Al comienzo
del Concilio, algunos quisieron fundar la libertad religiosa sobre los
derechos de la conciencia: “La libertad religiosa sería vana si los hombres no
pudieran traducir los imperativos de su conciencia en actos exteriores”,
declaró Mons. Smedt en su discurso introductorio (“Documentation Catholique”,
5 de enero de 1964, col. 74-75). El argumento era el siguiente: cada
uno tiene el deber de seguir su conciencia, pues ella es para cada uno la regla
inmediata de la acción. Ahora bien, esto vale no sólo para una conciencia
verdadera, sino también para una conciencia invenciblemente errónea, la que
tienen particularmente numerosos adeptos de las falsas religiones; estos
tienen, así, el deber de seguir su conciencia y, por consiguiente, debe
dejárseles la libertad de seguirla y de ejercer su culto.
El disparate del razonamiento fue pronto
evidenciado y debieron resignarse a hacer fuego con otra madera. En efecto, el
error invencible, es decir no culpable, disculpa toda falta moral, pero no por
eso hace la acción buena (Sto. Tomás, I-II, 19,6 y ad. 1.) y por lo mismo no da
ningún derecho a su autor. El derecho no puede fundarse más que sobre la norma
objetiva de la ley, y en primer lugar, sobre la ley divina, que regula, en
particular, la manera cómo Dios quiere ser honrado por los hombres.