“…Entre mis papeles
encuentro ahora un texto que debería haber tenido los honores de toda la prensa
francesa. Nadie lo ha señalado; yo mismo no sabría decir en qué oscuro
periódico semiclandestino fueron reproducidas esas líneas. Podrían sin embargo
figurar, al lado del artículo 58, como una de las páginas maestras para la
profunda comprensión del mundo contemporáneo.
Se las debemos a un
compañero de cautiverio de Soljenitsyn. En 1944, ese hombre se enfermó en un
campo del Archipiélago de una diarrea de pelagra, debida a la subalimentación.
Sin médico ni medicinas, la muerte parecía inevitable. Y relata:
“Ni yo ni ninguno de mis compañeros sabía
de casos de curación. Fui transportado a la barraca de los moribundos.
Fríamente calculaba yo en mi mente el tiempo que me quedaba de vida. Pero ni mi
alma ni mi mente aceptaban el veredicto final. En mi fuero interno estaba
convencido de que Dios me salvaría la vida…”
“Había aprendido a orar en mi infancia.
Pero, en la época de la que hablo, no tenía idea alguna de lo que era la
meditación. La alcancé en el curso de mi lucha contra la enfermedad. Escogí el Padre
Nuestro, la más grande de todas las oraciones, la que nos fue dada por el
Salvador mismo. Me puse a reflexionar sobre cada palabra del texto. A pesar de
la fatiga de mi espíritu, pude siquiera llegar a la conclusión de que esta
oración contiene la totalidad de las más grandes ideas del Cristianismo.
“Transcurrieron quince días. Me daba
cuenta de la duración y del término de mi enfermedad. El hambre dejó de
atenazarme. Más de una vez daba a otros mi ración de “rata” (pésimo guisado de
patatas o de judías), no reservándome sino el pan duro que yo me obligaba a
tragar. No me daban ganas de fumar. Los días pasan. Yo oro. Mis fuerzas
declinan. La enfermedad continúa. Veinte, veinticinco, treinta días
transcurrieron. Se pusieron a mirarme como un caso excepcional. Treinta y cinco
días, treinta y seis, treinta y siete días…Yo le rezo a Dios, como un cirio
encendido para Su Gloria. El cuadragésimo día, me despierto con una sensación
‘de ser’ desconocida hasta entonces. La diarrea se ha detenido, recobro las
fuerzas. Las lágrimas brotan de mis ojos, lágrimas de gozo, de exaltación, de
reconocimiento. Dios ha hecho un milagro en favor de un pecador como yo. El me
ha marcado. En adelante, soy un soldado de la Iglesia”.