La santificación de nuestra alma
está en la unión con Dios, unión de fe, de confianza y de amor. De ahí que uno
de los principales medios de santificación sea el más excelso de los actos de
la virtud de religión y del culto cristiano: la participación en el sacrificio
de la Misa. La Santa Misa debe ser, cada mañana, para todas las almas
interiores, la fuente eminente de la que desciendan y manen las gracias
de que tanta necesidad tenemos durante el día; fuente de luz y calor, que, en
el orden espiritual, sea para el alma lo que es la aurora para la naturaleza.
Después de la noche y del sueño, que es imagen de la muerte, al levantarse el sol
sobre el horizonte, la luz inunda la tierra, y todas las cosas vuelven a la
vida. Si comprendiéramos a fondo el valor infinito de la misa cotidiana,
veríamos que es a modo del nacimiento de un sol espiritual, que renueva,
conserva y aumenta en nosotros la vida de la gracia, que es la vida eterna
comenzada. Mas con frecuencia la costumbre de asistir a Misa, por falta de
espíritu, degenera en rutina, y por eso no sacamos del santo sacrificio el
provecho que deberíamos sacar.
La misa debe ser, pues, el acto
principal de cada día, y en la vida de un cristiano, y, más, de un
religioso, todos los demás actos no deberían ser sino el acompañamiento de
aquél, sobre todo los actos de piedad y los pequeños sacrificios que hemos de
ofrecer a Dios, a lo largo de la jornada.
Trataremos aquí de estos tres
puntos: 1º, de dónde nace el valor del sacrificio de la Misa; 2º, que sus
efectos dependen de nuestras disposiciones interiores; 3º, cómo hemos de
unirnos al sacrificio eucarístico.
La oblación siempre viviente en el corazón de Cristo.
La excelencia del sacrificio de
la Misa proviene, dice el Concilio de Trento [1], de que en sustancia es el
mismo sacrificio de la Cruz, porque es el mismo sacerdote el que
continúa ofreciéndose por sus ministros; y es la misma víctima, realmente
presente en el altar, la que realmente se ofrece. Sólo es distinto el modo de
ofrecerse: mientras que en la Cruz fue una inmolación cruenta, en la misa la
inmolación es sacramental por la separación, no física, sino sacramental
del cuerpo y la sangre del Salvador, en virtud de la doble consagración. Así la
sangre de Jesús, sin ser físicamente derramada, lo es sacramentalmente [2].
Esta sacramental inmolación es un signo [3] de la
oblación interna de Jesús, a la cual nos debemos unir; es asimismo el recuerdo
de la inmolación cruenta del Calvario. Aunque sólo sea sacramental, esta
inmolación del Verbo de Dios hecho carne es más expresiva que la
inmolación cruenta del cordero pascual y de todas las víctimas del Antiguo
Testamento. Un signo o símbolo, en efecto, saca todo su valor de la grandeza
de la cosa significada; la bandera que nos recuerda la patria, aunque sea de
vulgarísimo lienzo, tiene a nuestros ojos más valor que el banderín de una
compañía o la insignia de un oficial. Del mismo modo la cruenta inmolación de
las víctimas del Antiguo Testamento, remota figura del sacrificio de la Cruz,
sólo daba a entender los sentimientos interiores de los sacerdotes y fieles de
la antigua Ley; mientras que la inmolación sacramental del Salvador en nuestros
altares expresa sobre todo la obla ción interior perenne y siempre
renovada en el corazón de “Cristo que no cesa de interceder por nosotros” (Hebr.
VII, 25).
