A fuerza de combatir, la lucha se
vuelve más cuesta arriba y arrecia la tentación de desistir. Jesús fue tentado
cuando llegaba al término de su cuaresma, y no falta la lección de aquellos
santos que debieron enfrentar las más arduas pruebas -la llamada «noche del
espíritu»- cuando ya entreveían la cima, el día pleno. Según consta por tan
admirables ejemplos, es entonces cuando más urge la perseverancia.
En la situación de anomalía sin
descuentos en que se encuentra la Iglesia, no nos está siendo ahorrada -incluso
entre las voces críticas de este pontificado, tan dolorosamente singular-
alguna que otra señal de cansancio. Al fin de cuentas el sol sigue saliendo
cada día, y un papa proclive a escandalizar en cada parada no alcanza a detener
la costumbre rotatoria de los astros. Y entonces se cierne la tentación de
absorber la anomalía en la regla, y de atenuar la horrísona verba papal por el
recurso a alguna que otra dicción correcta, y de reconocerle incluso algunas
virtudes -que, sin duda, las ha de tener. Estas cosas no atemperan nada; en
rigor, no hacen más que confirmar el tenor de las falencias que, exhibidas como
triunfos, acaban por herir gravemente la dignidad papal en el hombre que de
momento la inviste.
Para provecho y aliento en la
contienda, ofrecemos la traducción de un artículo aparecido ayer en el diario Il
Foglio y reproducido en varios sitios italianos. Ellos nos
recuerdan que hay un contexto aún más amplio que el párrafo del que se
entresaca alguna afirmación malsonante de Francisco, y que incluso el párrafo
que se trae en su defensa puede ser un testigo comprometedor. Que de nada sirve
meter el sensus fidei en el alambique para ahorrarle
mortificaciones, y que el análisis urge la síntesis, sin escapatorias.
ESTE PAPA NO NOS
GUSTA
por Alessandro
Gnocchi y Mario Palmaro
Cuánto haya
costado la imponente exhibición de pobreza de la que el papa Francisco fue
protagonista el 4 de octubre en Asís, no es cosa que se sepa. Cierto es que, en
tiempos en los que está tan de moda la simplificación, se nos ocurre que la
histórica jornada ha tenido muy poco de franciscano. Una partitura bien escrita
y bien interpretada, si se quiere, pero privada del quid que
hizo que el espíritu de Francisco, el santo, resultara único: la sorpresa que
desaira al mundo. Francisco, el papa, que abraza a los enfermos, que se
apretuja con la multitud, que bromea, que improvisa discursos, que asciende al
Panda, que abandona a los cardenales durante el almuerzo con las autoridades
para ir a la mesa de los pobres, era cuanto menos descontado que pudiera esperarse,
y ocurrió puntualmente. Naturalmente con gran concurso de prensa católica y
para-católica lista a exaltar la humildad del gesto y soltando un suspiro de
alivio porque, esta vez, el papa habló del encuentro con Cristo. Y de la prensa
laica diciendo que, ahora sí, la Iglesia se pone a tono con los tiempos. Toda
buena mercadería para el titulador de medio calibre que quiere cerrar de prisa
el diario y mañana se verá.
No hubo ni
siquiera la sorpresa del gesto clamoroso. Pero incluso ésta sería bien poca
cosa, en vistas de cuánto el papa Bergoglio ha dicho y hecho en sólo medio año
de pontificado concluido con los guiños a Eugenio Scalfari y con la entrevista
a Civiltà Cattolica.
Los únicos que
se vieron derrotados, en este caso, habrían sido los “normalistas”, aquellos
católicos que se esfuerzan patéticamente en convencer al prójimo, y aún más
patéticamente en convencerse a sí mismos, de que nada ha cambiado. Es todo
normal y, como de costumbre, es culpa de los diarios que tergiversan al papa a
gusto, el cual diría sólo de manera distinta las mismas verdades enseñadas por
sus predecesores.
Aunque el
periodismo sea el oficio más antiguo del mundo, resulta difícil dar crédito a
esta tesis. «Santidad», pregunta por ejemplo Scalfari en su
entrevista, «¿existe una visión única del Bien? ¿Y quién la establece?».
