Fray Servando Teresa de Mier |
Dice Gracián que lo bueno, si breve,
dos veces bueno. Yo me conformo con que éste rápido estudio sea siquiera una
vez bueno: bueno por la brevedad. Y así, la vastísima materia de que hablan los
títulos del programa, aparecerá apenas insinuada en esta plática somera.
¿Quiénes son los adversarios de la
historicidad de las apariciones guadalupanas, que merezcan mención? El español
don Juan Bautista Muñoz, el regiomontano Fray Servando Teresa de Mier que
fluctuó entre una apología exorbitante y una impugnación oportunista, y don
Joaquín García Icazbalceta, que reprodujo las argumentaciones de los dos
precedentes, reforzó la lista de autores contemporáneos a la aparición que no
hablan de ella, y adujo una información hasta entonces desconocida, hecha en
1556 por el Ilmo. Señor Montúfar, sucesor inmediato de Zumárraga, sobre un
sermón antiguadalupano de P. Francisco Bustamante.
Don Juan Bautista Muñoz, cronista
real de las Indias, presentó en la
Academia de la
Historia, de Madrid, en 1794, una Memoria -publicada hasta
1817-, impugnando la historicidad las apariciones.
Este trabajo, de excelente estilo y
avalorado por el prestigio del autor, pudo deslumbrar a quienes, alejados de
nosotros, apenas conocían vagamente y de oídas nuestras cosas, pero hace
realmente sonreír por su debilidad y exigua documentación a quienes con
conocimiento de causa lo leemos ahora.
En cuanto fue conocido en México,
obtuvo refutaciones excelentes. La mejor es la del famoso Guridi y Alcocer,
publicada en 1820, quien inserta integrar en su libro la Memoria de Muñoz, para que
el lector vea -dice- si es más fuerte la objeción o la respuesta; iba
contestando punto por punto, en un estilo sobrio, lúcido, elegante y moderno,
que da gozo leer.
El caso del P. Mier es curiosísimo.
Mi paisano Fray Servando era un tipo
singular, inquieto, vanidoso, combativo, amante de politiquear, atrayente en su
trato, boquiflojo, megalómano, de cultura vastísima y brillante pero sin
coherencia ni profundidad, amigo de la democracia pero con grandes ínfulas
aristocráticas, copioso en extravagancias pintorescas y a la vez en rotundos
estallidos de sentido común; en suma, un hombre contradictorio, original,
dinámico, con algo y aún algos de chiflado.
Vestía el hábito dominicano y tenía
31 años, cuando pronunció en la
Colegiata, el 12 de diciembre de 1794, un célebre sermón en
que, llevado sin duda de su índole novelera y su prurito de notoriedad, soltó
las más peregrinas especies: que la imagen de la Guadalupana había sido
milagrosamente impresa en la capa de santo Tomás apóstol, el cual había venido
a evangelizar a los indios; y que, muchos siglos después, en 1531, la Virgen se había aparecido a
Juan Diego, dándole la antigua imagen y las rosas para que las llevara ante el
obispo Zumárraga y se le edificara un templo.
Como se ve y como lo declara el P.
Mier, no trataba el de negar el milagro ni la tradición, sino de darles todavía
más lustre de antigüedad y grandeza; pero el arzobispo Núñez de Haro,
recogiendo el escándalo que se suscitó en los oyentes y cumpliendo con su
deber, abrió causa al estrambótico predicador, de la que salió privado del
derecho de cátedra, púlpito y confesionario, y condenado a cumplir una
reclusión de diez años en el convento de las Caldas, de España. Así aprendería
el respeto que se debe a la cátedra sagrada, y como la verdad Guadalupana ni
tolera ni necesita mentiras para ser grande.
¿De dónde sacó el P. Mier aquellos
disparates calenturientos? De cierta plática que tuvo con un licenciado
Borunda, buen hombre que se había dado a estudiar la lengua y jeroglíficos de
los indios y había conjeturado algunas cosas extravagantes, las cuales Fray
Servando, con su característica ligereza y fantasía, aderezó a su modo y dio
por concluyentes. Hasta después de pronunciar su sermón leyó algo de la “Clavé
historial” que estaba escribiendo Borunda, y “confieso -escribe- que lejos de
haber hallado las pruebas incontrastables que el hombre me había asegurado
tener, hallé una porción de dislates propios de un hombre que no sabía
teología, y aún de todo anticuario y etimologista, que comienza por
adivinanzas, sigue por visiones y concluye por delirios”. La confesión de Fray
Servando no puede ser más categórica, aunque es justo advertir que el modesto
Borunda no habló de pruebas incontrastables, y esto fue aditamento de Mier para
deslizar hacia el otro su propia responsabilidad.