Mas esta oblación, que es como el
alma del sacrificio de la Misa, tiene infinito valor, porque trae su
virtud de la persona divina del Verbo encarnado, principal sacerdote y
víctima, cuya inmolación se perpetúa bajo la forma sacramental. San Juan
Crisóstomo escribió: “Cuando veáis en el altar al ministro sagrado elevando
hacia el cielo la hostia santa, no vayáis a creer que ese hombre es el
(principal) verdadero sacerdote; antes, elevando vuestros pensamientos por
encima de lo que los sentidos ven, considerad la mano de Jesús invisiblemente
extendida”.[4] El sacerdote que con nuestros ojos de carne contemplamos no es
capaz de comprender toda la profundidad de este misterio, pero más arriba está
la inteligencia y la voluntad de Jesús, sacerdote principal. Aunque el
ministro no siempre sea lo que debiera ser, el sacerdote principal es infinitamente
santo; aunque el ministro, por bueno que sea, pueda estar ligeramente distraído
u ocupado en las exteriores ceremonias del sacrificio, sin llegar a su más
íntimo sentido, hay alguien sobre él que nunca se distrae, y ofrece a Dios,
con pleno y total conocimiento, una adoración reparadora de infinito valor, una
súplica y una acción` de gracias de alcance ilimitado.
Esta interior oblación siempre
viviente en el corazón de Jesucristo es, pues, en verdad, comoel alma del
sacrificio de la Misa. Es la continuación de aquella otra oblación por
la cual Jesús se ofreció como víctima al venir a este mundo y a lo largo de su
existencia sobre la tierra, sobre todo en la Cruz. Mientras el Salvador vivía
en la tierra, esta oblación era meritoria; ahora continúa, pero sin esta
modalidad del mérito. Continúa en forma de adoración reparadora y de súplica,
a fin de aplicarnos los méritos que nos ganó en la Cruz. Aun después que
sea dicha la última misa al fin del mundo, y cuando ya no haya sacrificio
propiamente dicho, su consumación, la oblación interior de Cristo a su Padre,
continuará, no en forma de reparación y súplica, sino de adoración y acción
de gracias. Eso será el Sanctus, Sanctus, Sanctus, que da alguna
idea del culto de los bienaventurados en la eternidad.
Si nos fuera dado ver
directamente el amor que inspira esta interna oblación que continúa sincesar en
el corazón de Cristo, “siempre viva para interceder por nosotros”, ¡cuál
no sería nuestra admiración!
La Beata Angela de Foligno dice [5]: “No es que lo crea,
sino que tengo la certeza absoluta de que, si un alma viera y contemplara
alguno de los íntimos esplendores del sacramento del altar, luego ardería en
llamas, porque habría visto el amor divino. Paréceme que los que ofrecen el
sacrificio y los que a él asisten, deberían meditar profundamente en la
profunda verdad del misterio tres veces santo, en cuya contemplación habríamos
de permanecer inmóviles y absortos”.
Efectos del Santo Sacrificio de la Misa y cómo debemos
oírla.
La oblación interior de Cristo
Jesús, que es el alma del sacrificio eucarístico, tiene los mismos fines e
idénticos efectos que el sacrificio de la Cruz; mas importa que de entre tales
efectos, nos fijemos en los que se refieren a Dios y en los que nos conciernen
a nosotros mismos.
Los efectos de la Misa que
inmediatamente se refieren a Dios, como la adoración reparadora y la
acción de gracias, prodúcense siempre infalible y plenamente con su
infinito valor, aun sin nuestro concurso, aunque la Misa fuera celebrada por un
sacerdote indigno, con tal que sea válida. Así, de cada Misa elévase a Dios una
adoración y acción de gracias de ilimitado valor, en razón de la dignidad del
Sacerdote principal que la ofrece y del valor de la víctima ofrecida. Esta oblación
"agrada a Dios más que lo que son capaces de desagradarle todos los
pecados juntos"; en eso está, en cuanto a la satisfacción, la esencia misma
del misterio de la Redención [6].
Los efectos de la Misa, en
cuanto dependen de nosotros, no se nos aplican sino en la medida de
nuestras disposiciones interiores.