«Cada uno de nosotros», responde el papa, «tiene una visión
del Bien y del Mal. Nosotros debemos animar a cada uno a dirigirse a lo que
piensa que es el Bien». «Usted, Santidad» acosa jesuíticamente
Eugenio, a quien no le parece real, «ya lo escribió en la carta que me
mandó. La conciencia es autónoma, dijo, y cada uno debe obedecer a la propia
conciencia. Creo que esta es una de las frases más valientes dichas por un Papa».
«Y aquí lo repito»,confirma el papa, a quien tampoco le parece cierto: «cada
uno tiene su propia idea del Bien y del Mal y debe elegir seguir el Bien y
combatir el Mal como él lo concibe. Bastaría eso para cambiar el mundo».
A Vaticano II
ya concluido y a post-concilio más que aviado, en el capítulo 32 de laVeritatis
Splendor Juan Pablo II escribía, refutando a «algunas corrientes de
pensamiento moderno» que «se han atribuido a la conciencia individual las
prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide
categóricamente e infaliblemente acerca del bien y el mal (...), al punto que
se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral».
Incluso el “normalista” más antojadizo debiera encontrar difícil conciliar el
Bergoglio 2013 con el Wojtyla 1993.
En presencia
de un tal cambio de ruta, los diarios hacen su honesto y descontado trabajo.
Retoman las frases del papa Francisco en evidente contraste con aquello que los
papas y la Iglesia han enseñado siempre y las transforman en titulares de
primera página. Y entonces el “normalista”, que dice siempre y doquiera aquello
que piensaL' Osservatore Romano, sacan el contexto a
colación. Las frases extrapoladas del bendito contexto no reflejarían la mens de
aquel que las pronunció. Sin embargo -y es la historia de la Iglesia quien así
lo enseña-, ciertas frases de sentido completo tienen sentido y son juzgadas
con prescindencia del contexto. Si en una larga entrevista alguien sostiene que
«Hitler ha sido un benefactor de la humanidad», difícilmente podrá evadirse
ante el mundo invocando el contexto. Si un papa dice en una entrevista «yo creo
en Dios, no en un Dios católico», es que el pastiche se ha consumado sin
atenuantes. Hace dos mil años que la Iglesia juzga las afirmaciones doctrinales
aislándolas del contexto. En 1713, Clemente XI publica la constitución Unigenitus
Dei Filius, en la que condena 101 proposiciones del teólogo Pasquier
Quesnel. En 1864, Pío IX publica en el Syllabus un elenco de
proposiciones erróneas. En 1907, san Pío X adjunta a la Pascendi
dominici gregis 65 frases incompatibles con el catolicismo. Y son sólo
algunos ejemplos para decir que el error, cuando se encuentra, se reconoce a
ojos vista. Un repasito al Denzinger no haría mal.
Por otro lado,
en el caso de las entrevistas de Bergoglio, el análisis del contexto puede
incluso empeorar las cosas. Cuando, por ejemplo, el papa Francisco le dice a
Scalfari que «el proselitismo es una solemne tontería», el “normalista”
explica de prisa que se está hablando del proselitismo agresivo de las sectas
sudamericanas. Lamentablemente, en la entrevista, Francisco dice a Scalfari «no
quiero convertirlo». Se sigue que, en la interpretación auténtica,
cuando se define “solemne tontería” el proselitismo, se entiende el esfuerzo
hecho por la Iglesia para convertir a las almas al catolicismo.
Sería difícil
interpretar el concepto de otra manera, a la luz de las bodas entre Evangelio y
mundo, que Francisco bendijo en la entrevista de Civiltà Cattolica. «El
Vaticano II», explica el papa «supuso una relectura del
Evangelio a la luz de la cultura contemporánea. Produjo un movimiento de
renovación que viene sencillamente del mismo Evangelio. Los frutos son enormes.
Basta recordar la liturgia. El trabajo de reforma litúrgica hizo un servicio al
pueblo, releyendo el Evangelio a la luz de una situación histórica completa.
Sí, hay líneas de continuidad y de discontinuidad, pero una cosa es clara: la
dinámica de lectura del Evangelio actualizada para hoy, propia del Concilio, es
absolutamente irreversible». Así, justamente: no más el mundo
medido a la luz del Evangelio, sino el Evangelio deformado a la luz del mundo,
de la cultura contemporánea. Y quizás cuántas veces tendrá aún que ocurrir, a
cada vuelta del cambio cultural, emplazando cada vez la relectura precedente:
no otra cosa que el “concilio permanente” teorizado por el jesuita Carlo Maria
Martini.
