Siempre se ha sabido que Tolkien ha
sido un ferviente católico, fiel a la doctrina tradicional de la Iglesia. Nos pareció
interesante compartir esta cita “magistral” -como la llama el autor que la
publicó- y que, verdaderamente, a nosotros también nos resulta magistral. También podemos decir al
respecto, que no nos deja de sorprender la actualidad que encierran estos
consejos de Tolkien a su hijo Michael.
Citas magistrales de
J.R.R. Tolkien.
Las herejías de la antigüedad
aparecieron, se desarrollaron y se extinguieron (con más o menos huella y/o
eco). Por causas y en circunstancias muy variadas. Sumariamente, las herejías
son parcializaciones del Credo originadas por una falta de asunción/profesión
de la fe, ya sea por insuficiencia/exceso o por perversión. El cisma consumado
y estructurado, confirió más estabilidad a las heterodoxias doctrinales, siendo
este el caso de la pervivencia hasta la actualidad de algunos de los grandes
cismas antiguos, aunque su presencia y estadísticas humanas sean, muchas veces,
poco significativas.
La única herejía que se ha
desarrollado y extendido - si bien degenerando constantemente desde sus propios
orígenes - coincidió con un momento cultural definitivo e irreversible, marcado
por la invención de la imprenta y la divulgación de la lectura y la propaganda
escrita. No se entiende el luteranismo-protestantismo y sus derivados
prescindiendo del fenómeno cultural anejo a su génesis: Sin libros y difusión
de prensa, la reforma protestante hubiera terminado circunscrita y abortada en
más o menos tiempo.
El medio de comunicación “virtual”
que conecta a un mundo cada vez más ocioso y dependiente de la
comunicación/intercomunicación, está suponiendo una muy particular y extensiva
(la “intensidad” dependerá de personas y circunstancias) animación de las
heterodoxias: Hay más gente “opinante”, imbuida de un “derecho a opinar”, y
abundantes medios para la fácil difusión de las opiniones, con una marcada
proclividad “sensacionalista” para la difusión de lo peor y más nocivo.
Cada vez es más frecuente que los
seglares, sin una específica vocación personal, accedan a los estudios
teológicos como a una cualquier otra formación, de la que en muchas ocasiones -dependiendo
del centro de formación y sus docentes- sacarán impresiones/juicios sin
referencia a la Iglesia
y en contra de la fe. Igualmente aparecen nuevas publicaciones de nuevos
autores, muchos de ellos sacerdotes o “gente de Iglesia”, que enrarecen,
desvirtúan o pervierten la teología, al margen del Magisterio (sin hablar de la
competencia, información y garantías de esas publicaciones pseudo-teológicas).
Para contrarrestar el fenómeno, urge
la presencia/actividad de una “ortodoxia on line”. El “oportune et inoportune”
paulino, nunca ha sido tan urgente; el recurso a la solidez y fecundidad de la Tradición, pocas veces
tan necesario.
Dos amiguetes me han recordado una
cita que han visto hace poco en internet, no recuerdan ni me saben decir dónde.
Por eso he tenido que ponerme a buscarla yo, que soy el que tiene libros -no
sólo de internet se nutre el enterado- y los maneja. Y ahí va la cita, a ver
qué tal:
“... Pero tú hablas de «fe debilitada»... En última instancia, la fe es un acto de voluntad, inspirado por el amor. Nuestro amor puede enfriarse y nuestra voluntad deteriorarse por el espectáculo de las deficiencias, la locura, aun los pecados de la Iglesia y sus ministros; pero no creo que alguien que haya tenido fe alguna vez, retroceda más allá de su límite por estos motivos (menos que nadie, quien tenga algún conocimiento histórico).
El
«escándalo» a lo más es una ocasión de tentación, como la indecencia lo es de
la lujuria (a la que no hace, sino que la despierta). Resulta convincente
porque tiende a apartar los ojos de nosotros mismos y de nuestros propios
defectos para encontrar un chivo expiatorio... La tentación de la
«incredulidad» (que significa realmente el rechazo de Nuestro Señor y Sus
Demandas) está siempre presente dentro de nosotros. Una parte nuestra anhela
contar con una excusa para que salga al exterior. Cuanto más fuerte es la
tentación interior, más pronta y gravemente nos «escandalizarán» los demás.
Creo que
soy tan sensible como tú (o cualquier otro cristiano) a los «escándalos», tanto
del clero como de los laicos. He sufrido mucho en mi vida por causa de
sacerdotes estúpidos, cansados, obnubilados y aun malvados; pero ahora sé lo
bastante de mí como para ser consciente de que no debo abandonar la Iglesia (que para mí
significaría abandonar la alianza con Nuestro Señor) por ninguno de estos
motivos: debería abandonarla porque no creo o ya no creería aun cuando nunca
hubiera conocido a nadie de las órdenes que no fuera sabio y santo a la vez. Negaría
el Santísimo Sacramento, es decir: llamaría a Dios un fraude en su propia cara.
