Fernando Brunetière, fue el príncipe de la crítica literaria
francesa y director de la Revista de Ambos Mundos. Después de haberse
nutrido en su juventud con los estudios de Claudio Bernard, de Darwin, de
Augusto Comte, Heriberto Spencer, Schopenhauer, etc., después de lento y serio
examen, después de haber buscado con prolijos estudios la verdad, supo
desligarse de las enseñanzas de esos autores, contrarías a las doctrinas de la
fe, fue a llamar a las puertas de Roma, y se afirmó como apologista y creyente
católico.
Todo
procedió ordenadamente, sin saltos imprevistos. Diversas son las vías que
conducen a Roma: La Bonne souffrance devuelve al catolicismo al poeta de
los humildes de París, Francisco
Coppée. El estudio de las líneas y del
arte gótico, hace entrar en el catolicismo a Huysmans. Brunetière pisó un sendero más largo y
más moderno para llegar hasta el Vaticano. El adversario implacable de la
novela naturalista, el paladín de la idea de la responsabilidad en el artista,
el luchador de la moralidad, y , de una
moralidad social, era inconscientemente cristiano, antes de decir: —Lo que yo creo,
id a preguntárselo a Roma.
Su viaje al Vaticano en 1895, marca la
primera etapa de su conversión.
Y en su
célebre escrito Las bases de la creencia, hablando de las bancarrotas
sucesivas de la ciencia, dice: “Nada más fácil que multiplicar los
testimonios acerca de esto, desde quince años a esta parte[1]
lo que hace en el siglo de los ferrocarriles y telégrafos un espacio de tiempo
bastante largo en la historia de las ideas, algo se ha cambiado acerca de la
estimación que se profesaba a la ciencia. Se la admira siempre, pero no es ya
el exigente y tiránico ídolo al cual se nos pedía sacrificarlo todo. Seguimos
usando de sus servicios y le quedamos agradecidos; pero ya no ponemos en ella
todas nuestras esperanzas... Por todas partes vemos sus límites sin tener
necesidad del microscopio o de los rayos Roentgen. La ciencia es incapaz de
darnos una explicación o una interpretación aceptable del universo. Ella es
incapaz de fundar una moral. Ella, por fin, es incapaz de substituir la
religión en la evolución social de la humanidad”.
“Señores —hubo de decir en el Congreso de
Bessançon en 1898— no he tenido otros méritos que haberme dejado hacer por la
verdad”. Y la verdad fue siempre en marcha en su espíritu. Predicador laico,
recorrió las principales ciudades de Francia, de Italia y de Europa. Su
pensamiento científico religioso se fue robusteciendo cada vez más. Soldado de
Cristo, no ocultaba ni siquiera un pliegue de su bandera.
Fue católico, católico integral,
ultramontano. Léase su artículo magistral sobre el Catolicismo en los Estados
Unidos y el otro no menos explícito: ¿Queremos una Iglesia Nacional? Léase su
valiente conferencia sobre Calvino, pronunciada en su misma ciudadela, en
Ginebra, y se verá qué sólidas raíces tenía en su alma aquel catolicismo que
llevaba y defendía por doquiera, al punto que sus colegas de la Academia
Francesa, le llamaban irónicamente Fernando el Católico,
Y en el fervor de la fe, abrazada después de
maduro examen, Brunetière comprendía
toda la necesidad de un apostolado científico, de una apologética que
respondiera a la altura del momento.
Hizo suya ¡a máxima de Bossuet: “Edifiquemos
las fortalezas de Judá con las cenizas y las ruinas de Samaría”.
Y se dio a buscar el alma de la bondad, como
decía, en las cosas malas y el alma de la verdad en las cosas falsas.
Sobre las ruinas de la ciencia, edificó el templo de la fe.
Este Alcestes belicoso, tuvo la pluma en la
mano hasta la orilla del sepulcro.
El lº de noviembre de 1906, hacía el prefacio de
las Cuestiones actuales.
“La tiranía del dogma no es tiranía si
nos servimos de esta palabra en materia dogmática. Y esto significa que no se
sabe que ella haya jamás estorbado ni contrariado las especulaciones del
geómetra o las vivisecciones del fisiologista. Ella no ha jamás contrariado ni
restringido la libertad del historiador, y no hay, que yo sepa, opinión alguna
católica, impuesta, ni convenida, sobre las guerras médicas o la conquista de
la Galia por los Romanos. Pero si la
tiranía no se ejerce sino en materia dogmática —por ejemplo, sobre la
cuestión de la Encarnación o de la Redención—, quién no ve que la palabra no
tiene mis sentido, y que la afirmación perentoria y absoluta del dogma, en
teología, equivale exactamente a lo que son en física y en fisiología, la enunciación de ¡as leyes que dominan la
materia. ¿Es tal vez libre el geómetra de modificar las propiedades de la circunferencia
o de la elipse? ¿Es tal vez libre el químico de definir a su talante,
las del cloro o del alcohol? Pero las leyes del objeto, se imponen al hombre y
aunque le convengan o no, está obligado a sufrir su violencia y tiranía. ¿Quién
podrá por esto sostener seriamente que nuestra libertad de pensar está
aherrojada? Y a este propósito, ¿no sería el caso de hablar de la bancarrota
de la ciencia? ¿Y por qué se quisiera juzgar con otro criterio en materia
de religión? La pretendida tiranía del dogma no es sino una frase. El
dogma para el creyente, no impone más violencia que la misma verdad. Y si se le
pone afuera y como aparte de la discusión, es a la manera de esos axiomas o
verdades elementales que se encuentran formando la base de todas las ciencias...[2].
La Revista de ambos mundos del 1º de diciembre de 1906, lleva
todavía un artículo suyo.
Después calló esa boca de oro y se destempló
esa pluma de acero. Una nube de tristeza velaba la noble frente del grande
escritor. Sentía herida su alma por la innoble actitud del Estado sectario
contra la Iglesia de Cristo.
A uno de sus discípulos decía, en los últimos
meses, con dolor: —No nos queda más que la historia, entreguémonos a ella,
hasta que también nos la prohíban.
Pero el dolor más grande que tuvo que
experimentar, fue cuando vio disuelto el lazo secular del Concordato y aprobado
por las dos cámaras la ley de separación de 1904.
Murió como mueren los valientes, sobre la
brecha, a los 57 años, el 9 de diciembre de 1906.
Todo París rindió homenaje a la gigantesca
figura del extinto, y pasó silencioso ante su féretro.
La muerte acababa de rendir a este valiente,
que bajaba a la tumba con el fragor del roble del bosque que cae al suelo
abatido por la tempestad.
P. Bernardo Gentilini, “La ciencia y la Fe”, editorial Difusión,
Buenos Aires, 1944.
[1] El autor escribía su artículo
en 1896.
[2] Questions actuelles, Préface.