejemos la palabra al mismo De Genoude:
“Teysseyre me hablaba de la necesidad de confesar­me y comulgar. Yo sabía todo lo que los protestantes y los filósofos habían objetado a este respecto. Pero me era imposible, después que yo reconocía la autoridad de Je­sús, dejar de ver en sus palabras dichas a los apóstoles: Todo lo que atareis o desatareis en la tierra, atado y desa­tado será en los cielos, el establecimiento del poder de ab­solver los pecados: y en aquellas palabras: Este es mi cuer­po, el establecimiento de la Comunión.
“El argumento que más ha sorprendido, respecto de la confesión auricular y de la transubstanciación, es que los griegos, los nestorianos y otras sectas separadas de la Iglesia Romana, después de más de doscientos años, pien­san sobre este particular como los latinos.
“Yo hice todo lo que Mr. Teysseyre quiso, y me encontré feliz.
“Dióme esta gran lección.
—“Haced todas vuestras acciones como si debieseis morir después de haberlas hecho.
“La comunión me hizo conocer el amor divino; yo no pensaba más que a servir a Dios, y a ser útil a los hombres.
“Todos los bienes del mundo me parecieron vani­dad, quise consagrarme al servicio de los enfermos en los hospitales, deseé entrar en el Seminario e irme a las mi­siones. No podía comprender que yo hubiese podido amar a otra cosa fuera que a Dios.
“Mi vida se puede dividir en dos etapas:
“El trabajo de la luz para echar las tinieblas de mi espíritu.
“El trabajo del amor divino para echar de mi cora­zón los amores terrenales” [2].

Bautaín, profundo filósofo e ilustre literato, cuenta con estas palabras su conversión:
“Yo también me creí filósofo, porque he sido aman­te de la sabiduría humana y admirador de vanas doctri­nas... he golpeado a las puertas de todas las escuelas hu­manas, me he entregado a todo viento de doctrinas, y no he encontrado sino tinieblas e incertidumbres, vanidades y contradicciones.
“He raciocinado con Aristóteles, he querido rehacer mi entendimiento con Bacón, he dudado metódicamente con Descartes, he procurado determinar con Kant lo que me era imposible y lo que me era permitido conocer; y el resultado de mis raciocinios, ha sido que yo no sabía nada y que tal vez no podía saber nada.
“Me refugié con Zenón en mi fuero interior, buscan­do la felicidad en la independencia de mi voluntad, y me hice estoico. En balde.
“Me volví hacia Platón... y en medio de los sueños de virtud, yo sentía siempre en mi seno la hidra viviente del egoísmo que se reía de mis teorías y esfuerzos.
“Estaba al punto de perecer, consumido por la sed de la verdad y el hambre del bien. Un libro me ha sal­vado, un libro que por largo tiempo había despreciado y que no creía bueno sino para los crédulos e ignorantes. He leído el Evangelio de Jesucristo, y he sido sobrecogido de admiración. Las escamas han caído de mis ojos. Ahí he vis­to al hombre tal cual es y cuál debe ser; he comprendido su pasado, su presente y su porvenir, y me he sentido inun­dado de júbilo al encontrar lo que la religión me había enseñado desde la infancia y al sentir renacer en mi cora­zón la fe, la esperanza y la caridad”.
Mr. Bautain, iluminado con la luz de la verdad, es un apóstol. Maestro de gran reputación, atrae tras su ejem­plo, al buen camino a sus discípulos, entre los cuales se notaba Adolfo Carl, hijo de una de las más distinguidas y opulentas familias de Estrasburgo.
Hasta en el seno del judaísmo y en medio de la sina­goga, su mágica palabra debía suscitar cristianos y sacerdo­tes. La conversión de Teodoro Ratisbonne, Isidoro Goschler, Julio Lewel, los tres abogados israelitas, se debe a M. Bautain.
Su doctrina expuesta en sus cartas ha hecho sacerdote a Néstor Lewel y cristianos a cuatro miembros de la fami­lia de éste; y de muchos jóvenes, ha hecho otros tantos apóstoles.
Ordenado sacerdote en 1820, ocupó diversas cátedras, que honró con la santidad de su vida y la ilustración de su mente.
En 1848 dio en la iglesia de Notre Dame una serie de conferencias sobre la armonía entre la religión y la li­bertad con éxito sorprendente y frutos copiosos.
Fue escritor fecundo. Recomendamos en modo espe­cial sus obras de controversia: “La religión y la libertad consideradas en sus relaciones. Respuesta de un cristiano a las palabras de un creyente (libro de M. de Lamennais). —La moral del Evangelio comparada con la moral de los filósofos.
Y su obra moral: “Filosofía del Cristianismo”.