Por eso, la Santa Misa, como
sacrificio propiciatorio, les merece, ex opere operato, a los
pecadores que no le oponen resistencia, la gracia actual que les inclina a
arrepentirse y les mueve a confesar sus culpas [7], Las palabras Agnus Dei,
qui tollis peccata mundi, paree nobis, Domine, hacen nacer en esos
pecadores sentimientos de contrición, como en el Calvario le aconteció al buen
ladrón. Esto se entiende, principalmente, de los pecadores que asisten a la
Misa .y de aquellos por quienes se aplica.
El sacrificio de la Misa, como
sacrificio satisfactorio, perdona también -infaliblemente a los
pecadores arrepentidos parte al menos de la pena temporal debida por los
pecados, y esto según las disposiciones con que a ella asisten, Por eso dice el
Concilio de Trento que el sacrificio eucarístico puede también ser ofrecido
para aliviar de sus penas a las almas del purgatorio [8].
En fin, como sacrificio impetratorio
o de súplica, la Misa nos obtiene ex opere operato todas las gracias
de que tenemos necesidad para nuestra santificación. Es que la oración de
Jesucristo, que vive eternamente, sigue intercediendo en nuestro favor, junto
con las súplicas de la Iglesia, Esposa de nuestro divino Salvador. El efecto de
esta doble oración es proporcionado a nuestro propio fervor, y aquel que con
buenas disposiciones se une a ellas, puede tener la seguridad de obtener para
sí y para las almas a quienes encomienda, las gracias más abundantes.
Santo Tomás y otros muchos
teólogos enseñan que estos efectos de la Misa, en cuanto de nosotros dependen,
se nos hacen efectivos en la medida de nuestro fervor [9]. La razón es que la
influencia de una causa universal no tiene más límites que la capacidad
del sujeto que la recibe. Así el sol alumbra y da calor lo mismo a una persona
que a mil que estén en una plaza. Ahora bien, el sacrificio de la Misa, por ser
sustancialmente el mismo que el de la Cruz, es, en cuanto a reparación y
súplica, causa universal de las gracias de iluminación, atracción y fortaleza.
Su influencia sobre nos otros no está, pues, limitada sino por las
disposiciones y el fervor de quienes la reciben. Así una sola Misa puede
aprovechar tanto a un gran número de personas, como a una sola; de la misma
manera que el sacrificio de la Cruz aprovechó al buen ladrón lo mismo que si
por él solo se hubiera realizado. Si el sol ilumina lo mismo a una que a mil
personas, la influencia de esta fuente de calor y fervor espiritual, como es la
Misa, no es menos eficaz en el orden de la gracia. Cuanto es mayor la fe,
confianza, religión y amor con que se asiste a ella, mayores son los frutos que
en las almas produce.
Esto nos da a entender por qué
los santos, ilustrados por el Espíritu Santo, tuvieron en tanta estima el Santo
Sacrificio. Algunos, estando enfermos y baldados, se hacían llevar para asistir
a la Misa, porque sabían que vale más que todos los tesoros, Santa Juana de
Arco, camino de Chinon, importunaba a sus compañeros de armas a que cada día
asistiesen a misa; y, a fuerza de rogárselo, lo consiguió. Santa Germana
Cousin, tan fuertemente atraída se sentía hacia la iglesia, cuando oía la
campana anunciando el Santo Sacrificio, que dejaba sus ovejas al cuidado de los
ángeles y corría a oír la Misa; y jamás su rebaño estuvo tan bien guardado. El
santo Cura de Ars hablaba del valor de la Misa con una convicción tal que
llegó a conseguir que todos o casi todos sus feligreses asistiesen a ella
diariamente. Otros muchos santos derramaban lágrimas de amor o caían en éxtasis
durante el Santo Sacrificio; y algunos llegaron a ver en lugar del celebrante
a Nuestro Señor. Algunos, en el momento de la elevación del cáliz, vieron
desbordarse la preciosa sangre, como si fuera a extenderse por los brazos del
sacerdote y aun por el santuario, y venir los ángeles con cálices de oro a
recogerla, como para llevarla a todos los lugares donde hay hombres que salvar.