Si Él
fuera un fraude y los Evangelios, fraudulentos, es decir, episodios
seleccionados con la mala intención de un loco megalómano (que es la única
alternativa), en ese caso, por supuesto, el espectáculo exhibido por la Iglesia (en el sentido del
clero) en la historia y en la actualidad, sería una simple prueba de un fraude
gigantesco. Pero si no, este espectáculo es, ¡ay!, sólo lo que era de esperar:
empezó antes de la primera Pascua y no afecta a la fe en absoluto, excepto en
cuanto podemos y debemos estar muy apenados.
Pero
deberíamos apenarnos por Nuestro Señor, identificándonos con los
escandalizadores, no los santos, sin clamar que no podemos «tolerar» a Judas
Iscariote, o aun al absurdo y cobarde Simón Pedro o a las tontas mujeres como
la madre de Santiago, que trató de poner a sus hijos por delante.
Exige una
fantástica voluntad de incredulidad suponer que Jesús nunca realmente «tuvo
lugar», y más todavía suponer que nunca dijo las cosas que de Él se han
registrado (tan incapaz era nadie en el mundo de aquella época de
«inventarlas»): tales como «antes de que Abraham existiera Yo soy» (Juan
VIII); «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan IX); o la
promulgación del Santísimo Sacramento en Juan VI: «El que ha comido mi carne
y bebido mi sangre tiene vida eterna».
Por tanto,
o bien debemos creer en Él y en lo que dijo y atenernos a las consecuencias, o
rechazarlo y atenernos a las consecuencias. Me es difícil creer que nadie que
haya tomado la Comunión,
aun una vez, cuando menos con la intención correcta, pueda nunca volver a
rechazarle sin grave culpa. (Sin embargo, sólo Él conoce cada una de las almas
singulares y sus circunstancias).
La única
cura para el debilitamiento de la fe es la Comunión. Aunque
siempre es Él Mismo, perfecto y completo e inviolable, el Santísimo Sacramento
no opera del todo y de una vez en ninguno de nosotros. Como el acto de Fe, debe
ser continuo y acrecentarse por el ejercicio. La frecuencia tiene los más altos
efectos. Siete veces a la semana resulta más nutritivo que siete veces con
intervalos...
A mí me convence el derecho de Pedro, y mirando el mundo a nuestro alrededor no parece haber muchas dudas (si el Cristianismo es verdad) acerca de cuál sea la Verdadera Iglesia, el templo del Espíritu, agónico pero vivo, corrupto pero sagrado, autorreformado y reestablecido.
Pero para
mí esa Iglesia, de la cual el Papa es la cabeza reconocida sobre la tierra,
tiene como principal reclamo el que sea la que siempre ha defendido (y defiende
todavía) el Santísimo Sacramento, lo ha venerado en grado sumo y lo ha puesto
(como Cristo evidentemente lo quiso) en primer lugar. Lo último que encomendó a
san Pedro fue «alimenta a mis ovejas»; y como Sus palabras deben siempre
entenderse literalmente, supongo que se refieren en primer término al Pan de la Vida. Fue en contra de
esto que se lanzó la revolución del Oeste de Europa (o Reforma) -«la blasfema
fábula de la Misa»-
y la oposición entre las obras y la fe, un mero falso indicio...
...Pero me
enamoré del Santísimo Sacramento desde un principio...pero, ¡ay!, no he vivido
a su altura. Ahora rezo por vosotros todos, sin descanso, para que el Curador
(el Haelend, como el Salvador era por lo general llamado en el inglés
antiguo) corrija mis defectos y ninguno de vostros deje de nunca exclamar: Benedictus
qui venit in nómine Dómini!”
Es una
carta de J.R.R. Tolkien a su hijo Michael, 1 de Noviembre de 1963 (cfr.
J.R.R.Tolkien Cartas, selección de Humphrey Carpenter; carta 250, pp. 393-96. Minotauro,
Barcelona 1993).
Me pregunto qué efecto tendrá (o no)
entre los adictos-ilusos tolkienianos este texto. También si no hubiera sido
mejor que master Tolkien se hubiera dedicado un poco ex profeso a la
apologética, con ese estilo tan contundente que expresan estos párrafos de su
epistolario familiar.
De todas formas, es un valioso
testimonio de uno de los hombres que han marcado con su obra la Literatura Universal.
Con plena (y afectada) conciencia, el Tolkien que se fundamenta y hace fuerte
en la tradición más genuinamente católica, es un buen maestro/consejero para
los perplejos: Los perplejos de buena voluntad, of course.
Visto en el Blog El Rincón de Tolkien.