Después que ellos se retiraron,
el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma
contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estáte allí hasta que yo te
diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle». El se levantó, tomó de
noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la
muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del
profeta: De Egipto llamé a mi hijo. Muerto Herodes, el Ángel del Señor se
apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño
y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los
que buscaban la vida del niño». Él se levantó, tomó consigo al niño y a su
madre, y entró en tierra de Israel. Pero al enterarse de que Arquelao reinaba
en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en
sueños, se retiró a la región de Galilea, y fue a vivir en una ciudad llamada
Nazaret; para que se cumpliese el oráculo de los profetas: Será llamado
Nazareno. (Mt
2,13-15, 19-23).
Cayo Cornelio Tácito cuenta, en sus Anales,
que, cuando en el quinto consulado de Nerón, éste comenzó a mostrar los
primeros signos de lo que, luego, sería su desenfrenada locura, apareció un
cometa “cuya aparición pronostica —escribe Tácito—, según la creencia
vulgar, un cambio de gobernante”. Así, pues, como si Nerón hubiera sido ya
destronado, todo el mundo se preguntaba quién sería su sucesor. Como se
barajaron varios nombres, Nerón, según Suetonio, no tuvo recurso más expeditivo
que mandarlos matar a todos juntos, con sus hijos pequeños, también posibles
herederos. En estas materias de sucesión y de golpes siempre los gobernantes
han sido extremadamente “quisquillosos”.
Especialmente “quisquilloso” fue Herodes el
Grande, hijo de Antípatro, un importantísimo jeque de los idumeos, pueblo
ubicado al sur de Israel, en Edom, y que había sido conquistado y convertido al
judaismo por Juan Hircano, uno de los Asmoneos descendientes de Judas Macabeo.
Antípatro, con ayuda de Pompeyo, había conseguido el poder en Judea, bajo
jurisdicción romana, deponiendo al legítimo gobierno de los Asmoneos. Luego -y
a pesar de haber estado junto a Pompeyo en Farsalia- obtuvo el favor de Julio
César y consolidó con el título de Procurador el poder de los idumeos
sobre Judea.
Antípatro fue, luego, envenenado y,
brevemente, volvieron al poder los Asmoneos; pero Herodes, hijo y heredero de
aquél, huyó a Roma y, consiguiendo el apoyo de Marco Antonio y Octavio, fue
nombrado por el senado rex amicus et socius populi romani, rey amigo y
socio del pueblo romano. Rey, por supuesto, de Judea.
Volvió a Israel y tomó a Jerusalén en el año
37 A.C. Desde entonces reinó sobre el territorio con el odio unánime de todos
los judíos. Lo consideraban un extranjero que no sólo nada tenía que ver con
David, sino que ni siquiera pertenecía a ninguna de las tribus de Israel.
Herodes, más tarde se equivocó y apoyó a
Marco Antonio y Cleopatra en su lucha contra Octavio. A pesar de ello pudo
lograr hacerse perdonar por éste -llegándose a arrodillar a sus pies- y, desde entonces,
su trono estuvo seguro hasta su muerte. Sabía que lo que importaba, al fin y al
cabo, era el beneplácito romano.
Pero lo mismo vivió siempre con la obsesión
de que el pueblo no lo quería y que se tejían constantes conspiraciones a su
alrededor. No sólo no dudó en asesinar a su mujer y a su suegra, sino que mató
a tres de sus hijos, innumerable parientes y miles de adversarios y
sospechosos. Cinco días antes de su propia muerte hizo matar a otro de sus
hijos y, falleció, gravemente enfermo, cuando estaba planeando una gran
matanza entre sus cortesanos, porque decía que, como todos lo odiaban, ninguno
iba a derramar una lágrima cuando falleciera, y con la matanza, en cambio, se
iban a quedar llorando unos cuantos.
De hecho, no había hecho mal gobierno. Desde
los legendarios tiempos de David y Salomón, nunca los judíos habían tenido un
territorio más grande, próspero y bien administrado que este de Herodes el
Grande (a quien no hay que confundir con el tetrarca Herodes-Antipas, uno de
sus hijos, el que aparece más tarde durante la vida pública de Jesús; el que
hace degollar a Juan Bautista). Sin embargo, los judíos no lo querían, por ser
idumeo y porque culturalmente era más heleno que judío, a pesar de la
magnificencia con la cual había reconstruido el templo de Jerusalén.
Aunque nuestro Evangelio sea la única fuente
en relatar el episodio de la muerte de los Infantes de Belén, la cosa entra
bien dentro de los esquemas de la época y las características de nuestro
personaje. Si Belén, como parece, contaba en aquella época con dos mil o tres
mil habitantes, se calcula que habría allí unos diez o quince varones de menos
de dos años. Noticia, pues, insignificante para las crónicas de ese tiempo.
Y no se crea tampoco que, en aquella época,
irse a Egipto era un terrible destierro. De hecho había más judíos al borde del
Nilo que en Palestina. Alejandría tenía un millón de judíos y Jerusalén sólo
quinientos mil o menos. Ir a Egipto era como hoy, para un israelí irse a Nueva
York o venirse a Buenos Aires, que son las dos ciudades con más judíos en el
mundo. Tel Aviv es, recién, la tercera.
En cuatro o cinco días de caminata se podía,
pues, llegar de Belén al lugar desconocido en Egipto que eligió José para poner
a salvo a su familia. Allá, sin duda, habrán encontrado parientes con los cuales
instalarse durante un tiempo considerable.
En el año 4 A.C. muere Herodes el Grande, El
Carnicero de los Santos Inocentes.