San Felipe de Neri recibió no pocas gracias de esta naturaleza y se ocultaba
para celebrar, por los éxtasis que tenía en el altar.
Cómo debemos unirnos al Santo Sacrificio de la Misa.
Puede aplicarse a esta materia lo
que Santo Tomás [10] dice de la atención en la oración vocal: “Puede la
atención referirse a las palabras, para pronunciarlas bien; al sentido de esas
palabras, o bien al fin mismo de la oración, es decir a Dios y a la cosa por la
cual se ruega... Esta última clase de atención que aun los más simples e
incultos pueden tener, es tan intensa a veces que el espíritu está como
arrobado en Dios y olvidado de todo lo demás.”
Asimismo para oír bien la Misa,
con fe, confianza, verdadera piedad y amor, se la puede seguir de diferentes
maneras. Puédese escuchar prestando atención a las oraciones litúrgicas, tan
bellas y llenas de unción, elevación y sencillez. O meditando en la Pasión y
muerte del Salvador, y considerarse al pie de la Cruz con María, Juan y las
santas mujeres. O cumpliendo, en unión con Jesús, los cuatro deberes que
tenemos para con Dios, y que son los fines mismos del sacrificio: adoración,
reparación, petición y acción degracias. Con tal de ocuparse de algún modo en
la oración, por ejemplo, rezando el rosario, la asistencia a la Misa es
provechosa. También se puede, y con, mucho provecho, como lo hacía Santa Juana
de Chantal y otros muchos santos, continuar en la Misa la meditación, sobre
todo si despierta en nosotros intenso amor de Dios, algo así como San Juan
estuvo en la Cena, cuando reposaba sobre el corazón del divino Maestro.
Sea cualquiera la manera como oigamos la Santa Misa, hase de
insistir en una cosa importante. Y es que sobre todo hemos- de unirnos
íntimamente a la oblación del Salvador, sacerdote principal del sacrificio;
y ofrecer, con él, a él mismo a su eterno Padre, acordándonos que
esta oblación agrada más a Dios que lo que pudieran desagradarle todos los
pecados del mundo. También hemos de ofrecernos a nosotros mismos, y cada
día con mayor afecto, y presentar al Señor nuestras penas y contrariedades,
pasadas, presentes y futuras. Así dice el sacerdote en el ofertorio: “In
spiritu humilitatis et in animo contrito suscipiamur a te, Domine: Con espíritu
humillado y contrito corazón te suplicamos, Señor, que nos quieras recibir en
ti.”
El autor de la Imitación, I. IV, c. VIII, insiste sobre
esta materia: “Voz de Cristo: Así como Yo me ofrecí a mí mismo por tus
pecados a Dios Padre con voluntad y extendí las manos en la Cruz, desnudo el
cuerpo de modo que no me quedaba cosa alguna que no fuese sacrificada para
aplacar a Dios, así debes tú, cuanto más entrañablemente puedas, ofrecerte a ti
mismo, de toda voluntad, a mí, en sacrificio puro y santo cada día en la Misa,
con todas tus fuerzas y deseos... No quiero tu don, sino a ti mismo... Mas si
tú estás en ti mismo y no te ofreces de muy buena gana a mi voluntad, no es
cumplida ofrenda la que haces, ni será entre nosotros entera la unión”.