En suma: el castigo eclesiástico que
se dio a Fray Servando era justificado y procedente. No había ni las intrigas,
ni las envidias, ni las calumnias, ni las 10.000 cosas negras que él ha
fantaseado, en su delirio de persecución y de grandeza, y que han prohijado sin
análisis, algunos de sus biógrafos. Si el P. Mier parte a España y cumple
sencillamente su reclusión, todo se acaba en paz. Pero tenía la sangre de
azogue, y convertido en el genio de la fuga, se dedicó a evadirse de sus
reclusiones sucesivas, agravando así y complicando su falta. Por cierto que de
sus cinematográficas aventuras por Europa, nos ha dejado un relato vivaz, desenfadado,
hiperbólico, incisivo y pintoresco, insegurísimo como historia pero
divertidísimo como novela.
Estando en Burgos, supo Fray
Servando de la Memoria
que había presentado Muñoz contra la tradición Guadalupana, y en 1797 trabó con
él correspondencia, escribiéndole seis cartas en que aparecía compartiendo la
opinión de aquel, ampliando sus datos y reforzando sus razones.
Quiso, sin duda, Fray Servando,
darse importancia codeándose epistolarmente con hombre de tanto viso, y
congraciase con personaje a quien, por ser cronista real, suponía influyente en
la corte y capacitado para brindarle algún apoyo en la infeliz conclusión de su
causa pendiente; esto se conjugó con su despecho por el castigo y humillación
que sufría, pues las razones para dudar “las he descubierto -le dice
textualmente a Muñoz- después que la persecución me ha hecho meditar y estudiar
el asunto”. Y lanzado por este camino con su vehemencia natural, llegar en 1797 a tildar abiertamente
de “fábula” la tradición Guadalupana, el mismo que tres años antes protestaba
-y así era la verdad- que no pretendía negar, sino robustecer y exaltar la
tradición.
Pero más tarde volvería a
desdecirse. Oportunista en sus cartas a Muñoz, fue oportunista de nuevo al
volver a la patria; y su primer discurso en el congreso constituyente, del que
formó parte como diputado por Nuevo León, olvidándose de su correspondencia con
Muñoz y queriendo trocar en mérito patriótico las pesadumbres que le atrajo su
sermón estrafalario, dijo con toda solemnidad el día 15 de julio de 1822: “Los
mexicanos, en el año de 1794, me llenaron de imprecaciones, creyendo que en un
sermón había negado la tradición de Nuestra Señora de Guadalupe. Los engañaron:
tal no me había pasado por la imaginación: expresamente protesto que predicaba
para defenderla y realzarla”.
Y todavía para morir, cuando, con
singularidad muy propia suya, salió a convidar personalmente a sus amigos para
su Viático, y antes de recibirlo pronunció un discurso, el 16 de noviembre de
1827, volvió a protestar solemnemente que él no había practicado contra la
tradición Guadalupana. Ya se comprende por todo esto, la poca seriedad que
puede atribuirse a la impugnación del P. Mier. Atiborrada de insegura y
tumultuosa erudición, de ardientes disparates mezclados con útiles observaciones,
de fantaseos etimológicos -pues el Padre gozaba con multiplicar citas aztecas
aunque ignoraba la lengua Azteca-, su impugnación ha sido refutada
vigorosamente por Tornel y Mendívil, por P. Antícoli y otros, y en nuestros
días por Don Primo Feliciano Velázquez.
Pasemos ahora a la célebre carta que
Don Joaquín García Icazbalceta escribió privadamente en 1883 al señor arzobispo
Labastida, y que en 1896, muertos ya ambos personajes, se publicó sin pie de
imprenta ni nombre de editor, por amigos de Icazbalceta que violaron así la
voluntad que éste consigna con insistencia y decisión en la propia carta, de
que no se haga publica jamás.
En prosa fuerte, limpia y concisa,
agrupa, mejorándolas, las objeciones de Muñoz y de Mier, y alarga la lista de
silencios. El no haber visto personalmente documentos contemporáneos originales
que hablaran con toda claridad de la aparición, hizo gran fuerza en el espíritu
de Icazbalceta, singularmente docto en papeles españoles del siglo XVI. Yo creo
que esto decidió la convicción del ilustre escritor, y lo llevó luego a paliar
o desestimar los hechos y testimonios que se oponían a su convicción,
aventurándose, para explicarlos, en conjeturas notoriamente débiles.