Siguiendo este
surco se va elevando sobre el horizonte la idea de una nueva Iglesia, el
«hospital de campaña» evocado en la entrevista a Civiltà Cattolica donde
resulta que los médicos, hasta el día de hoy, parecen no haber cumplido bien su
oficio. «Estoy pensando en la situación de una mujer que tiene a sus
espaldas el fracaso de un matrimonio en el que se dio también un aborto», continúa
diciendo el papa. «Después de aquello esta mujer se ha vuelto a casar y
ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está sinceramente
arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué hace el confesor?». Un
discurso construido sabiamente para ser rematado con una pregunta después de la
cual se vuelve al comienzo para mudar argumento, casi destacando la incapacidad
de la Iglesia para responder. Un pasaje desconcertante si se piensa que la
Iglesia satisface desde hace dos mil años tal dilema con una regla que permite
la absolución del pecador, con la condición de que esté arrepentido y que se
esfuerce en no permanecer en el pecado. Y sin embargo, subyugadas por la
desbordante personalidad del papa Bergoglio, legiones de católicos se han
tragado la fábula de un problema que en realidad no ha existido jamás. Todos
allí, con sentimiento de culpa por dos mil años de presuntas supercherías a
expensas de los pobres pecadores, a agradecerle al obispo venido desde el fin
del mundo, no el haber resuelto un problema que no existía, sino el haberlo
inventado.
El aspecto
inquietante del pensamiento subentendido en tales afirmaciones es la idea de
una alternativa insanable entre rigor doctrinal y misericordia: si está el uno,
no puede estar la otra. Pero la Iglesia, desde siempre, enseña y vive
exactamente lo contrario. Son la percepción del pecado y el arrepentimiento por
haberlo cometido, junto al propósito de evitarlo en lo futuro, los que hacen
posible el perdón de Dios. Jesús salva a la adúltera de la lapidación, la
absuelve, pero la despide diciendo «vete y no peques más». No le dice: «vete, y
date por segura de que mi Iglesia no ejercitará ninguna injerencia espiritual
en tu vida personal».
Visto el
consenso prácticamente unánime del pueblo católico y el enamoramiento del
mundo, contra el cual y no obstante el Evangelio debiera poner sobre aviso,
diríase que seis meses del papa Francisco han cambiado una época. En realidad
se asiste al fenómeno de un líder que dice a la multitud aquello que la
multitud quiere que se le diga. Pero es innegable que esto se ejecuta con gran
talento y mucho oficio. La comunicación con el pueblo, que se ha convertido en
pueblo de Dios allí donde de hecho no hay más distinción entre creyentes y no
creyentes, es sólo -en una pequeñísima parte- directa y espontánea. Incluso los
baños de multitud en la plaza San Pedro, en la Jornada Mundial de la Juventud,
en Lampedusa o en Asís, son filtrados por los medios de comunicación que se
encargan de suministrar los acontecimientos juntamente con su interpretación.
El fenómeno
Francisco no se substrae a la regla fundamental del juego mediático sino que,
más aún, se sirve de él casi hasta volvérsele connatural. El mecanismo fue
definido con gran eficacia a comienzos de los años ochenta por Mario Alighiero
Manacorda en un provechoso librito con el provechosísimo título de El
lenguaje televisivo. O la loca anadiplosis. La anadiplosis es una
figura retórica que, como ocurre en este renglón, hace empezar una frase con el
término principal contenido en la frase precedente. Tal artificio retórico, según
Manacorda, se ha convertido en la esencia del lenguaje mediático. «Estos modos
puramente formales, superfluos, inútiles e incomprensibles en lo tocante a la
sustancia» decía, «inducen al oyente a seguir la parte formal, es decir la figura
retórica, y a olvidar la parte sustancial».
Con el tiempo,
la comunicación de masas ha terminado por sustituir definitivamente el aspecto
formal por el sustancial, la apariencia a la verdad. Y lo ha hecho, en
particular, gracias a las figuras retóricas de la sinécdoque y de la metonimia,
con las cuales se representa el todo por la parte. La velocidad crecientemente
vertiginosa de la información impone descuidar el conjunto y lleva a
concentrarse sobre algunos particulares elegidos con pericia para dar una
lectura del fenómeno complexivo. Cada vez más a menudo, diarios, tv, sitios de
internete, resumen los grandes eventos en un detalle.