Y en el capítulo siguiente: “Voz
del discípulo: Yo deseo ofrecerme a Ti de voluntad, por siervo perpetuo, en
servicio y sacrificio de eterna alabanza, Recíbeme con este Santo Sacrificio de
tu precioso Cuerpo... También te ofrezco, Señor, todas mis buenas obras, aunque
son imperfectas y pocas, para qué tú las enmiendes y santifiques, para que las
hagas agradables y aceptas a ti. También te ofrezco todos los santos deseos de
las almas devotas, y la oración por todos aquellos que me son caros, También te
ofrezco estas oraciones y sacrificios agradables, por los que en algo me han
enojado o vituperado... por todos los que yo alguna vez enojé, turbé, agravié y
escandalicé, por ignorancia o advertidamente, para que tú nos perdones las
ofensas que nos hemos hecho unos a otros... y haznos tales que seamos dignos de
gozar de tu gracia y de que aprovechemos para la vida eterna”.
La Misa así comprendida es fecundísima
fuente de santificación, y de gracias siempre renovadas; por ella puede ser
realidad en nosotros, cada día, la súplica de Nuestro Señor: “Yo les he dado de
la gloria que tú me diste, para que sean una misma cosa, como lo somos
nosotros, yo en ellos y tú en mí, a fin de que sean consumados en la unidad, y
conozca el mundo que tú me has enviado y amádoles a ellos como a mí me amaste”
(Joan., XVII, 2 3).
La visita al Santísimo Sacramento
ha de recordarnos la Misa de la mañana, y hemos de meditar que en el tabernáculo,
aunque propiamente no hay sacrificio, Jesús sin embargo, que está realmente
presente, continúa adorando, pidiendo y dando gracias. En cualquier momento, a
lo largo del día, deberíamos unirnos a esta oblación del Salvador. Como lo
expresa la oración al Corazón Eucarístico: “Es paciente para esperarnos y
dispuesto siempre a escucharnos; es centro de gracias siempre renovadas,
refugio de la vida escondida, maestro de los secretos de la unión divina”. Junto
al tabernáculo, hemos de “callar para escucharle, y huir de nosotros para
perdernos en él” [11].
R. Garrigou-Lagrange
O.P., tomado de Las tres edades
de la vida interior. De nuestra sección dedicada a la Santa Misa.
Notas:
[1] Sesión
XXII, c. I y II.
[2] Del mismo
modo la humanidad del Salvador permanece numéricamente la misma, pero después
de la resurrección es impasible, mientras que antes estaba sujeta al
dolor y a la muerte.
[3] “Sacrificium
externum est in genere signi, ut signum interioris sacrificii”.
[4] Homilía
LX al pueblo de Antioquía.
[5] Libro
de las visiones e instrucciones, c. LXVII
[6] Santo
Tomás, III, q. 48, a. 2: “Ille proprie satisfacit pro offensa, qui exhibet
offenso id quod aeque vel magis diligit quam oderit offensam”.
[7] Concilio
de Trento, ses. XXII, c. n: “Hujus
quippe oblatione placatus Dominus, gratiam et donum poenitentiae concedens,
crimina et peccata etiam ingentia dimittit”.
[8] Ibidem.
[9] SANTO
TOMÁS, III, q. 79, a. S y 7, ad 2, donde no se indica otro límite que el de la
medida de nuestra devoción: “secundum quantitatem seu modum devotionis eorum” (id
est: fidelium). Cayetano, in III, q. 79, a. S. Juan de Santo Tomás, in
III, dise. 32, a. 3. Gonet, Clypeus... De Eucharistia, disp. II, a. S,
n. 100. Salmanticenses, de Eucharistia, disp. XIII, dub. VI. Disentimos
en absoluto de lo que sobre esta materia ha escrito el P. de la Taille, Esquisse
du mystére de la f os, París, 1924, p. 22.
[10] II II,
q. 82, a. 13.
[11]
Recomendamos como lectura durante la visita al Santísimo Sacramento o para la
meditación, Les Élévations sur la Priére au Coeur Eucharistique de Jésus, compuestas
por una alma interior muy piadosa, que han sido publicadas por primera vez en
1926, ed. de “La Vie Spirituelle”. También recomendamos un excelente libro
escrito por una persona muerta recientemente en Méjico en olor de santidad: Ante
el altar (Cien visitas a Jesús sacramentado).