Quien, sin preparación particular,
lee la carta de Don Joaquín García Icazbalceta, la encuentra magistral y
concluyente. Pero cuando se ha profundizado de veras en los estudios
guadalupanos y se han analizado punto por punto las cuestiones, asombra -dada
la competencia de su autor- la cantidad de errores, omisiones y deficiencias
que hay en la carta acaso explicables por la menor acuciosidad que se pone en
lo que no se dedica a la publicidad. Véase la respuesta que el propio año de
1896 produjo el doctísimo canónigo Don Agustín de la Rosa; véase el admirable estudio
que de la carta ha publicado recientemente, en su libro sobre “La aparición de
Santa María de Guadalupe”, Don Primo Feliciano Velázquez; véase otros
esclarecidos autores guadalupanos, y se comprenderá que el prestigio de la
objeción proviene de que se ignora la respuesta.
Y no hablo de las ediciones
fraudulentas y mendaces que se han hecho de la carta, y que, si viviera Don
Joaquín, le harían morir de indignación, viéndose, en manos de una bochornosa
mala fe, empleado como instrumento contra la Iglesia de que fue hijo insigne y ejemplar.
Por lo que toca al sonadísimo
argumento del silencio, ¿qué es lo que se dice? Esto, que de 1531 a 1548, fecha en que
apareció la primera historia formal sobre el milagro guadalupano, escrita por
el P. Miguel Sánchez, no existe documento alguno. ¿Y que se contesta?
Sencillamente, que no hay tal silencio: y se hace la lista de documentos y
testimonios anteriores a 1648, como la ha hecho recientemente el P. García
Gutiérrez en su “Primer siglo Guadalupano”, y se fotocopian los papeles
respectivos que han llegado a nuestras manos, como lo ha hecho el P. Cuevas en
su “Álbum Histórico”.
“La fuerza del argumento negativo
-dice Icazbalceta- consiste principalmente en que el silencio sea universal”.
Pues bien: como no hay tal silencio universal, resulta que, de acuerdo con el
sentir del propio señor Icazbalceta, el argumento negativo viene rotundamente
al suelo.
Pero se juzga que hay algo más que
silencio en la información que levantó en 1556 el señor arzobispo Montúfar,
dominico, sucesor inmediato de Zumárraga, con motivo del sermón que predicó el
provincial de los franciscanos, Fray Francisco de Bustamante, impugnando la
devoción guadalupana.
Recordemos que esta devoción era muy
favorecida del señor Montúfar, que estando el provincial en ruda pugna con el
arzobispo por cuestiones de jurisdicción, su airada invectiva -patentemente
injusta y atrabiliaria en muchos puntos- día de autoridad y crédito.
El señor Icazbalceta se sorprende y
hace gran caudal de que en la información no aparezca alguna expresa mención
del prodigio Guadalupano tal como nosotros lo conocemos, y de que no se haya
confundido al impugnador con las pruebas del milagro.
Pero, estudiando cuidadosamente la
información -que fue publicada y comentada en 1890 por el benemérito Don
Fortino Hipólito Vera-, se advierte que no paró mientes Icazbalceta en varias
cosas de sustancia.
En primer lugar, la información es
sólo eso: información para saber lo que dijo el predicador, no acopio de
razones para refutar lo que dijo: En vano, pues, buscar en ella lo que ni
contiene ni debe contener. Y así, por ejemplo, no se refuta el que la imagen
fuese pintada por un indio, pero es patente que se reprueba esa gratuita
afirmación, pues en el interrogatorio que se hace a los testigos se les
pregunta si el predicador dijo tal cosa, y ese interrogatorio contiene
precisamente los conceptos vituperables y escandalosos que se atribuyeron al
predicador y sobre los cuales se recoge información, para puntualizar si en
efecto los vertió.
En segundo lugar, vemos que el P.
Bustamante afirmaba que carecía de fundamento aquella devoción y que para
“aprobarla y tenerla por buena era menester haber verificado milagros y
comprobándolos con copia de testigos”; y es clarísimo que para rendir culto a
cualquier imagen de la Virgen
no se requieren especial fundamento ni milagros, y que el pedirlos implica
reconocer la existencia de una devoción y un culto de origen y carácter
perfectamente excepcionales.