José Droz, miembro de la Academia francesa, después de haber empezado su carrera en la incredulidad del si­glo XVIII, la acaba en la fe de Jesucristo.
El sabio escritor nos ha dejado la historia de las luchas de su alma, los motivos y las fases sucesivas de su conver­sión, en dos escritos célebres: Pensées sur le Christianisme [3], y Aveux d'un philosophe chtétien [4].
Traduciremos algunos párrafos de este libro último:
Lector, yo he desconocido largo tiempo la verdad, la fuerza y los encantos de la religión de! Salvador...
“A la edad de la reflexión, me acostumbré a observar y reflexionar...
“Leí el Evangelio... Su moral conmovía mi corazón y cautivaba mi razón... Ese lenguaje inimitable, esas pa­rábolas que salen en abundancia de los labios del Salvador, nos trasmiten las lecciones de la más dulce e imponente sa­biduría. Los judíos decían en su admiración: Jamás hombre alguno hablaba como Este.
“El Cristo reúne cualidades que se excluyen en los hombres. Se le ve humilde de corazón y sin que pueda ima­ginar que su humildad se altere, dice: Los cielos y la tierra pasarán: pero mis palabras no pasarán jamás.
“Yo conocía a un sacerdote venerable, y en mi deseo de salir de la duda, me decidí a consultarme con él...
“Le abrí mi alma y terminé diciendo: —Yo debo a las pruebas del sentimiento, el deseo que la religión sea verda­dera. Acabad de traer a mi espíritu la entera convicción que anhela mi corazón. Mas, sí en lugar de buscar convencer mi razón, vos me mandáis creer sacrificando este noble presente del cielo que es la razón, sería imposible entendernos.
“El buen sacerdote me contestó: Si en las palabras que yo os dirigiré, encontrarais algunas que os parecieran herir los derechos de la razón, interrumpid mi discurso, pues yo no habría sabido hacerme comprender...
“Ese buen sacerdote pensaba que una sola prueba de la religión, incontestable, bastaba para abrir los ojos a un hombre de buena fe.
Me convidó a prestar toda mi atención al milagro de la Resurrección de Cristo, milagro sobre el cual San Pa­blo hace estribar la verdad de nuestra religión.
Mi excelente guía me expuso hechos, raciocinios, y me indicó lecturas útiles.
—Id —me dijo al fin— tomad tiempo para exami­nar y reflexionar, y pedid a Dios con confianza que se digne haceros conocer la verdad.
Fui a ver de nuevo al digno sacerdote y le dije que mis dudas se habían del todo disipado.
“—Demos gracias a Dios —me contestó—: vos le habéis pedido con confianza que os iluminase, y su bondad os ha escuchado”.

P. Bernardo Gentilini, “La ciencia y la Fe”, editorial Difusión, Buenos Aires, 1944. Capítulo 9 Págs. 39-46.


[1] Conversaciones  entre  el  caballero  de  Ramsay y  Fenelón.
[2] Huguet, Célebres conversions contemporaines.
[3] Pensamientos sobre el Cristianistno.
[4] Confesión de un filósofo cristiano.