Desde este
punto de vista, parece que el papa Francisco estuviera hecho para los mass
media y que losmass media estuvieran hechos para el papa
Francisco. Basta sólo con citar el ejemplo del hombre vestido de blanco que
desciende por la escalera del avión llevando un andrajoso bolso de cuero negro:
perfecta utilización de sinécdoque y metonimia a la vez. La figura del papa
resulta absorbida por aquel bolso negro que anula la imagen sacral transmitida
por siglos para devolver otra completamente nueva y mundana: el papa, el nuevo
papa, está todo presente en aquel particular que exalta la pobreza, la
humildad, la entrega, el trabajo, la contemporaneidad, la cotidianidad, la
proximidad a cuanto de más terreno se pueda imaginar.
El efecto
final de tal proceso lleva a disponer el concepto impersonal de papado como
telón de fondo, y a la contemporánea salida a escena de la persona que lo
encarna. El efecto es tanto más detonante si se observa que los destinatarios
del mensaje asumen el significado exactamente opuesto: exaltan la gran humildad
del hombre y piensan que éste le da lustre al papado.
Por efecto de
sinécdoque y de metonimia, el paso sucesivo consiste en identificar la persona
del papa con el papado: una parte por el todo, y Simón ha destronado a Pedro.
Este fenómeno logra ciertamente que Bergoglio, aun expresándose formalmente
como doctor privado, transforme de hecho cualquiera de sus gestos y cualquiera
de sus palabras en un acto de magisterio. Si luego se piensa que aun la mayor
parte de los católicos está convencida de que todo lo que dice el papa sea sólo
y siempre infalible, el juego está completo. Por más que se pueda protestar que
una carta a Scalfari o una entrevista a quien sea valgan incluso menos que el
parecer de un doctor privado, en la época mass-mediática el efecto que
producirán resultará inconmensurablemente mayor que el de cualquier
pronunciamiento solemne. Es más: cuanto más formalmente pequeños e insignificantes
resulten el gesto o el discurso, tanto mayor efecto tendrán y serán
considerados como irreprochables e irrecusables.
No por caso la
simbología que sostiene este fenómeno está hecha de pobres cosas cotidianas. El
bolso negro llevado en la mano en el avión es un ejemplo de escuela. Pero
también cuando se habla de la cruz pectoral, del anillo, del altar, de los
objetos sagrados o de los paramentos, se habla del material con el que están hechos
y ya no más de lo que representan: la materia informe le ha sacado ventaja a la
forma. De hecho, Jesús ya no se encuentra más en la cruz que el papa lleva al
cuello porque la gente es inducida a contemplar el hierro con el que el objeto
fue producido. Una vez más la parte se engulle al Todo, que acá se escribe con T mayúscula.
Y a la «carne de Cristo» se la busca en otra parte y cada uno acaba por
identificar donde quiere el holocausto que más le viene a gusto. En estos días,
en Lampedusa; mañana, quién sabe.
Es el éxito de
la sabiduría del mundo, que san Pablo rechazaba como estulticia y que hoy es
empleada para releer el Evangelio con los ojos de la tv. Pero ya en 1969
Marshall McLuhan escribía a Jacques Maritain: «los ambientes de la información
electrónica, que han sido completamente etéreos, nutren la ilusión del mundo
como sustancia espiritual. Éste es un razonable facsímil del Cuerpo Místico,
una ensordecedora manifestación del anticristo. Al fin de cuentas, el príncipe
de este mundo es un destacadísimo ingeniero electrónico».
Más tarde o más temprano
tendremos que despertarnos del gran sueño mass-mediático y volver a cotejarnos
con la realidad. Y será también necesario aprender la verdadera humildad, que
consiste en someterse a Alguien más grande, que se manifiesta a través de leyes
inmutables incluso por el Vicario de Cristo. Y será necesario recobrar el
coraje de decir que un católico sólo puede sentirse turbado ante un diálogo en
el que cualquiera, en homenaje a la pretendida autonomía de la conciencia, sea
incitado a caminar hacia una suya y personal visión del bien y del mal. Porque
Cristo no puede ser una opción entre tantas. Al menos para su Vicario.
Visto en: In
Expectatione, 09-10-2013.