En tercer lugar, en la información
se alude incidentalmente y en breves frases al sermón que el Arzobispo Montúfar
había predicador dos días antes que Bustamante, y aunque no se consigna
explícitamente del prodigio Guadalupano, descubrimos allí la creencia en el
coma pues el Arzobispo comparó a la
Virgen del Tepeyac con la de los Remedios, la de Monserrate,
la de Lobeto, la de Peña de Francia y otras que precisamente se veneran como
aparecidas o de origen milagroso; y uno de sus oyentes, al oír que el prelado
empezaba su sermón con el versículo: “Bienaventurados los ojos que ven lo que
vosotros veis”, dice que comprendió desde luego que iba a hablar de la Guadalupana. ¿Qué
significa esto, sino que la
Guadalupana implicaba algo absolutamente extraordinario y
prodigioso, pues sería absurdo decir: “Bienaventurados los ojos que ven lo que
vosotros veis” a propósito de cualquier imagen común de las innumerables que
existen? ¿Qué significa esto, sino que la creencia popular existía entonces
como ahora, pues de otra suerte no podría un oyente, sólo al escuchar el
enunciado texto evangélico, comprender que se iba a hablar de la Virgen del Tepeyac?
En cuarto lugar, consta por la
información el inmenso disgusto y el formidable escándalo que causó en el
pueblo del sermón de Bustamante, fundamentalmente “por haber tocado en Nuestra
Señora de Guadalupe”, no sólo ni principalmente por atacar de modo irrespetuoso
al prelado, cómo interpretar con error Icazbalceta; consta que la sorpresa y el
enojo fueron tales, que las gentes “decían que sería razón enviar al dicho
provincial a España para que allá fuese castigado, y quien no le oirían más
sermón en la Nueva España”;
en fin, el fervoroso entusiasmo con qué indígenas y españoles de la ciudad y
que fuera acudían al Tepeyac, “la gran devoción -dice un testigo- que toda esta
ciudad ha tomado a esta bendita imagen, y los indios también, y cómo van
descalzas señoras principales y muy regaladas, y a pie con sus bordones en las
manos, a visitar y encomendar a Nuestra Señora, y de esto los naturales han
recibido grande ejemplo y siguen lo mismo”: lo cual es luminosa comprobación
histórica de cómo, desde el principio, la Virgen de Guadalupe, uniendo en un solo amor a
conquistadores y conquistados, fue imán y signo de concordia nacional.
Así, la información de 1556, que se
ha estimado decisiva contra la tradición, es, al contrario, un documento que la
confirma. Y más aún: este documento viene a poner de relieve la inseguridad y
endeblez del célebre argumento del silencio.
¿Por qué? Porque ignorábamos
absolutamente lo del sermón y el escándalo causado por el P. Bustamante en
1556, hasta 1888 en que se publicó la información. A pesar de un total silencio
de tres siglos, no podemos negar el hecho, en vista de un solo documento
auténtico que lo comprueba. Pues bien: a pesar de algunos silencios sobre el milagro
Guadalupano, no podemos negar el hecho, en vista no de uno, sino de muchos
documentos auténticos que lo atestiguan.
¿Cómo es posible que ni un rumor
hubiera llegado a nuestros oídos de aquel magno escándalo del sermón del P.
Bustamante? ¿Cómo suponer, leyendo en los historiadores franciscanos Mendieta o
Torquemada la biografía del propio Bustamante, y viendo que le llaman
“prudentísimo”, que hubiera cometido la insigne imprudencia de su atrabiliario
sermón, del que no nos dicen media palabra? Es evidente que callan por recato,
por no revocar un incidente penoso para su orden y ocasionado a suscitar
enconos.
Y es de robusta lógica inferir que
exactamente por la misma razón callan sobre el milagro Guadalupano, ya que éste
fue sustancia y ocasión del escándalo provocado por Bustamante. Su silencio no
es ignorancia, sino discreción. Y ved aquí explicado el silencio principal y
más impresionante, el de los historiadores franciscanos.
Otros mutismos han sido ya
analizados y explicados por Don Primo Feliciano. Yo agregaré ésta reflexión,
que me parece fecunda en aplicaciones.
El P. Cavo en sus “Tres siglos de
México” nada dice, y García Icazbalceta registra ese silencio entre los
significativos. No obstante, resulta de una misiva hológrafa de Cavo al P.
