Inspirados por León XIII,
Chesterton y otros autores formularon una nueva doctrina económica, no a medio
camino, sino alternativa al materialismo que preconizaban el capitalismo y el
socialismo. «Algunos la juzgarán una sociedad utópica; yo la juzgo perfectamente
realizable, en un tiempo como el presente», afirma el escritor Juan Manuel de
Prada. «Sólo hacen falta católicos radicales e intrépidos, con poco que perder
(el soborno del mundo) y mucho que ganar (la vida eterna)»
Hilaire Belloc y G.K. Chesterton
consideraron siempre que el capitalismo era la gran plaga que impedía la
floración de una sociedad auténticamente cristiana, por haber introducido la
competencia en las relaciones conyugales, desarraigado al hombre de su tierra y
nublado las virtudes de nuestros mayores, convirtiendo a los seres humanos en
máquinas al servicio de la producción. «El capitalismo -escribiría Belloc-
constituye una calamidad no porque defienda el derecho legal a la propiedad,
sino porque representa, por su propia naturaleza, el empleo de ese derecho
legal para beneficio de unos pocos privilegiados contra un número mucho mayor
de hombres que, aunque libres y ciudadanos en igualdad de condiciones, carecen
de toda base económica propia».
En la grandiosa encíclica Rerum
novarum (1891), de León XIII, en la que se condenan las condiciones oprobiosas,
lindantes con la esclavitud, en las que vivía una muchedumbre infinita de
proletarios, hallarían Chesterton y Belloc el aliento para impulsar, en
compañía de Arthur Penty y el padre Vincent McNabb, un nueva doctrina
económica, alternativa al capitalismo y al socialismo, cuyo fin último es promover
el Reinado Social de Cristo.
El distributismo se funda en las
instituciones de la familia y la propiedad, pilares básicos de un recto orden de
la sociedad humana; no cualquier familia, desde luego, sino la familia católica
comprometida en la procreación y fortalecida por vínculos solidarios
indestructibles. Tampoco cualquier propiedad, y mucho menos la propiedad
concentrada del capitalismo, sino una propiedad equitativamente distribuida que
permita a cada familia ser dueña de su hogar y de sus medios de producción. El
trabajo, de este modo, deja de ser alienante y se convierte en un fin en sí
mismo; y el trabajador, al ser también propietario, recupera el amor por la
obra bien hecha, y vuelve a mirar a Dios, al principio de cada jornada, con
gratitud y sentido de lo sagrado, santificando de veras sus quehaceres
cotidianos.
Por supuesto, la sociedad
distributista preconizada por Chesterton y sus amigos se rige por el principio
de subsidiariedad y por la virtud teologal de la caridad, que antepone el bien
común al lucro personal. Se trataría de lograr que cada familia cuente con los
medios necesarios para su subsistencia, bien mediante la producción propia,
bien mediante el comercio con otras familias o comunidades de familias, con las
que se asociará para realizar obras públicas y garantizar la educación
cristiana y el aprendizaje de los oficios para sus hijos. Los gremios vuelven a
ser, en la sociedad distributista, elemento fundamental en la organización del
trabajo.
El distributismo no postula una
sociedad de individuos iguales, empachados de una libertad que acaba
destruyendo los vínculos comunitarios, sino una sociedad verdaderamente
fraterna, regida por los principios de dignidad y jerarquía, en la que mucho
más que el bienestar importa el bien-ser.
Algunos la juzgarán una sociedad
utópica; yo la juzgo perfectamente realizable, en un tiempo como el presente,
en que el capitalismo financiero y el llamado cínicamente Estado social de
Derecho se tambalean, heridos de muerte. Sólo hacen falta católicos radicales e
intrépidos, con poco que perder (el soborno del mundo) y mucho que ganar (la
vida eterna).
Juan Manuel De Prada,
publicado en “Alfay Omega”