Es de público conocimiento que, en el siglo VI,
cuando se encomendó al
monje Dionisio el Exiguo, archivero de Roma, datar los documentos oficiales a
partir del nacimiento de Cristo, este fijó la fecha con un error de seis o
siete años. Así que, en realidad, Cristo nació el año ¡6 ó 7 antes de Cristo!
De todos modos, a la muerte de ese Herodes se
repartió el reino en tres pedazos:
El título de rey lo heredó Arquelao, el
mayor, pero, como el pueblo judío aprovechó para sublevarse, tuvo que
reprimirlo a costa de grandes matanzas. Éstas le valieron la fama de cruel y
temible, que hace que José, desde Egipto, fuera a instalarse a Nazaret de
Galilea, donde, como tetrarca, había quedado Filipo, el tercer hijo de
Herodes. Como en Galilea la población era minoritariamente judía Filipo no tuvo
problemas con ella y gobernó tranquilo, sin pena ni gloria.
El segundo hijo vivo de Herodes el Grande fue
Herodes Antipas, que cuando Arquelao fue depuesto por los romanos,
acusado de sanguinario por los judíos -lo cual nos hace pensar que no sería tan
malo- tomó su lugar.
No obstante, y mientras tanto, José, María y
Jesús se habían ya instalado definitivamente en Nazaret.
Lo que importa no son, de todos modos, estos
pocos acontecimientos históricos, sino la reflexión sobre ellos que, con citas
del Antiguo Testamento nos brinda San Mateo.
En resumen, San Mateo percibe en todas las
grandes vicisitudes del pueblo elegido -desterrado a Egipto, perseguido por el
faraón {imagen de Herodes), desterrado a Babilonia, etc.- la figura de
la letanía de enfrentamientos, traiciones, amarguras y dolores que debió sufrir
Jesús, ya desde su primera infancia.
La persecución por parte de los judíos y de
los poderes de este mundo; la apertura, manifestación o epifanía a los
no-hebreos -representados por los Reyes Magos y por la Galilea de los
Gentiles-; el dolor incomprensible de la muerte y fracaso representados por los
Santos Inocentes, ya son como un resumen de la vida futura de Jesús, prefigurada
en el Antiguo Testamento.
Es importante destacar que la pacífica imagen
de la Sagrada Familia a la que nos hemos ido acostumbrando a lo largo de los
siglos -desde el luminoso Pesebre, pasando por la Circuncisión y la Huida,
hasta la armonía de Nazaret enfocada en el laborioso fragor de la carpintería
de José- no es la que, en realidad, nos quiere mostrar San Mateo. Al contrario,
el Evangelista nos describe una historia terrible, aciaga, marcada por la
dificultad, la lucha, la hostilidad, la persecución y la sangre. Nuestros pesebres
adornados y con lucecitas y ciertas estampitas edulcoradas nos han desviado del
verdadero drama de los primeros años del Señor.
Esto es bueno recordarlo en nuestra época.
Destruida la cristiandad y en liquidación la sociedad cristiana, ya hace
mucho tiempo que se quedó en el pasado, para las familias cristianas, la
posibilidad romántica y tranquila de vivir la Paz de Nazaret.
Ya no se huelen solamente las cacerolas
humeantes de María, ni se oyen sus arrorrós, o la sierra afanosa de José, o se
ve al Niño jugando con el aserrín. Se oyen, más bien, las desviadas enseñanzas
modernistas de tantísimos sacerdotes, sus eucaristías extrañas,
insólitas y hasta increíbles; también se oye el llanto mudo de tantos niños
salvajemente asesinados antes de nacer o, luego, en sus mentes y corazones por
una “cultura” y ambiente que asfixia y corrompe y mata eternamente.
No nos embauquemos con el falso ecumenismo de
los que no buscan la conversión de las gentes a la Verdadera Fe; no nos
engañemos con las sonrisas melosas y los abrazos (¡y aún besos...!), ni con la
oración “en común” con no-católicos; ni con la trampa de que “todos somos
hermanos” así nomás.
No estamos en paz. La familia cristiana está
en guerra y el enemigo es poderoso y cruel.
Quien no se da cuenta de esto, quien -en el
limbo de los benditos, tomando sol en la cara oscura de la luna- piensa que
todo anda más o menos bien, que el pluralismo es normal, que el que cada vez
haya menos cristianismo es fruto de la casualidad o del progreso, que todo el
mundo es bueno, que no existe el enemigo, que se puede seguir adelante sin
alertas, sin cautela ni combate..., pues ése tal perderá inexorablemente, para
Cristo, a su familia y, con la familia, a la única esperanza de la Patria.
Hay que huir a Egipto. Hay que lamerse las heridas,
defender a los nuestros, educarlos -en la Fe, en la Esperanza, en la Caridad,
en el propio ejemplo- para el combate, para la virilidad, para la fortaleza,
para el martirio. La peor tragedia que nos puede suceder es no querer
enterarnos que estamos siendo implacablemente atacados y arrinconados.
Todos hoy debemos saber -y educar a los
nuestros sabiendo- que ser cristianos no es fácil. Es duro. Y está siempre para
recordárnoslo, más allá de la capa dulce de nuestras tradiciones navideñas, el
destino doloroso y severo que, en la realidad desnuda leída en nuestros
evangelios, marca, desde el comienzo, la vida de la Sagrada Familia de Jesús,
María y José.
Jesús, José y María, os doy el corazón y el
alma mía.
Jesús, José y María, asistidme en mi última
agonía.
Jesús, José y María, que muera en vuestros
brazos en paz y en armonía.
Architriclinus, publicado
originalmente en el boletín dominical “Fides”
Nº 992.