Pichardo, fechada en Roma el 31 de agosto de 1803 y fotocopiada por el P.
Cuevas en su Álbum, que aquél insigne jesuita creía macizamente en la aparición
Guadalupana, tenía singular empeño en que se vindicará su verdad histórica, y
juzgaba -importantísimo parecer- que “será muy fácil solución” a las objeciones
presentadas por Don Juan Bautista Muñoz, que son sustancialmente las mismas que
se han esgrimido mas tarde.
He aquí, pues, dos hechos evidentes:
Cavo calla en su obra; Cavo cree en la verdad histórica de la aparición.
¿Consecuencia? Muy clara: El callar no implica forzosamente ignorancia, ni
desprecio, ni negación del suceso.
Y cosa semejante acontece con
Clavijero. ¿Por qué, entonces, no hablan Cavo y Clavijero en sus historias?
Porque no lo vieron necesario, o porque no encajaba en su plan, o por omisión
involuntaria, o porque no se les ocurrió, o por lo que se quiera; pero no por
desconocimiento o desdén. Y lógicamente se ocurre extender la observación a
otros mutismos: aunque resulten impresionantes y no les encontremos
satisfactoria explicación, pueden coexistir -como positivamente coexisten en
los padres Clavijero y Cavo- con el conocimiento y aprobación del hecho.
Además, los silencios se reducen a
medida que estudiamos. ¿Quién será puesto a catalogar, a desempolvar siquiera
las montañas de documentos que yacen en nuestros archivos? Aparte de los
infinitos papeles perdidos por la humedad, por la polilla, por la incuria del
agente, por el azar de los tiempos, por el estrago de las revoluciones, por la
fatalidad que ha dispersado colecciones maravillosas como las de Sigüenza y
Góngora o Boturini. ¿Quién se ha dedicado a inquirir seriamente en el
maremagnum de legajos que tenemos todavía en archivos y bibliotecas? No un
Colón ni un Cortés, sino una legión de Colones y Corteses, serían necesarios
para descubrir y explorar ese incógnito mundo de papeles.
Estudiamos con tesón, e irán
saliendo nuevas pruebas, como ya han salido no pocas que se ignoraban años
atrás. El tiempo es el gran aliado de la verdad. Pero lo que sabemos hoy es de
sobra suficiente para explicar algunos silencios de los contemporáneos, y para
que el argumento negativo desfallezca y sucumba ante el argumento positivo de
documentos auténticos, vigorosos y claros, que en altas voces dicen el milagro
de las rosas. No, no hay silencios. Hay un vasto clamor de cuatro siglos, como
un ingente océano que bate la colina del Tepeyac, con himnos de gloria, con
murmullos de amor, con gemidos de catástrofe, con canciones de esperanza.
Más de cuatro siglos claman a
nuestra Madre con una inmensa sinfonía. Porque la Virgen de Guadalupe es algo
que está identificado con la sustancia de la patria. Ella presidió el
nacimiento de nuestra nacionalidad. Quiso visitarnos -como a su prima Isabel en
su gravidez- cuando estas tierras estaban “grávidas de Cristo”, y aceleró el
nacimiento de El y su reinado entre nosotros de manera tan insólita
desproporcionada a los medios humanos, que todos los historiadores se
sorprenden, incluso Icazbalceta y el protestante Bancroft.
Ella, que consoló a los vencidos y
amansó a los vencedores, no muestra fisonomía de india ni de española, sino de
“mexicana”; y diríase que preludió en su dulce imagen de la fusión de las dos
razas que constituyen la nuestra, por las rosas de Castilla que se absorben y
pintan en el ayate del indígena.
Ella, fervorosamente amada por todos
nuestros libertadores, palpito lo mismo los pendones de Hidalgo que en las
proclamas de Morelos y en las insignias de Iturbide. Ella ha amparado y
reverdecido nuestra fe, por sobre más de un siglo de ataques insidiosos o
brutales. A ellas van nuestras lágrimas y nuestras esperanzas. Ella es emblema
autóctono, negación de exotismos invasores, vínculo sumo de unidad nacional.
En los cimientos del Tepeyac, están
los cimientos de la patria.
Sr. D. Alfonso Junco, discurso pronunciado en la Asamblea Solemne
del Congreso Nacional Guadalupano, el 8 de diciembre de 1931. Transcripción: Alejandro Villarreal de Biblia y Tradición,
2008.